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FUERA DE FOCO
ALEJANDRO MARGULIS
Santamarina yendo a trabajar convencido de que Sabrina, seis años más joven que él,
morirá antes de que se cumplan veinticuatro horas; la idea del accidente será una obsesión
que habría querido olvidar pero reaparecerá, saludable, fétida y cargosa, como esas malas
visiones que perturban -supuestamente- el sueño de los peores asesinos. No habrá sido la
primera vez que le vengan a la mente cosas así. Su amor estará hecho de fantasmas y raras
certezas: al cruzar en auto sobre un puente cualquiera, algo inmanejable los transportaría
les vendría encima y empujaría el cuerpo de Sabrina bajo las ruedas de acero. Dos veces
habrían de subir a un avión y dos veces habría él entrevisto la posibilidad fáctica de caer
desde más de diez mil metros sin paracaídas, más bien inmóviles, por no decir dormidos o
A la semana de vivir juntos, Santamarina la había visto tan inclinada en el balcón del
departamento que temió que se suicidara; las fotos de un novio anterior flotando en el
aire, delante suyo, rumbo a la calle, disolvieron aquella presunción pero instalaron otra casi
peor, del orden de sus sentimientos inconclusos: los celos a lo por venir. Así, la tendencia
destino se había hecho habitual. Al principio, en los accidentes posibles el riesgo solamente
rozaba el hilo vital de ella: el ómnibus en que viajaban se salía del camino y caía en cámara
lenta a la laguna o el río, según las circunstancias; de a poco el agua llenaba todos los hue-
cos asfixiando a los pasajeros y Sabrina, que no sabía nadar, quedaba a merced del
heroísmo de Santamarina. Si habían tenido una buena noche real (o una buena mañana) la
fantasía de Santamarina encontraba una barra de acero bajo el asiento y golpeaba las venta-
nillas hasta hacer astillas, en alguno de los vidrios. Mientras el agua seguía entrando y los
temente grande para poder pasar su cuerpo, y el de Sabrina, y entonces subían airosos,
nadando, hacia la superficie. Santamarina era conciente de que, a los efectos del rescate
virtual, poca importancia tenía que Sabrina no supiese nadar: del oscuro territorio de sus
tomándola de la cintura, del cabello o del más frágil de sus dedos; en caso de histeria
podría hasta llegar a pegarle un cachetazo. Pero, más que en la vida real, era en esa
situación fabulada donde él, que no tenía precisamente un tórax ancho o espalda de
nadador (en verdad apenas si sabía flotar), encarnaba un Tarzán de la vida en pareja.
insegura glotis desde la boca del estómago con un vago acento portorriqueño que no
había ocurrido esa mañana, Santamarina era capaz de perder toda objetividad elucubrando
distraído, volcando como un animal de muchas patas, sin que ninguna cámara lenta diera
tiempo para buscar una salida. Santamarina movía su cuerpo como un tramoyista de circo,
de modo de quedar en posición vertical, con las ventanillas bajo los pies y Sabrina,
en la hecatombe.
La intervención de los bomberos logrará rescatar los cuerpos del lugar desde el
interior del vehículo. El personal policial trabajará para determinar el tipo de accidente que
habrá estado en el origen del suceso: una caravana de vehículos cuyo primer conductor
habrá al parecer impactado sobre la parte lateral delantera izquierda del micro, perdiendo el
control y yendo a caer bajo las ruedas de éste, y forzándolo a volcar hacia la banquina. Si
bien hasta hace muy poco habrá habido lluvias intensas, en principio no cabría ninguna
suposición acerca del mal tiempo como causa del siniestro. Aunque atendido por personal
del servicio médico de la zona, Santamarina sobrevivirá pero estará en estado de shock.
Entre las víctimas mortales también estará un actor probablemente conocido y un familiar,
Mucho después, llegará a su escritorio en el diario un sobre de papel madera con una
ACORDATE DE COLON
Aunque conocido.
Tres sombras desparejas, siluetas humanas, acariciarán los bordes del cuerpo,
cubierto por una frazada. La sombra mayor ocupará el sector izquierdo del encuadre; el
triángulo inferior izquierdo de la frazada quedará inserto en ella. La sombra menor será
apenas un desliz visual, vago desprendimiento de una figura que casualmente habrá estado
parada ahí. La impresión más fuerte la producirá la sombra grande del medio, la del
cuerpo; de ella nacerá una gran espalda y el resto deforme, intruso, de alguien muy gordo.
Vista con atención, en la segunda foto se notarán las manos secas sobresaliendo de
Santamarina imaginará el curso del lápiz ceroso patinando al borde de una escuadra,
Los abrirá.
En los últimos asientos del micro volverá a colgar su atención; será un alivio abstraer
la conmoción que la foto provocará deslizándose, como el lápiz amarillo, en los detalles
secundarios.
Por atrás del micro, casi fuera de foco, verá a dos curiosos parados en la ruta.
Figuras diminutas.
Sweter oscuro la primera, las manos en los bolsillos, el peso del cuerpo acaso
La rueda trasera del micro tumbado, que colgará en el aire por efecto de la
descubrimiento: lo que a primer golpe visual le habrán parecido hierros abstractos, que
surgían desde el cuerpo del micro hacia la parte superior de la foto no lo serán realmente.
sólo en la parte trasera. Pero en el medio sencillamente las puntas de los asientos, todavía
con sus fundas blancas en el lugar donde los pasajeros habrían recostado sus cabezas,
Sabrina entre ellos. El micro habrá evidentemente dado algún tumbo sobre la ruta, y al
rodar, habrá perdido parte del techo. Así los asientos, milagrosamente enteros,
sobresaldrán de la carcaza estropeada como las muelas de una calavera a la que le hubiesen
—Pará con eso —dirá Hans—. Ya fue. Olvidate. Se terminó. Tenés que comer
también.
Ahora, hay quien dice que Santamarina y Piaget se conocieron antes de que se
publicaran esas fotos. Fue, dicen, durante una merienda tardía, el sol de las seis o siete de la
tarde molestando en los ojos a pesar de las pesadas cortinas de cretona que supuestamente
iban a velar, desde el día en que el arquitecto a cargo de la redecoración del bar las dispuso,
los ojos de los redactores; Santamarina, Coca, Nilda, Hans tomando el té. Hans se había
levantado para correr un poco más la cortina y Coca entrelazó entonces la conversación,
con esa habilidad que sólo ella tenía, de modo tal de lucirse con una frase supuestamente
inteligente. Hablaban de blanco y mantelería. O tal vez de ópera. Según Coca, la vida era
como la parte de abajo de un mantel hilado a mano: uno podía ver el dibujo más preciso
del lado de afuera, pero si se daba vuelta, digamos levantándolo un poquito, se podía
descubrir la complejísima trama de hilos que en rigor lo constituían; el arte del buen
tejedor, redundó Coca, era el de saber qué punta tomar para conseguir, sin que nadie se
diese cuenta, uno y solo un efecto en la superficie que lograse llegar a la vista del
observador.
Como siempre, Nilda preguntó qué tenía eso que ver con la que venían hablando.
incluso, podemos creer que la dominamos. Elegís las personas con las que te gusta estar, te
casás o te separás. Pero de pronto un azar, un hilito del mantel, se sale de tu esfera. Y ahí
—Uno se cree que es todo cuestión de libre albedrío y no, nena, nada de éso.
—Coca dice que Dios maneja nuestros hilos como el tipo que hizo este mantel los
—No era exactamente eso —dijo Coca pero no pudo completar su explicación
porque en ese momento un hombre inmenso, con un plato de comida en la mano, pidió
—¿Siempre almorzás a esta hora? —preguntó Hans corriendo las tazas de té con
—Ya almorcé. Esta es la cena. ¿Puedo? —dijo Piaget apropiándose de una medialuna
que sobraba.
—El secreto de los buenos asados argentinos —dijo Piaget al día siguiente, mientras
esta vez efectivamente almorzaban— no está en la calidad de las vacas sino en sus cortes.
—Lo cual sienta las bases de una necrofilia interesante —dijo Hans y la conversación
derivó hacia el fraterno espacio de las historias conocidas: exiliados que llevaban un papel
con el dibujo de las partes de la res a las carnicerías extranjeras, dependientes que no
—Comer asado, ah. ¡El rito mortuorio por excelencia! —dijo Piaget y dejó chorrear
—Pero ¿por qué, mi amor? —dijo Hans—. El amigo tiene razón ¿O hay algo más
—Una vez una chica que yo conocí —dijo Margulis— me habló de cuando por
cancherear apostaron con sus amigas que iban a besar al novio de una.
—¿Y qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando? —dijo Nilda Mucci.
—El pibe estaba muerto. La apuesta era a ver quién se animaba a besarlo en el
féretro.
—¡Ah, sí! —dijo Piaget sin dejar de masticar—. ¿Y comieron arriba del jonca
también? Es costumbre, ésa. Para que el alma del muerto se meta en uno.
—Todo lo que se abre alguien lo cierra alguna vez, ¿no? —dijo Piaget.
—Sí, salvo que sea la necro de éste, que no se quiere terminar de escribir, parece —
—Pero dale, para que escribiste el mamotreto ése sobre el hijo entonces, ¡pero che!
Me extraña. Un profesional como vos ya la tendría que haber tenido recontra hecha.
Así la conversación se entramó con la paulatina conciencia de los seres humanos que
se alimentaban con la muerte, las aves europeas que se comían entre ellas, secretos para
extraer el tuétano de los huesos, las habilidades de aquel carnicero chino que conocía tan
bien el hueco entre los huesos que jamás desafilaba sus cuchillos con un tajo inadecuado y
además, los excelentes churrascos de persona cocinados a la piedra que debieron haberse
preparado aquellos jugadores de rugby que sobrevivieron en los Andes. La invitación que
Hans hizo a Piaget para que fotografiase lo que ahí se estaba comiendo —los trozos de
tira, el vacío, los chinchulines y las mollejas— terminó de asquear a Santamarina. Sin
poder dominarse, empezó a ver muertos donde había alimentos; tanto se le revolvió el
la Sección Noticias Fúnebres, con grandes titulares de tapa para los muertos famosos,
como el innombrable que no se terminaba de morir, y cuya necro estaba visto seguiría aún
en veremos.
—No, tontita: gratis. Circulación gratuita. Ganamos con los avisos, ¿no entendés? En
un ispa como éste, todo el mundo va a querer que su fiambre esté mejor exhibido que el
de los demás.
—¿Sabés que no es ninguna mala idea, che? —dijo Piaget. Le brillaba la barbilla.
Deportes. Pero todo foto de joncas. Abiertos, claro. Un diario católico, apostólico y
romano, como debe ser. A los rusos, los musulmanes y los chinos les damos un pliego
—A los chinos no les preocupa —dijo Margulis—. Los velan a cajón abierto, meta
agitar los kuling—pang rituales toda la noche para que su espíritu quede en el hogar.
—Sí, vos porque sos yanqui. No —dijo Hans—. El nombre yo ya casi lo tengo.
Silencio sordo se hizo en el comedor del diario. Tácito silencio. Hans carraspeó:
—“Así” ya existió, che. Policiales de los 70. Siempre había un asesinado en tapa —
dijo Coca.
—¡Ey, qué hacen! ¡Les presento a mi sobrinita! Rosarito, saludá a los señores.
En el comedor había entrado una mujer de carne abundante y pelo color ceniza,
sonriente y vestida de gris; no era obesa como Piaget, y mucho menos fea, pese a los años
que acusaba, pero la chica de quince o catorce años que estaba junto a ella, con su falda del
colegio y la camisa prieta, había capturado la atención de los hombres en la mesa. Hasta
—¡Epa! ¿Dónde las tenías guardada, Belula? —dijo Hans. Y enseguida, subiendo el
tono hacia una octava más paternal:— Hola, linda. Bienvenida al purgatorio. ¿Querés un
chori?
—No, gracias, señor. Ya comí —dijo la adolescente clavando la vista en sus zapatos
crema, nena?
—No, no, gracias señora, de verdad —dijo Rosarito y su boca dibujó una sonrisa de
corazón.
—Está bien, chicas, dejen. Estábamos de visita nomás. Se suspendieron las clases y la
mamá me pidió que la traiga conmigo. Le gusta el periodismo a ella, también. Es una gran
escritora.
Limpiándose las manos con una de las servilletas de tela, Piaget la apuntó con su
pesada Nikon. El flash rebotó sobre los dientes de la chica, que llevaba una herradura de
—Mejor cuando se vaya —murmuró Hans en voz baja, guiñándole el ojo a Piaget.
Porque Belula y su sobrina se habían sentado junto a Nilda Mucci y Coca Nieves y hacían
rancho aparte. — Algo así como lo que aparece en los diarios comunes todos los días
tendría que ser el nombre pero todavía no estoy muy seguro. “Noticias Fúnebres”. Algo
así, tabloide tiene que ser, y con una buena foto de apertura cada vez.
—“Fúnebres: Su diario de la noche”. No está mal, eh —dijo Coca. —Yo te hago las
—Andaba pensando que hiciéramos un cero con la necro que está terminando acá, el
amigo, ¿no? Porque me parece que éste tiene tela para rato todavía. Y si no, no sé. Bueno,
Contra sus principios, Piaget atisbaba el inicio de una larga camaradería y hasta que la
idea no cuajó del todo el mismo blando vértigo de siempre lo envolvió al percatarse de que,
apenas un día después de conocerlos, ya se estaba abriendo ante esos desconocidos. Raro
en él, porque la historia ajena siempre le había sido indiferente. Pero algo tenían en común.
El proyecto del diario de los muertos le había devuelto algo de su antigua pasión frente al
futuro aunque lo que quería era regresar atrás en el tiempo, seguir estando en el día de
antes, mano a mano y solo con el pequeño difunto o con las pesadillas conocidas, el
ejercicio del arte que lo había capturado en su infancia imposibilitándolo para siempre del
resto de actividades que hacen posible la vida de una criatura humana. Y sin embargo el
miasma llegaba a su presente con intermitencias. El cuerpo de ella venía desnudo, tumbado
boca arriba. Los hombros presentando marcas moradas. El cuello también. Los senos, flác-
cidos, como adelgazados. Los pezones sin coloración. La aréola del derecho violeta, la otra
blanca. El ombligo, un hueco. El pubis, túnel tumefacto con restos secos de sangre y se-
men. Los pies, distendidos, con las plantas hacia afuera, una suerte de animal marino: el es-
pacio vacío donde antes hubo uñas articula una mirada. ¿Qué dicen esos ojos muertos? Mi-
ran la cara de quien los mira. ¿Cómo mantener la vista fija en una foto horrible? Abstrayen-
que el foco ha sido puesto en la mandíbula abierta, como si se tratara de la imagen tomada
por un odontólogo aficionado para la presentación de una clase práctica de cirugía. Sin em-
bargo, alguien tenía que tomarse el trabajo de mirar. El cuerpo muerto está para quien re-
sista verlo. ¿Importaba que hubiera sido él quién lo fotografió? Ese era su misterio. Un
cuerpo joven. Los rasgos, indescifrables. ¿Qué más? El silencio. No poder alejar la memo-
ria de ello pero tampoco evocar con claridad. Una contracción. Un vahído incomprensible
y nada, no dominar el sentido de su regodeo. No la agonía por haber hecho lo que hizo
sino por ser incapaz de dominar sus mortificaciones. Después de todo él había sido apenas
un testigo más. Pero lo que lo más lo inquietaba ahora era la certeza, repentino
alumbramiento, de que los seres con quienes compartía la mesa iban a estar cerca suyo
—Pero andá, farolera, qué sabrás vos de las sonatas de Beethoven —dijo Coca—.
—La sonata en do menor opus III. Culminación del arte de la sonata, mi vida.
—A ver, las únicas sonatas en do menor de Bethoven que conozco son la sonata
—Y también está la 8 para piano, opus 13, mi vida —dijo Nilda—. Pero no. No
hablo de esas.
—¿Che, no será la 7? Do menor para piano y violín… —dijo Hans, que por algo
discusión.
—Ay, pero si yo hubiera sabido que estas conversaciones eran tan interesantes
hubiera venido a almorzar con ustedes mucho antes, ¿no es cierto Rosarito? —dijo Belula.
Rosarito hizo una gárgara de risa contenida. Había quedado sentada junto a
—Un heladito vendría bien, la verdad —dijo Piaget y estiró el cuello hacia la
campana de vidrio donde había flanes con dulce de leche y crema y bochas blancas de
Ahora, dicen también que hubo días en que Piaget recibía ofrecimientos importantes,
días en que hasta los curas estuvieron obligados a admitir la necesidad de sus retratos. Si
por entonces el genial Paillet hubiera podido atisbar el cerebro de Piaget habría sentido que
un discípulo valiente seguía dispuesto a retomar los caídos blasones del oficio. Porque si un
antecedente habría tenido el excluyente camino de Piaget hacia el arte, ese parece haber
sido el hecho de conocer casualmente las fotos increíbles del gran Fernando Paillet.
Trascendió que fue la época en que estudiaba en Esperanza, cuando vivía en casa de su
prima Marcia Nadina, cuando sólo se llevaba bien con uno de los compañeros del colegio
nacional, el ario y pecoso Franco Tetris. Como él, también Franco Tetris estaba electrizado
por las máquinas, sólo que aquel iba orientando sus arrobos a los motores de los
remolcadores y de las lanchas, tal vez porque vivía con su familia en una casona cerca del
río, y a Piaget le interesaban en cambio las viejas cámaras de fuelle que exhibían en el
museo. Se habrían hecho cómplices porque a ninguno de los dos les interesaban las
materias de los programas de estudio salvo biología, y porque de todas las especies
vivientes habrían además coincidido en la maravillada fascinación por los ortópteros, que
no en balde eran la primera especie del reino animal capaz de reaparecer sobre la tierra
después del estallido de una bomba atómica. Pero en el inicio de la amistad ya está siempre
el germen de las diferencias. Si bien habrán disfrutado ambos de los desfiles militares que
Florián Piaget, las del Ejército Argentino. En los recreos jugaban al tute cabrero y a la
generala, y juntos habrían pergeñado un sistema para regular el azar de los dados con el que
se sintieron brevemente unidos y en cierto modo, tal parece, superiores a los demás.
Fuentes bien informadas comentan que el sistema consistía en ser leales a un mismo
número durante toda la partida. No importaba cuál fuese, ni si en los tiros siguientes éste
aparecía formando o no juego con los otros. El secreto para ganar era dejarlo siempre a la
vista, sobre la mesa, y hacer girar la totalidad de las siguientes tiradas a su alrededor. Lo
ideal era ascender desde el uno o ir bajando desde el seis. Y recién ir aceptando a los otros a
medida que se completaban las combinaciones de aquellos. Perder era acatar las
aceptó la prenda de pasar la noche enteramente solo en el cementerio, sin siquiera una
linterna, hasta entrada la mañana. Llegó con botas de goma y una lona impermeable pero
en lugar de refugiarse entre las frías piedras y las puertas metálicas, con aldabas redondas y
ventanas circulares o poliédricas con la palabra PAX soldada en los aluminios bien pulidos,
buscó una tumba con pasto al aire libre, precavidamente cercada con cuatro paredes de reja
caso de que la tierra frente a alguna de las dos estuviese demasiado dura para descansar.
Desde donde estaba podía ver los vitraux de los Cristos entre nubes azules, ridículamente
estoicos con sus mantos púrpuras cruzándoles los camisolines en las criptas cercanas,
iluminadas por una bonita luna llena. La temperatura era idílica. Antes de que le llegara el
sueño Florián fue pasando un lápiz negro sobre una hoja de su cuadernito de apuntes, que
apoyó en la piedra para calcar las primeras letras en relieve de la lápida que eligió como
respaldo:
TUMBA DE LA FAMILIA
Y también calcó con el mismo sistema los siete semicírculos, cada uno con una
silueta de santo sin cuerpo ni rostro, que encumbraban la parte superior. Puso particular
blondos como ruleritos, que se parecían mucho a los de su mejor amigo. Esos rulos
tenían encantada a Marcia Nadina, que se sentía la elegida del más frío de los chicos de
Esperanza. El amor le hacía confundir gelidez de carácter con timidez; y Franco Tetris
escuchó los detalles creyendo que no le interesaba otra cosa que la fantasía de imaginar a
su linda prima moviendo la cabeza como una autómata entre las piernas de su amigo,
según dicen.
Al parecer, los desafíos juveniles fueron siendo reemplazados por una mayor
cantidad de visitas al museo. Una mañana de rabona sintió la fascinación de ver, además
esperancino Fernando Paillet, a su precoz criterio, por el registro de los trabajos y los
días de sus contemporáneos, primera oleada de inmigrantes que poblarían el país, pero
nadie decía nada de la genialidad de su gesta como pionero de las ars moriendi argentinas.
Piaget tenía poco menos de quince años y esas imágenes habrían marcado un antes y un
después; los cuerpos muertos estaban en sus féretros muy bien vestidos y maquillados,
había algunos de adultos y otros de bebés de pecho. Los bebés de pecho posaban atados
a unas sillas, con los párpados rígidos y las manos cruzadas sobre el babero. Los adultos
parece que aparecían siempre de riguroso frac, con los bigotes bien peinados. Las
modo tedioso; las imágenes mortuorias fueron desplazando de sus intereses otros
motivos más amables. Fotografió con su cámara infantil las mismas fotos, incluso las de
niños descalzos haciendo las tareas rurales, láminas sepias precariamente sostenidas entre
vidrios y cartón, que veía colgadas en las paredes enteladas con motivos florales de color
bordó. Y cuando las reveló fue colocando redondeles y haciendo dibujitos alrededor de
las copias en blanco y negro con marcador azul. Circunvaló con frases burlonas unidas
por flechas a los cadáveres retratados. Un movimiento de la creación siempre lleva a otro
imaginación más macabra. Al cabo de media hora las copias fotográficas estaban llenas
de flechas, números y letras. Se sintió exhausto pero feliz; después le vino, por primera
clavadas en las paredes hasta el techo. Los desarticulados, supuestos proyectos bélicos de
usufructo sexual de Marcia Nadina, sufrieron las consecuencias de esa visión que
Tomó por costumbre cargar su cámara de fotos para ir a recorrer la vera del río.
Pejerreyes y dorados recién salidos del agua fueron sus modelos de iniciación. Al joven
Piaget le interesaba captar el instante en que los estertores epilépticos del pez
entrampado por la boca abierta dejaban paso al rigor mortis; sin conocer aún el sentido de
estérilmente por conservar la vida hasta que la ganaba la rigidez de las agallas secándose
instante mínimo, preciso; se excusaba diciéndose que casi nunca los pescadores tomaban
a bien que él estuviera haciendo eso. Aprendió a ser discreto desoyendo los insultos de
los hombres y eludiendo las cabezas de pescados que le tiraban los niñitos miserables.
De modo que cuando fue un hombre joven y volvía a pasear por Esperanza de
visita por lo de su prima Marcia Nadina, recuperaba un poco de su pax eterna. Era eso. La
vertical inscripción del frontispicio del cementerio que se veía desde una cuadra
rezumando perennidad.
Franco Tetris habría entrado a navegar con los marinos profesionales y avanzaría
más mínimo retornar a los días de la infancia, dicen nuestra fuentes. Y que en el descarte
del pasado entraba todo, inclusive su novia autómata. Pero en Esperanza, Marcia Nadina
no estaba resentida por la desmemoria de Franco Tetris. Buena hembra como era, ahora
usaba su cuerpo a gusto y destajo con los hombres que le interesaban; en su cama hacía
la vista gorda, con perdón de la expresión, a las excentricidades de sus amigos, incluidas
algunas conductas insólitas del propio Piaget cuando finalmente la patria le encomendó
un rol más activo en la defensa del bien vivir occidental y cristiano. Y si bien no las
le prestaba dinero que enviaba por correo y hasta llegó a hablar con los curas (con el
decir cómo eran las cosas: desde los años cuarenta estaba extraviada, escribió Piaget, la
fúnebre costumbre de retratar los muertos; era vergonzoso que nadie hiciera justas loas en
la ciudad de Esperanza al más grande de los fotógrafos y el único, que él supiera, que se
había animado a incluir en sus carpetas sus ofertas de trabajo con el género hasta bien
empleo en lo único que él sabía hacer. Aún no habría leído los libros que hablaban de eso
pero intuiría la médula del asunto. La fotografía es el arte que detiene la duración, le
cabe duda de que junto a la carta le habría enviado a su prima dos artículos de la revista
Foto Mundo, firmados por un prestigioso investigador llamado Luis Príamo, que iba a
difuntos había tenido en la Argentina. Iniciada a fines del siglo XIX, sus manifestaciones
llegaron hasta las primeras décadas de éste, leería Piaget. Y luego de memoria (porque los
requerían los servicios de los fotógrafos cuando fallecía un familiar para poder enviar a
Europa la prueba de que éste había muerto. Una cuestión natural, entonces, equivalente a la
que aún en el día de la fecha existe en otros países latinoamericanos como México, o en
vastas zonas del interior del país donde cultos sincréticos como San la Muerte o la
Pachamama conceden a las costumbres funerarias rango social. Es presumible que de haber
tenido en el momento de su llegada a Buenos Aires consigo los artículos, como para
incluirlos en los envío que le hacía a su prima Marcia Nadiana, Piaget habría subrayado un
párrafo en especial, que tenemos frente a nuestros ojos, aquel donde el investigador explica
trabajo como se encontraba en los albores de la dictadura, Piaget estaba lejos aún de
conocer la letra que lo reconciliaría con su oficio. Como se dijo, habría ido viendo una por
una las casas de fotografía de la ciudad ofreciéndose para trabajar sin resultado. Una
recorrida a posteriori por las principales casas de servicios fotográficos de la ciudad –y por
los más minúsculos locales, incluido el de la familia Rey, injustamente olvidado en estos
días-, develó que la generación que en esos años dominaba el negocio lo miraba con el
mismo desagrado con que lo habían visto los pescadores de Esperanza. Era indignante
pero la prestación del servicio ya no figuraba en ningún aviso, como si la única muerta con
derecho a ser retratada siguiera siendo, escribió Piaget, la putona de Eva Duarte. O el
ridículo político con cara de chino que había salido en la tapa de Gente, escribió Piaget.
Esta ciudad está llena de prejuicios, no sé puede creer, escribió. No te dejan trabajar.
¿Dónde están los bastiones del arte? ¿Cuándo vamos a encontrar nuestro espacio de
resistencia los artistas que no le tenemos miedo a la muerte? Y te aseguro, primita, que me
tomé el trabajo de preguntar, de averiguar. A este paso voy a tener que morir en una de
esas revistas amarillas o en una agencia de noticias, que viven de los huesos que les tira la
policía. Esto no da para más, es un caos total. Un descontrol. Acá lo que hace falta es que
alguien ponga mano dura. Ahí vas a ver cómo los que servimos para algo, los que tenemos
cultura, vamos a empezar a ser escuchados de nuevo. Hay que volver a las fuentes, primita,
escribió Piaget en esa carta. Y en uno de sus cuadernos diarios, que también han llegado a
nuestras manos: “En otro orden de cosas, estoy engordando cada vez más. Desde que
empecé con estos trabajitos no paro de subir de peso. No sé qué me pasa. Debe ser la
horario habitual. Así, en lugar de estar en la ciudad a las 20.20 del viernes, se encontró en la
cuna de la colonización argentina muy temprano. Los viajes en micro siempre aceleraban su
ritmo cardíaco. Y despertarse en uno era indefectiblemente hacerlo con una erección. Sin
haber hablado con nadie durante todo el viaje, Piaget bajó y se encontró con el cuerpo de
que se le habían puesto los senos desde que no la veía. Sin pensarlo demasiado le pidió un
azulejos eran blancos. Había un tacho de basura en la entrada. Adentro, tres lavatorios,
cuatro mingitorios, tres inodoros y un grafittie enorme, que pegaba toda la vuelta a la pared
VIRGEN
mensaje incompleto:
SANTA TE AMO
Al salir notó los dos carteles metálicos, de chapa barata, que indicaban que ahí
estaban los baños de hombres y de damas. También que el color de la pared que bordeaba
los pasillos de la Terminal era tenue, pastel. Un celeste lavado, quizás verde agua.
Indudablemente de algo líquido. Líquido como habían sido los océanos inaugurales, los
ríos. Junto a la pared, un grupito de personas hacía lo posible para recortarse estoicamente
familia, un criollo verdoso de labios gruesos y gesto adusto, compuesto en trazos bruscos,
sin técnica, que podrían corresponder a los de cualquier habitante del mundo de no ser por
su indumentaria típica, que atestiguaba pobreza: una camisa bastante lograda, brillante de
Pero más que la ropa, lo que daba idea de la menesterosidad de esas figuras era el
equipaje. A sus pies, ocultando la base de la pared, baúles, bolsas y canastos insinuaban en
la pintura la existencia de un presente portátil, cercano y práctico. Sentada arriba del mismo
equipaje estaba la mujer del inmigrante, la dama. La misma ropa ordinaria, el mismo tono
de piel aceituna. El brazo derecho sosteniendo un botellón o una bolsa de arpillera. Quizás
un canasto. No se entendía. De su hombro izquierdo otro bártulo, como el que tenían a los
pies, y que rápidamente permitía ubicar, por si algún espectador le quedaran dudas, que
eran pobres pero animosos, bien dispuestos a deslomarse al sol todo lo que fuera necesario
en el país que los alojaba, para hacer de sus vidas y muertes parte y arte de un futuro
Antes de que Marcia Nadina subiera al Chevy sus bolsos Piaget cruzó unos pasos en
diagonal desde la terminal hasta la oficina de Quiniela. Compró un cuaderno barato de tapa
blanda, con una linda bandera y un sol sobre la cartulina naranja. De Paillet había tomado
también la costumbre de abrir cuadernos nuevos para cada ocasión. Cuando arrancó el auto
le comentó las novedades. Que ahora tenía finalmente trabajo. El país iba encarrilándose
gracias a los militares. Había conocido a un Capitán del Ejército que apreciaba mucho sus
retratos. Por supuesto le contaba todo esto confiando en su total reserva. Le gustó notar
que ella solita le decía de ir al cementerio después de llevarlo al hotel que le había
para alojarse. Porque la verdad que ese hotel del centro era espantoso. Marcia Nadina hizo
un mohín y le apretó amistosamente la rodilla con la mano derecha sin soltar el volante que
guiaba serenamente con la otra. Después detuvo el auto en la tienda de mascotas y bajó.
Piaget se entretuvo viendo a las jovencitas que a esa hora caminaban por las calles blancas
del pueblo rumbo a sus colegios: faldas plegadas y medias y sweters azules, zapatos con
cordoncitos; medias y sweters verdes con faldas grises o de color bordaux; unas que otras
en guardapolvos. Marcia Nadina salió con un paquete cuadrado sostenido contra el pecho.
Lo puso en el baúl.
preocupada por él, y Piaget reconoció la gentileza acariciándose la papada. Insistió, eso sí,
con que le consiguiera un sitio de estada mejor. Marcia Nadina conseguía cualquier cosa en
cualquier parte, lo cual no dejaba de ser notable, dijo, pero la verdad que ese hotel de mala
—Si fuera sincero, debería darte las gracias por dejarme venir. ¡Pasé unos días
espantosos! Pero quizás si me consiguieras una piecita a la vuelta de tu casa... —dijo Piaget.
—Ya me las vas a dar —dijo Marcia Nadina—. Tiempo al tiempo. Primero me tenés
Al bajar del auto Piaget lamentó no haber tenido la cámara de fotos encima. A pleno
sol del mediodía, el pórtico del cementerio se veía encantador. Un cuadrado de color se
proyectaba entre las dos columnas prometiendo jardines y aire puro. Tupidos, verdes
arbustos bien podados delimitaban el invitante sendero de acceso. Una cruz latina blandía
su despojo en el frontispicio, ecuánime y austera entre las dos extrañas calaveras que, a
equidistantes lados, lo custodiaban desde las pilastras laterales. Sobre las criptas que daban
a la avenida central, que no tenía arbustos bien podados sino piedras sucias, puro verdín, la
luz era centellante, enceguecedora. Es cierto que el corredor central era hermoso: piso de
mosaicos o tal vez lajas de cemento. Musgo en la piedra ocre, en los hombros de las
Victorias Aladas y en las cruces griegas, y también en las egipcias y las gamadas, en las de
San Antonio y en las de San Andrés, en las de Lorena y en las de Malta, en las treboladas y
en las potenzadas, y en las ancoradas, y en las papales. No, en las papales no. Ya era mucho
conceder.
paró frente a la cripta que tenía un signo grabado en la piedra del dintel, como una
soldadura de hierro en la que se unieran tres letras: jota, eme y ese (quizás no una eme sino
una hache) conformando un símil bastante bonito del frontispicio, portal y todo lo demás,
mirá!
Piaget sospechó una broma y calló. Marcia Nadina inclinó apenas la cabeza y dio un
paso hacia el interior. Dos ataúdes mostraban su perfil más angosto; uno de ellos, el más
corto, tenía un mantelito tejido al crochet sobre la tapa y un porta retratos extrañamente
vacío cuyo marco de fina plata trabajada artesanalmente, del tamaño de un cuaderno
escolar, contaba con ochenta incisiones, líneas diagonales regularmente dispuestas entre
cuatro flores treboladas de ocho pétalos. En el piso había un florero de cristal tallado, azul,
alto, milagrosamente entero, con tres mustias calas asomando como larvas de bicho
canasto. Marcia Nadina dejó su carga en un rincón del piso, como quien deja una ofrenda,
levantó los floreros y olió las calas. Después alzó el marco de plata en blanco y lo apretó
contra el pecho. Besó el vidrio sin imagen y lo colocó nuevamente en su lugar. A Piaget,
que había preferido quedarse afuera, le pareció increíble que una persona pudiera moverse
—¿Cuánto tiempo hará que está así? —preguntó Marcia Nadina estirándole las calas
para que él, obviamente, también las oliera. Vio aproximarse los piristilos amarillos a su
—¿Quién?
calas de la mano y volver a colocarlas en el florero. Puso el florero sobre el mantelito con
prolijidad. Acarició los blancos pétalos de una con el dedo. Se persignó. Después salió
El resto del paseo estuvo pensativa y triste. No prestó atención a ninguno de los
chistes que hizo Piaget ni se mostró interesada en colaborar con la búsqueda del lugar
donde estaba enterrado su maestro. Como comprendió que a ella no le causaban gracia las
alusiones a las incongruentes expresiones de los muertos en las fotos de cuando aún
estaban vivos, que decoraban algunas lápidas, Piaget cambió el rumbo de sus palabras y se
puso a hablar del oficio. Sospechó que alguna fibra había tocado con la digresión porque la
distancia de Marcia Nadina desapareció como por encanto, y hasta toleró la laxitud de su
Para él, era una técnica casi infalible: la muerte suele aflojar la estrechez más católica;
cuando en la ciudad quería seducir a una ranita resistente a sus encantos la invitaba a pasear
por Recoleta o la Chacarita. Cuanto más doncellas, más temblorosas las ponía su
familiaridad para con el más allá; fácil resultaba entonces envolverles la cintura con el
brazo, y luego besarlas en los finos labios, sorpresivamente. Fácil era llevarlas a un estado
resultaba casi lo mismo entre las lápidas y no sólo lágrimas surgían de las fuentes de esas
chicas inocentes. Así había conocido a una hija de vascos muy interesante de la que en
algún momento se iba a enamorar. Pero cuando intentó rodear el talle de Marcia Nadina
con el brazo ella se detuvo en seco y lo fulminó con una mirada. Empujó su cuerpo (es
—¿No podés estarte quieto un momento? Al Capitán ese que te dá trabajo no te veo
molestándolo así.
—Ya lo sé...
—Si...
—Que vos...
Habían llegado a la zona más pobre del cementerio, donde las tumbas apenas si
tenían cruces de madera. Cerca de ellos, dos o tres huecos flanqueados con pilones de tierra
junto a él. Volvió a deslizar su mano por la cintura de Marcia Nadina Y mientras aguardaba
al máximo sus tendones, sin mover un ápice la mano, por entre la blusa floreada y el
pantalón.
inaccesible para un barquero del Estigia. Sintió el sudor aflorando en las últimas vértebras
lumbares de su amiga.
—¿A quién?
—A mi nene muerto…
aficionado, antes de emprender la tarea. En el patio, sobre una carretilla de jardín, la jaula
para gatos con la bolsa de plástico blanca con la cosa adentro. Hemos entrado por la noche
a la cripta aprovechando que ya estaba abierta y abrimos el pequeño féretro. Eso me hizo
dudar de que en realidad alguien hubiera roto los candados pero no venía al caso. El hedor
posible antes de ponerlo en la jaulita que Marcia Nadina había dejado previsoramente el
que regentea el hotel se creyó que el objeto que llevé en una carretilla era un lechoncito
destinado a ser asado en la parrilla comunitaria. Entré la carretilla por el patio a la calle de
atrás donde apilan cajones azules y rojos con envases vacíos de cerveza, otros de madera y
bolsas llenas de basura pero negras, desprolijas, de consorcio. El patio se abre a un campito
donde pastan los animales de esta gente. Gallinas, puercos, pollos, un equino viejo. Más
Tomé unas buenas imágenes durante la siesta. Fue inteligente hacerlo a esa hora, en
que el matrimonio que regentea el hotel estaba durmiendo. Probablemente los interrumpí
cuando tenían sexo. Estuve inspirado. Con cara de pocos amigos, en musculosa y hojotas,
porque lo había sacado de la cama se ve, el dueño me abrió la cocina y me dejó llevar la
bolsa sin preguntas. Le expliqué que quería presentar el lechoncito en la parrilla. Me miró
como a un excéntrico y dijo que cuando terminase lo volviera a guardar sin avisarles
nomás. Le di las gracias y rechacé amablemente la ayuda que me ofreció para cargarlo, que
hizo a desgano. Empujó la puerta de alambre que daba al patio junto a la cocina y volvió a
su cuarto para seguir comiéndose a la apestosa de su mujer, calculo. Cuando me quedé solo
saqué la bolsa blanca y la coloqué sobre la mesada de la cocina. Resguardé mi nariz con un
pañuelo, más por costumbre que por espanto, y la abrí. Deslicé el plástico hasta liberar la
cabeza y el torso. Obturé varias veces sobre los pequeños miembros deshechos. Es
increíble la conmoción que tan poca sustancia puede producir sobre la gente, a
profesionales incluso.
sentirme mirado por sus ojos. Amargura de ser descubierto, pero más aún, de no haber
podido concluir el encargo de Marcia Nadina. Nada de sexo con la chiquita, pues, para mí,
debido a vaya a saber a qué ese entrometido curioso del gerente había decidido volver a
No yo (contratado, aunque de palabra igual contratado, para eternizar una migaja de terror)
sino él, fuera quien fuera el que fuera, fuera de lugar, debía sentirse indecente.
Pero no era persona sino animal. Un caballo. Blanco. Fuera de contrato, fuera de
control. Sin notarlo, el animal venía a sobresaltarme con sus resoplidos quejosos desde el
otro lado de la puerta de alambre. A su espalda estaba la carretilla, que nunca devolví.
Disparé una vez más, despreocupado. El noble bruto batió las orejas asustado por el flash
para mantener los brazos en posición y lo recosté sobre el cajoncito de las verduras de la
heladera. Antes de dejarlo introduje unas hojas de lechuga que encontré para contribuir al
Por la noche, después de caminar todo el día, descansando, entré de vuelta a la cocina
aire, así que pude dejar la ventana abierta. Me traje hielo de la heladera económica y lo puse
en el baldecito de residuos del baño, para mantenerlo fresco. El olor se irá yendo, especulo,
Mañana martes debería salir, decididamente, a buscar casa con estudio y depósito, tal
vez el frigorífico abandonado que hay en las afueras... ¿tendrá agua corriente y luz eléctrica?
Marcia Nadina me dijo que iba a devolverlo a primera hora del miércoles. Tengo todo
otro día por delante. Eventualmente, pedirle que extienda el plazo. ¿Se conservará intacto?
Bueno, pues, más hielo a primerísima hora. Si es seco mejor. Una heladería acá a la vuelta,
me pareció ver. Tal vez tenga que mentir que tuve que postergar el asado. Tampoco les dije
cuándo sería, después de todo. Es más razonable viernes a la noche que en la semana. Más
creíble.
Estando en la cocina me sobresaltó una punzada de hambre. Una vaca entera quise
¿Y el caballo?
¿Cómo no lo vi antes?
Estoy negado.
3 de la mañana.
Música de acordeón.
hasta los pies de mi cama. Trepó, reptó, sentí sus manos nauseabundas en las pantorrillas,
los muslos, las nalgas. Me di vuelta asqueado y rodó. Prendí el velador: cómodamente
Y yo:
Piaget está en otra cosa, decididamente en otra cosa, pese a que antes estaba en ésa,
en la adecuada, en la que forma parte de su trabajo y quiere atender. Pero está disperso.
Piaget está disperso. Por no confiar en seguir el número de dado con el que empezó a
ganar su generala va a perder. Su objetivo era otro. Recuperar el honor del oficio era otra
cosa. Le pasó por excitarse con Marcia Nadina, se dice. Para qué, si ya tenía a una vasquita
en puerta, muerta por él, esperándolo en la ciudad. Y entonces es inútil que vuelva a
sentarse delante del pequeño, en la madrugada, o que se levante y camine hacia la pila de
sus fotos que asoman del cajón más bajo de la cómoda, en ese cuarto de hotel, y que
hubiera sido mejor no llevar consigo, piensa, sobre todo teniendo en cuenta que todo
aquello que encuentren entre sus pertenencias los hombres del Capitán podrá más
arrastrar. Lo mismo que trae peligro a veces te salva la vida. Lo que incrimina a uno, según
Ha logrado mantenerse firme frente a su prima Marcia Nadina, que lo llamó varias
veces por teléfono, pero ahora se da cuenta de que lleva la putrefacción metida bajo la piel.
Ha pasado todo el día dando vueltas por el pueblo sin poder obturar una sola vez su
cámara. El hielo que puso junto al banquito celeste se derritió todo. Ha pasado toda la
mañana encerrado y, raro en él, ni siquiera quiso almorzar. A la tarde durmió una siesta de
casi cuatro horas de la que se despertó con la boca pastosa y de mal humor. Ahora, en la
habitación, la presencia es tan apabullante como la pila de fotos que asoma por abajo de la
cómoda. Si Piaget las pusiera en el suelo una encima de la otra y se sentara al lado llegarían
que llevarse el trabajo a casa, y menos que menos a uno tan pequeño. Y que se está
pudriendo, Piaget puede darse cuenta. El olor empieza a ser intolerable. Pero está
paralizado. No sabe porqué. Nunca le pasó una cosa así. Si no consigue hacer las fotos para
pollerita a cuadros azules y rojos sacándose los faldones de la camisa fuera de la falda para
estar más cómoda, porque se ve que acaba de volver a su casa del colegio y a solas consigo
misma no se preocupa porque alguien pueda verla. Por un momento queda fuera del
campo visual de Piaget, y enseguida reaparece pero sin camisa, acalorada y en corpiño y se
cuelga, Piaget se cuelga, en la figura de la colegiala, que ahora también se está quitando la
pollerita, de perfil a la ventana melliza a la ventana del hotel, con movimientos perezosos
de cachorra transpirada. Tiene las nalgas duras y altas la colegiala en ropa interior,
fotógrafo que debe haber en esa casa porque repentinamente la chica sin uniforme adopta
poses: curva la cabeza agitando el pelo renegrido, sacude los mechones que van a cubrirle
como lenguas de ébano el ojo derecho y la nariz, y parte de la boca, con la que hace una
campo visual de Piaget y reaparecen con la pollerita hecha un paño que ahora las manos
revolean, en redondo, delante de los muslos, mientras su dueña quiebra la cadera hacia
delante y hacia atrás. Y cuando las manos quedan libres Piaget la ve estirar los brazos y
volver a traerlos al cuadro que compone la ventana arrastrando hasta sus pechos una
especie de barra vertical, que podría ser de una lámpara de cobre o simplemente un palo de
escobillón dorado. Lo que sea que es, lo planta en el piso y se mueve alrededor; se pone en
cuclillas con las rodillas separadas y aleja bruscamente la cola, tropieza y se cae al suelo
frente al espejo. Pero no es frente a un espejo que está haciendo su ingenuo espectáculo.
Porque así como estaba la colegiala bailando de costado a la ventana ahora frente a ella
surge otra, y otra. Y otra más. ¿Cuántas chicas de colegio viven en la casa de al lado de ese
hotel de Esperanza? Buena pregunta, se dice Piaget, pero un moscardón pasa zumbando
por delante de su nariz y se posa en los labios del muertito y el maldito insecto lo mueve a
fotografiar, por fin, lo que está obligado, como si oyera una orden que en realidad le dijera,
por decir, que los navíos deberían recalar en sectores previamente definidos, conforme a su
peso y dimensiones, y no donde se le cante a los marineros como él, que no lo es pero bien
podría haberlo sido de tanto que navegó por los mares australes.
Cuando ese estado lo envuelve Piaget se siente fuera del mundo. Un ruido cualquiera
lo distrae. La radio que viene del cuarto vecino, las chicas que vislumbra a través de la
ventana son motivos suficientes para que él levante la vista de lo que está haciendo y se
disperse. Pero gracias al moscardón ahora ya está saliendo de esa insólita parálisis de modo
que en cuanto le vuelve a venir, después de dos o tres fotos nerviosas, sin siquiera prestar
atención al foco, se disculpa pensando que también la distracción puede ser una forma del
conocimiento. Alguna vez leyó unos libros y sabe que el ser es una cosa y una nada la nada,
contemplación o conexión con el reino de los muertos. Eso se dice Piaget, tratando de
concentrarse, pero las risas de la casa de al lado lo capturan nuevamente: entonces nota que
las otras tres chicas de colegio no llevan camisas sino remeras, blancas, con monogramas, y
que es para ellas que la primera ha estado practicando su baile de falso caño dorado. Una
alegría fuera de lugar toma cuerpo en él y ahora la dispersión es imparable. A un solo dado,
Florián. Perdiste, le diría su amigo Franco Tetris, que de su destino él sí que había hecho
una apuesta segura. Se llevarían bien con el Capitán si se conocieran, se dice Piaget. Y con
Feced ni hablar, no todavía al menos. Cortados por la misma tijera. De cutículas la tijera.
Eso se dice mientras mira, por la ventana, a las colegialas practicando su numerito. Pero
mejor vuelve al trabajo. Y retoma la realización de la toma que debió haber terminado
muchas horas antes, interrumpida primero por la imprevista presencia de ese caballo
olfateando su labor desde el patio del hotel. ¿Cómo pudo entrar semejante bestia? Una luz
clara y rosada baña el cuerpo del muertito. Se viene el atardecer. Con gran esfuerzo termina
el rollo, pero algo no funciona, es evidente, y decide recomenzar la labor una vez más
pensando, obviamente, en los términos con que Marcia Nadina le hizo el encargo.
Solamente él.
Capitán. ¿O es la del jefe de los gendarmes, Feced? Sudando la gota gorda el gordo,
mientras la luz del día se apaga en la habitación. No está mal lo rosado. Por ahí va la cosa.
Sabe que si no termina con lo que empezó esa noche le volverá el mal sueño, el muertito
hablando, esa otra realidad, la falta de aire. El que a hierro mata. El que traiciona. Las risas
de las chicas en la casa de al lado. Las mira. En el mismo rollo. Las captura despacio. Una
foto para ellas, una para el muertito. Son muy putas, piensa con rabia. Y ahora las fotos son
dos. Y tres. Y cuatro. Agitando las colegialas los brazos como molinetes, girando abrazadas,
dándose besos como pajaritos con los bordes de los labios estirados, cubriéndose los ojos
con las manos dadas vuelta como si en lugar de dedos tuviesen al final de los brazos un
antifaz o un larga vistas que apuntan hacia el techo y hacia adentro de su pieza, hacia los
muslos ofrecidos de la primera y hacia el vuelo que levantan las polleritas tableadas de las
otras, hacia el piso y hacia la ventana donde Piaget las está apuntando con su Nikkon.
Entonces paran. Un instante dura el estupor. Y enseguida los insultos. Degenerado. Pajero.
Mirón. Gordo asqueroso qué sacás. Las cuatro frente a la ventana. Horribles, furiosas,
Mira hacia el rincón donde tiene al niño muerto, el banquito celeste donde lo ató por
—¡Mááá! ¡Pááá! —grita la que está en corpiño y bombacha—. ¡Un tipo nos está
Piaget se abalanza como puede contra la ventana. Busca la cortina de enrollar. La jala
hacia sí. Fuerte. Las maderas crujen y bajan y golpean contra el marco.
—¿Quién, qué? —la voz ronca de un hombre que por suerte Piaget no ve, y tras la
prueba, se dice, igual que el aprendiz que me mandó para evaluarme el Capitán en Buenos
Piaget sabía que por cosas menores otros empleados civiles habían caído en desgracia.
Hubo incluso alguno al que no volvieron a ver más. Lo único que les cupo a aquellos como
indicio de certeza fue que les empezaron a demorar los pagos, primero, y luego a
retacearles los encargos. Profesionales con tanto oficio como él era cierto que no había
muchos, pero tampoco es que fuera irremplazable. Nadie lo es. Pero como él, que además
del oficio conocía los fundamentos del arte, ningún otro. Y además era el más didáctico de
todos. Por algo los aprendices se le acercaban tanto cuando lo veían trabajar. ¿O no había
sido él por otra parte el que propuso imprimir el manual? La dinámica de las fuerzas era sin
embargo muy veloz. Su jefe tal vez no seguiría siendo el Capitán dentro de un tiempo, tal
vez un secretario pasaría a ocuparse de ahí en más de recibir sus entregas, y de encargarle
los trabajos nuevos. Inútil era preguntar, indagar razones. Llegado ese punto, Piaget
sospechó que mejor si se alejaba por unos días. Ir a hablar con el comandante Feced fue lo
primero que se le ocurrió. Y después de pasar por Rosario, hacerle una visita breve de
ese atajo.
Porque ahora tiene que terminar lo que inesperadamente ella le pidió, esa
responsabilidad que lo espera desde el día anterior. Marcia Nadina volvió a llamar por
teléfono diciéndole que no podía demorarse más. Que ella tenía sus aliados pero tampoco
la pavada. Así no iba la cosa. Y si la cosa se ponía espesa, entre su propio pellejo gordo y el
de ella, no lo iba a dudar. A Piaget le molestó más el tono en que lo apretó que el contenido
de la frase, que no escuchaba por primera vez. Su preocupación era que el trabajo aún no
estaba a su gusto bien terminado. Nada le garantizaba haber encontrado una resolución
inteligente para la imagen del nene como Marcia Nadina se lo había pedido. No al menos
antes de ver las fotos reveladas, y eso iba a llevar unas horas más de tiempo. Al menos otra
noche, porque la habitación no era tan oscura como precisaba para revelar durante el día.
El padre de familia vuelve a insultarlo desde el cuarto vecino. Y a los gritos se suma
ahora el llanto de un bebé. Así Piaget escucha atentamente los ruidos que vienen de afuera.
Pasos por el pasillo. Es la mujer de la limpieza: distingue el ruido de los baldes y del
más. Y finalmente, no fue él quien eligió esa habitación sino Marcia Nadina.
Una de las secretarias del Capitán le parecía interesante. Era alta, rubia, algo nariguda
pero muy simpática. No era su tipo de mujer pero un día le prestó un librito negro. En la
tapa había dos mujeres desnudas besándose en los labios, a punto de besarse en realidad, y
una tercera, de pechos chiquitos, observándolas a espaldas de la del medio, que estaba
arrodillada sobre una banqueta, en culo pero con los zapatos puestos y con los pelos de la
nuca fuertemente retenidos por la mano de la primera, que le tironeaba la cabeza hacia atrás
como para besarla en los labios. La mujer de pechos chiquitos tenía la mano izquierda
verdaderamente interesante la del medio, no exactamente apoyado sobre los talones con los
zapatos de taco alto, sino ligeramente erguido, expuesto. En la mano derecha la mujer de
leyera.
Esa misma noche leyó cuatro páginas al azar y se distrajo. Tenía algo. No podría
evaluar qué pero algo. Sin embargo, cuando la nariguda simpática le preguntó lo que le
había parecido el libro no supo qué responderle. Cuando se lo devolvió ella lo miró con
otro interés. O tal vez el interés era el mismo y él sólo se daba cuenta en ese momento de
cómo lo miraba porque ahora tenían algo en común. Hasta ese momento el único contacto
que habían tenido era el que se producía cuando Piaget dejaba sus sobres con las fotos para
invitó a almorzar. Fue un impulso. Ella dijo que sí rápidamente, y agregó su nombre:
Leticia, Leticia Garay, sin que él se lo preguntara. Durante la comida ella le habló de la
amiga con la que vivía, una chica joven de armas tomar. Así dijo ella y cuando Piaget la
miró con extrañeza explicó que expresiones como ésas se le habían pegado de su familia,
abuelo y padre y amigos militares, descendientes, dijo ella, de conquistadores, como era
La vasca peló la cáscara de banana que había pedido para postre y se la puso
groseramente en la boca.
de un oficio con el que se ganaba la vida, no creía ser feo, aunque siempre había sabido,
por cierto, que ninguna niña delgada, excepto quizás su prima Marcia Nadina, se expondría
jamás a recostar su anatomía bajo sus adiposos músculos y tendones. El tiempo había traí-
do cierto consuelo a su ansiedad. Cuando se miraba en el espejo del baño se gustaba cada
una de las veces que sus ojos confirmaron su existencia. El tamaño creciente de su cuerpo
había aprendido que los caciques tenían por costumbre desposar a la doncella más delgada
de la tribu y engordarla hasta hacerla tan gorda como ellos, signo de lo bien que su hombre
tenía la cabeza redonda, la calva precoz; la eficacia de sus ojos achinados eran como pasas
de uva en un pan casero, hilo del matambre en la carne cruda o clavos de olor en el puré de
manzanas. Nada tenía que envidiarle a las dioptrías de otros hombres más delgados. Aletas
Sus manos eran, quizás, demasiado grandes para el oficio; a veces, cuando le encarga-
ban un trabajo apurado, hubiera querido poseer los dedos huesudos de su maestro, que así
los había visto en una foto en el museo. Pero en términos generales, profesionales, la gor-
dura no le producía mayores fastidios. Rubicunda era su piel, y el cuerpo, cuando la vasca
Garay y él se enfrentaron por primera vez a solas frente a la luna de un espejo, respondió
con la osamenta que le había tocado en suerte: la carne es débil y agradecida, decía, y si la
vasca me ayuda santo remedio. Bienvenidas serían sus suaves manos. Y tal vez su suerte de
nunca había sido demasiado quisquilloso con los manjares que le ofreció la vida. El viaje a
la Antártida fue la prueba. Los tabúes humanistas aún no se habían enseñoreado de la so-
ciedad y los trabajos por encargo le habían permitido sobrevivir. La comprobada fertilidad
de su semen y su contextura, tan útil para las bajas temperaturas, le hacía sentirse capaz de
salvar el honor de todos los fotógrafos de difuntos del mundo en aquella y en cualquier
otra ocasión.
La noche del desafío la tripulación andaba adormilada y algo incómoda por los saltos
Habían dispuesto los cuerpos para la tarde. Al subir al casino a desayunar compartió el
agradecido estupor de los oficiales frente al despliegue de creatividad que el chef había
desplegado.
—Hay trabajos que mejor hacerlos con el estómago lleno, ¿eh, Piaget? —le dijo el
pido en una sandía, todo supuraba la precisa moralidad, el exacto equilibrio que sólo los
grandes artistas pueden expresar, siempre y cuando, observó el Capitán, trabajasen al servi-
—Amigos, ¡la mesa está servida! —agregó el Capitán, un hombre joven y desagrada-
ble a pesar de no ser precisamente delgado. Piaget pudo comprobar cómo el profesionalis-
Simpáticos giros dieron alrededor de la mesa, con los platos entre las manos, y apenas
cuestionar la impertinencia pagana del banquete, demasiado barroco para su gusto, optó
Creyó percibir el agradecimiento del chef (le habían ordenado que subiera al casino
—Los artistas tenemos que ser solidarios —dijo en voz baja cuando el chef llenó su
plato sin levantar la vista de la larga y decorada mesa rectangular donde reposaban los fru-
tos de mar.
—¿Seguro que no le va a caer mal, Piaget? —preguntó el Capitán.
—Oficios como el nuestro son incompatibles con los estómagos delicados —dijo
El Capitán achinó los ojos sospechando una velada irreverencia pero después lanzó
una carcajada y pateó el piso y aplaudió, y Piaget creyó que sólo se detuvo porque la gran
boca de la vasca Garay había aparecido en el foco de sus miradas, sonriente y manchada de
mousse de camarón, con esa incongruente urbanidad que es casi física en las mujeres de
clase alta, y se hace paradigma entre algunas hijas de militares, y mucho más si la mujer de
un camarada resultaba, más que atractiva, excitante. El embarazo le sentaba realmente muy
bien y el abrigo de piel que él le había regalado, abierto en el pecho, alucinaba a los
hombres mostrando someramente el nacimiento de los senos. Para no ser menos, Piaget se
—¡Riquísimo! —exclamó.
Un rato después se oscurecía el cielo. El aire adquirió una consistencia cremosa.
El Capitán se había adelantado y con él, varios oficiales. La vasca Garay se encerró en
su camarote. Cuando empezaron a caer las primeras gotas Piaget acomodaba sus sombrillas
en la bodega.
El Capitán había ordenado que las dispusieran sobre una larga mesa rectangular, de
Percibió la ironía.
Y disparó tres, cuatro tomas más. Había otro fotógrafo, un soldado, evidentemente
novato en el arte de difuntos. Desde donde hacía lo suyo, el contraluz iba a quemarle todo
blandas, con una bandera ondeando delante de un sol pletórico de rayos, sobre un fondo
de color naranja. No era muy diferente al que Piaget había inaugurado durante los días en
que hacía las fotos del hijito muerto de su prima Marcia Nadina, antes de que la policía
para la muchacha era que la internaran en una clínica psiquiátrica del Estado en la capital de
la provincia, lo más lejos posible del ciudad pueblerina. Sin embargo, la diferencia entre los
cuadernos estaba no sólo en el color del fondo, cuya homogeneidad en el del Capitán era
cortada por una banda horizontal más tenue y amarillenta, sino, sobre todo, en que el de
Piaget, comprado en la Agencia Oficial de Quiniela Número 8752, apenas a unos pasos ca-
sol. Meter un sol en vez de la bandera podía también pensarse como una cosa arbitraria del
fabricante o, para decirlo con mejores palabras, la inclusión del astro rey en lugar de la tra-
dicional bandera podría no responder a una decisión azarosa de los fabricantes sino a una
causa mayor, del orden del subconsciente colectivo. En efecto, el círculo de la tapa del cua-
derno comprado por Piaget combinaba los colores celeste, blanco, celeste y amarillo en una
sucesión de puntiagudas bandas horizontales que iban de sur a norte, de abajo hacia arriba,
y que vistas más atentamente podían ser también confundidas con escarbadientes.
servían desayuno, aunque con los años se dio cuenta de que en verdad simbolizaban una
especie de amanecer. Años después, para Piaget será clarísimo que en ese momento hubo
Para que se entienda mejor: los fabricantes de cuadernos no escapan a las generales de la
ley. Ellos también se volvieron disimulados en las postrimerías del régimen. Todo el mun-
do sabe, pensará Piaget, que una bandera ondeando es mucho más nazi que un lindo sol. El
tuvo que salir un momento a cubierta. Enfiló hacia popa dispuesto a expulsar las ternezas
marítimas del desayuno; el bamboleo le hizo trastabillar y por dentro de la camisa, por de-
bajo de su piel grasosa, pudo percibir vaivenes de ascenso y descenso como si se hubiese
miar alguna vez con un millón de libras esterlinas. Acodado en la chapa, lanzó una humora-
pegaban en su calva y en su cara limpiándole el sudor y las lágrimas que el esfuerzo de vo-
Vino después el momento de los brindis. El Capitán estaba contento y Piaget tam-
bién. Habían estado tomando durante varias horas y así como una alegría induce a la otra,
así a los brindis por los muertos flotantes sucedieron las loas a los que estaban bajo tierra, a
magnanimidad. La tormenta se alejaba tan rápido como había llegado, los vinos dulces ha-
bían aflojado las gargantas y los hombres jóvenes compitieron frente al Capitán en la osten-
tación de sus crueldades. Uno a uno, los soldados fueron mencionando los cuerpos propios
que habían hecho viajar al más allá en las escaramuzas a cielo abierto o en los sótanos don-
guerrero. La intuición le indicó ser minucioso, clínico y medido en la descripción de sus ha-
zañas. Los demás podían haber lidiado con las serpientes y los perros, los caballos salvajes y
los cucos, pero sólo él, por su oficio, poseía el valor de sostener la mirada de la muerte cara
a cara.
tán, divertido con los esfuerzos de Piaget por no ser menos que los otros.
—Soy huérfano desde que nací. Mi madre debe estar hecha polvo. Pero hay objetivos
Todas las miradas en el casino de a bordo se dirigieron hacia él. Cesaron los ruidos de
cubiertos en los platos. Como si un himno nacional estuviese a punto de ser entonado,
Piaget empujó su silla hacia atrás y levantándose con la copa en la mano, tambaleante y
mareado, dijo:
El Capitán sonrió:
—¿Qué me dice?
Salir de ahí.
Salir de ahí.
—Si quisiera demostrar algo, usted tendría que sacar las fotos de su hijo muerto.
Todos rieron.
—¿Y qué puede tener usted que yo quiera tener? —dijo el Capitán.
—No sé… —dijo, y volvió a levantar su vaso como para brindar.— ¿Qué me dice de
frío por la médula espinal. Bajó los párpados y cuando volvió a dejar que la luz llegara a sus
pupilas sintió los ciento veintidós centímetros y medio de la Five Seven del Capitán
Piaget nunca supo si la energía para responder fue un raro efecto del miedo o qué,
pero sin creer que las palabras salían de su boca respondió tranquilamente:
—Me extraña, Capitán. ¿Un hombre de apuestas como usted eligiendo el camino
fácil?
El Capitán sonrió. Su expresión volvía a ser relajada. Se rió con fuerza, bajando el
arma.
parece bien.
Insomne en su litera, Piaget no supo qué había sido peor, si haberse ido de boca o la
obligación de cumplir con un disparate semejante. Boca arriba, con la vasca Garay
roncando al lado, analizó la posibilidad de volver al casino y retractarse. Los hombres habí-
ridículo que el Capitán hubiese aceptado una cosa así. Como siempre, él había guardado los
negativos de todas las fotos que hacía para el Capitán. Y en San Vicente aquel había estado
particularmente salvaje. Tener esas fotos en guarda, particularmente ésas, era su garantía de
supervivencia secreta porque eran una prueba. Y de no haber estado tan borracho jamás
habría puesto en evidencia que las tenía, y que tenían un valor. Entonces no tenía sentido
que el Capitán accediese a apostar algo que lo incriminaba por una foto imposible. Porque
era obvio que el hijo que la vasca llevaba en la barriga iba a nacer sano y fuerte. Quizás es-
taban todos muy borrachos para entender los alcances de sus dichos. Quizás el bamboleo
del océano era el único responsable de que no pudiera conciliar el sueño. O quizás la cosa
era más simple: el Capitán estaba jugando con él. Quería obligarlo a asesinar a su propio
hijo para salvarse. ¿Podía alguien idear algo tan perverso? Podía. Si él no entregaba las fotos
de su hijo muerto tendría que entregar las fotos de los asesinatos de la fosa de San Vicente,
se repitió Piaget. Como Agamenón o Isaac, debería sacrificar a su progenie. Eso era lo que
le estaba pidiendo el enfermo mesiánico del Capitán. ¿Y si hubiera sido todo una
confabulación de los dioses? ¿Si él fuera una suerte de reencarnación de Perseo y el desafío
de fotografiar lo más querido una variante de la Medusa que todo lo congela con sus ojos?
Entonces el Capitán no era Dios sino la excusa para que él, el héroe gordo, demostrara su
fuerza a los ojos de los humanos mortales. Se durmió encantado con la idea. Y cuando
arribaron al puerto de Buenos Aires, Piaget casi había olvidado su bravata de borracho.
¿Cuántos muertos había fotografiado para el Capitán? Decenas. Su empleador soñaba con
la posteridad de la obra realizada. Algún día esas fotos le asegurarían un lugar en la historia.
¿Qué podía interesarle entonces que él tuviera uno u otro negativo de más?
—¿Qué nos diferencia de Auschwitz? —se acordó que solía decirle aquel hombre
con el cinismo de quien se cree un genio a quien sus contemporáneos ignoran—. Que la re-
saca de Alemania fue fotografiada por los aliados. ¿Usted creería en la eficacia de un
Himmler de no haber visto las pruebas de sus actos? ¡Ah, mi amigo! ¡Qué imágenes! ¡Qué
documento! Yo quiero que usted hago algo así para mí, algún día. Guarde todo bien,
guarde, que ya nos vamos a consagrar usted y yo cuando el público quiera ver los
testimonios gráficos de cómo los rescataron del caos sus salvadores. ¡Otra que la jeta del
Che Guevara! ¡Que vean cómo limpiamos a los zurditos en la Argentina! La Historia nos
absolverá.
De modo que Piaget continuó con sus rituales de exhumación incorporando los
detalles encargados por el Capitán y los de otros clientes nuevos, como Feced. Mucho
menos se le ocurrió decirle algo a la vasca Garay cuando rompió bolsa. Si pese a todo el
le dudas. Su prole era su prole. No había ya en la muerte, para Piaget, misterio alguno que
masiada exactitud. Todo se resumía en una palidez, una rigidez no muy diferente, en ver-
dad, a los retratos de los vivos. Un solo interrogante lo desvelaba. Uno que se apoyaba en
ver de Paillet después de muerto. Piaget se daba perfectamente cuenta de que la respuesta
se alejaría cada vez más de su conciencia en la medida que se dejase atrapar por la sintaxis
—Tanto encargo, tanto encargo para otro y al final, yo qué hice para mí, para
nosotros, de verdad…— se quejó ante la vasca Garay mientras ésta se retorcía de dolor,
agarrada a una estatua del pesado de Faustino Sarmiento que había en el hospital, en la
trucciones, esquiva hábilmente las trampas que le tiendo. Por ejemplo, en las páginas de es-
ta historia. Los blancos de la hoja son un espacio propicio, casi diría clásico, para señalizar
el porvenir. Buscar en lo anterior las pistas del futuro, y en el presente las huellas de lo que
pasó. Nexos. Bisagras. Puentes que nos llevan y nos traen sin que sea posible adivinar que
nos esperará del otro lado. Tampoco quién entrará en el halo de la próxima escena se nos
hace presumible. A esta altura esto ya es así. Un encanto o un drama. Juego de lotería o de
naipes. O mejor, de tute cabrero o de dados. Generala de unos. Generala de seis. Cómo
saber qué dado seguir. Cómo saber el número. Lo que debería preocuparnos es seguir
siendo, pese al caos aparente, rigurosos con la tirada. No dejar de agitar el cubilete. Darle el
mismo balanceo, los mismos movimientos de muñeca. Que los dados resuenen al golpear
la mesa de mármol. No mentir ni deformar los hechos. Muy mentiroso he sido ya, con mi
oficio, todos estos años, como para engañarme ahora construyendo situaciones inexactas.
Confiar en que la intriga armará secuencia por sí sola. No hay columna vertebral. Pero hay
vértebras lumbares.
Aunque también es posible que la dificultad con el lenguaje se deba a una especie de
idealización que tengo de la imagen. Yo, Florián Piaget, discípulo ignorado de Fernando
mente no tengo otro objetivo al poner estos trazos negros sobre el blanco que el registro
de un rito cuasi religioso (como lo son, en rigor, todos los ritos). Así pues, me impongo
tranquilidad y paciencia.
Creo haber dicho que Paillet llevaba un metódico sistema para contabilizar sus traba-
jos. Si algún modelo llevo yo es el de sus "libros diarios". Dos carpetas azules, cada una de
ellas con una foto de muestra en la carátula: difuntos a domicilio y angelitos. Dos carpetas
rosas: mujeres y encargos de estudio. Una celeste, familiar, con varias hojas en blanco: una
Conservo, gracias a Paillet, dos o tres imágenes de ellos. La más nítida, lo tiene al pa-
dre recostado en su ataúd; usa moño y creo que barba. Sólo puede verse la parte superior
del cuerpo en penumbras y, con claridad, los dobleces del papel con que ha sido forrado el
cajón por dentro. También, puntillas en la cabecera, y apenas un fragmento de los herrajes.
Aún hoy, en cambio, el horror me hace imposible observar atentamente el rostro cincelado
Reconstruir paso a paso la tarea. Las veces que accedí a otras similares rompí todas las re-
glas. En cuanto a tomar o no los ojos abiertos, por ejemplo: una cosa es el recuerdo del ser
querido, otra muy distinta pretender ignorar su indefectible cambio de estado. ¿Por qué
tanto rigor ahora? Lo amerita mi discípulo. Su tristeza lo pone en el estado espiritual justo
para absorber una doctrina. Su curiosidad lo condiciona. Creo que es mi turno de pasar la
antorcha y que es bueno que lo haga de una vez por todas. Y no por mí, nadie me queda
ya, ninguna otra vocación que la de esta voluntad de neo-clacisismo fúnebre: a falta de
expertos suficientemente capacitados, tengo derecho creo a ponerle los motes que
correspondan. Que me muestre sus fotos aquel que tenga algo que objetar.
co, de ubicación. He seguido una frase de Maupassant copiada por Paillet en uno de sus
cuadernos diarios:
La moral, la honestidad y los principios son cosas indispensables para el
mantenimiento del orden social establecido; pero no existe nada común entre el or-
den social y las fotos. Los fotógrafos, esas aves de rapiña, tienen por principal mo-
malo, no tiene para el fotógrafo más que una importancia: la del sujeto á retratar,
sin que ninguna idea buena ó mala se le pueda atribuir. Ello vale más o menos
como documento antropológico, he aquí todo. Los grandes artistas no se han ocu-
más: que copiara la frase de un célebre novelista fue una sutil manera de inducirme a mí, su
discípulo futuro, a seguir otro camino. Paillet, intratable como era, como debió haber sido,
desconfiaba de los seguidores. Por algo nunca se entregó a las bondades del amor paternal
ni mucho menos a la deliciosa lubricidad de una pareja. Creo haber dicho que trabajaba so-
lo. Aislado. Cerca de la vieja estación de ferrocarril, centro de carga y descarga de granos
mucho antes de que yo naciera y ahora resumidero fétido de antiguos presagios. En los
últimos años, su madre fue la más eficaz asistente que tuvo, la única que logró asear y ba-
rrer su estudio con cariño a pesar del rutinario maltrato que el fotógrafo le ofrendaba.
Cuando envejeció y enfermó, Paillet la recluyó en una casita de la calle Belgrano hasta el día
arse de su mirada vigilante y cierta noche de lluvia dorada (una pequeña estufa eléctrica de
mojado al cuarto donde descansaba y lo asfixió con una almohada. Cuando escuchó esta
historia la vasca Garay me dijo que si Paillet fotografió tan hermosamente los cadáveres de
sus familiares no fue por el deseo de halagarlos en la eternidad sino para neutralizar, supers-
ticioso como adivinó que era, la posibilidad de que ellos regresaran algún día de sus tumbas
para vengarse.
No venía al caso.
Para nada.
(MEMORIABILA: Tuvieron que pasar once días antes de que los vecinos descubrie-
Pero, ¿quién soy yo para sentar cátedra acerca de la fotografía de difuntos? El único
profesional que aún se dedica a ello. Escribir un manual como el de Bonnet, "Lecciones de
Tanatología Visual". O algo por el estilo. Dejemos los prolegómenos para después. Vamos
a lo concreto.
De las apariencias.
3) Vestirlo sí. En cuyo caso se respetarán las convenciones del rito fú-
pecífico. Bajo ningún punto de vista trabajará con el cuerpo del difunto desnu-
do.
var referencias exactas (y por qué no como servicio extra para la familia), re-
sentido, es lícito buscar una tonalidad amarilla en forma artificial si, por
ejemplo, la causa del deceso fue una patología hepática. El buen fotógrafo pro-
curará que en el retrato último se perciban los signos de los días previos, por
imagen final. En este caso los familiares difícilmente quieran recordar las
—A ver si me explico...
—Se explicó perfectamente. Usted quiere fotos de muertos.
otra si el arte suyo hubiese existido en los tiempos de nuestros grandes hombres.
que el corazón estallándole por el disgusto, mi viejo! ¡Pavadas románticas! Bien cagado en
—En esos tiempos, con esas crisis, nadie iba a montar en los mataderos la paraferna-
lia que hacía falta para hacer uno. Eso y llevar pinceles y un caballete era lo mismo. Y ade-
viejo. Clic. Clic. Y a otra cosa, mariposones. Porque además, me dará usted la razón, una
foto la puede hacer cualquiera. Minga de instrucción hace falta para apretar el botoncito.
Entonces la historia no estaría en manos de los nenes bien criados a humedad, francesitos
—¿De veras cree que cualquiera puede hacer una buena foto?
—No se me ofenda. Digo que en esa época no hubiera hecho falta, digamos, mucha
calidad. Cada estilo con su tiempo, ¿no? Nadie se dedicaba a eso en los días de Rosas, así
que no hacían falta Aldos Sessas para hacer perdurar sus obras...
do.
—¿Tengo opción?
—Tal vez.
—¡Qué dice! Yo hablo de poco y bueno, lo justo. La verdad. Y ya que bailaremos juntos, bueno: lo
mío. Yo no le robo la celebridad a nadie. Ni voy a contribuir a la fama de otros. ¿Por qué cree que nadie
—O sea.
—La suya, no, Piaget. La de la Vasca. La de esa rica guachita que se preñó, Piaget.
—La suya.
Sonó el teléfono a eso de las tres. Piaget estaba mareado por la falta de sueño y
como siempre con el sueño le venía hambre, la campanilla del teléfono lo pescó camino a la
dijo:
Piaget separó el tubo del teléfono de su cara y le ordenó que se fuera a descansar. Ella
—Como digas —dijo, y antes de cortar:— ¿Qué pasa con nosotros? ¿Qué hicimos
mal, primo?
heladera. Sacó un paquete de pan lactal, un frasco de mayonesa, pickles y dos salchichas
viejas algo verdosas. Raspó el moho de las salchichas, las cortó longitudinalmente; untó dos
panes lactales con la mayonesa y en ambos dispuso prolijamente tres pickles: de zanahoria,
repollo y pepino; arriba, las salchichas abiertas al medio. Juntó las dos tapas con dos
Y también:
Pero no tenía sueño. Su bebé había muerto. Encendió la televisión. Su bebé estaba
muerto. En el cable daban una transmisión de golf hablada en inglés, en blanco y negro.
Años 50, calculó. El experto le daba consejos al novato para impresionar a unas chicas.
Debía sostener el palo así y así. Y poner el cuerpo así. No, así no. Así. Era bien gracioso.
chiste. Tenía el sandwich a medio comer en una mano y con la otra regulaba el volumen,
cosa ciertamente inútil porque nunca entendió mucho inglés. Así se empezaron a caer
Dejó el sandwich arriba del butacón y caminó por el pasillo hasta el cuartito de los
enseres. Agarró el escobillón, la pala y la escoba. Enseguida dejó la escoba. No hacía falta.
Volvió junto al televisor y barrió. Quedó una mancha de mayonesa en el parquet. Fue a la
cocina a buscar el trapo rejilla. Lo humedeció bajo la canilla. Volvió al living. Limpió.
Se sentó a terminar de ver el golf. Estaba muy cansado, muy cansado. Sonó el
teléfono.
Hacía muy poco que Marcia Nadina había salido de la clínica psiquiátrica; en rigor,
ocho meses, o quizás unos días menos, desde el nacimiento del niño. La vasca le había
dicho a Piaget que la alojaran. Al principio iban a ser unos días nada más, después pasaron
una semana y dos, y después un mes. Le iba a venir que otra mujer la ayudase con las cosas
cuando la criaturita naciera. Pero el bebé enfermó. La leche de vaca no era buena, se ve. La
y tuvieron que dejarla en el hospital. Marcia Nadina se hizo cargo. Nunca pensaron que el
desenlace iba a ser tan rápido. Y para colmo, Piaget tenía más trabajo que nunca. Feced lo
demandaba todo el tiempo. Era impresionante lo mucho que había para fotografiar en la
gendarmería de Rosario.
—Bueno, me olvidé de decirle. Por eso te llamó. Tenés que pasar a firmar unos
papeles...
—Ay, iría con todo gusto, vos sabés que iría con gusto. Con todo lo que hiciste vos,
—Hoy mismo me dicen que tenés que venir... No sé qué apuro les agarró. A las siete
abre la administración.
Colgó. Fue al baño. Hizo pis. Un largo chorro. Sensación voluptuosa. Se pesó en la
balanza: ya estaba superando los ciento quince kilos. Los trabajos en Rosario lo habían
hecho subir todavía más de peso. Debía ser la mala comida. Por suerte ahora trabajaba en
un diario. Era mucho más cómodo que tener que andar recurriendo a los inútiles del
estaba mal: accidentes de tránsito, pavaditas. Iba a ser un día largo, tragó un Valium. A ver
si dormía un poco.
Mala forma de empezar el año, muriéndose tu hijo.
Lo que es Piaget, no sintió nada. Un gran trabajo lo espera por delante y lo único
que quiere es que pase pronto, porque esta vez la muerte lo ha tocado de cerca. Si la
haría un artista.
hermosa esposa de él, tan joven como él, víctima de un accidente de tránsito. A Piaget su
nuestros seres queridos. No hay manera de estar unidos, no hay nada que compartir.
aburridos, tal vez discípulos: lo único que puede reconfortar en una situación así es el arte,
al menos el oficio, que a pesar de todo lo que hizo todavía siente que no lo tiene del todo
dominado, pero tal vez dentro de unos meses, dentro de unas horas, quiero decir más
De nada vale llorar por los ausentes, sí retratarlos. Y llorar luego sobre sus retratos.
He dicho que Piaget no sintió nada. Mentira. Sintió el remordimiento por haber
estado esperando, él también, ese momento. Ahora había un muerto cercano para probar
lo que sabía. Un arte no se practica en teoría. ¿Era una sanguijuela? Algo así.
El cuerpo, imaginó, todavía estará algo cálido con sus cánulas y bolsas; quizás ni
Unas fotos especiales. Primeras imágenes en exclusiva del más allá, que está muy acá,
a cinco minutos en colectivo de su casa. Aunque tal vez cuando llegara ni siquiera esté
destapado. La última vez que lo vio, entonces, fue en Navidad. El horror en casa. Se le
madrugada cuando no podía recuperar el sueño. Y en cuanto pensó eso, mientras pensaba
para no sentir pensaba, en duermevela pensaba, pensaba, pensaba que él lo iba a poder
evitar. Voy a ir con mi inocencia y haré que le desconecten todos los tubos a mi hijo y
dejen de darle morfina y sus pulmones sanarán milagrosamente y el corazón del pobre bebé
seguirá latiendo hasta los cien y más y su cuerpo permanecerá incorrupto para toda la
eternidad, como el de Paillet, y les dará una lección de vida a su madre que no sabe, que
nunca supo más que odiarlo, y mucho menos comprenderlo, no como su padre, el artista,
interiores en general, retratos, ¿no es cierto? Permite fotografías rápidas hasta de 1/1000 de
segundo.
una distribución perfecta del sujeto en la película. No mantener la cámara en las manos, no
creía poder sostenerla firmemente. Alguna lágrima se escaparía de él, quizás, así pues el
Mantenerse frío.
Pero lo que sintió fue una inmensa tristeza. Si alguna vez había experimentado la
globo terráqueo, podía hacerle sentir algo semejante. La tristeza lo clavó en tu lugar. Y ya
no pudo salir de ese estado. Cuando Marcia Nadina lo vio llegar al sanatorio con su
parafernalia de cámaras y equipo pudo sino sentir lástima por Piaget. Dejar sus propias
penas en un rincón, junto a la estantería donde había guardado los veinte pañales
descartables que todavía quedaban en el paquete, y sentarse a su lado para que no se
sintiera tan solo acariciando la cabeza amarilla del hijito. El cuerpo del bebé estaba frío y
duro y en eso no era distinto a todos los otros cuerpos que Piaget había fotografiado. El
decidió colocar la cabeza donde durante noches, las noches de su lenta agonía, habían
reposado los pies. El cambio no le pareció extraño, a Piaget, hasta muchas horas más tarde
de posición vino a ocupar un lugar en su conciencia el tiempo suficiente como para alejarlo
de los ritos fúnebres. Y como no podía ser de otra manera, esa observación se transformó
en deformación profesional: menos mal que no saqué las fotos antes, pensó, la luz que
suponía iba a encontrar con el bebé acostado cabeza hacia la ventana decididamente no era
la misma que obtendría ahora, con el rostro pétreo apuntando hacia el Oriente; es decir,
con su mollera dura y cerosa, y pelada, la pelada se veía más blanca, entrando en el cono de
sombra de la habitación.
No era que le hubiera faltado oficio para retratar el rostro eternamente sin la cálida
luz que sí caía sobre el remanso de los pies; era que el resultado hubiese devenido algo
incierto y por mínima que hubiese sido esa incerteza habría sido suficiente para justificar un
Porque lo cierto fue que no pudo hacer el retrato prometido al Capitán porque su
voluntad trastabilló. No miento si digo que nunca le había pasado algo así, ni en sus inicios.
O quizás una sola vez, con el hijito de Marcia Nadina. Nada grave, a juzgar por la perfidia
que sus fotos develaron en los rostros de tantos muertos que debieron haber seguido
gunda persona. Hablar, pensar en segunda persona; nunca te sentó demasiado, o quizás sí.
La Historia; nunca la conseguirás dominar del todo. Pero ahora que leés ese libro quizás...
"Uber die Macht der Liebe": "Mis pensamientos rayan la melancolía y la autodisminu-
ción...". Pero mejor aún el "Von den Nutzen den die Mathematik einem bel espirit bringen
kann": "para que una felicidad que nos parece indiferente se nos haga bien palpable..."
¿Dónde leíste eso, Piaget? Deberías recordarlo. Así nunca vas a conseguir que te acepten
en el puto diario. ¿Dónde, Piaget? Si tan solo pudieras recordarlo. ¿Filosofar vos, Piaget?
Por favor. Aunque si lo leyeras todo quizás, más tarde, podrías intentar...
De todas formas, sos perezoso. En vez de reflexionar, preferís disfrutar el aire, el cie-
lo, el sol. ¿Cuando? Ah, Piaget. Hace poco. Tumbado en el césped pudiste haber sentido el
leve movimiento giratorio del globo terráqueo, bajo tu cuerpo, como le pasará a
Santamarina al corroborar sus premoniciones. Pero los hombres robustos como tú nunca.
¿Robusto? ¿Cómo tú? ¿Robusto? ¡Gordo! ¡Obeso, Piaget! Eres una mole de grasa. Sos. Una
ballena. Tumbado, varado y tumefacto, gelatinoso cerebro el tuyo, Piaget. ¿Dónde? ¿En el
césped? El pasto, Piaget. Sincerémonos. El pasto de Esperanza, cuanto menos. Arriba del
pasto, un toallón mojado. Donde vos, no tú, vos, estuviste dorándote hasta que el sol hizo
tu sudor tan abundante que fue preciso empapar todo el cuerpo con un baldazo de agua
fría. Pero no es hora de recordar otra vez el pasado, Piaget. Siempre en el pasado, vos.
Si al menos pudieras pensar en algo más que en ese tonto baño de agua y de sol.
Atender a este momento, no a los recuerdos falsos, los chistes, los equívocos. A este
relampagueo de la tristeza. Fijarlo. "Denkt, blitz". Ya. Algo horrible le ocurrirá a
Santamarina ahora, Piaget. Lo ha intentado decir durante toda la noche, con sus medias
palabras. Pero vos estás sordo, Piaget. Todos ustedes están sordos. ¿Es que solamente
podés pensar en vos, gigantón? ¿Solamente en ustedes, pueden pensar? Insisto: algo horri-
ble le ocurrirá a Santamarina ahora, Piaget. Dejá ya de sentirte tranquilamente gordo y vi-
vo. ¿Recordarás todo lo que él te vaya diciendo ahora, Piaget? No otra que tu oreja grasosa
encontrará el muchacho. Ayudalo, Piaget. Ayudalo. ¡Oh, no! ¡Otra vez con eso no! ¡Egoísta
del orto!
El césped. Desde donde estabas, podías ver la mitad superior de tu abdómen (panza
moliente) reflejada en el pulido, bien pulido, gordamente pulido brillo de la puerta del auto
de Marcia Nadina. No recordarás nada de lo que Santamarina te diga, Piaget, si vas por ese
camino. Mucho tinto desde el almuerzo, me temo. Y ahora la indigestión, claro. La resaca,
Piaget. Tenés un estómago débil. No como Hans, ése sí sabe comer. Cultura gástrica,
Piaget. Así no serás nunca un buen filósofo. ¿Un historiador? Oh, Piaget. Menos que me-
nos.
Registrá las palabras del chico. Escribilas en tu cabeza. Grabátelas. Y aprendé de él,
aunque subestimes su juventud. El no tiene tus lecturas, so bruto. Para empezar: no más
Un cuadrilátero. Porque al estar abierta una de las puertas del auto, los bordes verti-
cales de ella producen una sombra que distorsiona, levemente pero bueno, tu reflejo.
Cuando el sol pega de frente (cuando las nubes se corren) queda en el cerebro una im-
pronta centellante, miles de figuras rojizas que distorsionan aún más, si cabe, la imagen
gorda que tenés de vos mismo, Piaget. Junto a tu cabeza se forma un charco de otra som-
bra, como sangre, que surge de las orejas y la mandíbula relajada, satisfecha, y se esparce a
su lado formando un segundo cuadrilátero. Pero apenas puede verla tu cerebro de morcilla
si levantás un poco la cabeza, cosa que no estás, que no estabas, dispuesto a hacer. Eso te
hubiera permitido, Piaget, tumbado y todo, al sol, Piaget, la posibilidad de detener, de cap-
Pero ni antes ni ahora estás dispuesto al esfuerzo. Por eso, cuando lo horrible suce-
da, cuando Santamarina llore desconsoladamente mirando el piso del sanatorio, no enten-
derás nada, Piaget. Tendrás la ocasión de fotografiar el instante en que esto ocurra, pero
no lo harás. Vos no sos Piaget. Esa es la verdad para ti. A menos que. Epa. ¿Qué está pa-
¿Te habría molestado quizás oír nuevamente tu nombre? Por algo sería, Piaget; por
algo sería.
Lo habrás dicho con desprecio, Piaget. No te culpo del todo. El chico será realmente
ignorante. Así que dará lo mismo mentirle que decirle la verdad. Pero al levantar el papel
fotográfico, al sacarlo de entre las hojas pautadas que Santamarina irá arrojando descuida-
su vista. ¿Te quemará? ¿Estará recalentado por el incesante manoseo? Ah, no es posible,
Piaget. Ni siquiera serán las doce. Ni serán doce las calaveras en la foto. Serán cincuenta o
cien, una piel de cráneos apilados en prolijas filas, como tazones en un bazar. Y además,
Como quiera que vaya a ser, ahora el ruido, si no de las palabras de Santamarina, que
no han dejado de oírse desde que entró esta noche, perturbado porque algo horrible le
ocurrirá a su esposa embarazada y a su bebé por venir, en menos de quince horas, el de las
máquinas, Piaget, el tipitap tipitap como un corazón que bombea sangre de papel, Piaget,
dad: escribirles una carta o varias a su hijo por venir. Aunque las cartas no fueran su fuer-
te, Santamarina también habría pensado hacer algo así. Lo que todavía no sabrá será de
qué escribirle exactamente. Hans decía que era fundamental mostrarles el mundo al que es-
taban por llegar sin escamotear los detalles más sórdidos. Santamarina, en cambio, planea-
ba contarle algunas cosas que tenían que ver con ella y con ellos. Por ejemplo, que Sabrina
se había puesto ese día, antes de subirse al micro de NECE, el vestido rojo que a
Santamarina nunca le gustó, a pesar de que era el mismo que tenía puesto el día que se le ti-
ró. Y que ahora, ahora que le escribía esa carta a él le había parecido relindo. Relindo, como
se decía entonces; entonces con respecto a ahora; ahora con respecto a antes, claro; es de-
cir con respecto a ella, cuando leyera, cuando lea, cuando le lean, cuando le leyeran, esa
carta. Esta que te escribo ahora, hijita porque bueno, tu mamá, Sabrina, era una mujer be-
llísima. Pelo largo, ondulado, piel muy blanca. Los ojos chiquitos pero de una intensidad
que impide apartar los de uno, los propios ojos de uno, de su mirada, sobre todo cuando
se han propuesto verte, hijita, o que la vieran bien. Santamarina creía que la clave de su in-
tensidad estaba en las pupilas. Las pupilas en movimiento constante, como persiguiendo la
niña del ojo del otro, cazadoras, copiaría Santamarina, de un libro de Hans. ¿Entendés có-
mo es? Los ojos de Sabrina lo enamoraron desde que la vio cuidando a un grupo de niños
con guardapolvos a cuadritos, en el Ital Park, y a pesar de que alguna vez su hijita los ha-
bría de ver discutir, Santamarina se sentía en la obligación moral de darle, por escrito, para
siempre, una tranquilidad: se querían muchísimo. Siempre se iban a querer. Siempre se ha-
—Sería mejor que le dieras algunas enseñanzas. Datos, verdades, esclarecerla para
párrafos acerca de la Historia. La historia de la palabrita: que era un argot, que había surgi-
do a principios de la década como jerga exclusiva de los rockeros; que después, con el
tiempo, se fue popularizando, como siempre ocurre con las novedades: los viejos terminan
aceptándolas, aunque a veces se las va la vida en el intento... El ahora podría decir que en-
tendía las dos posiciones: los jóvenes se chivan porque su lenguaje no es aceptado por la so-
ciedad, los viejos nos ponemos a la defensiva hasta poder digerir lo que se viene, en fin. El
tiempo todo lo soluciona. Todo gran enfrentamiento termina haciéndose prenda de paz o
Deseó.
Porque el presentimiento que venía molestándolo desde hacía varios días volvió a su
cabeza.
—Contale lo triste y preocupada que anda la gente por la calle, estos días —dijo
Hans—. Que no tienen un mango. Que no hay trabajo. O mejor dicho, empleo. Que en el
gobierno está un palurdo peronista. Patilludo. Una persona en quien los pobres confiaban
mucho pero que después los traicionó, contale; que él nunca va a aceptar eso, naturalmen-
te; pero que los cambios que tuvo que hacer eran necesarios para mejorar la situación he-
redada. ¿Heredada de quién? Decile, contale, que él decía que del gobierno anterior, los ra-
dicales. Y que los radicales tuvieron un presidente blando, como es su costumbre, contale.
A mí me parece, no sé a vos, claro, Santamarina, que sos el padre, el padre de la chica quie-
ro decir...
—Lindo nombre. Bueno, coincidirás que al principio hizo cosas buenas, pero des-
pués empezó a decir otras que no eran ciertas, y sobre todo a hacerlas, ¿no?, como los
juicios a los comandantes y toda esa mierda contra la Escuela de Mecánica de la Armada
¿no? ¿Marina como Sabrina? Suena parecido. Mirá vos. Bueno, a ella, a Sabrina, siempre le
—Sí, sí.
—¿Hans?
—¿Qué?
—Va a pasar algo horrible. Lo siento en la máquina. Mirá cómo suenan las teclas
ahora.
computadora nueva querés? Ah, no viejito, estas cosas son muy delicados…
—Perdoname, yo...
que ése era un hijo de puta, como dice Marina, a secas. Quiero decir, Sabrina. Pero que
éste es peor. Fundamentalmente porque si bien fue él quien, después de los radicales, les
dio el indulto a los comandantes, también dejó libres a los jerarcas subversivos. Ahí está.
Que por no tener huevos dejó libre a todo un grupo, doscientos, trescientos, mil
quinientos decile, ponele, que hace ya como diez años... mejor quince, o veinte, ponele...
¿Qué edad va a tener la pendeja cuando lea esto? No importa. Que asesinaron a muchísi-
ma gente, ponele, con la excusa de que encarnaban la voluntad del pueblo. Y ahí tenés otra
cosa jugosa, central, para enseñarle, ¿ves? Ponele, decile, que tal vez en sus libros de histo-
ria alguien, algún jodido amigo tuyo, historiador ponele, por decir algo, haya escrito que el
proceso militar que duró de 1976 a 1983 concluyó, obtuvo, mejor, la victoria contra la sub-
Che en Bolivia, abierto, ¿puro azar?, un relampagueo, denk, blizt, febrero 26 ¿Cuántos años
han pasado: veinte, treinta? Benjamín se había quedado atrás, por dificultades en su mochila y agota-
miento físico; cuando llegó a nuestro lado le di órdenes de que siguiera y así lo hizo; caminó unos 50 ms. y
perdió el trillo de subida, poniéndose a buscarlo arriba de una laja; cuando le ordenaba a Urbano que le
advirtiera la pérdida, hizo un movimiento brusco y cayó al agua. No sabía nadar. La corriente era intensa
y lo fue arrastrando mientras hizo pie; corrimos a tratar de auxiliarlo y , cuando nos quitábamos la ropa
desapareció en un remanso. Rolando nadó hacia allí y trató de bucear, pero la corriente lo arrastró lejos. A
los 5 minutos renunciamos a toda esperanza. Era un muchacho débil y absolutamente inhábil, pero con
una gran voluntad de vencer; la prueba fue más fuerte que él, el físico no lo acompañó y tenemos ahora
nuestro bautismo de muerte a orillas del Río Grande, de una manera absurda. Acampamos sin llegar al
Rosita a las 5 de la tarde. Nos comimos la última ración de frijoles, y también las hojas brillosas,
que desde aquí parecen simplemente revistas de actualidad, pero que yo sé que son, que
za, el libro del Che, las chicas caminando por las calles agarradas de la cintura, riéndose
descaradas, el Chevy azul, espacioso, sobre todo en el sitio del conductor, ¿eh, panzón?,
parte del bosquecito de Esperanza, solaz heredado, con su historieta y todo, y el calor.
También el calor se ve. En las hojas resecas de los eucaliptus se ve. En la botella de vino ya
tibio, caída, se ve. En la luz que enceguece se ve. En la distorsión de la historia. ¿Intencio-
nalidad o fuga?
Pero la pereza, el recuerdo de la pereza de esa siesta es, con mucho, superior a tu
capacidad de entender las cosas. Y además, deberías tener por lo menos treinta kilos me-
nos, no los ciento cincuenta que vas camino a conseguir. Algunos sonidos: la vibración
que producen los autos que pasan a lo lejos, por la ruta, un chasquido de gota de grasa que
cae sobre los carbones de una parrilla tardía, sonidos que parecen venir y existir en otra di-
mensión. Pero el calor. El calor, Piaget, ballenato perezoso; el calor no te deja pensar bien,
Piaget. La historia es algo más que fragmentos sueltos, Piaget. La Historia, dirías vos, siem-
pre tan solemne, son Versiones de los Escritores. Te caen gotitas de sudor por los costa-
dos del abdómen, y de las axilas, y de la frente. Y tenés un pie apoyado en una piedra ca-
liente, casi dirías que roja, por la impresión que te produce en la planta con sólo rozarla;
casi dirías que sin pulir, por las rugosidades de estilo que percibís, como si la naturaleza,
cuando la fabricaba, hubiera tenido la misma pereza que sentís vos ahora. ¿No Dios,
Piaget? No, claro. Dios la hubiera hecho completamente lisa, sin fisuras, perfecta. La natu-
raleza es más carnal, más carnosa. Como vos, Piaget. A vos no te va tan mal, gordito, ¿eh?
to, en la redacción, Hans recordó otra cosa, que interrumpe su sermón histórico, y quizás
se deba a que Santamarina dejó de tipiar en su máquina de escribir para escucharlo, o que
ya estába lleno el tacho con bollos de hojas pautadas, filetes de la realidad, y era hora de un
descanso. Los cerámicos del piso del baño del diario estaban hechos por cientos de pedaci-
tos de piedras o marmolcitos, que debieron haber sido incrustados allí por alguien, no ca-
sualmente, como quien construye una pieza de arte aprovechando los trozos desperdicia-
dos de los cerámicos más caros o podridos, vaya uno a saber cuánto tiempo atrás, cuánto
tiempo adelante.
más allá de las contingencias morales, ¿eh Piaget? Ah, qué soberbio te vas volviendo con
los kilos que no dejan de aumentar. Nada es comparable, para tu conciencia, con esa tarde
del pasado; nada es comparable, no, ni la hijita que tanto ansía tu compañero, ni su hermo-
sa joven esposa, ni el Che ni Dios; nada es comparable cuando el sol te dora. ¿Como a un
Junto al rectángulo de la puerta del Chevy donde se reflejaba tu torso, cuya descrip-
cuerpo. Es decir, junto al borde de la puerta, a cinco metros de donde estarías tumbado, en
el futuro recuerdo del pasado, y tendría la propiedad de aislarte del entorno, como si fuera
el zoom de una cámara de video de los policías yanquis, que iban a estar tan de moda. Es
decir, permitiendo ver también, casi sin modificarlo, el foco de tus ojos, aunque un poco
modificado, en verdad, por el centelleo violeta y amarillo y azul que te cegaría cada vez que
se corriesen las nubes. Y si levantabas un poquito, nada más que un poquito la cabeza,
podía ver trozos del interior del auto también, a su vez enmarcados por cada una de las
vería el cuero marrón, aparentemente brilloso como tu cuerpo, aunque puede que haya
Es infernal cómo engaña la vista el sol, ¿eh Piaget? Parecía imposiblel reconstruir la
realidad que habías, que estabas que estaría empezando a dejar atrás antes de que
Santamarina empezara con su cantilena lloricosa. La traición, Piaget. Nadie está libre de
traicionar a otros en esta viña de mala muerte, ¿no es eso? Todos habían sido traidores.
Incluso los de la fosa de San Vicente, o los torurados. Todos habían terminado delatando a
alguien, ¿no es cierto? De eso te habías querido convencer mientras les sacabas tus fotos.
Si eran traidores, no se merecían el anonimato eterno. Pero tal vez sea inútil lamentarse
por la dignidad perdida. Santamarina estará zumbando alrededor de ustedes toda el día con
paradójica manera de impedirle mirar las cosas como fueron. ¿Una forma de no aceptar
que el remordimiento te carcome como nunca lo habías sentido? ¿Pura y sucia y gorda ma-
nera de tergiversarlo todo para protegerte del juicio de la Historia? De la historia a secas.
Lástima el sudor y la pesadez de estómago, Piaget. "La historia incluye sólo relatos
de hombres despiertos, ¿acaso los de los durmientes deberían valer menos?". ¿Dónde leíste
eso antes? ¿Lo has recordado por azar? Vamos, Piaget. Somos grandes. Después de todo,
lo único que te interesó fue pasar un buen momento. Ser feliz, como Santamarina. ¿A qué
complicarse la vida con cuestionamientos éticos? Y ahora tenés sed, y el sonido leve que
venía de la ruta aumenta, y te levantás, te levantaste, para sacar el bidón del piso del Chevy.
Y al llegar junto al asiento del conductor, al apoyar tu gordo culo en la toalla, miraste la fo-
tografía. Nítida y excitante en tus manos, ahora, entre las hojas del libro. No la de
Camboya, no Piaget. Vos y yo sabemos. Pero, ¿qué más da? Santamarina seguirá con mala
cara, y si fueras Hans querrías decirle todavía algunas cosas para que le escribiera a su hijita
por venir, pero el calor del pasado ahora está metido en la redacción, y es como si no
pudieras resistir la tentación de volver a echar una miradita a esa foto acusadora. Cuando
terminó de felarte, molesta porque se lo habías exigido antes de darle las fotos de su hijito,
Marcia Nadina dijo una frase muy adecuada para lo que sentís ahora (ahora con respecto al
—Lo tuyo es no querer perderte los platos más exóticos del banquete.
Por eso estás tan gordo, Piaget. Por eso fuiste y seguirás engordando hasta que tus
fotos sean públicas. Vergüenza ajena me das. Y tu imaginación me asquea. Pero tenemos
—¿Qué cosa?
—Pena.
sentido pésame.
—¿Hacerte feliz?
Escribirle únicamente la verdad entonces. Que no era día para iniciar proyectos de a-
mor ni de navegación. Que había estado conversando con Hans del asunto ése de la
felicidad. Que se había portado mal con ella. Que la había traicionado. No, eso no. La ver-
dad, pero no toda. Que tenía cosas muy importantes para confesarle, que por favor no lo
malinterpretara. Que lo perdonara. Sí, éso. El no era una mala persona, a pesar del desliz a-
quel. Se habría reído Coca de leer sus pensamientos. Ocho personas resultaron heridas,
dos de ellas de gravedad pero él iba a ser un buen padre, en fin. De todas formas, la beba
jamás llegaría a enterarse de esos rollos. En verdad, de nada le serviría confesarse confun-
dido buscando un utópico, como diría Hans, perdón; sobre todo porque ocho personas re-
sultaron heridas, dos de ellas de gravedad, en un accidente de ómnibus. Rápido, rápido, rá-
pido, sin releer le escribiría la carta Santamarina a Sabrina. Porque en realidad era a Sabrina,
no a la beba, a quien quería contarle ciertas cosas. Rápido, cortando la infidelidad en peda-
citos, como a las hojas pautadas de ese maldito cable que no lograba refritar con sentido:
media hora o quizás un poco más le tomaría; total, Hans estaba ahí controlando; total Ro-
que, el narrador que únicamente contaba sus historias los lunes, en el taller, se sentía pletó-
rico después de haber logrado sorprenderlos una vez más con sus hazañas sexuales. Y es
que por muchísimo amor que sintiera por su linda esposa, esa mujer lo había fascinado.
Caramba, no podía escribirle esas cosas. ¿Qué enseñanza moral le transmitiría? Pero la car-
ta no era en verdad para la Marina sino para Sabrina. Peor: ¿acaso ella podría aceptar que
se hubiera acostado nada menos que con su partera? No, Santamarina iba a ser un buen
padre de familia. No era manera de empezar a ser feliz, ésa. Pero ella, Sabrina, pobre, ocho
capacitada, en ese momento, para competir con la seductora delgadez de la partera, que en
verdad era más bien gordita, sino pobre por ser tan corta, tan puritana. ¿O después de todo
las mujeres embarazadas no podían tener ganas como cualquier hija de vecina? Qué hijo de
Le escribiría que él había intentado ser discreto, pensó Santamarina mientras hacía
un nuevo bollo con la quinta versión del mismo refrito, juego de niños que debería haber
sacado en quince minutos, pero bueno. Quizás, desde otro punto de vista, la aventura po-
dría haber sido una especie, en fin, de adelanto del amor que iba a sentir por su hija. ¿O no
habían dicho en el curso que era importante vencer los celos que la diademía entre madre e
hijo producían en el padre? Bueno, amar a otra había sido, como decirlo, una manera de
practicar lo que era, lo que iba a ser, amar a dos mujeres a la vez. ¡Eso! Porque bueno,
Marinita, aunque la siga queriendo a tu mamá también te voy a seguir queriendo a vos,
¿no? Y porque bueno, Sabrinita, escribiría Santamarina, te quiero, sobre todo te quiero, a
vos. Sos el objeto único de mis desvelos, escribiría. Sonaba lindo. Tal vez a Sabrina le gus-
tase leer una cosa así, Santamarinacito. Yo te entiendo. Pero lamentablemente tu vida va en
Otra cosa, Santamarina. ¿Qué cosa? Ocho personas heridas y dos de gravedad,
Santamarina.
—No es eso.
—Mirá la noticia,che.
—¿Qué choque?
—Hay dos heridos de gravedad, mirá, leé. No dieron los nombres. Yo sabía que algo
—Qué decís?
—Nada, nada.
Ustedes son muy distintos, ¿verdad Piaget? Puesto a abrirte un camino, ni la elección
Soberbio. Pero la tuya tampoco es fácil de sobrellevar, ¿o sí? Por alguna razón optaste por
abandonar a la vasca Garay cuando enfermó, como cuando te quisiste quitar de encima a
Marcia Nadina haciéndola pasar por loca. Y ahora, ahora te sentís vacío. Si al menos no tu-
vieras tantos motivos para arrepentirte. Pero siempre fuiste un desgraciado, Piaget. Y ahora
vas a quedarte solo para siempre. No te interesa el sexo, ya a esta altura. La pija se te murió
bajo la grasa. Ni la historia. Lo único que te importa es el poder. Tu idea de familia está
muerta. Se murió con el nenito como se le murió a Marcia Nadina. Ustedes no sirven,
Piaget. Están mal hechos. Son la mierda que respira. ¿Cómo harás para ser feliz vos ahora,
Piaget?
talento. ¿Y vos, Piaget? Todavía estás a tiempo para labrarte un nombre en la historia; si no
en las páginas de Arte en las policiales. Pensalo. Vos tenés las fotos, los testimonios, las
pruebas. Los juicios están abiertos, Piaget. Si vos llevaras todos esos negativos el Capitán
Entregalas, Piaget. Sacalas del ropero. Sobre todo ahora que Santamarina va a tener que a-
ceptar como una fatalidad que los cuerpos de Sabrina y la bebé estén despanzurrados. Te
pensás que vas a poder pagarles un buen funeral con los derechos de autor que cobres por
ese manual sobre cuerpos muertos que quizás finalmente termines escribiendo. Qué
No sos ningún tierno, Piaget. No sos un blandito. Pero podrías ser histórico.
Pensalo.
Y entonces pensás en Dios. Pero por favor. Por favor te lo pido. ¡Y rezás! Rezás para
que Dios te impida seguir pensando cosas terribles. Vergüenza debería darte, Piaget. ¿O es
que Dios va a poder hacer que Sabrina se salve? No, y tampoco el tuyo, que salió
asqueroso. Ni el de Marcia Nadina. Sólo la beba del pibe puede sobrevivir, son las leyes
que te digo. Pero ya lo aceptaste. Ahora está adentro tuyo, la decisión. Dejate llevar. No, el
diablo no tiene nada que ver en todo esto. Eso fue un invento literario, Piaget. Acá lo
único concreto es que vos fuiste testigo y que en tu poder están las pruebas. No hay nada
más que eso. No puedo creer que seas tan necio. ¿No te das cuenta de la trampa? Como si
la religión pudiera darte el consuelo que la realidad te elude. Apenas salga del sanatorio, le
dirás a Santamarina, pero en voz tan baja que no te escuchará, que pase por la Medalla
Milagrosa a confesarse. Los curas siempe perdonan los pecados del poder, ¿no, Piaget? ¿Y
bien
—¡Teclas de porquería! —dijo Santamarina empujando la Remington al piso.
Belula era la única experta en arte y antiguedades conocedora de su oficio que con-
servaba el diario. Los días que ella entregaba sus notas de arte colonial argentino era capaz
— ¡No entiendo cómo podemos seguir con este sistema prehistórico todavía!
—Perdió Ferro, je —dijo Hans—. ¿Sabés a cuántos de Ferro me cogí yo? ¡Pero bien
cogidos!
Lo rodearon.
—Una desgracia, Belu. Pasó una cosa horrible. ¡Yo le dije que no tenía que viajar en
—¿Por qué decís eso, criatura? —dijo Belula. Se interrumpió. Leyó rápidamente el
—Por una vez en tu vida, ¿querés hacer el favor de callarte? —dijo Nilda—. ¿No ves
—¿Cómo que se accidentaron? ¿De dónde sacaste esa pelotudez? —dijo Hans.
—Pero no. Pasó. Créanme que pasó —dijo Santamarina—. Sabía que iba a pasar
—En una de ésas tiene razón —dijo Coca—. Yo tenía una prima que venía en un
micro y el micro agarró mal una curva y terminó caído de costado en el badén. Una bolu-
dez, ¿no? Se salvaron todos. Menos mi prima y la señora que iba al lado, parece mentira. Se
—¿Te querés callar la boca, pájaro de mal de agüero? —dijo Belula. —A la señora de
—¡Que te calles!
—A ver, Santa, santito mío, hijito. ¿Hay alguna otra información sobre el choque de
Antón?
—¿Estás segura?
—Segura —dijo Belula—. Ahora, vos y yo, nos paramos, así, y nos vamos a ir a ha-
blar por teléfono a otro lado...Tu señora iba derecho para casa, ¿no?
—Sabrina.
—Ah. Mabel.
—Si quieren, yo voy a pedirle a alguno de los muchachos a ver si pueden dar sangre,
—A Roque pedile leche en polvo mejor. Seguro que le sobra —dijo Coca Nieves.
Santamarina dijo:
—Tuve un sueño yo. Iba acostado en una camilla, con la cabeza envuelta en una go-
rra de baño. Había caras de médicos y de enfermeras que se acercaban e iban para atrás,
como en las películas. Pero yo no era yo. Era otro. Otra. Mi madre, creo. Cuando estaba
viva.
—¡Andá!
—Dejalo contar.
—Contá, contá.
—Bueno, fui y le dije, le digo, le dije: una cosita tan linda acá solita, ¿no tenés miedo
—¿Chuchi?
—¿Y después?
—Eso no tiene nada que ver. La Chuchi...había bajado ahí porque es la zona, ¿enten-
dés? Y además...
—Voy y le digo, me dice, le digo: si querés, yo digo, ¿no?, le digo: podemos tomar un
cafecito...
—¡¿Un cafecito?!
—¡De garcha!
—Pará. Le dije, le digo eso y ella, él, ella se debió haber dado cuenta que yo había en-
trado como un caballo porque me mira con sus ojitos divinos, porque los ojitos eran divi-
—No, ya me había bajado. Estábamos los dos debajo del puente, ella con la piernita
—Pará, pará...Fuimos a comer unas medialunas con café con leche. Eran como las
tres de la mañana y yo tenía una languidez de la puta madre. Nos sentamos al lado de la es-
calera, medio al fondo, ¿no? Yo me decía: ¿es o no es? Porque de cara era una mina perfec-
ta. Un bombón.
pándole la punta, le caía una gotita de café con leche por la pera pero a ella no le importaba
—¡Qué asquerosa!
—Bueno, yo me estaba poniendo al palo ya, pero no estaba seguro de si era o no. Pa-
—¿Así le dijiste?
—¿Y ella?
—El.
—¿Cómo él?
—Es que en realidad no era una mina. Miraba como una mina, no sabés. Pero era un
chabón.
—¡A la mierda!
dije también, calro. ¿Así me decís?, dijo. ¿Por? ¿Qué se dice? ¿O no vamos a coger vos y
yo? Bueno, podías decir, no sé, si quería ir a un lugar...más tranqui..., dijo. ¿Querés ir? Sí,
pero yo...
—Y bueno, sí, pero no sabés lo fuerte que estaba. Además, no sé, me dio calor
arrugar...Y cambié un poco de tema: ¿y tu familia?, le dije. Tres hermanas eran, me dijo, y
un hermanito, Fausto. De Formosa, me dijo. Cómo le dieron a la impresora tus viejos, eh,
—¿Y él?
—Bueno, sí..., le dije. Adoro que me hagan el pavito, dijo. De una manera... Enton-
ces se puso seria. Porque insistía en que la llamara como a una mina. Claro que no sé si
vos, va y me dice. Y le digo: parate. ¿Que me pare? Sí, quiero verte bien. Bueno, se paró.
—Es que además de la noche me parece que tenía otro trabajo. O hacía gimnasia es-
—Bueno, no exactamente...Lo que pasa es que ahí le noté que tenía unos aritos ra-
—¿Yilets?
—Mierda.
—Pagué los fecas y salimos, ya eran como las cuatro. Vamos, le digo; vamos, me di-
quería que me la chupara mientras manejaba, pero se hacía rogar. Entonces, un duque, subí
por la Panamericana y enfilé para donde me decía ella: ¡un telo finoli!
—Puf. Oro en las paredes, cama con sábanas de seda, champán gratis, televisión co-
—La metí de cabeza en la bañera. Quería que estuviera limpita, viste, por las dudas.
—¿Y el nabo?
—¿Vos sabés que era una cosa rarísima? Nunca vi algo así.
—Mirá vos.
—Sí. Vérselo un poco me enfrió, ¿no? Pero él se dio cuenta porque me dijo: ahora
vení vos. Me senté en la bañera yo y él, ella, empezó a pasarme jaboncito por la espalda y
por los brazos, y si cerraba los ojos la verdad que tenía una cancha increíble, y las burbujas
me hacían cosquillas y bueno, mientras el que la ponga sea yo, me dije. Porque el culo real-
mente era una gloria. Pero de repente me empezó a pasar el jaboncito por la pierna, se aga-
chó como para meter la cabeza abajo del agua y, zaz, ahí estaban las yilets.
—No. Bueno, se me bajó de nuevo. ¿Por qué no te las sacas, Chuchi? ¿Qué? ¿Te da
—Andá a cagar.
—Pensé que me la sacaba ahí nomás, haciendo sopapita. Y entonces empezó a decir,
bajito, entre chupada y chupada, qué papo, qué papo, qué lindo papo.
Santamarina dijo:
—Eh, pará, pará, que la historia está buena —dijo Hans—. ¿Qué apuro tenés?
—En el tonel.
—Prosit.
—Ah, sí. Bueno, salimos del agua y fuimos a la cama. ¡Qué cama! Redonda, colchón
—Te lo ponen con el precio. Bueno, hicimos un brindis y... ¡Mi Dios! ¡Se movía co-
mo un pez! Meta irme por arriba con la lengua, por arriba y por abajo. ¿Saben qué? ¡Me
chupó los dedos de los pies! ¡Me quería morir! Después meta darme masaje por todos la-
dos. Y entonces me dijo: date vuelta, Roque. Me di vuelta. Se me subió encima. Yo sentía
su pijita en la espalda; era raro. Me apretó el cuello con los dedos, las vértebras, no sé qué.
Bueno, y medio que me empezó a dar sueño. Cerré los ojos. Así, Roque, relajate, decía. Y
de repente ya no me pareció que fuera un tipo. Ni una mina. Era un ángel. Me empecé a
—¿Cuál?
—La flacucha. Esa que habla todo frú frú.
—Bueno, no importa. Era tan liviana arriba mío. Una gloria. Me pasó las uñas desde
el cuello al culo. Me empezó a acariciar los cachetes. Y después, ay, Dios, se acostó encima.
Lo sentí apretado en mi espalda mientras me daba besitos en la nuca. Pasó las manos por
abajo y dijo: levantá la pancita, Roque. La levanté tan rápido que casi la hago rodar. Ah, no,
eso no, le dije. Pero me agarró el nabo con las manos y empezó a decirme: hico, hico. Yo
me puse tenso. Tenso cuando lo agarró quiero decir. Qué hacés, dije. Te monto, Roque.
Así no, dije yo. Intenté darme vuelta, pero ella me trabó las piernas con las suyas con una
fuerza que me sorprendió. Así sí, dijo. Vas a ver cómo te gusta. Ponete en cuatro patas. Pa-
rá, che..., le dije. Era una mariconada. No seas tontito, dijo ella mordiéndome la oreja. Po-
nete en cuatro.
—¿Y qué iba a hacer? Había chupado mucho champán, no sé. Hice lo que ella que-
ría.
—¿Y?
—Y bueno, se apretó todavía más arriba mío, me agarró el nabo más fuerte que an-
—¿Y vos?
—Y yo, ¿qué iba a hacer? Estaba recaliente, y la guacha tenía una mano...Empecé a
—¿Y ella?
—Ella seguía diciendo, agarrada a caballito: vamos, vamos. Y después, solamente: os,
os, os.
—¿Y vos?
—¿Y ella?
—Os, os, os. ¡Os, os, os! Me metió un dedo en el culo. Largué un lechazo que nunca
—Sí.
—¿Cómo no?
—Son y media.
Una impresión como de naúsea, pero menos abstracta. Una sequedad en la garganta.
Y sobre todo, la terrorífica idea de estar tentando al diablo. Santamarina bajó las escaleras
del diario rezando. Mabel le había dado la dirección del sanatorio donde Sabrina estaba
internada. En el taxi, se reprochó por haberle permitido ir sola a lo de la tía. Y el diablo ha-
bía hecho todo lo demás. Se salva, se salva, se salva, repitió, una sílaba por escalón, una sí-
laba por escalón, mientras subía las escaleras del sanatorio. Y además, la opresión en la bo-
que su presentimiento había sido cierto. ¿Podía uno anticipar el futuro? El había podido.
¿Anticiparlo era provocarlo? Eso era incierto. Y entonces la angustia le produjo arcadas. Se
paró junto a la puerta del ascensor de la planta baja, apretándose el estómago. Por fin, pasó
una enfermera.
—Sí, sí.
Antes de que pudiera preguntarle cómo lo sabía, un camillero les chistó para que es-
perasen. Empujaba una camilla con una mujer (qué hace mi madre acá, pensó Santamarina
sorprendido: la imagen que había soñado; pero no era su madre) que tenía los ojos cerra-
dos y una especie de cofia en la cabeza. Santamarina volvió a sentir que el estómago se le
revolvía cuando vio oscilar la bolsita de suero frente a su nariz. Bajaron todos en el segun-
do piso.
Santamarina asintió.
Cuando salieron, el médico le dijo, en un susurro, que todavía tenía una posibilidad si
no perdían el tiempo. Era un milagro que los signos vitales hubieran permanecido funcio-
nando después de semejante accidente. Era imperioso que Santamarina firmara una autori-
zación para la cesárea. ¿Significaba eso que Sabrina estaba bien? Bueno, había que esperar.
¡Pero él la había oído hablar! En cuadros como ése, muy raramente. ¿Qué estaba diciendo
el médico? Que no se engañara. Pero Sabrina iba a volver; tenía que volver. No. No era así:
con suerte, podrían salvar al bebé; si se apuraban, claro... Estaba todo mal. No era así có-
—Su esposa está muy delicada —dijo el médico—. Hacemos todo lo posible...
Santamarina se sintió avergonzado por ser tan débil. En su lugar, Sabrina habría sabi-
do qué hacer exactamente. Ese medicucho. ¿Qué estaba diciéndole? ¿Por qué no le habían
su mano perfumada con agua de colonia. Señaló a una mujer que había estado todo el
tiempo en el pasillo.
—¿Quién es ella?
El murmullo doble de las voces del médico y de Mabel, que pegó un solo, agudo
suspiro, y enseguida calló, le vino desde un sitio muy lejano, desconcertándolo. Después, la
diente de izquierda llamado PRT, escribió Hans, por Santamarina. Nada que ver con los
concreto, por defender a los más pobres... Otro grupo de izquierda eran los montoneros,
jóvenes peronistas disconformes con la manera de hacer las cosas que tenían Isabel y Ló-
pez Rega. Los montoneros eran los montos y surgieron antes de que Isabel fuera nombrada
presidente debido al fallecimiento de su marido, Perón. Perón. Bueno, Perón fue un tipo
muy contradictorio, como todos los héroes de la historia argentina. Su primera esposa, E-
vita, que después murió de cáncer, también se mandó sus grandes cagadas, tiránica como
era. Reivindicaciones para los pobres: condiciones mejores de trabajo, aguinaldo, cosas así,
pura demagogia. La autoridad le venía a Perón de sus orígenes: típico hijo natural, como
era, desde chico fue un resentido. El colegio militar le dio las herramientas para hacerse
valer, para vengarse del mundo. De puro cabrón persiguió a cuánto gil no estuviera de a-
cuerdo con él, peronistas incluidos, y eso fue meterlos presos, cagarlos a golpes, a veces
en fin. En 1955 un grupo de ex compañeros suyos, tal vez envidiosos de su arrastre popu-
lar, dieron un golpe que llamaron, mirá lo que son las cosas, hijita, escribió Hans, por
Santamarina, revolución libertadora. Libertadora sobre todo para ellos, claro, que se sintie-
ron mejor después de que el tirano fuera echado de la Casa de Gobierno. Después de ha-
ber sido derrocado Perón se exilió durante un montón de años. Vivía en España, de donde
no podía volver por expresa prohibición de sus ex camaradas, quienes iban gobernando el
país, peleando entre ellos año tras año, hasta que se dieron cuenta de que llevar adelante un
país no era tan fácil o quizás fueron presionados desde afuera, eso yo no lo sé. Lo cierto es
que llamaron a nuevas elecciones. El peronismo fue proscripto y Perón mandó órdenes
desde su exilio para que todos los peronistas se abstuvieran de votar. Ellos lo hicieron, res-
petuosos, y así subió al gobierno un civil radical, que mucho no pudo hacer, pobre, escri-
bió Hans, por Santamarina, porque el poder lo sacó de los fondillos con el pleno convenci-
miento de que sus intereses, en verdad, serían mejor cuidados por guerreros que por
ovejas, obvio. Ahora, claro, hijita, en una de ésas te preguntás qué opinaba la gente, ¿no?
¿Protestaba? ¿Le daba todo lo mismo? Yo me pregunto lo mismo. Y llego a esta conclu-
sión: los problemas familiares siempre preocupan más que los problemas del país. Y quizás
esté bien que ocurra así. La Patria es una abstracción, escribió Hans, por Santamarina, un
invento pergeñado por los escritores. La Historia es una ciencia abstracta, alejada de la vida
cotidiana, y está bien que sea así. Hay que construir la historia de este país de nuevo, como
hicieron Mitre, Roca, nuestros hombres... Hagamos los próceres de nuevo, hijita. Yo los
escribiré para vos. Los subversivos creyeron poder transformar la mentalidad de los argen-
tinos para hacerlos participar en un gran movimiento solidario, armas mediante, capaz de
hacerles sentir las decisiones de los jerarcas como algo propio. ¿Eran guerreros o loquitos?
No sé. Quizás ambas cosas. Aunque yo diría que eran sobre todo unos péndex ansiosos de
adquirir las reliquias de sus enemigos: el cetro, el sillón, la autoridad, las fotos. Las
imágenes son cruciales. Por eso cuidaron hasta último momento la iconografía de sus
padres. Las de la madre Evita en principio, que las quería atesorar el brujo y se les
terminaron yendo de las manos. Como a mí se me fueron de las manos, hijita, las que uno
que no conocés, y que espero nunca conozcas, hizo de tu madre cuando agonizaba tirada
en la banquina, pero esa es una historia que no te conviene ni saber. Por tu salud mental lo
estuvo la acción de apoyar sus argumentos con el estilo que querían destruir. Ojo por ojo,
¿no es cierto? Algo habrás visto en el colegio cuando te lleguen estas cartas. La Ley de
Talión. Y que al hacerlo cometieron su peor error, escribió Hans, por Santamarina, su e-
rror más temible. Se convirtieron en un Soviet. Porque aunque Perón era el líder, y había
vuelto recién del exilio para presentarse a elecciones, que, achacoso y todo, ganó sin más
ni más, la gran sorpresa fue descubrir que el viejo había vuelto para cagarlos. Antes de mo-
rirse tuvo tiempo todavía de llamar imberbes a quienes lo silbaban (y eso que las barbas,
desde el Che, se habían convertido en símbolo de status juvenil) criticándolo por sus
incongruencias y ambigüedades. Entonces los echó, nos echó, los echó, viste, vieron, decí-
an, decíamos, en la Plaza de Mayo, los que éramos jóvenes como él, como yo, tu papá,
escribió Hans, por Santamarina, todos nosotros, en el 73. Y yo pienso ahora (ahora con
respecto a antes, claro), sin saber muchos detalles íntimos de la cosa, que algo de razón te-
níamos en sentirnos molestos. Pensá, hijita, que durante todos los años del exilio los mon-
tos eran (tachado) fuimos (tachado) fueron (tachado) creyeron ser los adalides del peronis-
mo, los que le sostuvieron la vela al líder hasta que regresara. Y que después viniese y les
diera vuelta la cara, como hizo, les rompió francamente las pelotas. De ahí a la lucha arma-
da, quedó un solo paso, escribió Hans, por Santamarina. Y a que los militares derrocaran a
obligación moral de exterminar a cuánto subversivo cayera en sus manos, con el alto
acaso porque recuperar ese nombre, intuye, puede obturar en algo la sensación de vacío
que, entre brumas, le ha dejado la voz del médico, en esta horrible sala de terapia intensiva
vegetativo. En verdad, no es que esté exactamente en coma, Sabrina, pero nadie da dos pe-
sos por su recuperación. Las contracciones se aceleraron y es muy probable que la lleven a
la sala de partos para extraer algo de ella, y que gracias a la cesárea que autorizó Mabel al
menos eso, eso que lleva en el vientre, la bebé Marina, sobreviva. ¿Y Santa? No puede ha-
cer nada por él, Sabrina. Le gustaría sentarse sorpresivamente en la cama y acunarlo. Tam-
poco por la beba puede hacer mucho en realidad. Apenas transmitirle un poquito más de
vida intrauterina. Milagros de la naturaleza, dirán mañana los médicos que la atienden aho-
ra. La supervivencia de la especie. Qué maravilla, pobre chica. Así que intenta una vez más
instantáneamente al lado suyo cuando chocaron. Aurora. La hermana del muchacho se lla-
maba Aurora. Qué nombre mersa, pensó Sabrina. Padres anarquistas, seguro. Argentinos
que él era una especie de rufián melancólico. A ver si pretendía seducirla. Por eso reclinó
su asiento junto a la ventanilla y puso las dos manos sobre el abdómen. Bien. ¿Qué le había
pasado a la hermana? La memoria se traba. Deben ser las drogas, piensa Sabrina. Y
fogonazo contra los ojos, que le hace recordar repentinamente los mediodías de verano en
Punta del Este, cuando se entretenía encegueciéndose con la cabeza dirigida al sol.
Entonces un punto rojo se iba poniendo naranja y luego se dividía en partes rojas y negras
como una célula que se reproduce a toda velocidad. Como no los abre, no puede hacerlo,
supone que las impresiones lumínicas son un anticipo de la muerte. Como es creyente,
confunde la realidad exterior con algo así como los famosos destellos divinos que esperan
a los seres humanos al final del túnel. No siente miedo, sólo curiosidad. Pero ahora lo re-
cuerda todo. Nunca se sintió atraída por las historias de desaparecidos, pero lo que había
sabido, el juicio a los ex comandantes por la tele, tan serios como Alfredo Alcón en el San-
to de la Espada, los cuerpos arrojados con capuchas al río, dibujados torpemente en alguna
revista, le producía rechazo profundo. En el Antón su cuerpo respondió con lo que la boca
no pudo articular: una contracción. ¿Te sentís bien?, preguntó Gálvez. Sí, sí. No es nada.Y
le agarró la mano para que sintiera la dureza de la panza, tensa como el cuero de un tam-
bor, con una familiaridad que la electrizó. ¿Fue entonces que el chico Gálvez se puso a llo-
rar? No, no puede ser. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que salieron? ¿Una hora?
¿Dos? No, el llanto tuvo que venir después, antes de que el micro volcara. ¿O acaso lloró
más de una vez? La realidad de esto que ha ocurrido hace muy poco le resulta, a Sabrina,
dadas las circunstancias, más difícil de recordar que ningún otro pasado. ¿Quién grita ahí a-
fuera? No, nadie. Pero sí. Es su mamá. Ay, Dios, cómo le gustaría estar muerta ya para no
tener que oír los lamentos de sus seres queridos. Siempre imaginó que lo peor de la muerte
debía ser la ausencia repentina que uno causa en los demás. Más de una vez fabuló una
muerte súbita en la que su espíritu brotaba, como un vapor, desde el cuerpo todavía tibio
hacia arriba (arriba con respecto al cuerpo vacío, vacío con respecto al alma) y desde allí es-
cuchaba los quejidos de las personas que rodeaban su cadáver. Pero ahora lo único que
siente es que la agonía es como una migraña pertinaz. Lo único que ella quiere es que pase
pronto. Y que la toquen lo menos posible. Los próceres debieron sentir lo mismo, se le o-
curre de pronto. La verdad, puede estar en todas partes a la vez; ser la lengua que cuenta,
la muerte que habla. La cesárea alivió un poco sus entrañas. Marina es una beba saludable.
Salieron del sanatorio varias horas más tarde, demudados. A Santamarina le pareció
reconocer la silueta enorme de Hans caminando por un pasillo interior. Tal vez había ido a
visitarlos. Pero no estaba seguro. Iba a pegarle el grito pero Mabel lo tironeó del brazo.
—Oí los trinos, mi viejo —dirá Piaget encendiendo el mini componentes en la
mugrienta casa de Floresta—. Los arabescos y las cadencias. Mirá cómo se impone lo
subjetividad, mi viejo. ¡Basta de apariencias! ¡El arte odia las apariencias del arte! ¡Dim
dada! Oí la melodía aplastada por el peso del acorde. Oí. Mirá. Se hace estática, mi viejo.
Monótona. Dos veces re, tres veces re. Una detrás de la otra. ¡Ah, los acordes! ¡Los
negro que, enmarcada en un recuadro plateado del tamaño de una ventana, representará
—No tenés mal ojo, eh —dirá Piaget sin dejar de acompañar la música con sus
trinos gangosos.
admiración por sus colegas de los Estados Unidos: seguidores modernos del arte de
difuntos, dirá, que habían conseguido encauzar sus instintos macabros en una labor útil
para la sociedad. Más que eso: la fotografía para ellos, dirá, ha sido relegada a un plano
lamentará por haber nacido en un país subdesarrollado. Sus colegas de la otra parte del
globo trabajaban para la ley. La justicia contrata sus servicios como alguna vez el ejército
había contratado los suyos. Un día Piaget vio por la televisión cómo esa gente increíble
filmaba asesinatos de toda calaña y encima daba clases prácticas a videastas novatos.
—Al principio pensé que lo que el jurado quería era ver sangre —dirá que decía, en
ensangrentados por el piso de una típica casa yanqui, y hasta un curioso recorrido visual
terminando en el refrigerador de la cocina: ahí, doblado sobre sí mismo como un feto
año había sido tomada esa imagen? Piaget no lo sabrá ni los presentadores habrán
aquellos cuerpos en la misma época que él, Piaget, hacía sus planos para la dictadura.
solo… Vení, sentate, mirá —dirá y apretará el brazo de Santamarina para que se sentase
en un sillón con acolchado de anclas y barcos frente al televisor. Sin bajar el volumen de
obligado a mirar, atónito, las torpes, malogradas escenas con que aquellos principiantes
habían quedado muy impresionados por los efectos logrados por las máquinas de mirar
por ellos. Y la condena a los asesinos, caída sobre ellos con molicie, había sido empero
porque sus fotos habían siempre producido sueño a quien las mirara por mucho tiempo.
o el muerto así expuesto era casi siempre repugnancia, él lo sabía bien. Con tal de sacarse
castigando, venciendo el dolor interno de ver esas escenas con un golpe ejemplar.
De pronto, sin que medie ningún otro indicio de la maldad, Piaget recordará
extraordinariamente difícil prestar atención a los gritos de Piaget, que habrá ido
levantado la voz, los carrillos de la cara rojos, inflados, y al mismo tiempo a la música y
las imágenes en el televisor. El estará ahí sólo para que le cuente algo acerca de cómo
tomó esas fotos de Sabrina. No entenderá realmente porqué habrá ido y se repetirá que
esa fue su motivación. A diferencia del Capitán, Feced había sido sistemático y correcto
con Piaget. Y no solo porque sus apellidos, igual de cortitos, igual de sonoros, como
latigazos verbales los dos, casi mellizos en un contexto musical, remitieran a las mismas
bajas pulsiones humanas. Feced llevaba registradas todas sus acciones en gruesas carpetas
fotográficas que Piaget, virtuoso como era, solía proveer con copias de tamaño
interesante. Feced utilizaba esas carpetas como registro de lo actuado para la posteridad y
de vez en cuando las sacaba a relucir para hacer más breve la angustia de los familiares de
los terroristas que iban a consultarlo en busca de hijos, maridos o hermanos. Feced había
mujer contó que él le había mostrado unos álbumes con fotos de gente malograda y
todos opinaron que la intención del militar había sido cínica, por no decir monstruosa,
que muchos lo dijeron. Piaget bien sabrá cuánto apreciaba aquel hombre su trabajo.
Conocería del orgullo de haber sido un guerrero de la patria. De su pasión por las cosas
prolijas. Alguna vez habían conversado sobre el punto: Feced creía, como él, Piaget, que
la imagen de los cuerpos torturados tenía que ser guardada para toda la eternidad como
escarmiento futuro que sirviera de parate pedagógico, buen ejemplo, para que a nadie se
llegarían en el futuro, muchos otros, y las imágenes que vería Santamarina en la televisión
públicas. Ya habría de llegar el momento. Esto era, dirá Piaget, lo que conversábamos
con Feced, y a veces con el Capitán, y con algunos otros hombres del arma, como Acdel
Vilas, en Tucumán, tiempos dichosos en que la sociedad reivindicaba esas acciones. Pero
para que eso ocurriera las fotos tenían que ser muy buenas.
sin volver a sentir conmiseración por el artista que no habría llegado a ser, Piaget
guardará un largo silencio, dejará el televisor chirriando con la pantalla lluviosa y le hará
una seña a Santamarina para que lo siga. Subirán entonces una empinada escalera
metálica que irá hacia la azotea. El cielo estará claro y la luna, que habrá estado llena, aún
Habrá una piecita cerrada con un candado. Piaget buscará la llave del candado y
abrirá. El cuarto será muy angosto, de modo que su corpachón casi no encontrará
espacio para girar sobre sí mismo. Pero así como será de angosto se extenderá a lo largo
de tres o cuatro metros hacia adentro, y por lo menos otros tres o cuatro hacia arriba. En
ambas paredes, insertas entre los ladrillos aún sin revocar, las arañas habrán hecho sus
nidos. Un colchón (en rigor, los restos de un colchón minúsculo) estará doblado por el
medio contra la pared del fondo a la manera de un sillón turco. Arriba, en desorden,
papeles y diarios viejos. El archivo ocupará una suerte de entrepiso que a primera vista
pasará inadvertido. Algún maniático ocupante de esa casa lo había hecho alguna vez
estirar el brazo hacia arriba para palpar la primera de las cajas. Las habrá blancas, de
telgopor, y marrones, de cartón. Más atrás, cuadernos y carpetas, pero esto ya saldrá de
su campo visual. Pese a la luz de la luna, ahí arriba todo estará oscuro. Húmedo no: por
fuera del cuartito, por fuera y por arriba, Piaget se habrá ocupado personalmente de
pasar manos y manos de tapa goteras; una sustancia gomosa que parecerá alquitrán pero
de color rojo.
Verá primero a una mujer rubia, de pelo tirante hacia atrás, que debió haber sido
hermosa, aunque narigona, mirando hacia arriba, si acaso sus ojos cerrados pudiesen mirar
algo, como un infinito reflejado. Verla sin aros ni maquillaje ni nada ni joyas excepto la
palidez fantasmal de todo cadáver hará que Santamarina, al primer golpe de vista no la
esos velos o tules que antes, por respeto, se colocaban cubriendo las caras de los muertos.
—No fue fácil ésta —dirá Piaget a su espalda, sudoroso y cercano. —Tuve que
foto habrá sido tomada desde afuera, en algún lugar de la ciudad, desde el pasillo, cuando
la cuadrada caja colgante se detuvo entre piso y piso para cargar el solemne paquete
—¿No la habían velado en un local de la CGT... —dirá Santamarina sin saber por
qué utilizaba un eufemismo en vez de referirse lisa y llanamente a los métodos egipcios,
acaso orientales, que él conocía muy bien por su nombre de pila, aunque sin entusiasmo de
voyeur.
—Inventos de los periodistas —dijo Piaget—. O vos te pensás que iban a hacer
ejemplo. ¿Qué había sido de ellas? Volverá a mirar la foto. Repentinamente sereno
observará algunos detalles de aquel rostro que había generado polémicas inolvidables. La
delgada pero oscura, las bolsas bajo los ojos. Los pómulos. ¿Cuál era la verdad de esa
imagen? La crasa muerte. Pero qué más. La indecencia de su permisividad. Eso, pensará
Santamarina, la foto es indecente no por lo que muestra sino por estar ahí. No es Piaget el
morboso, es lo que sus fotos representan, se dirá. Se detendrá. Su mente habrá empezado a
funcionar como un reloj. Sentirá frío. Como si una mano violeta hubiera emasculado su
conciencia. Entonces lamentará, eufóricamente lamentará, que Piaget hubiese tenido poco
Piaget recitará:
—"Con sangre o sin sangre la raza de los oligarcas explotadores del hombre morirá
en este siglo".
Se sobresaltará.
doler.
—Las fotos.
—Ah, muy bien. Sos detective, eh. Te las doy con una condición.
—¿Cuál?
Por suerte con Belula estaba también Rosarito. De la redacción sólo ella había ido al
velatorio de Sabrina. Sólo ella y la pequeña familia de Sabrina y Santamarina: Mabel, unos
primos lejanos. A Santamarina le gustó verla. La abrazó y se sintió resguardado bajo sus
kilos de carne. Pero más le gustó verla a Rosarito, que no había tenido tiempo de cambiarse
y volvía a estar a su vista con el uniforme del colegio. La beba lloraba y Santamarina le
pidió a Mabel que se la llevase. Y a los primos, que la acercaran en un taxi. Iba a estar bien
él, a solas con su esposa. Y además se quedaban Belula y la sobrina, tan amorosas las dos.
La sala de velatorio era espaciosa. Santamarina no entendía qué clase de cariño repentino
adolescente.
Tenía una cascarita en la rodilla izquierda, un puntito, y por encima y hacia arriba, en
el borde apenas de la pollera del colegio, una mancha como de aceite; y luego la mochila
castamente cubriendo los empeines, la mochila cuyas letras impresas ella además iba
tapando con su mano derecha, de uñas comidas; ella que con la otra mano, contra la pollera
la otra mano, con una cadenita y unas pulseras, como de lana o de tela, sostenía una carpeta
grande que les separaba los pies. Y luego la cara con el flequillito, el pelo entero en realidad
que viene sostenido desde arriba y atrás, desde la nuca, por una que supongo es hebillita o
elástico, formando una colita, claro, o mejor dos, que caería apenas rozando sobre la parte
alta de la espalda, sobre la camisita apretada cuyas arrugas se fruncen bajando por ella hasta
la cintura deliciosamente angosta, y desaparecen entrando bajo la otra tela, la tela que tiene
su tono gris pero nada parejo, porque en realidad es un dibujo, un tartán en realidad, un
escocés, gris oscuro y gris clarito, en bandas horizontales y verticales, y plegado, y cortito,
muy cortito, tanto que deja ver el nacimiento del glúteo y el muslo completo, dorado,
firme, y la rodilla perfecta, y el resto de la pierna con sus medias, claro, blancas, tres
cuartos, apuntando hacia el techo (porque ella estará recostada boca abajo sobre una mesa
con sus mediecitas y su pollerita y su camisita y su colita; y estará sobre ella, con su colita y
–con las plantas sucias las mediecitas- mirando a cámara). Ay. (Mirando a cámara, muy
profesional, con el pelo hábilmente desplazado hacia el costado derecho, dejando ver el
borde de la oreja carnosa asomando hacia atrás, entre el mechón de adelante y la colita;
mirando a cámara con los ojos como dos almendras gordas, negras, y los párpados
pintados de un azul celestón). Pero no. No. Nada que ver. No. No. No. Paremos. No.
Volvamos. Recato, pato. Que nos pueden estar mirando. Entonces taparnos con la
Y los ojos delineados con rimel, y apenas un poco de color en las mejillas; y la boca
de corazón el gusto de ver por primera vez la verdad de esa metáfora, cliché divino, tan
apropiado para la forma de esos labios pintados con rouge, a pesar de que no es el lugar
extraño con intenciones perversas, ocultas, a pretender algo más como ese que
mencionaban ayer en la radio: porque cuál es el momento en que la fantasía común ¿no es
cierto?, la fantasía normal que tenemos todos; en qué momento una persona, un
degenerado ¿no es cierto?, da un paso más, ese paso que le hace pasar la barrera de la
fantasía, la fantasía común ¿no es cierto?, que tenemos todos verdaderamente chiquitos, los
labios, verdaderamente de nena; y la camisa con el monograma al agua que tiene la corona y
la cruz, abierta hasta el tercer botón, dejando ver abajo el borde de un corpiño blanco.
Y ahora comiéndose la uña del pulgar, la muy turrita, para que a mí se me ponga dura
la pija, no, para meterse el dedo así en la boca nomás, y volver a bajar la manito, ay, otra
vez, con la mirada perdida hacia delante, ese pulgar que podría ser mi glande; el lunar en la
mejilla, siempre un lunar, la luna de su cara. Podría ser comiendo una paleta. Ahí está. Sí.
Comiendo una paleta redonda, con dibujos de caramelo amarillo, rojo y verde (más grande
el amarillo). Comiéndola pero dejando ver el labio de arriba. Es decir la boca entreabierta,
claro. Insinuando apenas las paletas de adelante. Lindos dientes. La mamá la retaría: te va a
sacar caries tanto dulce. Me nefrega, la mamá. Ahora está la nena sola con papito.
Comiendo la paleta. Así. Qué linda fotito. Muy bien. Ahora la lengüita. Así. Pero qué bien.
Y un oso de peluche yo diría, también. Un osito blanco. Abrazado contra el pecho de ella,
que no lo vemos bien. No hay foto perfecta. Ya veremos cómo. Le duele el cuello se ve,
porque se lo acaricia con la punta de los dedos, el índice y el medio, meta tocarse distraída,
como distraídamente la deja suelta a la mano y se da cuenta de que le estoy mirando la piel
del pecho porque ahora se cierra un poquito la camisa, y ahora sube la carpeta grande del
piso y la pone en la falda y mira para adelante. Y ella ahora mordiéndose el labio, y no
puedo dejar de mirarle la boquita es muy linda, ya, cómo salgo de esta fantasía que ayer
decían en la radio todos tenemos, hasta ciertos límites y ahora veo que en los pies tiene
chatitas y que en la remerita bajo la camisa hay unas lentejuelas, y que los pies los tiene
hacia delante, y que se parece mucho a Sabrina cuando la conocí. Ah, Sabrinita. ¿Qué voy a
Verla caminando. Si total, no tengo nada que hacer. Seguirla hasta el palo de la parada
del colectivo. No me importe la gente que espera para subir sino su forma. La forma del
palo. Y ni siquiera la totalidad del cilindro de madera que sostiene la chapa clavada a éste
sino la del número de línea, que sobresale transversalmente. Por encima del palo se cruzan
las ramas más bajas de un plátano incipiente. Las avispas hicieron un nido un poco más
arriba. La sombra del nido cae sobre la chapita con el número. Mejor en el colectivo, los
dos solos. Pero ella se levanta primero. Justo. Entonces me doy cuenta de lo bien que le
queda la pollerita que en realidad es gris, tableada, de lo muy bien que le queda,
deliciosamente bien, aunque casi le llega a las rodillas. Rosarito es una chica bien formada.
Muevo las piernas hacia la derecha para dejarla pasar, y al hacerlo trato de no mirar su
el molde. Despacito, despacito, con esfuerzo devuelvo la vista hacia la calle cuando algo me
debería seguir usando anillo para que las mujeres no lo encaren. Aunque a mí, ¿quién me va
a encarar? No importa. Sólo que ya está visto, el panorama viene desalentador. Las mujeres
han muerto para mí. Por suerte mido lo que mido. Un hombre de 1,80 siempre es un
ganador. Lástima los huesos. ¿Será la osteoporosis ya? Y a quién le importa. El ruedo. El
doy cuenta de que no le llegaba el borde de la pollerita casi a la rodilla sino apenas a la
mitad del muslo sedoso, que también tiene un lunar; y que los pliegues de la tela gris
forman unos triángulos cuya base delimita el muslo y cuyo vértice, incisivo, llega hasta el
límite mismo de los faldones de la camisa que Rosarito usa suelta y volada, la camisa cuyas
sorpresivamente largos y finos, que también tiene un anillo, como la mía, pero tan ancho y
complicado que evidentemente no se lo dio nadie importante sino que se lo compró ella
sola. Y entonces se ríe la nena, se ríe porque la pollerita quedó enganchada por la parte de
nada. Pará”. “¡Así la va a romper, espere!”. “Tenés razón… Y cómo hacemos”. “A ver,
párese Usted también”. ¿Cómo le explico que no puedo? Que sea lo que Dios mande. ¿Se me notará
mucho? ¡La agendita! No, muy chiquita… Ya sé…“A ver, dame que te tengo la carpeta…”.
“¡¡¡Ah, buenísismo!!! Jijiji”. “Ahora así, eso, pará que saco la mano despacito…”. “¡Perfecto,
señor!”. “Sí, parece que ya se suelta…”. “¿Usted es médico?”. “No. Bueno. Algo así.
¿Por?”. “No, nada. Por el pulso que tiene…”. “Ah…”. Y entonces, yo: “Mejor bajemos
que el colectivo arranca”. Buenos reflejos. Apenas un segundo de duda porque ya estoy
yendo adelante con su carpeta bajo el brazo en el pasillo. “Dale, vení”. Y ella, roja la
carucha como un tomate, siguiéndome, agarrándose de los caños con las dos manos, la
mochilita a la espalda. Sin mirar a nadie. Ni al chofer que levanta apenas los ojos y nos
observa por el espejo. Ni a la señora buena madre de familia, seguro, que tal vez nos
supone parientes o algo por el estilo. Y entonces bajándole yo, desde abajo, la carpeta, qué
placer verla venir, descendiendo como sólo un ángel, hacia mí, de frente ahora con la
corbata saliéndose que no sé cómo antes no se la había notado, larguísima y con el nudo
movimiento hacia atrás, el de su espalda para que el cuerpo baje, arqueada su espalda antes
de arrojar su cuerpo prácticamente a mis brazos con el busto no digamos, no digamos que
las tetitas estallando pero sí vibrantes y hacia mí, el médico casado que ahora se frena y se
refrena, para no caer líbrenos Dios en la tentación de atraparla por la cintura cuando
trastabilla, sin que la hebilla le tiemble ni le mueva la colita del pelo, que al final resulta que
era una sola, por culpa del colectivo que acaba otra vez, no como yo, de ponerse en
movimiento. Y es en el éxtasis de ese momento cuando, como una comunión, ella que no
tiene apoyado su pie derecho con la chatita ni en la calle ni el escalón del colectivo, ella que
si hubiera tenido una camarita y nos hubiera podido retratar, yo a nosotros mismos, de
costado y listos para el beso prohibido. Un momento de magia en que ni soy quien soy ni
ella quien es, prueba de que en estas cosas, en definitiva, verdaderamente no somos nada. Y
no digo amor, pero casi. Y no digo amor porque ella nunca me miró realmente, como si
nunca hubiera tenido ojos sino almendras, sólo almendras negras que ya no traslucen ni
picardía ni nada, porque ya se ha dicho: nada somos, y sin embargo todavía evocan, en
quien las sepa registrar, aquel hálito de vida de esa mañana cuando fue a despedirla a la
Terminal, y no ella descendiendo y yo bajando, como una leve adolescente y un chivo viejo,
del colectivo.
Ella recostando boca abajo su cuerpo en la mesa ratona de la casa de velatorios, ella
arrodillada en el piso; ella sin Belula que podría estar mirándonos; ella olvidada de Sabrina
ahí, en la sala de al lado; ella con pollerita kilt ahora, casi toda roja con cuadraditos verdes y
obligándola a meter la panza, como metida y ajustada está la camisa ahora en la pollera, que
se tensa justo donde están las tetas, algo separadas se adivina por la posición, por el peso de
la gravedad. Y todo en ella está en tensión ahora, los brazos estirados que yo le voy a ir
estirando más todavía, guacha, calentando así a un pobre tipo con su esposa muerta al lado,
perra, hasta tenerla prácticamente acostada sobre la mesita ratona, con las mangas de la
camisa dobladas en los codos, y la corbata suelta del todo colgando de su cuello tenso, con
el mentón así para arriba y la boca abierta pero los dientes apretados, lista para recibir la
que se le viene por atrás, ah, ya vas a ver, pendeja del orto. No era justo sentir esa clase de
cosas. Pero las sentía. Entonces buscó taparse, ocultar lo inevitable, lo inadecuado. Se
inconfesable. Pero no mucho. Tal vez si se levantaba y caminaba por la salita. Pero también
un gesto brusco podía delatarlo. Mirar hacia la puerta de la sala mortuoria, mejor.
Concentrarse. Eso. Pero los ojos delineados y las pestañas con rimel, y el color del pelo
negro, y las trenzas, las trenzas también colgando, como la corbata suelta, formando las
trenzas dos líneas perfectas, paralelas, cayendo en la punta de la mesita ratona donde ya la
camisa le estoy abriendo, uno, dos, tres, cuatro botones, metiendo mano en sus lindas tetas,
posición entonces, tomando un segundo aire, verla un instante un poco con distancia, la
mínima necesaria, dejándola respirar para ver qué hacer, que por supuesto no hará nada,
Rosarito, sólo esperar a que termine lo que empecé, excitada para mí y curiosamente altiva,
deseosa, con la pollerita apretándole la barriga pobrecita, y los paños cuadriculados, rojos y
verdes y negros los pliegues, completamente alzada, la pollerita, y las rodillas contra el piso
poniéndose rojas también, por la postura, y los músculos tensos y las medias que
milagrosamente siguen firmes, blancas, hasta apenas un poco más arriba de los tobillos
—Si, es lo mejor.
—Sí, bueno. Llamame cualquier cosita que precises. Y tomate unos días.
—Pero Santa…
—Chau entonces.
—Chau, chau.
Santamarina se dio cuenta de que las cosas no iban a salir cómo él las tenía prefijadas.
—¿Qué?
—Estás muy nervioso —dijo ella y se puso en puntas de pie para sacarle una pelusa
imaginaria.
pensó que hubiera sido bueno haberse llevado un abrigo para pasar la noche. Tenía puesto
un saco negro de lino y una camisa del mismo color. Mientras Rosarito estaba volviendo a
apoyar los zapatos del colegio en el piso él le apoyó las manos en la cintura para ayudarla a
no perder el equilibrio; ella tocó el suelo con los talones y pegó un brinco inusitado. Quedó
colgada del cuello de Santamarina con las piernas rodeándolo por la cintura; él la sostuvo
de las nalgas por debajo de la pollera tableada; caminó unos pasos por la sala desierta
su cara a la de ella dobló el cuello hacia atrás y clavó la vista en el techo, pero sentía su
cuerda dando vueltas sin rumbo pero lentamente ella lo fue guiando, con unos leves
apretones de los muslos, hacia la puerta de la sala mortuoria. Entraron con él de espaldas y
ella aprovechando para cerrar la puerta con un empujoncito del pie, y a los dos pasos las
—No quiero que te hundas —dijo entonces ella y le sostuvo la cara con las manos
El diálogo era ridículo pero más ridículos eran los movimientos que Santamarina
hacía para desprenderse de la niña, y el esfuerzo con que procuraba que nadie los
escuchase; si doblaba la cabeza podía ver la serena cara de Sabrina y los reflejos
evanescentes que unas bombitas de 40 wats hacían sobre ella. La tensión eléctrica parecía
fallar o tal vez era que a esa hora de la noche estaban por quemarse. Pero salvo por la
situación en sí, totalmente increíble, lo cierto era que se estaba mejor en la sala de la muerta
que en el cuarto principal. En principio, hacía calor. O tal vez era que su temperatura
corporal cambiaba debido a la agitación del enfrentamiento físico, suerte de curiosa menage a
trois en la que la esposa engañada llevaba la peor parte, imposibilitada como estaba de
defender su buen nombre y honor. Al cabo de un rato Santamarina se encontró apoyando
con buen tino la cadera en el cajón y, desde esa postura, casi sentado a los pies de la difunta
y con el borde de cedro clavándosele en los glúteos, se concentró en colocar primero sus
una serpiente a un árbol, y a ir separando después las piernas hasta formar una extraña
figura circense que le permitió eludir, cada vez más suavemente, los intentos que Rosarito
Y entonces, por fin, ay, mi amor, no, no es nada, no pares, pará, no pares, así la vas a
romper, pará, no, más fuerte, así, fuerte, dale, cómo hacemos a ver, levantá un poquito las
piernas, así, cómo le explico que no puedo, ¿le dolerá mucho?, ahhh, mmmgjhmg, ahora,
así, eso, eso, eso, eso, pará, la mano, así, despacito, no, más fuerte, fuerte, qué puta sos,
mmmmghsím, mmmmh, sí, qué bien se siente, ¿ya?, no, pará, pará, esperate, qué pasa,
aguantá, eso, quietos los dos. La pollerita. Concentrarse en la pollerita. La tela. Eso. El
dibujo. El rojo de fondo, sí claro. Pero también las líneas: azul marino, celeste profundo.
No, profundo no. La trama de lo azul marino entrando y saliendo. No, entrando y saliendo
no. ¿Cómo es? ¿Primero un color de tela y después todas las combinaciones? La
combinación primero. Uno con otro y con otro y con otro. Del lado de adentro mejor, si lo
tenés definido. Pero es igual. Entonces otro color. Otra combinación. Azules y blancos y
ahora lo rojo como líneas nomás. Otro colegio. Eso. Por ahí puede ir la cosa. No mires. No
sientas. Así. Buenos reflejos. Pero entonces ella: ¿y?, dale, vení, ¿qué pasa? Ella, roja la
mesita con las dos manos, mi peso en su espalda. Y entonces dándole de vuelta yo, desde
atrás, dándole, qué placer sentirla venirse, completamente abierto el agujero del culo, sí, a
esa altura sí, todo apretadito y sorprendentemente hondo y paciente, no pensé que podía
ser así, Sabrina nunca, entrando y saliendo, el paisaje de su espalda, las manos en las
caderas, descendiendo en ella, bien adentro, moviéndola, como sólo a un ángel, para mí, un
ángel con mano de ángel agarrando la mía ahora, la derecha, levantando un poco más el
culo ahora, y haciendo que mi mano se le meta por el frente, por abajo y el frente, más, así,
más adentro, metelo, así, más adentro, está tan mojada Rosarito ahí adentro, y lo que los
miembro, que por detrás la empuja, le entra, nunca sentí una cosa así, lo duro de mi dedo
tocándome lo duro a secas entre lo blandito de ella, lo blando entre lo duro, lo más blando
y lo más duro entrando como le entra la corbata ahora por adentro de la camisa, como le
entra mi otra mano entre las tetas y Rosarito, ay, me gusta, me gusta, más, qué lindo, qué
duro, qué rico, qué puro, qué rojo, y los flequitos saliéndose que no sé cómo antes no los
había notado, larguísimos y con las puntas sueltas, sueltísimas, sueltísimas y llegando
mucho más allá del centímetro permitido por la prolijidad de los costureros, más allá y sin
ninguna vergüenza, sin que nadie venga a decirnos cómo tenemos que hacerlo porque ya
sabemos, acabamos de saberlo, cómo llegar al fondo, finalmente al fondo, a uno de ellos,
porque siempre puede haber otro más, siempre queda algo, como queda ella ahora en
tensión con todo el cuerpo levantado, en éxtasis, que hasta ganas de gritar se ve pero
correctamente no lo hace, me respeta se ve, le agradezco, no va en eso más allá del borde
de la pollerita gris. Un movimiento hacia atrás, el de su espalda para que mi cuerpo baje,
digamos, no digamos que estallando pero sí vibrante, hacia fuera, y yo que todavía
increíblemente no llegué me freno, no me queda otra que frenarme, por Dios, yo también
quería llegar pero no, será sólo la tentación de nuevo, la de buscar atraparla de nuevo,
metérsela de nuevo de esa forma, cómo pude haberme distraído, era demasiado nuevo
todo, cómo no metérsela ya de nuevo, pero no, ¿no hay otra vez?, casi estaba a punto yo,
ay, qué papelón, toda mojada la mano en el velorio de mi señora, Sabrina, y ella, Rosarito,
poniéndose otra vez la bombachita bien, que ni siquiera sé cómo se la había sacado entre
—Unas fotos, qué va a ser. Necesito un colaborador. Tengo que hacer una entrega
—¿Quién?
—Nada desagradable. Una piba divina era. De un cliente muy especial que tuve, pero
ahora no nos llevamos ya. Y además te lo voy a pagar. Tampoco soy un explotador. Pero
no te asustés que no es para tanto. Ni torturas ni nada truculento. Muerte natural fue. Ni
máquina le dieron. Se les quedó antes, no me preguntes porqué. Además es sólo llevarlas.
odio al hombre que le estará hablando de ese modo. Algo habrá en su mirada decisivo
bajará de un anaquel otra de las cajas, y de esa caja sacará un sobre rectangular y angosto
—Bueno, ahí tenés —dirá suspirando—. Vos las querías ver. Ahí las tenés.
Despegará lentamente el scotch que cerrará el sobre y deslizará una serie de fotos en
despedida de su asiento en el momento del impacto y acostada con los ojos cerrados en la
escalerilla de la cabina; Sabrina con el grueso sweter de lana azul apelotonado bajo el
mentón como arropando la cabeza casi sin rasguños; un plano corto de la frente de
Sabrina, la corona de sangre de su frente; otro un poco mayor de sus brazos colgando
cruzados por atrás de la cabeza en forma de cruz; la cara hermosa manchada de sangre
—“¿Este qué hace?”, me dijeron que gritó el chofer casi al mismo tiempo en que
pegaba el volantazo —dirá Piaget—. Al pedo. Quiso retomar la línea sobre el asfalto pero
el micro dio la vuelta y chocó contra el camión. Quedó detenido sobre la banquina, a
caminando sola, entre los lloriqueos de la gente. Mina fuerte tu mujer, te felicito. Mirá que
vi gente en la cola de la parca, eh. Pero como esta chica, ninguna. Me impresionó. Pensé
pasar por adelante del cuerpo sin vida del chofer atrapado entre el volante y el frente
destrozado del micro; verá los cuerpos desparramados del resto de los pasajeros,
moribundos. Y la verá nuevamente a ella pero de bruces en el piso; a ella en una camilla
mierda.
—También le decían loco a Colón, y mirá todo lo que le debemos. ¿Qué, no las
—No.
—Se ve que sos un buen pibe vos, me caés simpático —dijo Piaget y le puso en las
manos un sobre de papel madera tamaño oficio en cuyo frente Santamarina alcanzó a leer
Comodoro Py.
náusea, fue el pezón; alto, erguido, como un montículo en miniatura el pezón; luego la
areola, los poros abiertos por el frío, acaso, o por un efecto óptico de la fotografía. Es
y deslizado la foto en blanco y negro, grande, papel mate, hacia afuera. El colectivo iba
vacío pese a lo cual se sentó en uno de los asientos del fondo, caliente y pegajoso, ya a
esa hora de la madrugada, por el calor del motor. Tiene, tenía el pezón una línea oscura
en la base que realzaba su relieve; una línea que lo distinguía por sobre la areola, que lo
hacía de algún modo más visible, a pesar de lo nublado del resto. Piaget había sentido
ganas de besarlo, le dijo, cuando reveló la foto. Y no porque el foco hubiese estado
qué es lo que quiso sacar el fotógrafo inmundo. Ni por qué amplió la copia a ese
esa piel. Y sobre todo, ese pedazo de cara. Y el pelo. ¿Por qué, si hizo otras fotos para
él mismo, no tomó una Piaget en la que el pezón ocupase la totalidad del objetivo, o al
menos su centro de interés? ¿Por qué no una al menos en la que lo testimonial hubiese
estado exclusivamente volcado a retratar las sombras bajo mentón, los tres pliegues que
la piel concluyó formando por efecto del peso de la cabeza caída hacia atrás? ¿Por qué
no una que hubiese registrado la boca entreabierta, el terso hueco de la garganta? Algo
quizás le indicó, cuando las hizo, que debía obliterar sus deseos. Conciente siempre
había sido del rigor para con los clientes y tal vez dejó de lado sus sentimientos para
complacer al Capitán, si que había sido él quien se había encaprichado con tener un
retrato en blanco y negro de la occisa lo más nítido posible. Así pues no hubiera sido
correcto dilapidar energías creativas y mucho menos rollos en detalles que nadie le
había encargado. Además, ya había tenido un disgusto por un tema parecido, una vez,
cuando dijo que él no entregaba los negativos y el Capitán se enfureció. O daba las
fotos con todo y negativos o no habría más encargos para él. Seguramente Piaget no
había querido correr el riesgo de que aquel hombre desagradable volviese a desconfiar
último asiento del colectivo, conteniendo una arcada. Y sin embargo el Capitán jamás
había podido evitar que él sacase copias extras como aquella que ahora Santamarina
llevaba sobre las piernas, un simple pedazo de papel emulsionado. El Capitán nunca se
quedaba durante la sesión completa. Ver eso, decía, le revolvía el estómago. Sólo así se
entendía que Piaget hubiese aprovechado muchas veces para tomar imágenes
consideraba un artista. Debió deberse más lealtad a sí mismo que al Capitán. Debió
fotográfica, a veces, pudiendo más que sus pruritos. Ese habría sido el caso de la última
occisa, pensó Santamarina sin saber qué otra cosa hacer más que seguir mirándola, de
refilón, porque dejarla olvidada en el asiento hubiese sido saludable pero también una
traición para con esa chica desconocida, cuyo último retrato podía llegar a ser, se dijo,
el testimonio revelador que su familia esperaba desde hacía tantos años para saber qué
ahora había ido a sentarse en el quinto de la fila de a uno, donde después de guardar
edificios, a esa hora sin gente, por la ventanilla. Más tarde, cuando sea completamente de
día y él colectivo en que subió para volver a su casa un Santamarina olvidado por unas
horas del encargo macabro haya retomado su rutina habitual, alguien seguramente se
sentará en ese mismo asiento y sin tener la menor idea de lo que viajó en su sitio, del dilema
moral en que se encontró alguien en ese mismo sitio, contemplará inocentemente por caso
el furor del micro centro, o más exactamente quizás, el de esa zona de la ciudad conocida
como los Tribunales. Alguien, que no será Santamarina pensando en cuándo volverá a ver a
la sobrinita de Belula, atestiguará de la ciudad lo que vea del lado de la ventanilla de ese
colectivo: personas que caminarán ese día como cualquier otro; señores de sacos negros
con sus maletines, bolsos o carpetas en las manos, los hombros o los brazos; parejas
sonrientes compuestas por chicas bien formadas y muchachos de brazos sueltos, rozando
no casualmente las nalgas al paso de sus compañeras; mujeres con bolsas de nylon blancas
llenas de misterios y niños sin padres pidiendo monedas. Por cierto que el colectivo dejará
ciudad conocida como el Once. Y ahí alguien que no será Santamarina yendo a buscar a
Rosarito a la salida del colegio varios días después de que se fuera con la tía Belula del
velorio sin volver, pero no tantos como para olvidarse del gusto que su presencia le
provocó, y del lindo sexo que tuvieron, alguien que estará sentado en el quinto asiento de la
fila de a uno de ese colectivo verá a personas sentadas en los umbrales. Alguien verá
tiendas de telas de venta sólo al por mayor ofreciendo todos los colores fraccionados por
kilo, jersey y tejidos de punto; verá mercerías y casas de retazos y liquidaciones a menos del
Santamarina paseará su vista desenvuelta y tranquilamente por los carteles publicitarios y las
siluetas de los autos, por las casas de maniquíes y una que otra obra en construcción; verá
persianas metálicas negras, cerradas y también abiertas, y en una esquina, cruzando una
avenida, verá otra verde, del Poder Judicial de la Nación. Le importará que esté ese edificio
en su línea visual tanto como el de un supermercado chino, una casa de cortinas, una
panadería y un hotel alojamiento. Desde esa ventanilla, el ojo que no tiene la obligación de
VITAL, y con el impulso que le dará esa interrogación, demasiado leve o vana como para
hacer hincapié en su memoria, disfrutará la brisa que entrará ahora que van a cuarenta o
más kilómetros por hora, tanto como del aroma de los plátanos y los tilos florecientes en
una plaza en refacción, y hasta de la vista de un policía midiendo el paso del tránsito. Será
un conteiner lleno de flores muertas lo que más lo acongojará pero apenas como impresión
fugaz, como fugaces verá caminar, doblando otra esquina, a tres o cuatro colegialas de
dará cuenta de que se está alejando cada vez más del centro; le gustará recibir el aire fresco
que entrará por la ventanilla al mismo tiempo en que las calles cambiarán de nombre y se
empezarán a numerar desde el cero. Otra zona entonces, veredas con apenas una señora
que pasará fumando frente a los ojos bonitos de un modelo masculino que la mirará, el
niños que dice llamarse, cómo si no, Stilo. Un tramo corto pasará el colectivo por una
avenida de doble mano, y el asfalto de pronto será como una pista de carreras. El ojo que
Santamarina no se perturbará cuando el otro transporte los pase pero sí quizás, un poco,
cuando unas cuadras después el suyo se detenga frente a la inscripción en letras minúsculas
Y prácticamente después, a unas diez o quince cuadras, otra que dirá sobre una
TRABAJO SUCIO
No buscará otra coherencia que la del azar de ese colectivo que irá andando y
deteniéndose efectivamente según sus propias coordenadas -un semáforo, una parada, una
cuneta- para ligar sus observaciones. La intriga de lo que irá a ver en esa nueva tensión lo
hará sentir curioso y con tiempo para prestar atención a los detalles laterales, tanto como
para que nosotros nos sentemos en ese quinto asiento, el mismo lugar donde habrá ido
sentado Santamarina con la foto de Piaget, aunque en sentido inverso, para llegar hasta
—Vas a ver que algo está mal con esa foto, no sé qué me pasó —había dicho
Piaget agarrando a Santamarina del brazo todavía una vez más, en un susurro pastoso,
—Pero la reputa madre. Loco de mierda —dijo Santamarina sin poder desasirse
de esa mano que era como una tenaza sobre una canilla que perdía —dejame salir de
contenido de esa forma frente a la foto clavada con chinches en la desconchada puerta
del ropero del hotel de mala muerte de Esperanza. Pudor, sí. Como cuando no había
querido acostarse con su prima, que finalmente hubiera dicho que sí, si le insistía un
del hotel, mareado por las visiones entremezcladas, el niñito de Marcia Nadina, las
estudiarla. Porque finalmente ahí había conseguido algo, él. Un punto de tensión.
¿Quién había sido esa mujer? Santamarina hubiera deseado no tener la menor
o algo así. Quizás ceramista. O tejedora. Eso, tejedora. La habían deshilachado. Pese a
lo cual, seguía siendo uno de los mejores cuerpos que Piaget había visto en su vida.
Grandes pechos, no muy alta. Si Santamarina hubiese sido un poco menos sensible
como para dejar salir la foto entera de su sobre, si lo hubiera sido como para darla
vuelta y fijarse en el dorso, habría visto que tenía un sello oficial, borroneado pero aún
visible, con forma de yerbera en cuyo centro una especie de escudo oval contenía una
llama votiva cruzada, por el centro mismo, por dos pinches o lanzas interpuestas;
milagrosamente el dibujo de ese sello había quedado inmune al paso del tiempo y así
Santamarina hubiera podido ver, de haberle prestado atención, que no lo hizo, una
ristra de hojas de honor y luego, haciendo una suerte de semicírculo o arco, el nombre
de la repartición responsable:
Después había una firma indescifrable y un agregado a mano, algo así como
UNIDAD REGIONAL N
la occisa en el escritorio con vidrio negro, antiguo, que se había convertido en virtual
mesa de trabajo en uno de los despachos de uno de los subsuelos del edificio de la
Gendarmería. La habían cargado ese soldado y otro en su bolsa negra, pero Piaget les
pidió que la quitasen de ahí. No se podía fotografiar a través del nylon. Ya bastante
incomodidad era trabajar sobre una superficie así como para tener que hacer toda la
quedaba corto.
—A ver, acercate éste. Así. Eso. Si ponen el otro lado va a quedar más lugar.
—Si, sí. Quédeselo si quiere. El Comandante dijo que se quede con todo lo que
quiera.
estilo. Cómo le habían permitido a la chica permanecer con su tapado tanto tiempo fue
una más de las rarezas que Piaget prefirió no preguntar. Tal vez el Comandante, que
solía ejercer lo que él consideraba galanterías con las presas que le gustaban, se la había
estado trabajando un poco antes de pasarla. Sin ropa abajo pero con la falsa piel, tan
suavecita, arriba. Una excentricidad posible, pensó Piaget con el rincón menos
minucioso de su cerebro.
—Andá nomás. Vayan. Yo me arreglo. Me parece que nos vamos a entender bien
mientras con la punta de los dedos alternos, con las yemas más bien, se rodea la base del
tronquito como si fuera una perilla; doblar un poco a gusto los dedos hacia arriba para que
ahora sí las puntas, y suavemente las uñas, por caso, si no están muy largas mejor, rasquen
la piel en movimientos verticales, como las teclas que va a apretando el pianista experto, y
con el pulgar, que se enfrenta a todos los demás como es su costumbre y su habilidad, que
tan bien nos ha diferenciado del resto de seres animales del globo, efectuar un movimiento
horizontal. Suspender y contener todo el aparato ahora dentro de la mano entera haciendo
descansar la bolsa en los cuatro dedos alternos, el pene bien apretado entre ella y la palma,
no más extenso todavía que el famoso pulgar, y juguetear con éste en la pelambre aledaña,
siempre con la uñita y haciendo un movimiento continuo que puede ir primero de derecha
a izquierda, siguiendo la mirada del propietario de la cosa, y luego alrededor del hongo
cavernoso; apoyar incluso la cabecita sobre la falange del pulgar, como si fuera la cabeza de
uno de los enanitos de Blancanieves sobre una suave pero no estática almohada de piel que
repentinamente puede sobresaltarla golpeteando, desde abajo, lo que vendría a ser el cuello
si de un enanito se tratase, pero que a los fines de la serie de fotos considerará simplemente
base, rugosa base o pielcita a secas, costurita, que en este estadio aún se amontona y resiste
rítmico que le va dando con la parte arriba del dedo la complace, es agradable, le hace
cosquillitas, la estremece, va poniendo dura, la exalta. Pero nada. No hay caricia propia que
parezca satisfacerla así. Observar entonces de pasada el retrato de ella acostada, ¿con
pollerita gris y corbata larga? No, con el muslo derecho adelantado apenas, ¿con un pilón
de hojas impresas, de panfletos disimulados?, junto a la mano derecha, muerta. Los bordes
del medio largo con un anillo pero no como el de Feced, no como el que Feced usaba en el
índice con una piedra engarzada, tan útil como Piaget había visto para cortar, para herir,
para dejar su marca. El pilón de panfletos había caído ilógicamente de la bolsa de nylon
negra, apelmazado, tal vez desde un bolsillo secreto de su tapadito. Porque era obvio que la
chica los había mantenido ocultos del lado de adentro, con un coraje increíble, ya no
industrial, sino reposando para siempre castamente contra su piel, a través del forro negro,
dando finalmente matriz, ajustándose, a nuestro triste asunto. Envolver otra vez el bulto,
ha perdido su uso para siempre, tal vez por el exceso de tejido adiposo que fue invadiendo
cada uno de sus conductos durante los primeros años de trabajo sucio, los años en que su
anatomía fue cambiando de aspecto hasta convertirse en esta masa amorfa que es ahora,
que ni siquiera doblándose sobre sí mismo puede alcanzar a vérsela ahí abajo. Pero bueno,
otros se agarraron un cáncer, se consuela. Mejor gordura que hinchazón, piensa y se ríe.
Sobre todo si la hinchazón es de las que te mandan a la tumba. Frente a la foto ampliada de
criaturas humanas muertas, las que lo acompañaron haciéndolo está vista engordar pero
además molificándose como una piedra en la uretra, así le dijo el médico, que fue
taponando los conductos del aparato genital hasta impedirle por completo abrir los
botiquín del baño y bajarlo al piso para verse la pijita inmunda reflejada en el espejo,
tiempo de sorprenderse porque lo que está viendo no tiene la potencia que había sentido,
frente a los excelentes pechos redondos y llenos de la leche que nunca iba a poder dar de
mamar porque no había sido ese el destino que le tenía adjudicado el comandante Feced;
tiempo para cerrar los ojos e intentar recordar estérilmente los detalles excitantes. Pero no
imaginación se le congela, que además cuando hizo esas tomas estaba muy nervioso y que
por eso fue perdiendo la capacidad de captar sus formas en foco, por eso sólo le queda
recordar, mirándolo, el principio de su cara, el color del pelo y la tirantez del peinado y la
colita, la colita desprolija que alguna mano caritativa le había hecho Piaget no sabía si antes
o después de que la ejecutaran. Nada más que lo oscuro de los ojos suyos pero no de ellos
en sí mismos, que seguían abiertos porque estaba visto que la piedad de quien la peinó no
había dado para tanto, sino la impresión general, difusa, de una mancha que no tiene
sintiendo lo laxo que seguía indefectiblemente su asunto entre las manos, sopesándolo en el
sacudiéndolo pero con la base de la derecha, línea recta que se confunde con la muñeca y
el antebrazo, Piaget empuja los pantalones y el calzoncillo apelotonados sobre los zapatos,
y apunta el pene muerto al inodoro. Un último esfuerzo: cómo estaría vestida la pequeña
cuando iba en bicicleta repartiendo los panfletos. Y entonces le viene, como un milagro, la
imagen de la pollerita gris a devolverle algo del ánimo que creía perdido para siempre:
del placer, un atisbo del recuerdo de lo maravilloso encarnado. Abrir los ojos, verse,
vergüenza infinitamente breve y enseguida decidir los pasos, el plan completo, la acción
que le dará energía durante un tiempo más, tanta como la que necesitará desde ese día hasta
el que le toque pasar junto a ella el juicio final en el tribunal de Dios. Sonreír. Apreciarse
sabiendo que al menos sigue teniendo la altura que tiene, que sus manos son grandes y
fuertes, que no hay en realidad motivo alguno para seguir por la vida gruñendo todo el
tiempo, porque no está tan mal, después de todo, ni es tan desagradable. El pibe
Santamarina lo visitará y él le dirá que le lleve la foto de la muertita más sexy al juez federal
que estará investigando la denuncia sobre la doble vida de Feced en Paraguay. Y cuando
eso pase a él, Piaget, le volverá la energía de nuevo; podrá volver a estar con una mujer o al
menos recuperará el derecho a los placeres solitarios que también a él, piensa, le
Rosarito nos sonrió y ese es un hecho que no deberemos olvidar. Y nos dirigió la
palabra y pensó que estaba bien hablarnos en el diario y después, cuando la tía la arrastró,
darnos ese beso cálido. Y el peso de su carpeta grande en nuestras manos se sentía muy
bien y ella nos dio el pésame y se le hizo un huequito en cada mejilla, y la boquita de
corazón dibujó deliciosamente nuestro nombre. No, no nuestro nombre. No hubo tiempo.
Pero el modo que nos decía “Es muy triste lo que te está pasando” nunca más lo íbamos a
olvidar. Vestidos otra vez, es perfumarnos, hacer un buche y posponer el ratoneo tanto
como para garantizar la reproducción eterna, el solaz del que acaba de enamorarse de
nuevo. Salir de casa, volver a subir al colectivo, llegar hasta la puerta del colegio y agradecer
a Dios la suerte de que el lugar de estudio de Rosarito haya estado a tan pocos pasos del
palo indicador; como falta un buen rato para que abran las puertas y las chicas salgan,
entretenernos observando previamente el palo mismo, el avispero real que nadie se animó a
tocar, mucho menos a revolver, pero nosotros sí, total el tiempo nos sobra y no somos
alérgicos a las picaduras: desde que hace unos años tuvimos el percance nos curamos, está
bien que con la cara ampollada durante casi dos meses, yendo de farmacia en farmacia para
hacernos limpiar el pus de las picaduras y poner alcohol en las ronchas. Cuero duro es
cuero duro. No tanto como querríamos ni como necesitamos pero por algo el hombre
inventó la técnica. Jugar el riesgo entonces con un palo que encontraremos en la vereda y
acercarlo primero con prudencia al nido y pasarlo lentamente entre las ramas vecinas.
Hacer caso omiso de las personas que se paren a nuestro alrededor y que mirarán morbosas
lo que este loco estará pretendiendo hacer. No llegar en ese momento aún al problema
más acuciante. Pero tampoco será que estemos haciendo algo tan malo. Alguien lo tiene
que hacer. Y de hecho tenemos que decidir si llevamos o no esa foto de mierda al juzgado.
Pero eso será después. Por ahora, unas avispitas, nena. Porque las chicas ya estarán saliendo
y se habrán acercado a ver lo que este loco estará haciendo con el palo en la mano. Verlas
sea un viejo choto y no se me pare, pensar mirándola. No. Qué ridículo. ¿Me permitís una
fotito? Sí, con tus amigas puede ser. Soy de la revista Pindonga. Estamos haciendo una nota
gráfica sobre los colegios secundarios. No: mejor una nota gráfica sobre las chicas que
egresan. Sí, porque en noviembre es como que se sueltan más, claro, y andan alegres por las
calles moviendo el culo que es un contento, con sus polleritas tableadas de acá para allá, y
se quedan besándose en los umbrales con unos novios granudos y torpes, que ni ponerla
bien saben y cuando menos te querés acordar las dejan embarazadas, pobrecitas. Y se
ilusionan imaginándose que van a ser mamás y todo eso, y que van a comprar cositas para
el bebé o la beba, seguramente beba si son varones los padres, y van a conseguir que toda la
familia se ponga y los ayude a criar a la abejita, porque si todavía ni terminaron el colegio
obviamente alguien va a tener que ayudarlos con todo el lío ese de la crianza, y la vivienda,
y todo lo demás; y se imaginarán también las niñas hechas unas mamás, por fin siendo
trabajar solas, pero con la cintura decididamente creciendo y también las tetas, como naves
insignia de las nuevas camadas, mujeres guías de sus imberbes hombres, que las amarán
entonces con todas las de la ley, y se conseguirán un trabajo también ellos, un trabajo
importante, en una oficina pública tal vez o mejor en un diario, sí, por qué no en un diario
donde tener poder para cambiar la realidad y de paso que se tienen que ganar la vida
porque la urgencia de tener que ganarse la vida les dará la actitud necesaria, y lo
quisquilloso y algo insoportable, dos viejas putas peleándose todo el tiempo, alguno que
haya escrito un libro, por qué no; una que sepa de artes y que tenga una sobrinita preciosa
que todavía siga yendo al colegio y no se muera como la mujer de uno, en un estúpido
accidente de micro con una beba en la barriga. Pero Rosarito habrá salido ya con sus
amigas, lindas perras, chiquititas, sin maridos, no digamos que tiradas panza arriba con las
barriguitas rosadas expuestas a la espera de la caricia del amo, pero sí riéndose tontamente,
nerviosas y excitadas por la inminencia del peligro, mirando lo que estaremos haciendo en
Tal vez debería haber sido menos desconfiado, Piaget, cuando el Comandante le pi-
dió los negativos. Aunque no. No necesariamente. Las atenciones a los clientes también de-
bían moderarse y su instinto de supervivencia, termómetro infalible, le aconsejó tomar salu-
dable distancia cuando los juicios empezaron a sacar, como se dice, los trapitos al sol.
¿Qué otra cosa podía hacer sino ocultarse? Aguardar a que el muy perro relajase sus mandí-
bulas era incierto. Y no porque no confiara en que algún día iban a volver los días de ofre-
cimientos importantes. Aún desde el exilio interior en que los había sepultado la democra-
cia llegaría el momento de la reivindicación de los artistas como él. Pero eso no lo iba a
dejar menos expuesto a la ira del Comandante. Y mucho menos si en los juicios seguían
avanzando las investigaciones hacia nombres como el suyo, el de Feced, que de pronto se
había corrido la voz de que no estaba muerto sino oculto, igual que él, Piaget, pero no en
una inmunda casa de Floresta sino en el país vecino, encubierto bajo el apellido de la chica
—Y a mí qué.
—Puede ser.