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FUERA DE FOCO

Nouvelle
FUERA DE FOCO

ALEJANDRO MARGULIS

Edición digital: www.elortiba.org


2007, Alejandro Margulis
Buenos Aires, Argentina
Las fotografías y gráficos pertenecen al autor
La noche en el origen de la historia dará inicio, periodísticamente hablando, con

Santamarina yendo a trabajar convencido de que Sabrina, seis años más joven que él,

morirá antes de que se cumplan veinticuatro horas; la idea del accidente será una obsesión

que habría querido olvidar pero reaparecerá, saludable, fétida y cargosa, como esas malas

visiones que perturban -supuestamente- el sueño de los peores asesinos. No habrá sido la

primera vez que le vengan a la mente cosas así. Su amor estará hecho de fantasmas y raras

certezas: al cruzar en auto sobre un puente cualquiera, algo inmanejable los transportaría

fatídicamente al vacío; mientras esperasen juntos la llegada del subterráneo, un sicótico se

les vendría encima y empujaría el cuerpo de Sabrina bajo las ruedas de acero. Dos veces

habrían de subir a un avión y dos veces habría él entrevisto la posibilidad fáctica de caer

desde más de diez mil metros sin paracaídas, más bien inmóviles, por no decir dormidos o

atados, drogados, al río.

A la semana de vivir juntos, Santamarina la había visto tan inclinada en el balcón del

departamento que temió que se suicidara; las fotos de un novio anterior flotando en el

aire, delante suyo, rumbo a la calle, disolvieron aquella presunción pero instalaron otra casi

peor, del orden de sus sentimientos inconclusos: los celos a lo por venir. Así, la tendencia

de Santamarina a considerar la desaparición de su compañera como una inminencia del

destino se había hecho habitual. Al principio, en los accidentes posibles el riesgo solamente

rozaba el hilo vital de ella: el ómnibus en que viajaban se salía del camino y caía en cámara
lenta a la laguna o el río, según las circunstancias; de a poco el agua llenaba todos los hue-

cos asfixiando a los pasajeros y Sabrina, que no sabía nadar, quedaba a merced del

heroísmo de Santamarina. Si habían tenido una buena noche real (o una buena mañana) la

fantasía de Santamarina encontraba una barra de acero bajo el asiento y golpeaba las venta-

nillas hasta hacer astillas, en alguno de los vidrios. Mientras el agua seguía entrando y los

pasajeros llorando y atropellándose, esclavizados por el pánico, él abría un hueco suficien-

temente grande para poder pasar su cuerpo, y el de Sabrina, y entonces subían airosos,

nadando, hacia la superficie. Santamarina era conciente de que, a los efectos del rescate

virtual, poca importancia tenía que Sabrina no supiese nadar: del oscuro territorio de sus

elucubraciones bien podría haber surgido la esperanza de arrastrarla hacia la vida

tomándola de la cintura, del cabello o del más frágil de sus dedos; en caso de histeria

podría hasta llegar a pegarle un cachetazo. Pero, más que en la vida real, era en esa

situación fabulada donde él, que no tenía precisamente un tórax ancho o espalda de

nadador (en verdad apenas si sabía flotar), encarnaba un Tarzán de la vida en pareja.

Expresiones como "Agárrate de mi cuello" o "Tranquilízate, te salvaré" subían a su

insegura glotis desde la boca del estómago con un vago acento portorriqueño que no

alcanzaba a desacreditar la potencia de su ensoñación.

Pero si el luctuoso, improbable asunto se producía después de una discusión, como

había ocurrido esa mañana, Santamarina era capaz de perder toda objetividad elucubrando

desenlaces desagradables mientras untaba sus tostadas con mermelada de mosqueta. El

destartalado ómnibus de línea, herido por ejemplo de muerte a causa de un automovilista

distraído, volcando como un animal de muchas patas, sin que ninguna cámara lenta diera

tiempo para buscar una salida. Santamarina movía su cuerpo como un tramoyista de circo,

de modo de quedar en posición vertical, con las ventanillas bajo los pies y Sabrina,

desencajada e intratable, no respetaba sus indicaciones. El aplastamiento de huesos, los


llantos y gritos de espanto la llevaban a expirar. El melodrama hacía carne en ella. Fenecía

en la hecatombe.

La intervención de los bomberos logrará rescatar los cuerpos del lugar desde el

interior del vehículo. El personal policial trabajará para determinar el tipo de accidente que

habrá estado en el origen del suceso: una caravana de vehículos cuyo primer conductor

habrá al parecer impactado sobre la parte lateral delantera izquierda del micro, perdiendo el

control y yendo a caer bajo las ruedas de éste, y forzándolo a volcar hacia la banquina. Si

bien hasta hace muy poco habrá habido lluvias intensas, en principio no cabría ninguna

suposición acerca del mal tiempo como causa del siniestro. Aunque atendido por personal

del servicio médico de la zona, Santamarina sobrevivirá pero estará en estado de shock.

Entre las víctimas mortales también estará un actor probablemente conocido y un familiar,

por qué no, de víctimas de la represión ocurrida durante la dictadura.

Mucho después, llegará a su escritorio en el diario un sobre de papel madera con una

notita escrita en un cuadrado de papel engomado amarillo:

ACORDATE DE COLON

La firma será un mamarracho indescifrable.

Discernirá sin embargo una letra P mayúscula, y tal vez una t.

En cualquier caso, la firma de alguien malévolo.

Aunque conocido.

La primer foto mostrará un micro de línea destruido.


ACCIDENTE EN LA RUTA 2

La segunda, un cuerpo de mujer tumbado sobre el pasto de la banquina, a metros

del ómnibus hundido en el charco.

Habrán sido tomadas ambas el mismo día, prácticamente a la misma hora.

Tres sombras desparejas, siluetas humanas, acariciarán los bordes del cuerpo,

cubierto por una frazada. La sombra mayor ocupará el sector izquierdo del encuadre; el

triángulo inferior izquierdo de la frazada quedará inserto en ella. La sombra menor será

apenas un desliz visual, vago desprendimiento de una figura que casualmente habrá estado

parada ahí. La impresión más fuerte la producirá la sombra grande del medio, la del

fotógrafo. La cabeza hendirá su presencia en el centro mismo de la frazada que cubrirá el

cuerpo; de ella nacerá una gran espalda y el resto deforme, intruso, de alguien muy gordo.

Vista con atención, en la segunda foto se notarán las manos secas sobresaliendo de

abajo de aquella frazada.

Santamarina releerá la notita.

Dará vuelta la foto del micro.

Leerá lo escrito a máquina de escribir, Remington, pegado sobre un papel:

MODERNO OMNIBUS VOLCADO

SOBRE SU COSTADO IZQUIERDO

Volverá a ponerla hacia arriba.

Querrá leerla de nuevo.

Encontrará un segundo texto a mano, directamente sobre el papel fotográfico.


MICRO DE LARGA DISTANCIA CHOCADO

Y CAÍDO EN CHARCO DE AGUA Y BARRO

Será la misma letra espantosa del exterior del sobre.

Verá una raya amarilla horizontal, signo del diagramador.

Santamarina imaginará el curso del lápiz ceroso patinando al borde de una escuadra,

la diagonal necesaria para calcular la proporción...

Le vendrán ganas de llorar, que contendrá.

Cerrará los ojos lentamente.

Los abrirá.

En los últimos asientos del micro volverá a colgar su atención; será un alivio abstraer

la conmoción que la foto provocará deslizándose, como el lápiz amarillo, en los detalles

secundarios.

Por atrás del micro, casi fuera de foco, verá a dos curiosos parados en la ruta.

Figuras diminutas.

Sweter oscuro la primera, las manos en los bolsillos, el peso del cuerpo acaso

recostado en el pie de atrás; cruzada de brazos la segunda.

¿Bermudas o pantalones largos?

La rueda trasera del micro tumbado, que colgará en el aire por efecto de la

inclinación del vehículo, le impedirá ver a ese hombre completo.

De pronto, la vista aguzada por la concentración en el detalle, Santamarina hará un

descubrimiento: lo que a primer golpe visual le habrán parecido hierros abstractos, que

surgían desde el cuerpo del micro hacia la parte superior de la foto no lo serán realmente.

O al menos no a lo largo de toda la superficie. Hierros, lo que se diría hierros retorcidos,

sólo en la parte trasera. Pero en el medio sencillamente las puntas de los asientos, todavía

con sus fundas blancas en el lugar donde los pasajeros habrían recostado sus cabezas,
Sabrina entre ellos. El micro habrá evidentemente dado algún tumbo sobre la ruta, y al

rodar, habrá perdido parte del techo. Así los asientos, milagrosamente enteros,

sobresaldrán de la carcaza estropeada como las muelas de una calavera a la que le hubiesen

arrancado los maxilares de un culatazo.

—Pará con eso —dirá Hans—. Ya fue. Olvidate. Se terminó. Tenés que comer

también.

Ahora, hay quien dice que Santamarina y Piaget se conocieron antes de que se

publicaran esas fotos. Fue, dicen, durante una merienda tardía, el sol de las seis o siete de la

tarde molestando en los ojos a pesar de las pesadas cortinas de cretona que supuestamente

iban a velar, desde el día en que el arquitecto a cargo de la redecoración del bar las dispuso,

los ojos de los redactores; Santamarina, Coca, Nilda, Hans tomando el té. Hans se había

levantado para correr un poco más la cortina y Coca entrelazó entonces la conversación,

con esa habilidad que sólo ella tenía, de modo tal de lucirse con una frase supuestamente

inteligente. Hablaban de blanco y mantelería. O tal vez de ópera. Según Coca, la vida era

como la parte de abajo de un mantel hilado a mano: uno podía ver el dibujo más preciso

del lado de afuera, pero si se daba vuelta, digamos levantándolo un poquito, se podía

descubrir la complejísima trama de hilos que en rigor lo constituían; el arte del buen

tejedor, redundó Coca, era el de saber qué punta tomar para conseguir, sin que nadie se

diese cuenta, uno y solo un efecto en la superficie que lograse llegar a la vista del

observador.

Como siempre, Nilda preguntó qué tenía eso que ver con la que venían hablando.

Ah, dijo Coca, y explicó:


—La vida aparentemente va por carriles manejables. Vos, yo, Santa, Hans, Margulis

incluso, podemos creer que la dominamos. Elegís las personas con las que te gusta estar, te

casás o te separás. Pero de pronto un azar, un hilito del mantel, se sale de tu esfera. Y ahí

está. Sonaste. Estás frita. Fuiste, como se dice ahora, ¿no?

—¿Fuiste a dónde? —dijo Nilda.

—Uno se cree que es todo cuestión de libre albedrío y no, nena, nada de éso.

—Nos hemos puesto cultos, parece —dijo Hans volviendo a sentarse.

—Coca dice que Dios maneja nuestros hilos como el tipo que hizo este mantel los

dibujos de la tela —dijo Santamarina.

—Mirá vos —dijo Hans.

—No era exactamente eso —dijo Coca pero no pudo completar su explicación

porque en ese momento un hombre inmenso, con un plato de comida en la mano, pidió

permiso para sentarse con ellos.

Era el fotógrafo nuevo.

—¿Siempre almorzás a esta hora? —preguntó Hans corriendo las tazas de té con

leche y el plato de facturas hacia el centro de la mesa.

—Ya almorcé. Esta es la cena. ¿Puedo? —dijo Piaget apropiándose de una medialuna

que sobraba.

—El secreto de los buenos asados argentinos —dijo Piaget al día siguiente, mientras

esta vez efectivamente almorzaban— no está en la calidad de las vacas sino en sus cortes.

—Lo cual sienta las bases de una necrofilia interesante —dijo Hans y la conversación

derivó hacia el fraterno espacio de las historias conocidas: exiliados que llevaban un papel
con el dibujo de las partes de la res a las carnicerías extranjeras, dependientes que no

entendían que era eso que les pedían: "a la argentina".

—Comer asado, ah. ¡El rito mortuorio por excelencia! —dijo Piaget y dejó chorrear

un largo trago de vino tinto en el garguero.

—Qué asqueroso —dijo Nilda Mucci.

—Pero ¿por qué, mi amor? —dijo Hans—. El amigo tiene razón ¿O hay algo más

religioso que la repetición de un rito? Como en la misa, en el asado se toma vino y se

cultiva la fraternidad universal.

—Una vez una chica que yo conocí —dijo Margulis— me habló de cuando por

cancherear apostaron con sus amigas que iban a besar al novio de una.

—¿Y qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando? —dijo Nilda Mucci.

—El pibe estaba muerto. La apuesta era a ver quién se animaba a besarlo en el

féretro.

—¡Ah, sí! —dijo Piaget sin dejar de masticar—. ¿Y comieron arriba del jonca

también? Es costumbre, ésa. Para que el alma del muerto se meta en uno.

—Fue a cajón abierto —dijo Margulis.

—Todo lo que se abre alguien lo cierra alguna vez, ¿no? —dijo Piaget.

—Sí, salvo que sea la necro de éste, que no se quiere terminar de escribir, parece —

dijo Hans. — A ver si nos apuramos, eh Margaliot.

—Y, mientras siga vivo se complica… —dijo Margulis.

—Pero dale, para que escribiste el mamotreto ése sobre el hijo entonces, ¡pero che!

Me extraña. Un profesional como vos ya la tendría que haber tenido recontra hecha.

Así la conversación se entramó con la paulatina conciencia de los seres humanos que

se alimentaban con la muerte, las aves europeas que se comían entre ellas, secretos para

extraer el tuétano de los huesos, las habilidades de aquel carnicero chino que conocía tan

bien el hueco entre los huesos que jamás desafilaba sus cuchillos con un tajo inadecuado y
además, los excelentes churrascos de persona cocinados a la piedra que debieron haberse

preparado aquellos jugadores de rugby que sobrevivieron en los Andes. La invitación que

Hans hizo a Piaget para que fotografiase lo que ahí se estaba comiendo —los trozos de

tira, el vacío, los chinchulines y las mollejas— terminó de asquear a Santamarina. Sin

poder dominarse, empezó a ver muertos donde había alimentos; tanto se le revolvió el

estómago que sintió ganas de levantarse de la mesa para ir a vomitar.

Hans habló entonces de fundar el diario especializado. Una especie de expansión de

la Sección Noticias Fúnebres, con grandes titulares de tapa para los muertos famosos,

como el innombrable que no se terminaba de morir, y cuya necro estaba visto seguiría aún

en veremos.

—¡Buen nicho! —dijo Margulis eludiendo la alusión a su tarea.

—Sí, claro, y lo vendemos en la puerta de la Recoleta después, pero dejame de

hinchar —dijo Coca.

—No, tontita: gratis. Circulación gratuita. Ganamos con los avisos, ¿no entendés? En

un ispa como éste, todo el mundo va a querer que su fiambre esté mejor exhibido que el

de los demás.

—¿Sabés que no es ninguna mala idea, che? —dijo Piaget. Le brillaba la barbilla.

—¿Y qué secciones tendría? —preguntó Margulis.

—Las mismas, mi querido. Las mismas. Política. Sociedad. Internacionales.

Deportes. Pero todo foto de joncas. Abiertos, claro. Un diario católico, apostólico y

romano, como debe ser. A los rusos, los musulmanes y los chinos les damos un pliego

aparte porque no les gusta que sus muertos se vean.

—A los chinos no les preocupa —dijo Margulis—. Los velan a cajón abierto, meta

agitar los kuling—pang rituales toda la noche para que su espíritu quede en el hogar.

—Brase visto —dijo Nilda Mucci.

—¿Título del diario sería? —dijo Coca.


—Mmh… Algo directo. Con punch… —dijo Hans.

—“Todos tus muertos” —opinó Santamarina.

—“La parca” —dijo Piaget.

—“Necro News” —dijo Margulis.

—Sí, vos porque sos yanqui. No —dijo Hans—. El nombre yo ya casi lo tengo.

Silencio sordo se hizo en el comedor del diario. Tácito silencio. Hans carraspeó:

—El nombre va a ser…

—Mejor que sea: original —dijo Coca.

—¡Callate, cuerva! —dijo Nilda Mucci.

—El nombre sería así… —dijo Hans.

—“Así” ya existió, che. Policiales de los 70. Siempre había un asesinado en tapa —

dijo Coca.

—Bueno, déjenlo hablar a él, que fue el de la idea… —dijo Margulis.

—El diario se va a llamar…

—¡Ey, qué hacen! ¡Les presento a mi sobrinita! Rosarito, saludá a los señores.

En el comedor había entrado una mujer de carne abundante y pelo color ceniza,

sonriente y vestida de gris; no era obesa como Piaget, y mucho menos fea, pese a los años

que acusaba, pero la chica de quince o catorce años que estaba junto a ella, con su falda del

colegio y la camisa prieta, había capturado la atención de los hombres en la mesa. Hasta

Santamarina la observó con interés.

—¡Epa! ¿Dónde las tenías guardada, Belula? —dijo Hans. Y enseguida, subiendo el

tono hacia una octava más paternal:— Hola, linda. Bienvenida al purgatorio. ¿Querés un

chori?

—No, gracias, señor. Ya comí —dijo la adolescente clavando la vista en sus zapatos

con cordones desatados.


—¡No sean babosos, che! —dijo Coca—. A ver, traete una silla Belula. ¿Un flan con

crema, nena?

—No, no, gracias señora, de verdad —dijo Rosarito y su boca dibujó una sonrisa de

corazón.

—Está bien, chicas, dejen. Estábamos de visita nomás. Se suspendieron las clases y la

mamá me pidió que la traiga conmigo. Le gusta el periodismo a ella, también. Es una gran

escritora.

—¡Mi amor! —dijo Hans.

Limpiándose las manos con una de las servilletas de tela, Piaget la apuntó con su

pesada Nikon. El flash rebotó sobre los dientes de la chica, que llevaba una herradura de

metal adosada a las encías.

—Mejor cuando se vaya —murmuró Hans en voz baja, guiñándole el ojo a Piaget.

Porque Belula y su sobrina se habían sentado junto a Nilda Mucci y Coca Nieves y hacían

rancho aparte. — Algo así como lo que aparece en los diarios comunes todos los días

tendría que ser el nombre pero todavía no estoy muy seguro. “Noticias Fúnebres”. Algo

así, tabloide tiene que ser, y con una buena foto de apertura cada vez.

—“Fúnebres: Su diario de la noche”. No está mal, eh —dijo Coca. —Yo te hago las

musicales. Los músicos mueren todo el tiempo, no sabés.

—Andaba pensando que hiciéramos un cero con la necro que está terminando acá, el

amigo, ¿no? Porque me parece que éste tiene tela para rato todavía. Y si no, no sé. Bueno,

algo ya se nos va a ocurrir.

Contra sus principios, Piaget atisbaba el inicio de una larga camaradería y hasta que la

idea no cuajó del todo el mismo blando vértigo de siempre lo envolvió al percatarse de que,
apenas un día después de conocerlos, ya se estaba abriendo ante esos desconocidos. Raro

en él, porque la historia ajena siempre le había sido indiferente. Pero algo tenían en común.

El proyecto del diario de los muertos le había devuelto algo de su antigua pasión frente al

futuro aunque lo que quería era regresar atrás en el tiempo, seguir estando en el día de

antes, mano a mano y solo con el pequeño difunto o con las pesadillas conocidas, el

ejercicio del arte que lo había capturado en su infancia imposibilitándolo para siempre del

resto de actividades que hacen posible la vida de una criatura humana. Y sin embargo el

miasma llegaba a su presente con intermitencias. El cuerpo de ella venía desnudo, tumbado

boca arriba. Los hombros presentando marcas moradas. El cuello también. Los senos, flác-

cidos, como adelgazados. Los pezones sin coloración. La aréola del derecho violeta, la otra

blanca. El ombligo, un hueco. El pubis, túnel tumefacto con restos secos de sangre y se-

men. Los pies, distendidos, con las plantas hacia afuera, una suerte de animal marino: el es-

pacio vacío donde antes hubo uñas articula una mirada. ¿Qué dicen esos ojos muertos? Mi-

ran la cara de quien los mira. ¿Cómo mantener la vista fija en una foto horrible? Abstrayen-

do su sentido. Es un papel emulsionado, simplemente. Un profesional hasta podría notar

que el foco ha sido puesto en la mandíbula abierta, como si se tratara de la imagen tomada

por un odontólogo aficionado para la presentación de una clase práctica de cirugía. Sin em-

bargo, alguien tenía que tomarse el trabajo de mirar. El cuerpo muerto está para quien re-

sista verlo. ¿Importaba que hubiera sido él quién lo fotografió? Ese era su misterio. Un

cuerpo joven. Los rasgos, indescifrables. ¿Qué más? El silencio. No poder alejar la memo-

ria de ello pero tampoco evocar con claridad. Una contracción. Un vahído incomprensible

y nada, no dominar el sentido de su regodeo. No la agonía por haber hecho lo que hizo

sino por ser incapaz de dominar sus mortificaciones. Después de todo él había sido apenas

un testigo más. Pero lo que lo más lo inquietaba ahora era la certeza, repentino

alumbramiento, de que los seres con quienes compartía la mesa iban a estar cerca suyo

durante bastante tiempo, y no porque el tiempo le preocupase poco la ansiedad de querer


escaparse de ellos disminuyó. Todo lo contrario. La gente es poco maleable cuando respira,

pensó Piaget; la gente viva ni siquiera es dañina y peligrosa: es motivo de fastidio. La

amistad, poco sabe de la inteligencia. Entonces le vino el cansancio enorme.

—¿Y qué tal lo de Beethoven de anoche? —dijoNilda Mucci.

—¿La Eroica? —preguntó Hans.

—Las sonatas de la Filarmónica. Una maravilla, dicen que fue.

—Pero andá, farolera, qué sabrás vos de las sonatas de Beethoven —dijo Coca—.

¿Qué sabés vos, a ver? ¡Qué vas a saber! Andá.

—La sonata en do menor opus III. Culminación del arte de la sonata, mi vida.

—A ver, las únicas sonatas en do menor de Bethoven que conozco son la sonata

para piano número 5 y… la Patética. ¡Ahí está!—dijo Belula.

—Y también está la 8 para piano, opus 13, mi vida —dijo Nilda—. Pero no. No

hablo de esas.

—¿Che, no será la 7? Do menor para piano y violín… —dijo Hans, que por algo

había sacado el abono del Colón.

Piaget se puso a tararear un sonido electrizante:

—Bum bum, wum wum, schrum schrum…—dijo y todos se quedaron callados.

Siguió cantando en falsete, sin dejar de masticar. Después dijo:

—Lástima que Lázaro Costa no use más a Beethoven en sus entierros.

—Si es por mí, que me entierren a capella —respondió Coca.

—Tomo nota —dijo Piaget.

—No te enojés, gordita —dijo Hans.


—¿Bajamos? —medió Nilda, un poco culposa por haber abierto un frente nuevo de

discusión.

—Ay, pero si yo hubiera sabido que estas conversaciones eran tan interesantes

hubiera venido a almorzar con ustedes mucho antes, ¿no es cierto Rosarito? —dijo Belula.

Rosarito hizo una gárgara de risa contenida. Había quedado sentada junto a

Santamarina y sentía el roce del lino de su pantalón en el muslo, porque la pollerita se le

había levantado un poco.

Piaget se golpeó la barriga.

—¡Me muero de hambre!

—¡Otra vez! —dijo Hans.

—Un heladito vendría bien, la verdad —dijo Piaget y estiró el cuello hacia la

campana de vidrio donde había flanes con dulce de leche y crema y bochas blancas de

helado que se iban derritiendo. —Crema americana hay. Mi preferida.

Ahora, dicen también que hubo días en que Piaget recibía ofrecimientos importantes,

días en que hasta los curas estuvieron obligados a admitir la necesidad de sus retratos. Si

por entonces el genial Paillet hubiera podido atisbar el cerebro de Piaget habría sentido que

un discípulo valiente seguía dispuesto a retomar los caídos blasones del oficio. Porque si un

antecedente habría tenido el excluyente camino de Piaget hacia el arte, ese parece haber

sido el hecho de conocer casualmente las fotos increíbles del gran Fernando Paillet.

Trascendió que fue la época en que estudiaba en Esperanza, cuando vivía en casa de su

prima Marcia Nadina, cuando sólo se llevaba bien con uno de los compañeros del colegio

nacional, el ario y pecoso Franco Tetris. Como él, también Franco Tetris estaba electrizado

por las máquinas, sólo que aquel iba orientando sus arrobos a los motores de los

remolcadores y de las lanchas, tal vez porque vivía con su familia en una casona cerca del

río, y a Piaget le interesaban en cambio las viejas cámaras de fuelle que exhibían en el

museo. Se habrían hecho cómplices porque a ninguno de los dos les interesaban las
materias de los programas de estudio salvo biología, y porque de todas las especies

vivientes habrían además coincidido en la maravillada fascinación por los ortópteros, que

no en balde eran la primera especie del reino animal capaz de reaparecer sobre la tierra

después del estallido de una bomba atómica. Pero en el inicio de la amistad ya está siempre

el germen de las diferencias. Si bien habrán disfrutado ambos de los desfiles militares que

se transmitían por la televisión en blanco y negro, a Franco Tetris le llamarían

poderosamente la atención las propagandas que invitaban a sumarse a la Armada y a

Florián Piaget, las del Ejército Argentino. En los recreos jugaban al tute cabrero y a la

generala, y juntos habrían pergeñado un sistema para regular el azar de los dados con el que

se sintieron brevemente unidos y en cierto modo, tal parece, superiores a los demás.

Fuentes bien informadas comentan que el sistema consistía en ser leales a un mismo

número durante toda la partida. No importaba cuál fuese, ni si en los tiros siguientes éste

aparecía formando o no juego con los otros. El secreto para ganar era dejarlo siempre a la

vista, sobre la mesa, y hacer girar la totalidad de las siguientes tiradas a su alrededor. Lo

ideal era ascender desde el uno o ir bajando desde el seis. Y recién ir aceptando a los otros a

medida que se completaban las combinaciones de aquellos. Perder era acatar las

consecuencias de haber traicionado el impulso inicial. Disciplinado, cierta vez Florián

aceptó la prenda de pasar la noche enteramente solo en el cementerio, sin siquiera una

linterna, hasta entrada la mañana. Llegó con botas de goma y una lona impermeable pero

en lugar de refugiarse entre las frías piedras y las puertas metálicas, con aldabas redondas y

ventanas circulares o poliédricas con la palabra PAX soldada en los aluminios bien pulidos,

buscó una tumba con pasto al aire libre, precavidamente cercada con cuatro paredes de reja

y la amplitud de dos lápidas de piedra que le permitieran alternar el apoyo de la espalda en

caso de que la tierra frente a alguna de las dos estuviese demasiado dura para descansar.

Desde donde estaba podía ver los vitraux de los Cristos entre nubes azules, ridículamente

estoicos con sus mantos púrpuras cruzándoles los camisolines en las criptas cercanas,
iluminadas por una bonita luna llena. La temperatura era idílica. Antes de que le llegara el

sueño Florián fue pasando un lápiz negro sobre una hoja de su cuadernito de apuntes, que

apoyó en la piedra para calcar las primeras letras en relieve de la lápida que eligió como

respaldo:

TUMBA DE LA FAMILIA

Y también calcó con el mismo sistema los siete semicírculos, cada uno con una

silueta de santo sin cuerpo ni rostro, que encumbraban la parte superior. Puso particular

concentración en el ángel cuyas alas reemplazaban la totalidad de la figura de rizos

blondos como ruleritos, que se parecían mucho a los de su mejor amigo. Esos rulos

tenían encantada a Marcia Nadina, que se sentía la elegida del más frío de los chicos de

Esperanza. El amor le hacía confundir gelidez de carácter con timidez; y Franco Tetris

aprovechó su romanticismo para transformarlo en sumisión sexual. El joven Piaget

escuchó los detalles creyendo que no le interesaba otra cosa que la fantasía de imaginar a

su linda prima moviendo la cabeza como una autómata entre las piernas de su amigo,

según dicen.

Al parecer, los desafíos juveniles fueron siendo reemplazados por una mayor

cantidad de visitas al museo. Una mañana de rabona sintió la fascinación de ver, además

de las viejas máquinas y la exposición de insulsas imágenes de trabajadores agrícolas

ordeñando vacas o saliendo de sus fábricas de esclavos, el despliegue poético y

asombroso de los retratos de difuntos. Injustamente famoso se había vuelto el retratista

esperancino Fernando Paillet, a su precoz criterio, por el registro de los trabajos y los
días de sus contemporáneos, primera oleada de inmigrantes que poblarían el país, pero

nadie decía nada de la genialidad de su gesta como pionero de las ars moriendi argentinas.

Piaget tenía poco menos de quince años y esas imágenes habrían marcado un antes y un

después; los cuerpos muertos estaban en sus féretros muy bien vestidos y maquillados,

había algunos de adultos y otros de bebés de pecho. Los bebés de pecho posaban atados

a unas sillas, con los párpados rígidos y las manos cruzadas sobre el babero. Los adultos

parece que aparecían siempre de riguroso frac, con los bigotes bien peinados. Las

asociaciones iban a empezar a surgir a partir de ese momento en su conciencia de un

modo tedioso; las imágenes mortuorias fueron desplazando de sus intereses otros

motivos más amables. Fotografió con su cámara infantil las mismas fotos, incluso las de

niños descalzos haciendo las tareas rurales, láminas sepias precariamente sostenidas entre

vidrios y cartón, que veía colgadas en las paredes enteladas con motivos florales de color

bordó. Y cuando las reveló fue colocando redondeles y haciendo dibujitos alrededor de

las copias en blanco y negro con marcador azul. Circunvaló con frases burlonas unidas

por flechas a los cadáveres retratados. Un movimiento de la creación siempre lleva a otro

y bastó que empezara a animármele a esos espectros para que se despertara en él la

imaginación más macabra. Al cabo de media hora las copias fotográficas estaban llenas

de flechas, números y letras. Se sintió exhausto pero feliz; después le vino, por primera

vez, el cansancio enorme.

En pocas semanas su habitación entera estaba pletórica de fotos espantosas

clavadas en las paredes hasta el techo. Los desarticulados, supuestos proyectos bélicos de

dominación y conquista, incluida la posibilidad remota de disputarle a Franco Tetris el

usufructo sexual de Marcia Nadina, sufrieron las consecuencias de esa visión que

extrañamente comenzó a resultarle de imperioso buen gusto y absolutamente a la page.

Tomó por costumbre cargar su cámara de fotos para ir a recorrer la vera del río.

Pejerreyes y dorados recién salidos del agua fueron sus modelos de iniciación. Al joven
Piaget le interesaba captar el instante en que los estertores epilépticos del pez

entrampado por la boca abierta dejaban paso al rigor mortis; sin conocer aún el sentido de

la palabra, atendía fascinado el lento vuelco hacia la muerte de la especie, retorciéndose

estérilmente por conservar la vida hasta que la ganaba la rigidez de las agallas secándose

al sol. Se cuestionaba al principio no sacar la suficiente cantidad de fotos para registrar el

instante mínimo, preciso; se excusaba diciéndose que casi nunca los pescadores tomaban

a bien que él estuviera haciendo eso. Aprendió a ser discreto desoyendo los insultos de

los hombres y eludiendo las cabezas de pescados que le tiraban los niñitos miserables.

De modo que cuando fue un hombre joven y volvía a pasear por Esperanza de

visita por lo de su prima Marcia Nadina, recuperaba un poco de su pax eterna. Era eso. La

vertical inscripción del frontispicio del cementerio que se veía desde una cuadra

rezumando perennidad.

Franco Tetris habría entrado a navegar con los marinos profesionales y avanzaría

velozmente en el escalafón de mandos. A diferencia de Piaget, a él no le interesaba en lo

más mínimo retornar a los días de la infancia, dicen nuestra fuentes. Y que en el descarte

del pasado entraba todo, inclusive su novia autómata. Pero en Esperanza, Marcia Nadina

no estaba resentida por la desmemoria de Franco Tetris. Buena hembra como era, ahora

usaba su cuerpo a gusto y destajo con los hombres que le interesaban; en su cama hacía

la vista gorda, con perdón de la expresión, a las excentricidades de sus amigos, incluidas

algunas conductas insólitas del propio Piaget cuando finalmente la patria le encomendó

un rol más activo en la defensa del bien vivir occidental y cristiano. Y si bien no las

justificaba, ella hacía silencio. De la documentación consultada se desprende que en sus

preguntas, cuando se escribían, Marcia Nadina no manifestaba excesiva curiosidad, que

le prestaba dinero que enviaba por correo y hasta llegó a hablar con los curas (con el

católico y el evangelista) cuando Piaget le contó lo de las fotos de difuntos.


La explicación llegó en una de las cartas más extensas, donde anunciaba que le iba a

decir cómo eran las cosas: desde los años cuarenta estaba extraviada, escribió Piaget, la

fúnebre costumbre de retratar los muertos; era vergonzoso que nadie hiciera justas loas en

la ciudad de Esperanza al más grande de los fotógrafos y el único, que él supiera, que se

había animado a incluir en sus carpetas sus ofertas de trabajo con el género hasta bien

entrado el peronismo. En Buenos Aires Piaget habría estado buscando infructuosamente

empleo en lo único que él sabía hacer. Aún no habría leído los libros que hablaban de eso

pero intuiría la médula del asunto. La fotografía es el arte que detiene la duración, le

escribió a Marcia Nadina. Un instante captado cristaliza el tiempo en su devenir. Me

pregunto: si la fotografía interrumpe el fluir de los acontecimientos vivos, ¿qué clase de

duración interrumpirá la fotografía de difuntos? Si los hubiera tenido en esos momentos no

cabe duda de que junto a la carta le habría enviado a su prima dos artículos de la revista

Foto Mundo, firmados por un prestigioso investigador llamado Luis Príamo, que iba a

encontrar años después. El articulista contará en ellos el desarrollo que la fotografía de

difuntos había tenido en la Argentina. Iniciada a fines del siglo XIX, sus manifestaciones

llegaron hasta las primeras décadas de éste, leería Piaget. Y luego de memoria (porque los

párrafos no coinciden con el original), la explicación de cómo los primeros inmigrantes

requerían los servicios de los fotógrafos cuando fallecía un familiar para poder enviar a

Europa la prueba de que éste había muerto. Una cuestión natural, entonces, equivalente a la

que aún en el día de la fecha existe en otros países latinoamericanos como México, o en

vastas zonas del interior del país donde cultos sincréticos como San la Muerte o la

Pachamama conceden a las costumbres funerarias rango social. Es presumible que de haber

tenido en el momento de su llegada a Buenos Aires consigo los artículos, como para

incluirlos en los envío que le hacía a su prima Marcia Nadiana, Piaget habría subrayado un

párrafo en especial, que tenemos frente a nuestros ojos, aquel donde el investigador explica

que ha basado su estudio en generalidades técnicas e históricas y en una particularidad: un


conocido fotógrafo de Esperanza, Fernando Paillet, cuyo archivo fue, es, sería recientemente

reconstruido merced a un subsidio de la Fundación Antorchas. Pero en Buenos Aires, sin

trabajo como se encontraba en los albores de la dictadura, Piaget estaba lejos aún de

conocer la letra que lo reconciliaría con su oficio. Como se dijo, habría ido viendo una por

una las casas de fotografía de la ciudad ofreciéndose para trabajar sin resultado. Una

recorrida a posteriori por las principales casas de servicios fotográficos de la ciudad –y por

los más minúsculos locales, incluido el de la familia Rey, injustamente olvidado en estos

días-, develó que la generación que en esos años dominaba el negocio lo miraba con el

mismo desagrado con que lo habían visto los pescadores de Esperanza. Era indignante

pero la prestación del servicio ya no figuraba en ningún aviso, como si la única muerta con

derecho a ser retratada siguiera siendo, escribió Piaget, la putona de Eva Duarte. O el

ridículo político con cara de chino que había salido en la tapa de Gente, escribió Piaget.

Esta ciudad está llena de prejuicios, no sé puede creer, escribió. No te dejan trabajar.

¿Dónde están los bastiones del arte? ¿Cuándo vamos a encontrar nuestro espacio de

resistencia los artistas que no le tenemos miedo a la muerte? Y te aseguro, primita, que me

tomé el trabajo de preguntar, de averiguar. A este paso voy a tener que morir en una de

esas revistas amarillas o en una agencia de noticias, que viven de los huesos que les tira la

policía. Esto no da para más, es un caos total. Un descontrol. Acá lo que hace falta es que

alguien ponga mano dura. Ahí vas a ver cómo los que servimos para algo, los que tenemos

cultura, vamos a empezar a ser escuchados de nuevo. Hay que volver a las fuentes, primita,

escribió Piaget en esa carta. Y en uno de sus cuadernos diarios, que también han llegado a

nuestras manos: “En otro orden de cosas, estoy engordando cada vez más. Desde que

empecé con estos trabajitos no paro de subir de peso. No sé qué me pasa. Debe ser la

tiroides yo creo. No me vas a reconocer cuando nos veamos.”


El micro de NECE en el que habría hecho la combinación desde Rosario modificó su

horario habitual. Así, en lugar de estar en la ciudad a las 20.20 del viernes, se encontró en la

cuna de la colonización argentina muy temprano. Los viajes en micro siempre aceleraban su

ritmo cardíaco. Y despertarse en uno era indefectiblemente hacerlo con una erección. Sin

haber hablado con nadie durante todo el viaje, Piaget bajó y se encontró con el cuerpo de

Marcia Nadina estrechándolo en un abrazo que lo perturbó. Era impresionante lo grandes

que se le habían puesto los senos desde que no la veía. Sin pensarlo demasiado le pidió un

minuto y entró al baño con la intención de masturbarse. En el baño de la Terminal los

azulejos eran blancos. Había un tacho de basura en la entrada. Adentro, tres lavatorios,

cuatro mingitorios, tres inodoros y un grafittie enorme, que pegaba toda la vuelta a la pared

escondida tras la entrada y cuya primera palabra

VIRGEN

completamente borroneada, no vio. Mientras se lavaba las manos leyó de reojo el

mensaje incompleto:

SANTA TE AMO

Al salir notó los dos carteles metálicos, de chapa barata, que indicaban que ahí

estaban los baños de hombres y de damas. También que el color de la pared que bordeaba

los pasillos de la Terminal era tenue, pastel. Un celeste lavado, quizás verde agua.

Indudablemente de algo líquido. Líquido como habían sido los océanos inaugurales, los

ríos. Junto a la pared, un grupito de personas hacía lo posible para recortarse estoicamente

del fondo pintado de un mural que no había conocido el talento de un Rivera o un


Siqueiros. El cartel del baño que decía DAMAS tapaba la cabeza del padre pintado de la

familia, un criollo verdoso de labios gruesos y gesto adusto, compuesto en trazos bruscos,

sin técnica, que podrían corresponder a los de cualquier habitante del mundo de no ser por

su indumentaria típica, que atestiguaba pobreza: una camisa bastante lograda, brillante de

mil lavados, pantalones fuera de uso, alpargatas con bigotes.

Pero más que la ropa, lo que daba idea de la menesterosidad de esas figuras era el

equipaje. A sus pies, ocultando la base de la pared, baúles, bolsas y canastos insinuaban en

la pintura la existencia de un presente portátil, cercano y práctico. Sentada arriba del mismo

equipaje estaba la mujer del inmigrante, la dama. La misma ropa ordinaria, el mismo tono

de piel aceituna. El brazo derecho sosteniendo un botellón o una bolsa de arpillera. Quizás

un canasto. No se entendía. De su hombro izquierdo otro bártulo, como el que tenían a los

pies, y que rápidamente permitía ubicar, por si algún espectador le quedaran dudas, que

eran pobres pero animosos, bien dispuestos a deslomarse al sol todo lo que fuera necesario

en el país que los alojaba, para hacer de sus vidas y muertes parte y arte de un futuro

próspero, ineludible y feraz.

Antes de que Marcia Nadina subiera al Chevy sus bolsos Piaget cruzó unos pasos en

diagonal desde la terminal hasta la oficina de Quiniela. Compró un cuaderno barato de tapa

blanda, con una linda bandera y un sol sobre la cartulina naranja. De Paillet había tomado

también la costumbre de abrir cuadernos nuevos para cada ocasión. Cuando arrancó el auto

le comentó las novedades. Que ahora tenía finalmente trabajo. El país iba encarrilándose

gracias a los militares. Había conocido a un Capitán del Ejército que apreciaba mucho sus

retratos. Por supuesto le contaba todo esto confiando en su total reserva. Le gustó notar

que ella solita le decía de ir al cementerio después de llevarlo al hotel que le había

reservado. En el camino, Piaget le agradeció la discreción, no el lugar que le había buscado

para alojarse. Porque la verdad que ese hotel del centro era espantoso. Marcia Nadina hizo

un mohín y le apretó amistosamente la rodilla con la mano derecha sin soltar el volante que
guiaba serenamente con la otra. Después detuvo el auto en la tienda de mascotas y bajó.

Piaget se entretuvo viendo a las jovencitas que a esa hora caminaban por las calles blancas

del pueblo rumbo a sus colegios: faldas plegadas y medias y sweters azules, zapatos con

cordoncitos; medias y sweters verdes con faldas grises o de color bordaux; unas que otras

en guardapolvos. Marcia Nadina salió con un paquete cuadrado sostenido contra el pecho.

Lo puso en el baúl.

Entrando a la alameda, puso el auto en segunda y aminoró; no admitió estar

preocupada por él, y Piaget reconoció la gentileza acariciándose la papada. Insistió, eso sí,

con que le consiguiera un sitio de estada mejor. Marcia Nadina conseguía cualquier cosa en

cualquier parte, lo cual no dejaba de ser notable, dijo, pero la verdad que ese hotel de mala

muerte, disculpame que te lo diga de nuevo, es una porquería.

—Si fuera sincero, debería darte las gracias por dejarme venir. ¡Pasé unos días

espantosos! Pero quizás si me consiguieras una piecita a la vuelta de tu casa... —dijo Piaget.

—Ya me las vas a dar —dijo Marcia Nadina—. Tiempo al tiempo. Primero me tenés

que ayudar a mí con algo.

Al bajar del auto Piaget lamentó no haber tenido la cámara de fotos encima. A pleno

sol del mediodía, el pórtico del cementerio se veía encantador. Un cuadrado de color se

proyectaba entre las dos columnas prometiendo jardines y aire puro. Tupidos, verdes

arbustos bien podados delimitaban el invitante sendero de acceso. Una cruz latina blandía

su despojo en el frontispicio, ecuánime y austera entre las dos extrañas calaveras que, a

equidistantes lados, lo custodiaban desde las pilastras laterales. Sobre las criptas que daban

a la avenida central, que no tenía arbustos bien podados sino piedras sucias, puro verdín, la

luz era centellante, enceguecedora. Es cierto que el corredor central era hermoso: piso de

mosaicos o tal vez lajas de cemento. Musgo en la piedra ocre, en los hombros de las

Victorias Aladas y en las cruces griegas, y también en las egipcias y las gamadas, en las de

San Antonio y en las de San Andrés, en las de Lorena y en las de Malta, en las treboladas y
en las potenzadas, y en las ancoradas, y en las papales. No, en las papales no. Ya era mucho

conceder.

Marcia Nadina entró delante de Piaget, abrazando el paquete. Caminó despacio. Se

paró frente a la cripta que tenía un signo grabado en la piedra del dintel, como una

soldadura de hierro en la que se unieran tres letras: jota, eme y ese (quizás no una eme sino

una hache) conformando un símil bastante bonito del frontispicio, portal y todo lo demás,

con su cruz bien latina arriba.

—¡Maldición! —dijo arrodillándose—. ¡Está abierta otra vez! ¡Rompieron el candado,

mirá!

Piaget sospechó una broma y calló. Marcia Nadina inclinó apenas la cabeza y dio un

paso hacia el interior. Dos ataúdes mostraban su perfil más angosto; uno de ellos, el más

corto, tenía un mantelito tejido al crochet sobre la tapa y un porta retratos extrañamente

vacío cuyo marco de fina plata trabajada artesanalmente, del tamaño de un cuaderno

escolar, contaba con ochenta incisiones, líneas diagonales regularmente dispuestas entre

cuatro flores treboladas de ocho pétalos. En el piso había un florero de cristal tallado, azul,

alto, milagrosamente entero, con tres mustias calas asomando como larvas de bicho

canasto. Marcia Nadina dejó su carga en un rincón del piso, como quien deja una ofrenda,

levantó los floreros y olió las calas. Después alzó el marco de plata en blanco y lo apretó

contra el pecho. Besó el vidrio sin imagen y lo colocó nuevamente en su lugar. A Piaget,

que había preferido quedarse afuera, le pareció increíble que una persona pudiera moverse

con tanta agilidad en un espacio tan pequeño.

—¿Cuánto tiempo hará que está así? —preguntó Marcia Nadina estirándole las calas

para que él, obviamente, también las oliera. Vio aproximarse los piristilos amarillos a su

nariz y temió un ataque de alergia.

—¿Dos días? —dijo Piaget cortésmente, por decir.

—Tres —dijo Marcia Nadina.


—Otra vez te ganaron de mano.

—¿Quién?

El chiste no le pareció gracioso, a su amiga, pero no se enojó. Se limitó a quitarle las

calas de la mano y volver a colocarlas en el florero. Puso el florero sobre el mantelito con

prolijidad. Acarició los blancos pétalos de una con el dedo. Se persignó. Después salió

entornando cuidadosamente la pesada puerta de hierro.

El resto del paseo estuvo pensativa y triste. No prestó atención a ninguno de los

chistes que hizo Piaget ni se mostró interesada en colaborar con la búsqueda del lugar

donde estaba enterrado su maestro. Como comprendió que a ella no le causaban gracia las

alusiones a las incongruentes expresiones de los muertos en las fotos de cuando aún

estaban vivos, que decoraban algunas lápidas, Piaget cambió el rumbo de sus palabras y se

puso a hablar del oficio. Sospechó que alguna fibra había tocado con la digresión porque la

distancia de Marcia Nadina desapareció como por encanto, y hasta toleró la laxitud de su

manopla en el cuello, sudoroso consuelo.

Fue una concesión que Piaget no imaginaba, y la prolongó anillando el meñique en

un largo mechón del pelo colorado.

Para él, era una técnica casi infalible: la muerte suele aflojar la estrechez más católica;

cuando en la ciudad quería seducir a una ranita resistente a sus encantos la invitaba a pasear

por Recoleta o la Chacarita. Cuanto más doncellas, más temblorosas las ponía su

familiaridad para con el más allá; fácil resultaba entonces envolverles la cintura con el

brazo, y luego besarlas en los finos labios, sorpresivamente. Fácil era llevarlas a un estado

de entregada ternura haciéndoles evocar las tristezas de la fatalidad. Besar y acariciar

resultaba casi lo mismo entre las lápidas y no sólo lágrimas surgían de las fuentes de esas

chicas inocentes. Así había conocido a una hija de vascos muy interesante de la que en

algún momento se iba a enamorar. Pero cuando intentó rodear el talle de Marcia Nadina
con el brazo ella se detuvo en seco y lo fulminó con una mirada. Empujó su cuerpo (es

decir, quiso empujarlo) diciendo:

—¿No podés estarte quieto un momento? Al Capitán ese que te dá trabajo no te veo

molestándolo así.

—Dame un beso —dijo Piaget avanzando sobre ella.

—Esperaba que no lo dijeras. ¿Por qué tenías que decirlo?

—No quiero verte muerta. Te quiero viva y te vi muerta.

—Yo también me vi. Era mi cripta. Nuestra cripta.

—Ya lo sé...

—Yo quería... Yo quisiera...

—Si...

—Que vos...

—Decíme. Vení. Sentémonos.

Habían llegado a la zona más pobre del cementerio, donde las tumbas apenas si

tenían cruces de madera. Cerca de ellos, dos o tres huecos flanqueados con pilones de tierra

removida pronosticaban exequias. El cielo resplandecía sin una nube.

—¿Que yo qué? Decíme. No tengas miedo —susurró Piaget forzándola a sentarse

junto a él. Volvió a deslizar su mano por la cintura de Marcia Nadina Y mientras aguardaba

la apelación, el pedido de ayuda (que reclamase por el destrozo a la Administración, que

acaso le hiciese el ruego de arreglar el candado) introdujo suavemente el meñique, estirando

al máximo sus tendones, sin mover un ápice la mano, por entre la blusa floreada y el

pantalón.

La inmovilidad de Marcia Nadina reafirmó sus pareceres: ningún territorio era

inaccesible para un barquero del Estigia. Sintió el sudor aflorando en las últimas vértebras

lumbares de su amiga.

Pero ella pidió otra cosa:


—Me gustaría que lo fotografiaras —dijo de un tirón.

—¿A quién?

—A mi nene muerto…

El peregrino dedo de Piaget subió velozmente al exterior.

—No quiero que el marquito quede vacío —dijo Marcia Nadina.

Yo, Florián Piaget, fotógrafo de difuntos, he aguardado un día completo, como un

aficionado, antes de emprender la tarea. En el patio, sobre una carretilla de jardín, la jaula

para gatos con la bolsa de plástico blanca con la cosa adentro. Hemos entrado por la noche

a la cripta aprovechando que ya estaba abierta y abrimos el pequeño féretro. Eso me hizo

dudar de que en realidad alguien hubiera roto los candados pero no venía al caso. El hedor

era insoportable, por lo que me he visto obligado a embolsarlo lo más herméticamente

posible antes de ponerlo en la jaulita que Marcia Nadina había dejado previsoramente el

otro día, cuando fuimos de visita. La cargamos en el baúl. Afortunadamente el matrimonio

que regentea el hotel se creyó que el objeto que llevé en una carretilla era un lechoncito

destinado a ser asado en la parrilla comunitaria. Entré la carretilla por el patio a la calle de

atrás donde apilan cajones azules y rojos con envases vacíos de cerveza, otros de madera y

bolsas llenas de basura pero negras, desprolijas, de consorcio. El patio se abre a un campito

donde pastan los animales de esta gente. Gallinas, puercos, pollos, un equino viejo. Más

que campito, chiquero.

Me ofrecieron guardarlo en la heladera de la cocina y acepté con un reparo:

—Por favor, no vayan a abrirlo.

Se miraron con suspicacia.

—Está sazonado ya.


Si no me echan, quizás contraten mis servicios, alguna vez. Prefiero de todas maneras

mantener las cosas en secreto.

Tomé unas buenas imágenes durante la siesta. Fue inteligente hacerlo a esa hora, en

que el matrimonio que regentea el hotel estaba durmiendo. Probablemente los interrumpí

cuando tenían sexo. Estuve inspirado. Con cara de pocos amigos, en musculosa y hojotas,

porque lo había sacado de la cama se ve, el dueño me abrió la cocina y me dejó llevar la

bolsa sin preguntas. Le expliqué que quería presentar el lechoncito en la parrilla. Me miró

como a un excéntrico y dijo que cuando terminase lo volviera a guardar sin avisarles

nomás. Le di las gracias y rechacé amablemente la ayuda que me ofreció para cargarlo, que

hizo a desgano. Empujó la puerta de alambre que daba al patio junto a la cocina y volvió a

su cuarto para seguir comiéndose a la apestosa de su mujer, calculo. Cuando me quedé solo

saqué la bolsa blanca y la coloqué sobre la mesada de la cocina. Resguardé mi nariz con un

pañuelo, más por costumbre que por espanto, y la abrí. Deslicé el plástico hasta liberar la

cabeza y el torso. Obturé varias veces sobre los pequeños miembros deshechos. Es

increíble la conmoción que tan poca sustancia puede producir sobre la gente, a

profesionales incluso.

A escondidas como un aficionado lo hice. Y mientras lo hacía, de pronto, a mis

espaldas, un estremecimiento: alguien observando mi labor. Oí su respiración. Pude

sentirme mirado por sus ojos. Amargura de ser descubierto, pero más aún, de no haber

podido concluir el encargo de Marcia Nadina. Nada de sexo con la chiquita, pues, para mí,

debido a vaya a saber a qué ese entrometido curioso del gerente había decidido volver a

molestar. Di vuelta la cabeza lentamente, para transmitir algo de mi incomodidad al mirón.

No yo (contratado, aunque de palabra igual contratado, para eternizar una migaja de terror)

sino él, fuera quien fuera el que fuera, fuera de lugar, debía sentirse indecente.

Pero no era persona sino animal. Un caballo. Blanco. Fuera de contrato, fuera de

control. Sin notarlo, el animal venía a sobresaltarme con sus resoplidos quejosos desde el
otro lado de la puerta de alambre. A su espalda estaba la carretilla, que nunca devolví.

Disparé una vez más, despreocupado. El noble bruto batió las orejas asustado por el flash

de la máquina. Sus belfos cosquillearon el aire. No haber podido hacer ablación de su

presencia acusadora, una lástima. ¿Y el muertito? Lo embolsé nuevamente, lo puse vertical

para mantener los brazos en posición y lo recosté sobre el cajoncito de las verduras de la

heladera. Antes de dejarlo introduje unas hojas de lechuga que encontré para contribuir al

verosímil del asadito de lechón.

Por la noche, después de caminar todo el día, descansando, entré de vuelta a la cocina

y lo trasladé a mi habitación, en la planta baja. Afortunadamente se levantó fresco y corría

aire, así que pude dejar la ventana abierta. Me traje hielo de la heladera económica y lo puse

en el baldecito de residuos del baño, para mantenerlo fresco. El olor se irá yendo, especulo,

y podré dormir tranquilo.

A la mañana terminaré el encargo.

Mañana martes debería salir, decididamente, a buscar casa con estudio y depósito, tal

vez el frigorífico abandonado que hay en las afueras... ¿tendrá agua corriente y luz eléctrica?

Marcia Nadina me dijo que iba a devolverlo a primera hora del miércoles. Tengo todo

otro día por delante. Eventualmente, pedirle que extienda el plazo. ¿Se conservará intacto?

Bueno, pues, más hielo a primerísima hora. Si es seco mejor. Una heladería acá a la vuelta,

me pareció ver. Tal vez tenga que mentir que tuve que postergar el asado. Tampoco les dije

cuándo sería, después de todo. Es más razonable viernes a la noche que en la semana. Más

creíble.

Podría ser perfectamente una ternera bebé, no un lechón.

Estando en la cocina me sobresaltó una punzada de hambre. Una vaca entera quise

tener en mi gaznate. En fin, que no la hay.

¿Y el caballo?

¿Cómo pudo entrar un caballo blanco hasta el patio del hotel?


Ese banquito celeste del baño está bueno para sentarlo.

¿Cómo no lo vi antes?

Estoy negado.

3 de la mañana.

Música de acordeón.

Una chacarera, no sé.

El muertito se salió de su cajoncito en la heladera y caminó enclenque por el hotel

hasta los pies de mi cama. Trepó, reptó, sentí sus manos nauseabundas en las pantorrillas,

los muslos, las nalgas. Me di vuelta asqueado y rodó. Prendí el velador: cómodamente

sentado junto a mí, con su (literalmente) media lengua podrida, dijo:

—Etás godo, papá.

Y yo:

—¡Estoy muerto, ay!

Piaget está en otra cosa, decididamente en otra cosa, pese a que antes estaba en ésa,

en la adecuada, en la que forma parte de su trabajo y quiere atender. Pero está disperso.

Piaget está disperso. Por no confiar en seguir el número de dado con el que empezó a

ganar su generala va a perder. Su objetivo era otro. Recuperar el honor del oficio era otra

cosa. Le pasó por excitarse con Marcia Nadina, se dice. Para qué, si ya tenía a una vasquita

en puerta, muerta por él, esperándolo en la ciudad. Y entonces es inútil que vuelva a
sentarse delante del pequeño, en la madrugada, o que se levante y camine hacia la pila de

sus fotos que asoman del cajón más bajo de la cómoda, en ese cuarto de hotel, y que

hubiera sido mejor no llevar consigo, piensa, sobre todo teniendo en cuenta que todo

aquello que encuentren entre sus pertenencias los hombres del Capitán podrá más

temprano que tarde convertirse en su pasaporte de defunción, pero que necesitaba

arrastrar. Lo mismo que trae peligro a veces te salva la vida. Lo que incrimina a uno, según

el abogado defensor, es materia prima, oro en polvo para el fiscal.

Ha logrado mantenerse firme frente a su prima Marcia Nadina, que lo llamó varias

veces por teléfono, pero ahora se da cuenta de que lleva la putrefacción metida bajo la piel.

Ha pasado todo el día dando vueltas por el pueblo sin poder obturar una sola vez su

cámara. El hielo que puso junto al banquito celeste se derritió todo. Ha pasado toda la

mañana encerrado y, raro en él, ni siquiera quiso almorzar. A la tarde durmió una siesta de

casi cuatro horas de la que se despertó con la boca pastosa y de mal humor. Ahora, en la

habitación, la presencia es tan apabullante como la pila de fotos que asoma por abajo de la

cómoda. Si Piaget las pusiera en el suelo una encima de la otra y se sentara al lado llegarían

hasta la altura de sus rodillas. Decididamente no es lo mismo retratar a muertos de oficina

que llevarse el trabajo a casa, y menos que menos a uno tan pequeño. Y que se está

pudriendo, Piaget puede darse cuenta. El olor empieza a ser intolerable. Pero está

paralizado. No sabe porqué. Nunca le pasó una cosa así. Si no consigue hacer las fotos para

la mañana siguiente lo va a terminar quemando de verdad en la parrilla.

En eso está pensando cuando junto a la ventana de la habitación ve a una chica de

pollerita a cuadros azules y rojos sacándose los faldones de la camisa fuera de la falda para

estar más cómoda, porque se ve que acaba de volver a su casa del colegio y a solas consigo

misma no se preocupa porque alguien pueda verla. Por un momento queda fuera del

campo visual de Piaget, y enseguida reaparece pero sin camisa, acalorada y en corpiño y se

cuelga, Piaget se cuelga, en la figura de la colegiala, que ahora también se está quitando la
pollerita, de perfil a la ventana melliza a la ventana del hotel, con movimientos perezosos

de cachorra transpirada. Tiene las nalgas duras y altas la colegiala en ropa interior,

comprueba Piaget, y la cintura perfecta. Un espejo frente a ella deduce entonces el

fotógrafo que debe haber en esa casa porque repentinamente la chica sin uniforme adopta

poses: curva la cabeza agitando el pelo renegrido, sacude los mechones que van a cubrirle

como lenguas de ébano el ojo derecho y la nariz, y parte de la boca, con la que hace una

especie de puchero. Y también las manos de la estudiante se sacuden, desaparecen del

campo visual de Piaget y reaparecen con la pollerita hecha un paño que ahora las manos

revolean, en redondo, delante de los muslos, mientras su dueña quiebra la cadera hacia

delante y hacia atrás. Y cuando las manos quedan libres Piaget la ve estirar los brazos y

volver a traerlos al cuadro que compone la ventana arrastrando hasta sus pechos una

especie de barra vertical, que podría ser de una lámpara de cobre o simplemente un palo de

escobillón dorado. Lo que sea que es, lo planta en el piso y se mueve alrededor; se pone en

cuclillas con las rodillas separadas y aleja bruscamente la cola, tropieza y se cae al suelo

frente al espejo. Pero no es frente a un espejo que está haciendo su ingenuo espectáculo.

Porque así como estaba la colegiala bailando de costado a la ventana ahora frente a ella

surge otra, y otra. Y otra más. ¿Cuántas chicas de colegio viven en la casa de al lado de ese

hotel de Esperanza? Buena pregunta, se dice Piaget, pero un moscardón pasa zumbando

por delante de su nariz y se posa en los labios del muertito y el maldito insecto lo mueve a

fotografiar, por fin, lo que está obligado, como si oyera una orden que en realidad le dijera,

por decir, que los navíos deberían recalar en sectores previamente definidos, conforme a su

peso y dimensiones, y no donde se le cante a los marineros como él, que no lo es pero bien

podría haberlo sido de tanto que navegó por los mares australes.

—Estoy podrido de esto —se dice Piaget.

Cuando ese estado lo envuelve Piaget se siente fuera del mundo. Un ruido cualquiera

lo distrae. La radio que viene del cuarto vecino, las chicas que vislumbra a través de la
ventana son motivos suficientes para que él levante la vista de lo que está haciendo y se

disperse. Pero gracias al moscardón ahora ya está saliendo de esa insólita parálisis de modo

que en cuanto le vuelve a venir, después de dos o tres fotos nerviosas, sin siquiera prestar

atención al foco, se disculpa pensando que también la distracción puede ser una forma del

conocimiento. Alguna vez leyó unos libros y sabe que el ser es una cosa y una nada la nada,

y que no es exclusividad de los monjes entrar en estadios letárgicos cuando encaran la

contemplación o conexión con el reino de los muertos. Eso se dice Piaget, tratando de

concentrarse, pero las risas de la casa de al lado lo capturan nuevamente: entonces nota que

las otras tres chicas de colegio no llevan camisas sino remeras, blancas, con monogramas, y

que es para ellas que la primera ha estado practicando su baile de falso caño dorado. Una

alegría fuera de lugar toma cuerpo en él y ahora la dispersión es imparable. A un solo dado,

Florián. Perdiste, le diría su amigo Franco Tetris, que de su destino él sí que había hecho

una apuesta segura. Se llevarían bien con el Capitán si se conocieran, se dice Piaget. Y con

Feced ni hablar, no todavía al menos. Cortados por la misma tijera. De cutículas la tijera.

Eso se dice mientras mira, por la ventana, a las colegialas practicando su numerito. Pero

mejor vuelve al trabajo. Y retoma la realización de la toma que debió haber terminado

muchas horas antes, interrumpida primero por la imprevista presencia de ese caballo

olfateando su labor desde el patio del hotel. ¿Cómo pudo entrar semejante bestia? Una luz

clara y rosada baña el cuerpo del muertito. Se viene el atardecer. Con gran esfuerzo termina

el rollo, pero algo no funciona, es evidente, y decide recomenzar la labor una vez más

pensando, obviamente, en los términos con que Marcia Nadina le hizo el encargo.

—Solamente vos podés hacerlo. Hacelo vivir de nuevo para mí.

Solamente él.

—Solamente usted, Piaget. Que parezca que hubo un enfrentamiento, eh.

Y la dulce voz de Marcia Nadina se mezcla, en su adormecida conciencia, con la del

Capitán. ¿O es la del jefe de los gendarmes, Feced? Sudando la gota gorda el gordo,
mientras la luz del día se apaga en la habitación. No está mal lo rosado. Por ahí va la cosa.

Sabe que si no termina con lo que empezó esa noche le volverá el mal sueño, el muertito

hablando, esa otra realidad, la falta de aire. El que a hierro mata. El que traiciona. Las risas

de las chicas en la casa de al lado. Las mira. En el mismo rollo. Las captura despacio. Una

foto para ellas, una para el muertito. Son muy putas, piensa con rabia. Y ahora las fotos son

dos. Y tres. Y cuatro. Agitando las colegialas los brazos como molinetes, girando abrazadas,

dándose besos como pajaritos con los bordes de los labios estirados, cubriéndose los ojos

con las manos dadas vuelta como si en lugar de dedos tuviesen al final de los brazos un

antifaz o un larga vistas que apuntan hacia el techo y hacia adentro de su pieza, hacia los

muslos ofrecidos de la primera y hacia el vuelo que levantan las polleritas tableadas de las

otras, hacia el piso y hacia la ventana donde Piaget las está apuntando con su Nikkon.

Entonces paran. Un instante dura el estupor. Y enseguida los insultos. Degenerado. Pajero.

Mirón. Gordo asqueroso qué sacás. Las cuatro frente a la ventana. Horribles, furiosas,

frenéticas. Y Piaget se asusta. Baja la Nikkon.

Mira hacia el rincón donde tiene al niño muerto, el banquito celeste donde lo ató por

las piernas para mantenerlo sentado.

—No, no, no. No es lo que se imaginan —dice.

Pero las chicas están desencajadas.

—¡Mááá! ¡Pááá! —grita la que está en corpiño y bombacha—. ¡Un tipo nos está

sacando fotos desde el hotel! ¡Mááá! ¡Pááá!

Piaget se abalanza como puede contra la ventana. Busca la cortina de enrollar. La jala

hacia sí. Fuerte. Las maderas crujen y bajan y golpean contra el marco.

—¿Quién, qué? —la voz ronca de un hombre que por suerte Piaget no ve, y tras la

interrogación exaltada, como desde el fondo de una tribuna de cancha, amenazante y

definitivo, el ultimátum: —Ya vas a ver, ¡porteño hijo de puta!


A oscuras en la habitación Piaget no respira, no se mueve. Me están poniendo a

prueba, se dice, igual que el aprendiz que me mandó para evaluarme el Capitán en Buenos

Aires. No hablaba el informe posterior que escribieron sobre él de la necesidad de borrarlo

de la nómina pero sí de imponerle una mayor adecuación a los Objetivos Institucionales.

Piaget sabía que por cosas menores otros empleados civiles habían caído en desgracia.

Hubo incluso alguno al que no volvieron a ver más. Lo único que les cupo a aquellos como

indicio de certeza fue que les empezaron a demorar los pagos, primero, y luego a

retacearles los encargos. Profesionales con tanto oficio como él era cierto que no había

muchos, pero tampoco es que fuera irremplazable. Nadie lo es. Pero como él, que además

del oficio conocía los fundamentos del arte, ningún otro. Y además era el más didáctico de

todos. Por algo los aprendices se le acercaban tanto cuando lo veían trabajar. ¿O no había

sido él por otra parte el que propuso imprimir el manual? La dinámica de las fuerzas era sin

embargo muy veloz. Su jefe tal vez no seguiría siendo el Capitán dentro de un tiempo, tal

vez un secretario pasaría a ocuparse de ahí en más de recibir sus entregas, y de encargarle

los trabajos nuevos. Inútil era preguntar, indagar razones. Llegado ese punto, Piaget

sospechó que mejor si se alejaba por unos días. Ir a hablar con el comandante Feced fue lo

primero que se le ocurrió. Y después de pasar por Rosario, hacerle una visita breve de

cortesía a la prima Marcia Nadina. Se reprochó el momento en que se le cruzó la idea de

ese atajo.

Porque ahora tiene que terminar lo que inesperadamente ella le pidió, esa

responsabilidad que lo espera desde el día anterior. Marcia Nadina volvió a llamar por

teléfono diciéndole que no podía demorarse más. Que ella tenía sus aliados pero tampoco

la pavada. Así no iba la cosa. Y si la cosa se ponía espesa, entre su propio pellejo gordo y el

de ella, no lo iba a dudar. A Piaget le molestó más el tono en que lo apretó que el contenido
de la frase, que no escuchaba por primera vez. Su preocupación era que el trabajo aún no

estaba a su gusto bien terminado. Nada le garantizaba haber encontrado una resolución

inteligente para la imagen del nene como Marcia Nadina se lo había pedido. No al menos

antes de ver las fotos reveladas, y eso iba a llevar unas horas más de tiempo. Al menos otra

noche, porque la habitación no era tan oscura como precisaba para revelar durante el día.

—¡Hijo de una gran puta y la reputa que te parió!

El padre de familia vuelve a insultarlo desde el cuarto vecino. Y a los gritos se suma

ahora el llanto de un bebé. Así Piaget escucha atentamente los ruidos que vienen de afuera.

Pasos por el pasillo. Es la mujer de la limpieza: distingue el ruido de los baldes y del

lampazo. Pero parece que nadie va a ir a golpear la puerta de su cuarto. Se preocupó de

más. Y finalmente, no fue él quien eligió esa habitación sino Marcia Nadina.

Una de las secretarias del Capitán le parecía interesante. Era alta, rubia, algo nariguda

pero muy simpática. No era su tipo de mujer pero un día le prestó un librito negro. En la

tapa había dos mujeres desnudas besándose en los labios, a punto de besarse en realidad, y

una tercera, de pechos chiquitos, observándolas a espaldas de la del medio, que estaba

arrodillada sobre una banqueta, en culo pero con los zapatos puestos y con los pelos de la

nuca fuertemente retenidos por la mano de la primera, que le tironeaba la cabeza hacia atrás

como para besarla en los labios. La mujer de pechos chiquitos tenía la mano izquierda

apoyada sobre la cintura de la que estaba arrodillada en la banqueta, de culo

verdaderamente interesante la del medio, no exactamente apoyado sobre los talones con los

zapatos de taco alto, sino ligeramente erguido, expuesto. En la mano derecha la mujer de

pechos chiquitos sostenía una vara o caña como de mimbre.


—No me interesa la pornografía —dijo Piaget cuando ella le insistió para que lo

leyera.

Esa misma noche leyó cuatro páginas al azar y se distrajo. Tenía algo. No podría

evaluar qué pero algo. Sin embargo, cuando la nariguda simpática le preguntó lo que le

había parecido el libro no supo qué responderle. Cuando se lo devolvió ella lo miró con

otro interés. O tal vez el interés era el mismo y él sólo se daba cuenta en ese momento de

cómo lo miraba porque ahora tenían algo en común. Hasta ese momento el único contacto

que habían tenido era el que se producía cuando Piaget dejaba sus sobres con las fotos para

el Capitán. Ella le firmaba un remito puntillosamente y lo despedía con una sonrisa. La

invitó a almorzar. Fue un impulso. Ella dijo que sí rápidamente, y agregó su nombre:

Leticia, Leticia Garay, sin que él se lo preguntara. Durante la comida ella le habló de la

amiga con la que vivía, una chica joven de armas tomar. Así dijo ella y cuando Piaget la

miró con extrañeza explicó que expresiones como ésas se le habían pegado de su familia,

abuelo y padre y amigos militares, descendientes, dijo ella, de conquistadores, como era

obvio, ¿no?, de los fundadores vascos de la nación.

—¿Y qué clase de armas es de tomar tu amiga?

La vasca peló la cáscara de banana que había pedido para postre y se la puso

groseramente en la boca.

—Venite a casa a visitarnos y vas a ver —dijo.

A Piaget se le puso dura.

—Dame la dirección —dijo, y la anotó en una servilleta.

Cuando conoció a la vasca Garay, Piaget se consideraba un hombre feliz. Poseedor

de un oficio con el que se ganaba la vida, no creía ser feo, aunque siempre había sabido,

por cierto, que ninguna niña delgada, excepto quizás su prima Marcia Nadina, se expondría
jamás a recostar su anatomía bajo sus adiposos músculos y tendones. El tiempo había traí-

do cierto consuelo a su ansiedad. Cuando se miraba en el espejo del baño se gustaba cada

una de las veces que sus ojos confirmaron su existencia. El tamaño creciente de su cuerpo

le parecía un rasgo de salud propio de un príncipe ona. En su primer viaje a la Patagonia

había aprendido que los caciques tenían por costumbre desposar a la doncella más delgada

de la tribu y engordarla hasta hacerla tan gorda como ellos, signo de lo bien que su hombre

la alimentaba. El discípulo que el fotógrafo esperancino Fernando Paillet nunca conoció

tenía la cabeza redonda, la calva precoz; la eficacia de sus ojos achinados eran como pasas

de uva en un pan casero, hilo del matambre en la carne cruda o clavos de olor en el puré de

manzanas. Nada tenía que envidiarle a las dioptrías de otros hombres más delgados. Aletas

anchas en la nariz y, bajo el mentón, abundante carne saludable.

Sus manos eran, quizás, demasiado grandes para el oficio; a veces, cuando le encarga-

ban un trabajo apurado, hubiera querido poseer los dedos huesudos de su maestro, que así

los había visto en una foto en el museo. Pero en términos generales, profesionales, la gor-

dura no le producía mayores fastidios. Rubicunda era su piel, y el cuerpo, cuando la vasca

Garay y él se enfrentaron por primera vez a solas frente a la luna de un espejo, respondió

ágil y saludablemente ante unas cosquillas oportunas.

Para los días en que se enamoró de ella se encontraba completamente reconciliado

con la osamenta que le había tocado en suerte: la carne es débil y agradecida, decía, y si la

vasca me ayuda santo remedio. Bienvenidas serían sus suaves manos. Y tal vez su suerte de

misántropo había cambiado debido al hecho de que, a diferencia de su admirado Paillet, él

nunca había sido demasiado quisquilloso con los manjares que le ofreció la vida. El viaje a

la Antártida fue la prueba. Los tabúes humanistas aún no se habían enseñoreado de la so-

ciedad y los trabajos por encargo le habían permitido sobrevivir. La comprobada fertilidad

de su semen y su contextura, tan útil para las bajas temperaturas, le hacía sentirse capaz de
salvar el honor de todos los fotógrafos de difuntos del mundo en aquella y en cualquier

otra ocasión.

La noche del desafío la tripulación andaba adormilada y algo incómoda por los saltos

en el mar y la bodega no rezumaba precisamente buenos motivos para trabajar a gusto.

Habían dispuesto los cuerpos para la tarde. Al subir al casino a desayunar compartió el

agradecido estupor de los oficiales frente al despliegue de creatividad que el chef había

desplegado.

—Hay trabajos que mejor hacerlos con el estómago lleno, ¿eh, Piaget? —le dijo el

Capitán haciéndole un guiño.

Pulpitos, caracoles flotando en salsa de hongos, mousse de camarones, un león escul-

pido en una sandía, todo supuraba la precisa moralidad, el exacto equilibrio que sólo los

grandes artistas pueden expresar, siempre y cuando, observó el Capitán, trabajasen al servi-

cio de las grandes instituciones de la nación.

—Amigos, ¡la mesa está servida! —agregó el Capitán, un hombre joven y desagrada-

ble a pesar de no ser precisamente delgado. Piaget pudo comprobar cómo el profesionalis-

mo requiere de un estómago resistente.

Simpáticos giros dieron alrededor de la mesa, con los platos entre las manos, y apenas

si los muchachos de la tropa tomaron un bocado. Aunque se sentía en la obligación de

cuestionar la impertinencia pagana del banquete, demasiado barroco para su gusto, optó

por callarse, en principio, la boca.

—Antes de los trabajos sucios es bueno comer un poco, sí —dijo.

Creyó percibir el agradecimiento del chef (le habían ordenado que subiera al casino

de oficiales) cuando le pidió una buena porción de aquel menú matinal.

—Los artistas tenemos que ser solidarios —dijo en voz baja cuando el chef llenó su

plato sin levantar la vista de la larga y decorada mesa rectangular donde reposaban los fru-

tos de mar.
—¿Seguro que no le va a caer mal, Piaget? —preguntó el Capitán.

—¿Mal a mí? No. Soy un experto en naturalezas muertas.

—Debería cuidar un poco su estómago, ¿no cree?

—Oficios como el nuestro son incompatibles con los estómagos delicados —dijo

Piaget pronunciando cada palabra lentamente, con estudiada artificiosidad.

El Capitán achinó los ojos sospechando una velada irreverencia pero después lanzó

una carcajada y pateó el piso y aplaudió, y Piaget creyó que sólo se detuvo porque la gran

boca de la vasca Garay había aparecido en el foco de sus miradas, sonriente y manchada de

mousse de camarón, con esa incongruente urbanidad que es casi física en las mujeres de

clase alta, y se hace paradigma entre algunas hijas de militares, y mucho más si la mujer de

un camarada resultaba, más que atractiva, excitante. El embarazo le sentaba realmente muy

bien y el abrigo de piel que él le había regalado, abierto en el pecho, alucinaba a los

hombres mostrando someramente el nacimiento de los senos. Para no ser menos, Piaget se

pegó una sonora palmada en el abdómen.

—¡Riquísimo! —exclamó.
Un rato después se oscurecía el cielo. El aire adquirió una consistencia cremosa.

—Tormenta en puerta —se dijo Piaget antes de bajar a la bodega.

El Capitán se había adelantado y con él, varios oficiales. La vasca Garay se encerró en

su camarote. Cuando empezaron a caer las primeras gotas Piaget acomodaba sus sombrillas

en la bodega.

—Debería haber comido una manzana —pensó al obturar el disparador de la cámara

frente al contenido de la primera bolsa negra.

El Capitán había ordenado que las dispusieran sobre una larga mesa rectangular, de

aluminio o estaño, atornillada al piso.

—¿Le cayeron mal los camarones, Piaget?

Percibió la ironía.

—Somos profesionales —dijo.

Y disparó tres, cuatro tomas más. Había otro fotógrafo, un soldado, evidentemente

novato en el arte de difuntos. Desde donde hacía lo suyo, el contraluz iba a quemarle todo

el rollo. No quiso espabilarlo.

El Capitán llevaba la cuenta de cada flash, de cada disparo, en un cuaderno de tapas

blandas, con una bandera ondeando delante de un sol pletórico de rayos, sobre un fondo

de color naranja. No era muy diferente al que Piaget había inaugurado durante los días en

que hacía las fotos del hijito muerto de su prima Marcia Nadina, antes de que la policía

descubriese la profanación del cementerio y de que el juez terminase considerando, con la

oportuna, inesperadamente sentimental recomendación que interpuso el ya entonces


teniente de fragata Franco Tetris cuando supo del escándalo, que el único castigo posible

para la muchacha era que la internaran en una clínica psiquiátrica del Estado en la capital de

la provincia, lo más lejos posible del ciudad pueblerina. Sin embargo, la diferencia entre los

cuadernos estaba no sólo en el color del fondo, cuya homogeneidad en el del Capitán era

cortada por una banda horizontal más tenue y amarillenta, sino, sobre todo, en que el de

Piaget, comprado en la Agencia Oficial de Quiniela Número 8752, apenas a unos pasos ca-

minados en diagonal desde la terminal de micros de Esperanza, la bandera se fundía con el

sol. Meter un sol en vez de la bandera podía también pensarse como una cosa arbitraria del

fabricante o, para decirlo con mejores palabras, la inclusión del astro rey en lugar de la tra-

dicional bandera podría no responder a una decisión azarosa de los fabricantes sino a una

causa mayor, del orden del subconsciente colectivo. En efecto, el círculo de la tapa del cua-

derno comprado por Piaget combinaba los colores celeste, blanco, celeste y amarillo en una

sucesión de puntiagudas bandas horizontales que iban de sur a norte, de abajo hacia arriba,

y que vistas más atentamente podían ser también confundidas con escarbadientes.

Y así se le habían figurado en un primer momento a él, en el hotel donde ni siquiera

servían desayuno, aunque con los años se dio cuenta de que en verdad simbolizaban una

especie de amanecer. Años después, para Piaget será clarísimo que en ese momento hubo

sol y no bandera en su cuaderno porque estaba llegando, se quería alcanzar, la democracia.

Para que se entienda mejor: los fabricantes de cuadernos no escapan a las generales de la

ley. Ellos también se volvieron disimulados en las postrimerías del régimen. Todo el mun-

do sabe, pensará Piaget, que una bandera ondeando es mucho más nazi que un lindo sol. El

cambio de diseño había simbolizado el de mentalidad en la sociedad. Algo similar a lo que

había obtenido Piaget gracias a la reclusión de su prima Marcia Nadina: seguridad,

anonimato y salvaguarda eterna a los secretos de su oficio. Pero volvamos al rompehielos.


Al cabo de media hora el movimiento del barco se había vuelto tan brutal que Piaget

tuvo que salir un momento a cubierta. Enfiló hacia popa dispuesto a expulsar las ternezas

marítimas del desayuno; el bamboleo le hizo trastabillar y por dentro de la camisa, por de-

bajo de su piel grasosa, pudo percibir vaivenes de ascenso y descenso como si se hubiese

transformado en el extraordinario hombre encinto que la reina de Inglaterra prometió pre-

miar alguna vez con un millón de libras esterlinas. Acodado en la chapa, lanzó una humora-

da negra hacia el océano.

—Calamares, a su tinta —rió, abrazado a su estómago, mientras las gotas de lluvia

pegaban en su calva y en su cara limpiándole el sudor y las lágrimas que el esfuerzo de vo-

mitar le habían provocado.

Vino después el momento de los brindis. El Capitán estaba contento y Piaget tam-

bién. Habían estado tomando durante varias horas y así como una alegría induce a la otra,

así a los brindis por los muertos flotantes sucedieron las loas a los que estaban bajo tierra, a

miles de kilómetros de distancia. Los oficiales creyeron importante hacer alarde de

magnanimidad. La tormenta se alejaba tan rápido como había llegado, los vinos dulces ha-

bían aflojado las gargantas y los hombres jóvenes compitieron frente al Capitán en la osten-

tación de sus crueldades. Uno a uno, los soldados fueron mencionando los cuerpos propios

que habían hecho viajar al más allá en las escaramuzas a cielo abierto o en los sótanos don-

de los habían ultimado. Piaget se sintió incapaz de superarlos. El era un fotógrafo, no un

guerrero. La intuición le indicó ser minucioso, clínico y medido en la descripción de sus ha-

zañas. Los demás podían haber lidiado con las serpientes y los perros, los caballos salvajes y
los cucos, pero sólo él, por su oficio, poseía el valor de sostener la mirada de la muerte cara

a cara.

—Usted le haría un retrato hasta a su propio madre en la tumba —desafió el Capi-

tán, divertido con los esfuerzos de Piaget por no ser menos que los otros.

Piaget tartamudeó una respuesta:

—Soy huérfano desde que nací. Mi madre debe estar hecha polvo. Pero hay objetivos

mayores que inmortalizar a los padres, ¿no cree?

—¡Silencio! ¡Silencio! —pidió el Capitán—. Acá Piaget nos va a sorprender.

Todas las miradas en el casino de a bordo se dirigieron hacia él. Cesaron los ruidos de

cubiertos en los platos. Como si un himno nacional estuviese a punto de ser entonado,

Piaget empujó su silla hacia atrás y levantándose con la copa en la mano, tambaleante y

mareado, dijo:

—Yo, lo menos, un lindo bebé muerto.

El Capitán sonrió:

—Pero si su hijo todavía no nació.

—La vasca Garay está echa una vaca —dijo Piaget.

La lengua floja, pastosa.

—¿Qué me dice?

Salir de ahí.

—Lo que oyó, mi Capitán.

Salir de ahí.

—No oí nada todavía.

—En cualquier momento salen los terneritos.

El Capitán lo miró entretenido.

—¿Qué me está diciendo?

—Lo que dije.


Los oficiales brindaron nuevamente.

—Si quisiera demostrar algo, usted tendría que sacar las fotos de su hijo muerto.

—¿Apostamos? —dijo Piaget

Todos rieron.

—¿Y qué puede tener usted que yo quiera tener? —dijo el Capitán.

—No sé… —dijo, y volvió a levantar su vaso como para brindar.— ¿Qué me dice de

los negativos de la fosa de San Vicente?

Al Capitán le cambió la cara. Los soldados notaron su impronta y a Piaget le corrió

frío por la médula espinal. Bajó los párpados y cuando volvió a dejar que la luz llegara a sus

pupilas sintió los ciento veintidós centímetros y medio de la Five Seven del Capitán

apoyados contra su mejilla de albóndiga.

—¡Está gracioso, el gordito!

Piaget nunca supo si la energía para responder fue un raro efecto del miedo o qué,

pero sin creer que las palabras salían de su boca respondió tranquilamente:

—Me extraña, Capitán. ¿Un hombre de apuestas como usted eligiendo el camino

fácil?

El Capitán sonrió. Su expresión volvía a ser relajada. Se rió con fuerza, bajando el

arma.

—Le gusta jugar fuerte, veo.

—Como a todos, ¿no?

—Okay —dijo el Capitán—. O los negativos de la fosa o las fotos de su muertito. Me

parece bien.
Insomne en su litera, Piaget no supo qué había sido peor, si haberse ido de boca o la

obligación de cumplir con un disparate semejante. Boca arriba, con la vasca Garay

roncando al lado, analizó la posibilidad de volver al casino y retractarse. Los hombres habí-

an aplaudido su desafío, aunque no estaba muy seguro de si lo habían entendido. Era

ridículo que el Capitán hubiese aceptado una cosa así. Como siempre, él había guardado los

negativos de todas las fotos que hacía para el Capitán. Y en San Vicente aquel había estado

particularmente salvaje. Tener esas fotos en guarda, particularmente ésas, era su garantía de

supervivencia secreta porque eran una prueba. Y de no haber estado tan borracho jamás

habría puesto en evidencia que las tenía, y que tenían un valor. Entonces no tenía sentido

que el Capitán accediese a apostar algo que lo incriminaba por una foto imposible. Porque

era obvio que el hijo que la vasca llevaba en la barriga iba a nacer sano y fuerte. Quizás es-

taban todos muy borrachos para entender los alcances de sus dichos. Quizás el bamboleo

del océano era el único responsable de que no pudiera conciliar el sueño. O quizás la cosa

era más simple: el Capitán estaba jugando con él. Quería obligarlo a asesinar a su propio

hijo para salvarse. ¿Podía alguien idear algo tan perverso? Podía. Si él no entregaba las fotos

de su hijo muerto tendría que entregar las fotos de los asesinatos de la fosa de San Vicente,

se repitió Piaget. Como Agamenón o Isaac, debería sacrificar a su progenie. Eso era lo que

le estaba pidiendo el enfermo mesiánico del Capitán. ¿Y si hubiera sido todo una

confabulación de los dioses? ¿Si él fuera una suerte de reencarnación de Perseo y el desafío

de fotografiar lo más querido una variante de la Medusa que todo lo congela con sus ojos?

Entonces el Capitán no era Dios sino la excusa para que él, el héroe gordo, demostrara su

fuerza a los ojos de los humanos mortales. Se durmió encantado con la idea. Y cuando

arribaron al puerto de Buenos Aires, Piaget casi había olvidado su bravata de borracho.

¿Cuántos muertos había fotografiado para el Capitán? Decenas. Su empleador soñaba con

la posteridad de la obra realizada. Algún día esas fotos le asegurarían un lugar en la historia.

¿Qué podía interesarle entonces que él tuviera uno u otro negativo de más?
—¿Qué nos diferencia de Auschwitz? —se acordó que solía decirle aquel hombre

con el cinismo de quien se cree un genio a quien sus contemporáneos ignoran—. Que la re-

saca de Alemania fue fotografiada por los aliados. ¿Usted creería en la eficacia de un

Himmler de no haber visto las pruebas de sus actos? ¡Ah, mi amigo! ¡Qué imágenes! ¡Qué

documento! Yo quiero que usted hago algo así para mí, algún día. Guarde todo bien,

guarde, que ya nos vamos a consagrar usted y yo cuando el público quiera ver los

testimonios gráficos de cómo los rescataron del caos sus salvadores. ¡Otra que la jeta del

Che Guevara! ¡Que vean cómo limpiamos a los zurditos en la Argentina! La Historia nos

absolverá.

De modo que Piaget continuó con sus rituales de exhumación incorporando los

detalles encargados por el Capitán y los de otros clientes nuevos, como Feced. Mucho

menos se le ocurrió decirle algo a la vasca Garay cuando rompió bolsa. Si pese a todo el

Capitán quería reclamarle el cumplimiento de su palabra, la muerte iba a dejar de producir-

le dudas. Su prole era su prole. No había ya en la muerte, para Piaget, misterio alguno que

develar. La muerte no era el sustento de algún secreto místico o filosófico. La lente de la

cámara sencillamente capturaba el momento de la transición humana y ni siquiera con de-

masiada exactitud. Todo se resumía en una palidez, una rigidez no muy diferente, en ver-

dad, a los retratos de los vivos. Un solo interrogante lo desvelaba. Uno que se apoyaba en

una leyenda inverosímil, la de la supuesta consistencia en que había permanecido el cadá-

ver de Paillet después de muerto. Piaget se daba perfectamente cuenta de que la respuesta

se alejaría cada vez más de su conciencia en la medida que se dejase atrapar por la sintaxis

de su oficio: el foco, el diafragma, la luz.

—Tanto encargo, tanto encargo para otro y al final, yo qué hice para mí, para

nosotros, de verdad…— se quejó ante la vasca Garay mientras ésta se retorcía de dolor,

agarrada a una estatua del pesado de Faustino Sarmiento que había en el hospital, en la

inminencia del parto.


No le comentó nada del compromiso asumido con el Capitán.

Como siempre, la palabra se opone a la materialidad de la mirada. Desobedece ins-

trucciones, esquiva hábilmente las trampas que le tiendo. Por ejemplo, en las páginas de es-

ta historia. Los blancos de la hoja son un espacio propicio, casi diría clásico, para señalizar

el porvenir. Buscar en lo anterior las pistas del futuro, y en el presente las huellas de lo que

pasó. Nexos. Bisagras. Puentes que nos llevan y nos traen sin que sea posible adivinar que

nos esperará del otro lado. Tampoco quién entrará en el halo de la próxima escena se nos

hace presumible. A esta altura esto ya es así. Un encanto o un drama. Juego de lotería o de

naipes. O mejor, de tute cabrero o de dados. Generala de unos. Generala de seis. Cómo

saber qué dado seguir. Cómo saber el número. Lo que debería preocuparnos es seguir

siendo, pese al caos aparente, rigurosos con la tirada. No dejar de agitar el cubilete. Darle el

mismo balanceo, los mismos movimientos de muñeca. Que los dados resuenen al golpear

la mesa de mármol. No mentir ni deformar los hechos. Muy mentiroso he sido ya, con mi

oficio, todos estos años, como para engañarme ahora construyendo situaciones inexactas.

Confiar en que la intriga armará secuencia por sí sola. No hay columna vertebral. Pero hay

vértebras lumbares.

Aunque también es posible que la dificultad con el lenguaje se deba a una especie de

idealización que tengo de la imagen. Yo, Florián Piaget, discípulo ignorado de Fernando

Paillet, el primer genio de la fotografía argentina, es razonable que desdeñe la capacidad de

representación de la palabra escrita; su esencia, presumo, es poco fotogénica. Afortunada-

mente no tengo otro objetivo al poner estos trazos negros sobre el blanco que el registro

de un rito cuasi religioso (como lo son, en rigor, todos los ritos). Así pues, me impongo

tranquilidad y paciencia.
Creo haber dicho que Paillet llevaba un metódico sistema para contabilizar sus traba-

jos. Si algún modelo llevo yo es el de sus "libros diarios". Dos carpetas azules, cada una de

ellas con una foto de muestra en la carátula: difuntos a domicilio y angelitos. Dos carpetas

rosas: mujeres y encargos de estudio. Una celeste, familiar, con varias hojas en blanco: una

foto de su padre, varias de la madre.

Conservo, gracias a Paillet, dos o tres imágenes de ellos. La más nítida, lo tiene al pa-

dre recostado en su ataúd; usa moño y creo que barba. Sólo puede verse la parte superior

del cuerpo en penumbras y, con claridad, los dobleces del papel con que ha sido forrado el

cajón por dentro. También, puntillas en la cabecera, y apenas un fragmento de los herrajes.

Aún hoy, en cambio, el horror me hace imposible observar atentamente el rostro cincelado

en las fotos de la madre.

La decisión de ejercer el oficio nuevamente me ha llevado a revisar las viejas carpetas.

Reconstruir paso a paso la tarea. Las veces que accedí a otras similares rompí todas las re-

glas. En cuanto a tomar o no los ojos abiertos, por ejemplo: una cosa es el recuerdo del ser

querido, otra muy distinta pretender ignorar su indefectible cambio de estado. ¿Por qué

tanto rigor ahora? Lo amerita mi discípulo. Su tristeza lo pone en el estado espiritual justo

para absorber una doctrina. Su curiosidad lo condiciona. Creo que es mi turno de pasar la

antorcha y que es bueno que lo haga de una vez por todas. Y no por mí, nadie me queda

ya, ninguna otra vocación que la de esta voluntad de neo-clacisismo fúnebre: a falta de

expertos suficientemente capacitados, tengo derecho creo a ponerle los motes que

correspondan. Que me muestre sus fotos aquel que tenga algo que objetar.

El arte de la fotografía, aunque imperfecto, siempre me produce un efecto terapéuti-

co, de ubicación. He seguido una frase de Maupassant copiada por Paillet en uno de sus

cuadernos diarios:
La moral, la honestidad y los principios son cosas indispensables para el

mantenimiento del orden social establecido; pero no existe nada común entre el or-

den social y las fotos. Los fotógrafos, esas aves de rapiña, tienen por principal mo-

tivo la observación y el retrato de las pasiones humanas, malas ó buenas. Ellos no

tienen la misión de moralizar, ni de flagelar, ni de enseñar. Todo acto, bueno ó

malo, no tiene para el fotógrafo más que una importancia: la del sujeto á retratar,

sin que ninguna idea buena ó mala se le pueda atribuir. Ello vale más o menos

como documento antropológico, he aquí todo. Los grandes artistas no se han ocu-

pado ni de moral ni de castidad.

Claro es que no estoy seguro de que Paillet quisiese la continuidad de su oficio. Es

más: que copiara la frase de un célebre novelista fue una sutil manera de inducirme a mí, su

discípulo futuro, a seguir otro camino. Paillet, intratable como era, como debió haber sido,

desconfiaba de los seguidores. Por algo nunca se entregó a las bondades del amor paternal

ni mucho menos a la deliciosa lubricidad de una pareja. Creo haber dicho que trabajaba so-

lo. Aislado. Cerca de la vieja estación de ferrocarril, centro de carga y descarga de granos

mucho antes de que yo naciera y ahora resumidero fétido de antiguos presagios. En los

últimos años, su madre fue la más eficaz asistente que tuvo, la única que logró asear y ba-

rrer su estudio con cariño a pesar del rutinario maltrato que el fotógrafo le ofrendaba.

Cuando envejeció y enfermó, Paillet la recluyó en una casita de la calle Belgrano hasta el día

de su muerte. Entonces la fotografió. En cuanto al padre, Paillet había logrado escamote-

arse de su mirada vigilante y cierta noche de lluvia dorada (una pequeña estufa eléctrica de

cobre calentaba el cuchitril, coloreando el ventanuco de la respiración), ingresó su cuerpo

mojado al cuarto donde descansaba y lo asfixió con una almohada. Cuando escuchó esta

historia la vasca Garay me dijo que si Paillet fotografió tan hermosamente los cadáveres de

sus familiares no fue por el deseo de halagarlos en la eternidad sino para neutralizar, supers-
ticioso como adivinó que era, la posibilidad de que ellos regresaran algún día de sus tumbas

para vengarse.

No le conté nada de Marcia Nadina.

No venía al caso.

Para nada.

(MEMORIABILA: Tuvieron que pasar once días antes de que los vecinos descubrie-

sen el cuerpo solitario de Paillet. Maravillosamente, su cadáver seguía intacto).

Pero, ¿quién soy yo para sentar cátedra acerca de la fotografía de difuntos? El único

profesional que aún se dedica a ello. Escribir un manual como el de Bonnet, "Lecciones de

Tanatología Visual". O algo por el estilo. Dejemos los prolegómenos para después. Vamos

a lo concreto.

De las apariencias.

1) Un muerto siempre es un muerto. El artista convencional tenía co-

mo propósito dar "apariencia de vida" para atemperar el dolor del recuerdo.

Siempre se ha considerado que lo natural se obtiene sólo como resultado de un

minucioso trabajo previo. En la fotografía de difuntos, sin embargo, la preme-

ditación produce un efecto artifical, no verdadero.

2) Así pues, no se usará maquillaje ni afeites de ninguna naturaleza

para retratar al cadáver. Para limpiarlo, simplemente agua y jabón.

3) Vestirlo sí. En cuyo caso se respetarán las convenciones del rito fú-

nebre. El buen fotógrafo no se ocupará de "producir" a menos que los defectos


de "producción" (tules, velos, tapas de los ataúdes) obstaculicen su campo es-

pecífico. Bajo ningún punto de vista trabajará con el cuerpo del difunto desnu-

do.

4) El buen fotógrafo permitirá una base de maquillaje suave. Esco-

riaciones y moretones no condicen con la naturalidad deseada. Pero atención:

no se abusará de sombras en párpados, ni de polvos en mejillas ni _mucho

menos_ lápiz en los labios. El maquillaje reparador deberá respetar el justo

término medio (ni temeridad en el color ni cobardía en las líneas).

5) En caso de fallecimiento por enfermedad, el buen fotógrafo atenderá

a los tiempos de la agonía: si el colapso sobrevino en un lapso corto (una se-

mana o menos), se maquillará hasta reponer el aspecto previo al momento de

enfermar. En tal sentido es perfectamente lícito realizar, con miras a conser-

var referencias exactas (y por qué no como servicio extra para la familia), re-

tratos del agonizante.

6) Si la agonía se prolonga más allá de una semana (y hasta cuatro),

el buen fotógrafo buscará reponer el aspecto "promedio" del difunto. En tal

sentido, es lícito buscar una tonalidad amarilla en forma artificial si, por

ejemplo, la causa del deceso fue una patología hepática. El buen fotógrafo pro-

curará que en el retrato último se perciban los signos de los días previos, por

supuesto que sin desdeñar el buen gusto.

7) Si el tiempo previo superó el mes, el buen fotógrafo respetará la

imagen final. En este caso los familiares difícilmente quieran recordar las

huellas del deterioro. El último suspiro del difunto: ese es su Carácter.

8) Manos. Se aplicarán las generalidades anteriormente descriptas...

—A ver si me explico...
—Se explicó perfectamente. Usted quiere fotos de muertos.

—No de cualquier muerto, mi viejo.

—No de cualquier muerto.

—Creerá que soy un degenerado. Un morboso. No es así. La historia habría sido

otra si el arte suyo hubiese existido en los tiempos de nuestros grandes hombres.

—Le agradezco el cumplido.

—No, no. Imagínese el unitario muerto de Echeverría plasmado en negativo. ¡Otra

que el corazón estallándole por el disgusto, mi viejo! ¡Pavadas románticas! Bien cagado en

su propio miedo, lo tendríamos hoy, retratado, inmortalizado, si alguien lo hubiera

enfocado con una cámara...

—Bueno, los daguerrotipos existían en la época de Rosas...

—Me extraña, Piaget. Un hombre informado como usted diciendo eso.

—No le entiendo, Capitán.

—En esos tiempos, con esas crisis, nadie iba a montar en los mataderos la paraferna-

lia que hacía falta para hacer uno. Eso y llevar pinceles y un caballete era lo mismo. Y ade-

más, un suicidio para el fotógrafo. De lo que yo le hablo es de tecnología. Instantáneas, mi

viejo. Clic. Clic. Y a otra cosa, mariposones. Porque además, me dará usted la razón, una

foto la puede hacer cualquiera. Minga de instrucción hace falta para apretar el botoncito.

Entonces la historia no estaría en manos de los nenes bien criados a humedad, francesitos

soñando con la Fraternidad en estas tierras. ¡Déjense de joder!

—¿De veras cree que cualquiera puede hacer una buena foto?

—No se me ofenda. Digo que en esa época no hubiera hecho falta, digamos, mucha

calidad. Cada estilo con su tiempo, ¿no? Nadie se dedicaba a eso en los días de Rosas, así

que no hacían falta Aldos Sessas para hacer perdurar sus obras...

—Dudo que Sessa aceptara su propuesta.


—Por eso hablo con usted, Piaget. Nos vamos entendiendo. Nos vamos entendien-

do.

—¿Tengo opción?

—Bueno, bueno. Tampoco soy una bestia.

—Tal vez.

—¡Ahora me ofende usted! No lo sabía tan llorón. Le estoy dando la oportunidad de

su vida. Usted ya ha visto que lo tratamos bien.

—¿Cuántas fotos habrá que hacer? ¿Treinta mil?

—¡Qué dice! Yo hablo de poco y bueno, lo justo. La verdad. Y ya que bailaremos juntos, bueno: lo

mío. Yo no le robo la celebridad a nadie. Ni voy a contribuir a la fama de otros. ¿Por qué cree que nadie

me nombró en los juicios?

—Por su fea cara.

—¡Ah, muy bueno! Me gusta que no pierda el humor.

—O sea.

—Usted cumple conmigo, yo olvido.

—Me pide demasiado.

—Nada es demasiado para un genio. A propósito, ¿cómo anda esa panza?

—Mucho no me cuido, yo...

—La suya, no, Piaget. La de la Vasca. La de esa rica guachita que se preñó, Piaget.

—Usted manda, yo cumplo, Capitán.

—Me alegro que nos entendamos. Salud.

—La suya.
Sonó el teléfono a eso de las tres. Piaget estaba mareado por la falta de sueño y

como siempre con el sueño le venía hambre, la campanilla del teléfono lo pescó camino a la

cocina. Era Marcia Nadina. Tenía voz de circunstancias.

—Estoy en el sanatorio —dijo.

—¿Qué hubo? —dijo Piaget.

Antes de sollozar, toda una rareza en ella, lo escupió:

—También tu bebé está muerto.

—Muerto, ¿el bebé? —repitió Piaget como un tonto.

Entonces ella se armó de coraje y suavizando la voz con la intención de ampararlo,

dijo:

—No lo pudieron sacar. Estaba amarillo. Es tan injusto...

Piaget separó el tubo del teléfono de su cara y le ordenó que se fuera a descansar. Ella

quería quedarse con el bebé. Piaget insistió. Marcia Nadina dijo:

—Como digas —dijo, y antes de cortar:— ¿Qué pasa con nosotros? ¿Qué hicimos

mal, primo?

Fatigado, Piaget subió las escaleras torpemente. Se sentó en la cocina. Abrió la

heladera. Sacó un paquete de pan lactal, un frasco de mayonesa, pickles y dos salchichas

viejas algo verdosas. Raspó el moho de las salchichas, las cortó longitudinalmente; untó dos

panes lactales con la mayonesa y en ambos dispuso prolijamente tres pickles: de zanahoria,

repollo y pepino; arriba, las salchichas abiertas al medio. Juntó las dos tapas con dos

escarbadientes y pegó un mordisco considerable. La acidez de los pickles lo estremeció.

Mordió de vuelta, pensó: "¿por qué estas cosas pasan en la madrugada?"

Y también:

—Debería tratar de dormir un poco. Mañana va a ser un día largo.

Pero no tenía sueño. Su bebé había muerto. Encendió la televisión. Su bebé estaba

muerto. En el cable daban una transmisión de golf hablada en inglés, en blanco y negro.
Años 50, calculó. El experto le daba consejos al novato para impresionar a unas chicas.

Debía sostener el palo así y así. Y poner el cuerpo así. No, así no. Así. Era bien gracioso.

Pero Piaget, sentado en un butacón chiquito, estaba incómodo para apreciar el

chiste. Tenía el sandwich a medio comer en una mano y con la otra regulaba el volumen,

cosa ciertamente inútil porque nunca entendió mucho inglés. Así se empezaron a caer

pedazos de pan al piso, y después del pan, de salchicha con mayonesa.

—Van a venir hormigas —pensó—. Tendría que limpiar.

Dejó el sandwich arriba del butacón y caminó por el pasillo hasta el cuartito de los

enseres. Agarró el escobillón, la pala y la escoba. Enseguida dejó la escoba. No hacía falta.

Volvió junto al televisor y barrió. Quedó una mancha de mayonesa en el parquet. Fue a la

cocina a buscar el trapo rejilla. Lo humedeció bajo la canilla. Volvió al living. Limpió.

Se sentó a terminar de ver el golf. Estaba muy cansado, muy cansado. Sonó el

teléfono.

—¿Cómo estás, Florián?

—Bien, Marcia. No te preocupes. Tratá de descansar.

—¿No querés que me corra hasta tu casa?

—No hace falta, en serio. Todo va a estar bien.

Hacía muy poco que Marcia Nadina había salido de la clínica psiquiátrica; en rigor,

ocho meses, o quizás unos días menos, desde el nacimiento del niño. La vasca le había

dicho a Piaget que la alojaran. Al principio iban a ser unos días nada más, después pasaron

una semana y dos, y después un mes. Le iba a venir que otra mujer la ayudase con las cosas

cuando la criaturita naciera. Pero el bebé enfermó. La leche de vaca no era buena, se ve. La

vasca Garay se deprimió muchísimo. Se le paralizó el cuerpo. No respondía a los estímulos

y tuvieron que dejarla en el hospital. Marcia Nadina se hizo cargo. Nunca pensaron que el

desenlace iba a ser tan rápido. Y para colmo, Piaget tenía más trabajo que nunca. Feced lo
demandaba todo el tiempo. Era impresionante lo mucho que había para fotografiar en la

gendarmería de Rosario.

—Florián, ¿estás ahí?

—Sí, Marcia, decime.

—Bueno, me olvidé de decirle. Por eso te llamó. Tenés que pasar a firmar unos

papeles...

—¿No podés ir vos por mí?

—Ay, iría con todo gusto, vos sabés que iría con gusto. Con todo lo que hiciste vos,

por mí. Pero tiene que ser la madre o el padre.

—Está bien, Marcia. Mañana voy a pasar.

—Hoy mismo me dicen que tenés que venir... No sé qué apuro les agarró. A las siete

abre la administración.

—A las siete. Lo anoto. ¿Algo más?

—No... Nada. Bueno, yo...

—Andá, vení a descansar, Marcia.

—¡Era un bebé tan simpático!

—Mañana hablamos. Venite, dale. Dormí un poco.

Colgó. Fue al baño. Hizo pis. Un largo chorro. Sensación voluptuosa. Se pesó en la

balanza: ya estaba superando los ciento quince kilos. Los trabajos en Rosario lo habían

hecho subir todavía más de peso. Debía ser la mala comida. Por suerte ahora trabajaba en

un diario. Era mucho más cómodo que tener que andar recurriendo a los inútiles del

gabinete de fotografía de la Marina. ¿Qué clase de gente se iría a encontrar? El trabajo no

estaba mal: accidentes de tránsito, pavaditas. Iba a ser un día largo, tragó un Valium. A ver

si dormía un poco.
Mala forma de empezar el año, muriéndose tu hijo.

Lo que es Piaget, no sintió nada. Un gran trabajo lo espera por delante y lo único

que quiere es que pase pronto, porque esta vez la muerte lo ha tocado de cerca. Si la

ocasión hace al ladrón, su fastidio (que no es un sentimiento, no, no es un sentimiento) lo

haría un artista.

En el sanatorio, un joven periodista y su suegra lloraban la muerte repentina de la

hermosa esposa de él, tan joven como él, víctima de un accidente de tránsito. A Piaget su

dolor le resultó completamente ajeno. Los moribundos nos imponen la ajenidad de

nuestros seres queridos. No hay manera de estar unidos, no hay nada que compartir.

Presumió confabulaciones siniestras en la última hora de los muertos. Padres y

madres deseosos de desprenderse de la sombra de sus menores, nietos y nietas distantes y

aburridos, tal vez discípulos: lo único que puede reconfortar en una situación así es el arte,

al menos el oficio, que a pesar de todo lo que hizo todavía siente que no lo tiene del todo

dominado, pero tal vez dentro de unos meses, dentro de unas horas, quiero decir más

adelante, mañana, hoy, si sigue, si sigue.

De nada vale llorar por los ausentes, sí retratarlos. Y llorar luego sobre sus retratos.

He dicho que Piaget no sintió nada. Mentira. Sintió el remordimiento por haber

estado esperando, él también, ese momento. Ahora había un muerto cercano para probar

lo que sabía. Un arte no se practica en teoría. ¿Era una sanguijuela? Algo así.

El cuerpo, imaginó, todavía estará algo cálido con sus cánulas y bolsas; quizás ni

siquiera le vaciaron el orín o la materia fecal. Es su hijo; era.

¿Qué iba a salir de todo eso?

Unas fotos especiales. Primeras imágenes en exclusiva del más allá, que está muy acá,

a cinco minutos en colectivo de su casa. Aunque tal vez cuando llegara ni siquiera esté

destapado. La última vez que lo vio, entonces, fue en Navidad. El horror en casa. Se le

figuró un folletín aquella muerte ansiada.


Lo tenían dopado. ¿Lo habrían matado ellos con tanta medicación? Eso pensaba de

madrugada cuando no podía recuperar el sueño. Y en cuanto pensó eso, mientras pensaba

para no sentir pensaba, en duermevela pensaba, pensaba, pensaba que él lo iba a poder

evitar. Voy a ir con mi inocencia y haré que le desconecten todos los tubos a mi hijo y

dejen de darle morfina y sus pulmones sanarán milagrosamente y el corazón del pobre bebé

seguirá latiendo hasta los cien y más y su cuerpo permanecerá incorrupto para toda la

eternidad, como el de Paillet, y les dará una lección de vida a su madre que no sabe, que

nunca supo más que odiarlo, y mucho menos comprenderlo, no como su padre, el artista,

yo, al bebé, el bebé que se estaba muriendo.

Y claro, la noticia vino por teléfono. Cómo si no.

Preparó cámaras, pinceles. ¿Qué lente usaría?

Un f 4 con 13, 6 cm de distancia focal. Apropiado para primeros planos y trabajos

interiores en general, retratos, ¿no es cierto? Permite fotografías rápidas hasta de 1/1000 de

segundo.

Un trípode para evitar la vibración, el temblequeo de sus manos gordas y asegurar

una distribución perfecta del sujeto en la película. No mantener la cámara en las manos, no

creía poder sostenerla firmemente. Alguna lágrima se escaparía de él, quizás, así pues el

visor no quedaría limpio de interferencias el tiempo que durase la exposición.

Mantenerse frío.

Pero lo que sintió fue una inmensa tristeza. Si alguna vez había experimentado la

felicidad como la facultad de percibir el movimiento estando acostado en el césped -¿el

césped o el pasto?- ahora ninguna eclosión, ni terremoto ni maremoto, ni siquiera viaje en

globo terráqueo, podía hacerle sentir algo semejante. La tristeza lo clavó en tu lugar. Y ya

no pudo salir de ese estado. Cuando Marcia Nadina lo vio llegar al sanatorio con su

parafernalia de cámaras y equipo pudo sino sentir lástima por Piaget. Dejar sus propias

penas en un rincón, junto a la estantería donde había guardado los veinte pañales
descartables que todavía quedaban en el paquete, y sentarse a su lado para que no se

sintiera tan solo acariciando la cabeza amarilla del hijito. El cuerpo del bebé estaba frío y

duro y en eso no era distinto a todos los otros cuerpos que Piaget había fotografiado. El

distinto era él, Piaget.

La enfermera había cambiado el cuerpito pero no lavado y sin consultar a nadie

decidió colocar la cabeza donde durante noches, las noches de su lenta agonía, habían

reposado los pies. El cambio no le pareció extraño, a Piaget, hasta muchas horas más tarde

cuando… ¿cuándo exactamente? Ya no lo recordaba. Sólo que la extrañeza de ese cambio

de posición vino a ocupar un lugar en su conciencia el tiempo suficiente como para alejarlo

de los ritos fúnebres. Y como no podía ser de otra manera, esa observación se transformó

en deformación profesional: menos mal que no saqué las fotos antes, pensó, la luz que

suponía iba a encontrar con el bebé acostado cabeza hacia la ventana decididamente no era

la misma que obtendría ahora, con el rostro pétreo apuntando hacia el Oriente; es decir,

con su mollera dura y cerosa, y pelada, la pelada se veía más blanca, entrando en el cono de

sombra de la habitación.

No era que le hubiera faltado oficio para retratar el rostro eternamente sin la cálida

luz que sí caía sobre el remanso de los pies; era que el resultado hubiese devenido algo

incierto y por mínima que hubiese sido esa incerteza habría sido suficiente para justificar un

resquemor; si hubiese querido acceder a esa excusa, cosa que no hizo.

Talento es también saber cuando abandonar un proyecto.

Porque lo cierto fue que no pudo hacer el retrato prometido al Capitán porque su

voluntad trastabilló. No miento si digo que nunca le había pasado algo así, ni en sus inicios.

O quizás una sola vez, con el hijito de Marcia Nadina. Nada grave, a juzgar por la perfidia

que sus fotos develaron en los rostros de tantos muertos que debieron haber seguido

estando vivos, al decir de sus familiares. Agradeció al sentimentalismo la oclusión

momentánea que de sus dotes hizo.


Violeta y gris y ancho, más de 300 páginas, bien fileteado, cosido por pliegos. En se-

gunda persona. Hablar, pensar en segunda persona; nunca te sentó demasiado, o quizás sí.

La Historia; nunca la conseguirás dominar del todo. Pero ahora que leés ese libro quizás...

"Uber die Macht der Liebe": "Mis pensamientos rayan la melancolía y la autodisminu-

ción...". Pero mejor aún el "Von den Nutzen den die Mathematik einem bel espirit bringen

kann": "para que una felicidad que nos parece indiferente se nos haga bien palpable..."

¿Dónde leíste eso, Piaget? Deberías recordarlo. Así nunca vas a conseguir que te acepten

en el puto diario. ¿Dónde, Piaget? Si tan solo pudieras recordarlo. ¿Filosofar vos, Piaget?

Por favor. Aunque si lo leyeras todo quizás, más tarde, podrías intentar...

De todas formas, sos perezoso. En vez de reflexionar, preferís disfrutar el aire, el cie-

lo, el sol. ¿Cuando? Ah, Piaget. Hace poco. Tumbado en el césped pudiste haber sentido el

leve movimiento giratorio del globo terráqueo, bajo tu cuerpo, como le pasará a

Santamarina al corroborar sus premoniciones. Pero los hombres robustos como tú nunca.

¿Robusto? ¿Cómo tú? ¿Robusto? ¡Gordo! ¡Obeso, Piaget! Eres una mole de grasa. Sos. Una

ballena. Tumbado, varado y tumefacto, gelatinoso cerebro el tuyo, Piaget. ¿Dónde? ¿En el

césped? El pasto, Piaget. Sincerémonos. El pasto de Esperanza, cuanto menos. Arriba del

pasto, un toallón mojado. Donde vos, no tú, vos, estuviste dorándote hasta que el sol hizo

tu sudor tan abundante que fue preciso empapar todo el cuerpo con un baldazo de agua

fría. Pero no es hora de recordar otra vez el pasado, Piaget. Siempre en el pasado, vos.

Aprendé de Santamarina: él sí progresará. Estará desesperado pero seguirá confiando en

Dios hasta último momento. No como tú, cerdo y ateo.

Si al menos pudieras pensar en algo más que en ese tonto baño de agua y de sol.

Atender a este momento, no a los recuerdos falsos, los chistes, los equívocos. A este
relampagueo de la tristeza. Fijarlo. "Denkt, blitz". Ya. Algo horrible le ocurrirá a

Santamarina ahora, Piaget. Lo ha intentado decir durante toda la noche, con sus medias

palabras. Pero vos estás sordo, Piaget. Todos ustedes están sordos. ¿Es que solamente

podés pensar en vos, gigantón? ¿Solamente en ustedes, pueden pensar? Insisto: algo horri-

ble le ocurrirá a Santamarina ahora, Piaget. Dejá ya de sentirte tranquilamente gordo y vi-

vo. ¿Recordarás todo lo que él te vaya diciendo ahora, Piaget? No otra que tu oreja grasosa

encontrará el muchacho. Ayudalo, Piaget. Ayudalo. ¡Oh, no! ¡Otra vez con eso no! ¡Egoísta

del orto!

El césped. Desde donde estabas, podías ver la mitad superior de tu abdómen (panza

moliente) reflejada en el pulido, bien pulido, gordamente pulido brillo de la puerta del auto

de Marcia Nadina. No recordarás nada de lo que Santamarina te diga, Piaget, si vas por ese

camino. Mucho tinto desde el almuerzo, me temo. Y ahora la indigestión, claro. La resaca,

Piaget. Tenés un estómago débil. No como Hans, ése sí sabe comer. Cultura gástrica,

Piaget. Así no serás nunca un buen filósofo. ¿Un historiador? Oh, Piaget. Menos que me-

nos.

Registrá las palabras del chico. Escribilas en tu cabeza. Grabátelas. Y aprendé de él,

aunque subestimes su juventud. El no tiene tus lecturas, so bruto. Para empezar: no más

césped, Piaget. Pasto.

Un cuadrilátero. Porque al estar abierta una de las puertas del auto, los bordes verti-

cales de ella producen una sombra que distorsiona, levemente pero bueno, tu reflejo.

Cuando el sol pega de frente (cuando las nubes se corren) queda en el cerebro una im-

pronta centellante, miles de figuras rojizas que distorsionan aún más, si cabe, la imagen

gorda que tenés de vos mismo, Piaget. Junto a tu cabeza se forma un charco de otra som-

bra, como sangre, que surge de las orejas y la mandíbula relajada, satisfecha, y se esparce a

su lado formando un segundo cuadrilátero. Pero apenas puede verla tu cerebro de morcilla

si levantás un poco la cabeza, cosa que no estás, que no estabas, dispuesto a hacer. Eso te
hubiera permitido, Piaget, tumbado y todo, al sol, Piaget, la posibilidad de detener, de cap-

tar el instante. El relampagueo, Piaget.

Pero ni antes ni ahora estás dispuesto al esfuerzo. Por eso, cuando lo horrible suce-

da, cuando Santamarina llore desconsoladamente mirando el piso del sanatorio, no enten-

derás nada, Piaget. Tendrás la ocasión de fotografiar el instante en que esto ocurra, pero

no lo harás. Vos no sos Piaget. Esa es la verdad para ti. A menos que. Epa. ¿Qué está pa-

sando? ¿Te aburrió la contemplación, el recuerdo de la auto contemplación? Al dar la vuel-

ta una página del libro, una foto se caerá al piso de la redacción.

¿Qué es eso, Piaget?

¿Te habría molestado quizás oír nuevamente tu nombre? Por algo sería, Piaget; por

algo sería.

¿Qué será eso?

—Cheng Ek, Camboya.

Lo habrás dicho con desprecio, Piaget. No te culpo del todo. El chico será realmente

ignorante. Así que dará lo mismo mentirle que decirle la verdad. Pero al levantar el papel

fotográfico, al sacarlo de entre las hojas pautadas que Santamarina irá arrojando descuida-

damente al piso, en bollos nerviosos, tu mano carnosa buscará, casualmente, ocultarlo de

su vista. ¿Te quemará? ¿Estará recalentado por el incesante manoseo? Ah, no es posible,

Piaget. Ni siquiera serán las doce. Ni serán doce las calaveras en la foto. Serán cincuenta o

cien, una piel de cráneos apilados en prolijas filas, como tazones en un bazar. Y además,

las fotografías no se calientan así como así.

Como quiera que vaya a ser, ahora el ruido, si no de las palabras de Santamarina, que

no han dejado de oírse desde que entró esta noche, perturbado porque algo horrible le

ocurrirá a su esposa embarazada y a su bebé por venir, en menos de quince horas, el de las

máquinas, Piaget, el tipitap tipitap como un corazón que bombea sangre de papel, Piaget,

entró en tu cerebro adormilado.


¿Hará mal al cerebro tanta exposición sonora?
Algún día la hijita de Santamarina sabría que a muchos padres les da la misma debili-

dad: escribirles una carta o varias a su hijo por venir. Aunque las cartas no fueran su fuer-

te, Santamarina también habría pensado hacer algo así. Lo que todavía no sabrá será de

qué escribirle exactamente. Hans decía que era fundamental mostrarles el mundo al que es-

taban por llegar sin escamotear los detalles más sórdidos. Santamarina, en cambio, planea-

ba contarle algunas cosas que tenían que ver con ella y con ellos. Por ejemplo, que Sabrina

se había puesto ese día, antes de subirse al micro de NECE, el vestido rojo que a

Santamarina nunca le gustó, a pesar de que era el mismo que tenía puesto el día que se le ti-

ró. Y que ahora, ahora que le escribía esa carta a él le había parecido relindo. Relindo, como

se decía entonces; entonces con respecto a ahora; ahora con respecto a antes, claro; es de-

cir con respecto a ella, cuando leyera, cuando lea, cuando le lean, cuando le leyeran, esa

carta. Esta que te escribo ahora, hijita porque bueno, tu mamá, Sabrina, era una mujer be-

llísima. Pelo largo, ondulado, piel muy blanca. Los ojos chiquitos pero de una intensidad

que impide apartar los de uno, los propios ojos de uno, de su mirada, sobre todo cuando

se han propuesto verte, hijita, o que la vieran bien. Santamarina creía que la clave de su in-

tensidad estaba en las pupilas. Las pupilas en movimiento constante, como persiguiendo la

niña del ojo del otro, cazadoras, copiaría Santamarina, de un libro de Hans. ¿Entendés có-

mo es? Los ojos de Sabrina lo enamoraron desde que la vio cuidando a un grupo de niños

con guardapolvos a cuadritos, en el Ital Park, y a pesar de que alguna vez su hijita los ha-

bría de ver discutir, Santamarina se sentía en la obligación moral de darle, por escrito, para

siempre, una tranquilidad: se querían muchísimo. Siempre se iban a querer. Siempre se ha-

bían querido. Pero al llegar a este punto, Santamarina cambió de rumbo.

—Sería mejor que le dieras algunas enseñanzas. Datos, verdades, esclarecerla para

que sepa manejarse en el futuro... —dijo Hans.


Por ejemplo, la realidad de esos días, aunque fuera una pálida. Y Hans le dictaría unos

párrafos acerca de la Historia. La historia de la palabrita: que era un argot, que había surgi-

do a principios de la década como jerga exclusiva de los rockeros; que después, con el

tiempo, se fue popularizando, como siempre ocurre con las novedades: los viejos terminan

aceptándolas, aunque a veces se las va la vida en el intento... El ahora podría decir que en-

tendía las dos posiciones: los jóvenes se chivan porque su lenguaje no es aceptado por la so-

ciedad, los viejos nos ponemos a la defensiva hasta poder digerir lo que se viene, en fin. El

tiempo todo lo soluciona. Todo gran enfrentamiento termina haciéndose prenda de paz o

algo así. Por qué no se callaba un poco, pensó Santamarina.

Deseó.

Porque el presentimiento que venía molestándolo desde hacía varios días volvió a su

cabeza.

—Algo malo va a pasar —dijo.

—Contale lo triste y preocupada que anda la gente por la calle, estos días —dijo

Hans—. Que no tienen un mango. Que no hay trabajo. O mejor dicho, empleo. Que en el

gobierno está un palurdo peronista. Patilludo. Una persona en quien los pobres confiaban

mucho pero que después los traicionó, contale; que él nunca va a aceptar eso, naturalmen-

te; pero que los cambios que tuvo que hacer eran necesarios para mejorar la situación he-

redada. ¿Heredada de quién? Decile, contale, que él decía que del gobierno anterior, los ra-

dicales. Y que los radicales tuvieron un presidente blando, como es su costumbre, contale.

A mí me parece, no sé a vos, claro, Santamarina, que sos el padre, el padre de la chica quie-

ro decir...

—Mi hija. Marina.

—Lindo nombre. Bueno, coincidirás que al principio hizo cosas buenas, pero des-

pués empezó a decir otras que no eran ciertas, y sobre todo a hacerlas, ¿no?, como los

juicios a los comandantes y toda esa mierda contra la Escuela de Mecánica de la Armada
¿no? ¿Marina como Sabrina? Suena parecido. Mirá vos. Bueno, a ella, a Sabrina, siempre le

pareció un hijo de puta también, ¿no?

—Su insulto preferido.

—Sí, sí.

—¿Hans?

—¿Qué?

—Va a pasar algo horrible. Lo siento en la máquina. Mirá cómo suenan las teclas

ahora.

—¿Cómo suenan? ¿Qué tiene? No seas pesado. ¿Qué querés? ¿Que te de mi

computadora nueva querés? Ah, no viejito, estas cosas son muy delicados…

—Perdoname, yo...

—Vos pensá en la carta; en la carta pensá. Te la termino enseguida: yo digo... decile...

que ése era un hijo de puta, como dice Marina, a secas. Quiero decir, Sabrina. Pero que

éste es peor. Fundamentalmente porque si bien fue él quien, después de los radicales, les

dio el indulto a los comandantes, también dejó libres a los jerarcas subversivos. Ahí está.

Que por no tener huevos dejó libre a todo un grupo, doscientos, trescientos, mil

quinientos decile, ponele, que hace ya como diez años... mejor quince, o veinte, ponele...

¿Qué edad va a tener la pendeja cuando lea esto? No importa. Que asesinaron a muchísi-

ma gente, ponele, con la excusa de que encarnaban la voluntad del pueblo. Y ahí tenés otra

cosa jugosa, central, para enseñarle, ¿ves? Ponele, decile, que tal vez en sus libros de histo-

ria alguien, algún jodido amigo tuyo, historiador ponele, por decir algo, haya escrito que el

proceso militar que duró de 1976 a 1983 concluyó, obtuvo, mejor, la victoria contra la sub-

versión apátrida. Y que nunca se lo reconocieron.


Junto a tu cabeza grasosa, en el pasto, antes, en Esperanza, un ejemplar del diario del

Che en Bolivia, abierto, ¿puro azar?, un relampagueo, denk, blizt, febrero 26 ¿Cuántos años

han pasado: veinte, treinta? Benjamín se había quedado atrás, por dificultades en su mochila y agota-

miento físico; cuando llegó a nuestro lado le di órdenes de que siguiera y así lo hizo; caminó unos 50 ms. y

perdió el trillo de subida, poniéndose a buscarlo arriba de una laja; cuando le ordenaba a Urbano que le

advirtiera la pérdida, hizo un movimiento brusco y cayó al agua. No sabía nadar. La corriente era intensa

y lo fue arrastrando mientras hizo pie; corrimos a tratar de auxiliarlo y , cuando nos quitábamos la ropa

desapareció en un remanso. Rolando nadó hacia allí y trató de bucear, pero la corriente lo arrastró lejos. A

los 5 minutos renunciamos a toda esperanza. Era un muchacho débil y absolutamente inhábil, pero con

una gran voluntad de vencer; la prueba fue más fuerte que él, el físico no lo acompañó y tenemos ahora

nuestro bautismo de muerte a orillas del Río Grande, de una manera absurda. Acampamos sin llegar al

Rosita a las 5 de la tarde. Nos comimos la última ración de frijoles, y también las hojas brillosas,

que desde aquí parecen simplemente revistas de actualidad, pero que yo sé que son, que

eran, las de la izquierda, de esas chicas en polleritas de colegio; resumiendo, se ve tu cabe-

za, el libro del Che, las chicas caminando por las calles agarradas de la cintura, riéndose

descaradas, el Chevy azul, espacioso, sobre todo en el sitio del conductor, ¿eh, panzón?,

parte del bosquecito de Esperanza, solaz heredado, con su historieta y todo, y el calor.

También el calor se ve. En las hojas resecas de los eucaliptus se ve. En la botella de vino ya

tibio, caída, se ve. En la luz que enceguece se ve. En la distorsión de la historia. ¿Intencio-

nalidad o fuga?

Pero la pereza, el recuerdo de la pereza de esa siesta es, con mucho, superior a tu

capacidad de entender las cosas. Y además, deberías tener por lo menos treinta kilos me-

nos, no los ciento cincuenta que vas camino a conseguir. Algunos sonidos: la vibración

que producen los autos que pasan a lo lejos, por la ruta, un chasquido de gota de grasa que

cae sobre los carbones de una parrilla tardía, sonidos que parecen venir y existir en otra di-

mensión. Pero el calor. El calor, Piaget, ballenato perezoso; el calor no te deja pensar bien,
Piaget. La historia es algo más que fragmentos sueltos, Piaget. La Historia, dirías vos, siem-

pre tan solemne, son Versiones de los Escritores. Te caen gotitas de sudor por los costa-

dos del abdómen, y de las axilas, y de la frente. Y tenés un pie apoyado en una piedra ca-

liente, casi dirías que roja, por la impresión que te produce en la planta con sólo rozarla;

casi dirías que sin pulir, por las rugosidades de estilo que percibís, como si la naturaleza,

cuando la fabricaba, hubiera tenido la misma pereza que sentís vos ahora. ¿No Dios,

Piaget? No, claro. Dios la hubiera hecho completamente lisa, sin fisuras, perfecta. La natu-

raleza es más carnal, más carnosa. Como vos, Piaget. A vos no te va tan mal, gordito, ¿eh?

¿Quién había dicho eso?

Pero Santamarina era un pobre benjamín en la vida. Absolutamente inhábil. Y de pron-

to, en la redacción, Hans recordó otra cosa, que interrumpe su sermón histórico, y quizás

se deba a que Santamarina dejó de tipiar en su máquina de escribir para escucharlo, o que

ya estába lleno el tacho con bollos de hojas pautadas, filetes de la realidad, y era hora de un

descanso. Los cerámicos del piso del baño del diario estaban hechos por cientos de pedaci-

tos de piedras o marmolcitos, que debieron haber sido incrustados allí por alguien, no ca-

sualmente, como quien construye una pieza de arte aprovechando los trozos desperdicia-

dos de los cerámicos más caros o podridos, vaya uno a saber cuánto tiempo atrás, cuánto

tiempo adelante.

Pobre de la hija de Santamarina, pensás. Pero no es el caso. Se trata de registrar un

instante absolutamente privado, el relampagueo Piaget, la búsqueda de la verdad histórica,

más allá de las contingencias morales, ¿eh Piaget? Ah, qué soberbio te vas volviendo con
los kilos que no dejan de aumentar. Nada es comparable, para tu conciencia, con esa tarde

del pasado; nada es comparable, no, ni la hijita que tanto ansía tu compañero, ni su hermo-

sa joven esposa, ni el Che ni Dios; nada es comparable cuando el sol te dora. ¿Como a un

pollo al spiedo, Piaget?

Junto al rectángulo de la puerta del Chevy donde se reflejaba tu torso, cuya descrip-

ción se habría de convertir en una suerte de marco, de obsesión, se vería el resto de tu

cuerpo. Es decir, junto al borde de la puerta, a cinco metros de donde estarías tumbado, en

el futuro recuerdo del pasado, y tendría la propiedad de aislarte del entorno, como si fuera

el zoom de una cámara de video de los policías yanquis, que iban a estar tan de moda. Es

decir, permitiendo ver también, casi sin modificarlo, el foco de tus ojos, aunque un poco

modificado, en verdad, por el centelleo violeta y amarillo y azul que te cegaría cada vez que

se corriesen las nubes. Y si levantabas un poquito, nada más que un poquito la cabeza,

podía ver trozos del interior del auto también, a su vez enmarcados por cada una de las

ventanillas. Parecerían un espejo reconstruido, cuyos pedazos mal pegados intentaran

alejar, inútilmente, el conjuro de la desgracia que su rotura desencadenó. Entonces se

vería el cuero marrón, aparentemente brilloso como tu cuerpo, aunque puede que haya

sido una ilusión óptica también.

Es infernal cómo engaña la vista el sol, ¿eh Piaget? Parecía imposiblel reconstruir la

realidad que habías, que estabas que estaría empezando a dejar atrás antes de que

Santamarina empezara con su cantilena lloricosa. La traición, Piaget. Nadie está libre de

traicionar a otros en esta viña de mala muerte, ¿no es eso? Todos habían sido traidores.

Incluso los de la fosa de San Vicente, o los torurados. Todos habían terminado delatando a

alguien, ¿no es cierto? De eso te habías querido convencer mientras les sacabas tus fotos.

Si eran traidores, no se merecían el anonimato eterno. Pero tal vez sea inútil lamentarse

por la dignidad perdida. Santamarina estará zumbando alrededor de ustedes toda el día con

sus tristes pensamientos.


Y será mostrarle lo que hiciste tu manera de ocultarle la verdad. Será tu piadosa,

paradójica manera de impedirle mirar las cosas como fueron. ¿Una forma de no aceptar

que el remordimiento te carcome como nunca lo habías sentido? ¿Pura y sucia y gorda ma-

nera de tergiversarlo todo para protegerte del juicio de la Historia? De la historia a secas.

Lástima el sudor y la pesadez de estómago, Piaget. "La historia incluye sólo relatos

de hombres despiertos, ¿acaso los de los durmientes deberían valer menos?". ¿Dónde leíste

eso antes? ¿Lo has recordado por azar? Vamos, Piaget. Somos grandes. Después de todo,

lo único que te interesó fue pasar un buen momento. Ser feliz, como Santamarina. ¿A qué

complicarse la vida con cuestionamientos éticos? Y ahora tenés sed, y el sonido leve que

venía de la ruta aumenta, y te levantás, te levantaste, para sacar el bidón del piso del Chevy.

Y al llegar junto al asiento del conductor, al apoyar tu gordo culo en la toalla, miraste la fo-

tografía. Nítida y excitante en tus manos, ahora, entre las hojas del libro. No la de

Camboya, no Piaget. Vos y yo sabemos. Pero, ¿qué más da? Santamarina seguirá con mala

cara, y si fueras Hans querrías decirle todavía algunas cosas para que le escribiera a su hijita

por venir, pero el calor del pasado ahora está metido en la redacción, y es como si no

pudieras resistir la tentación de volver a echar una miradita a esa foto acusadora. Cuando

terminó de felarte, molesta porque se lo habías exigido antes de darle las fotos de su hijito,

Marcia Nadina dijo una frase muy adecuada para lo que sentís ahora (ahora con respecto al

pasado, el pasado con respecto a antes):

—Lo tuyo es no querer perderte los platos más exóticos del banquete.

Por eso estás tan gordo, Piaget. Por eso fuiste y seguirás engordando hasta que tus

fotos sean públicas. Vergüenza ajena me das. Y tu imaginación me asquea. Pero tenemos

que seguir todavía un poco más.


—Pena —dijo Santamarina mecánicamente.

—¿Qué cosa?

—Pena.

—Yo me muero de calor.

—No, en serio. Sé que las cosas ya no van a ser igual.

—Así es la vida en este país, che.

—Vos porque no sabés lo que es una mujer que te ame.

—La felicidad sólo existe en el Paraíso, mi querido. Acordate donde estamos. Mi

sentido pésame.

—Mi mujer me va a hacer el hombre más feliz.

—Si vos lo decís...

—No, en serio. Y mi nena también va a hacerlo.

—¿Hacerte feliz?

—Feliz. La historia de la felicidad todavía está por escribirse.

—Frases hechas, Santito. Frases hechas.

Escribirle únicamente la verdad entonces. Que no era día para iniciar proyectos de a-

mor ni de navegación. Que había estado conversando con Hans del asunto ése de la

felicidad. Que se había portado mal con ella. Que la había traicionado. No, eso no. La ver-

dad, pero no toda. Que tenía cosas muy importantes para confesarle, que por favor no lo

malinterpretara. Que lo perdonara. Sí, éso. El no era una mala persona, a pesar del desliz a-

quel. Se habría reído Coca de leer sus pensamientos. Ocho personas resultaron heridas,

dos de ellas de gravedad pero él iba a ser un buen padre, en fin. De todas formas, la beba
jamás llegaría a enterarse de esos rollos. En verdad, de nada le serviría confesarse confun-

dido buscando un utópico, como diría Hans, perdón; sobre todo porque ocho personas re-

sultaron heridas, dos de ellas de gravedad, en un accidente de ómnibus. Rápido, rápido, rá-

pido, sin releer le escribiría la carta Santamarina a Sabrina. Porque en realidad era a Sabrina,

no a la beba, a quien quería contarle ciertas cosas. Rápido, cortando la infidelidad en peda-

citos, como a las hojas pautadas de ese maldito cable que no lograba refritar con sentido:

media hora o quizás un poco más le tomaría; total, Hans estaba ahí controlando; total Ro-

que, el narrador que únicamente contaba sus historias los lunes, en el taller, se sentía pletó-

rico después de haber logrado sorprenderlos una vez más con sus hazañas sexuales. Y es

que por muchísimo amor que sintiera por su linda esposa, esa mujer lo había fascinado.

Caramba, no podía escribirle esas cosas. ¿Qué enseñanza moral le transmitiría? Pero la car-

ta no era en verdad para la Marina sino para Sabrina. Peor: ¿acaso ella podría aceptar que

se hubiera acostado nada menos que con su partera? No, Santamarina iba a ser un buen

padre de familia. No era manera de empezar a ser feliz, ésa. Pero ella, Sabrina, pobre, ocho

personas resultaron heridas en un accidente de ómnibus, dos de ellas de gravedad, como

consecuencia de un choque ocurrido en la ruta 2. O bueno, no pobre porque estuviera in-

capacitada, en ese momento, para competir con la seductora delgadez de la partera, que en

verdad era más bien gordita, sino pobre por ser tan corta, tan puritana. ¿O después de todo

las mujeres embarazadas no podían tener ganas como cualquier hija de vecina? Qué hijo de

puta sos, turrito. Pero Sabrina le conocía bien las mañas...

Le escribiría que él había intentado ser discreto, pensó Santamarina mientras hacía

un nuevo bollo con la quinta versión del mismo refrito, juego de niños que debería haber

sacado en quince minutos, pero bueno. Quizás, desde otro punto de vista, la aventura po-

dría haber sido una especie, en fin, de adelanto del amor que iba a sentir por su hija. ¿O no

habían dicho en el curso que era importante vencer los celos que la diademía entre madre e

hijo producían en el padre? Bueno, amar a otra había sido, como decirlo, una manera de
practicar lo que era, lo que iba a ser, amar a dos mujeres a la vez. ¡Eso! Porque bueno,

Marinita, aunque la siga queriendo a tu mamá también te voy a seguir queriendo a vos,

¿no? Y porque bueno, Sabrinita, escribiría Santamarina, te quiero, sobre todo te quiero, a

vos. Sos el objeto único de mis desvelos, escribiría. Sonaba lindo. Tal vez a Sabrina le gus-

tase leer una cosa así, Santamarinacito. Yo te entiendo. Pero lamentablemente tu vida va en

camino de otra cosa.

—Otra cosa... —dijo Hans interrrumpiendo lo que Santamarina leía.

—¿Cómo otra cosa? —dijo Santamarina.

—No te hagás el inocente, hacé el favor. Te calentaste y punto.

Otra cosa, Santamarina. ¿Qué cosa? Ocho personas heridas y dos de gravedad,

Santamarina, en un accidente ocurrido este mediodía raíz de un choque entre un ómnibus

de la línea Antón en la ruta 2 y un camión (tachado) un choque en la ruta dos entre un

ómnibus de la línea Antón y un camión con acoplado. Dos de ellas de gravedad,

Santamarina.

—Hans... ¿Me das una mano? La conocés tan bien a Sabrina...

—Bueno, yo no... No te quise inhibir.

—No es eso.

—¿Y qué es entonces?

—Este cable de mierda.

—¿El cable? ¿Qué tiene?

—Mirá la noticia,che.

—Maradona es el mejor del mundo. No hay derecho a que lo traten así.

—El de Maradona no. El del choque.

—¿Qué choque?

—Hay dos heridos de gravedad, mirá, leé. No dieron los nombres. Yo sabía que algo

malo iba a pasar...


—No seas supersticioso.

—¡También Sabrina! Maldita su costumbre de meterse con cualquiera...

—Qué decís?

—Nada, nada.

—¿Qué estás queriendo decirme con eso?

Ustedes son muy distintos, ¿verdad Piaget? Puesto a abrirte un camino, ni la elección

de Coca Nieves, ni la de Santamarina, ni la de Margulis, ni la de Belula, ni la de Nilda

Mucci, ni la de Rosarito, ni la de Hans con su diario de los muertos. Ni siquiera esa.

Soberbio. Pero la tuya tampoco es fácil de sobrellevar, ¿o sí? Por alguna razón optaste por

abandonar a la vasca Garay cuando enfermó, como cuando te quisiste quitar de encima a

Marcia Nadina haciéndola pasar por loca. Y ahora, ahora te sentís vacío. Si al menos no tu-

vieras tantos motivos para arrepentirte. Pero siempre fuiste un desgraciado, Piaget. Y ahora

vas a quedarte solo para siempre. No te interesa el sexo, ya a esta altura. La pija se te murió

bajo la grasa. Ni la historia. Lo único que te importa es el poder. Tu idea de familia está

muerta. Se murió con el nenito como se le murió a Marcia Nadina. Ustedes no sirven,

Piaget. Están mal hechos. Son la mierda que respira. ¿Cómo harás para ser feliz vos ahora,

Piaget?

Santamarina sí que sabe cómo soñar un futuro, ¿eh? Es el más trabajador de la

redacción. Santamarina y sus fantasmas. El va a llegar, pensás. Lástima que no tenga

talento. ¿Y vos, Piaget? Todavía estás a tiempo para labrarte un nombre en la historia; si no

en las páginas de Arte en las policiales. Pensalo. Vos tenés las fotos, los testimonios, las

pruebas. Los juicios están abiertos, Piaget. Si vos llevaras todos esos negativos el Capitán

ya no vendría a molestarte. Ni el Capitán ni Feced. Ni Acdel Vilas ni ninguno. Ya están


muy viejos todos los que pueden hacerte daño, Piaget. Pero vos tenés las pruebas.

Entregalas, Piaget. Sacalas del ropero. Sobre todo ahora que Santamarina va a tener que a-

ceptar como una fatalidad que los cuerpos de Sabrina y la bebé estén despanzurrados. Te

pensás que vas a poder pagarles un buen funeral con los derechos de autor que cobres por

ese manual sobre cuerpos muertos que quizás finalmente termines escribiendo. Qué

estupidez. Lo único que podrías aportar vos, gordo, es un lugar en La Ley.

No sos ningún tierno, Piaget. No sos un blandito. Pero podrías ser histórico.

Pensalo.

Y entonces pensás en Dios. Pero por favor. Por favor te lo pido. ¡Y rezás! Rezás para

que Dios te impida seguir pensando cosas terribles. Vergüenza debería darte, Piaget. ¿O es

que Dios va a poder hacer que Sabrina se salve? No, y tampoco el tuyo, que salió

asqueroso. Ni el de Marcia Nadina. Sólo la beba del pibe puede sobrevivir, son las leyes

que te digo. Pero ya lo aceptaste. Ahora está adentro tuyo, la decisión. Dejate llevar. No, el

diablo no tiene nada que ver en todo esto. Eso fue un invento literario, Piaget. Acá lo

único concreto es que vos fuiste testigo y que en tu poder están las pruebas. No hay nada

más que eso. No puedo creer que seas tan necio. ¿No te das cuenta de la trampa? Como si

la religión pudiera darte el consuelo que la realidad te elude. Apenas salga del sanatorio, le

dirás a Santamarina, pero en voz tan baja que no te escuchará, que pase por la Medalla

Milagrosa a confesarse. Los curas siempe perdonan los pecados del poder, ¿no, Piaget? ¿Y

los de los cobardes?

De vuelta en la redacción, Belula fue la primera en percibir que algo no funcionaba

bien
—¡Teclas de porquería! —dijo Santamarina empujando la Remington al piso.

Belula era la única experta en arte y antiguedades conocedora de su oficio que con-

servaba el diario. Los días que ella entregaba sus notas de arte colonial argentino era capaz

de quedarse hasta la madrugada.

— ¡No entiendo cómo podemos seguir con este sistema prehistórico todavía!

—No te pongás así —dijo Belula.

—No sabía que te molestaban tanto las erratas —dijo Hans.

—Pero, ¿estás llorando? —dijo Belula.

—Perdió Ferro, je —dijo Hans—. ¿Sabés a cuántos de Ferro me cogí yo? ¡Pero bien

cogidos!

—No, pará. Santa está llorando —dijo Belula—. ¿Qué pasó?

Lo rodearon.

—Santamarina. ¿Qué te pasa, lindo? —dijo Belula—. ¿Qué es eso?

—Una desgracia, Belu. Pasó una cosa horrible. ¡Yo le dije que no tenía que viajar en

un día como ahora! —dijo Santamarina.

—¿Por qué decís eso, criatura? —dijo Belula. Se interrumpió. Leyó rápidamente el

cable.— No debían viajar en el NECE, seguro...

—Hay un amigo de mi cuñado que es conductor de una ambulancia. Si quieren lo

llamo —dijo Coca corriendo desde la otra punta de la redacción.

—¿Y vos qué hacés todavía acá? —le gritó Belula.

—¡Epa, te desconozco, che! —dijo Coca— ¿Qué bicho te picó?

—Por una vez en tu vida, ¿querés hacer el favor de callarte? —dijo Nilda—. ¿No ves

que está mal en serio?

—...soy un desastre, perdón, soy un desastre… —dijo Santamarina.

—Todo el día estuvo así —dijo Hans. —No sé qué le pasa.

—Déjenlo hablar —dijo Belula.


—Sabrina y el bebé —dijo Santamarina. —Estoy seguro que se accidentaron...

—¿Cómo que se accidentaron? ¿De dónde sacaste esa pelotudez? —dijo Hans.

—En el cable de la agencia dijeron...

—Los periodistas mienten todo —dijo Belula.

—¡Siempre haciéndose mala sangre por boludeces! —dijo Hans.

—Pero no. Pasó. Créanme que pasó —dijo Santamarina—. Sabía que iba a pasar

desde la mañana. Lo soñé, yo. ¿No entienden?

—En una de ésas tiene razón —dijo Coca—. Yo tenía una prima que venía en un

micro y el micro agarró mal una curva y terminó caído de costado en el badén. Una bolu-

dez, ¿no? Se salvaron todos. Menos mi prima y la señora que iba al lado, parece mentira. Se

desmayaron por el susto y se ahogaron en treinta centímetros de agua.

—¿Te querés callar la boca, pájaro de mal de agüero? —dijo Belula. —A la señora de

Santamarina no le pasó nada y punto.

—Bueno, le pasó a mi prima —dijo Coca—. No lo inventé yo...

—A ver, ¿da nombres la noticia? ¿Estaba tu señora en la lista de víctimas?

—No lo sacudás así, Belula Lo vas a desarmar —dijo Coca.

—¡Que te calles!

—Carácter —dijo Coca.

—A ver, Santa, santito mío, hijito. ¿Hay alguna otra información sobre el choque de

Antón?

—Na... nada más, creo.

—Entonces, por ahora, no pasó nada.

—¿Estás segura?

—Segura —dijo Belula—. Ahora, vos y yo, nos paramos, así, y nos vamos a ir a ha-

blar por teléfono a otro lado...Tu señora iba derecho para casa, ¿no?

—Y si no, a saludar a su mamá...


—¿Cómo se llama?

—Sabrina.

—Tu señora, no, zonzo. Tu suegra. La mamá de tu señora.

—Ah. Mabel.

—Mabel. Bárbaro. Vamos a agarrar el teléfono. Y vamos a llamarla a Mabel. Y va-

mos a preguntarle si Sabrina ya llegó, ¿sí? Bien. ¿Estás más tranquilo?

—Más tranquilo, sí...

—Si quieren, yo voy a pedirle a alguno de los muchachos a ver si pueden dar sangre,

¿no? Yo digo... —dijo Hans.

—A Roque pedile leche en polvo mejor. Seguro que le sobra —dijo Coca Nieves.

—Siempre la misma pelotuda vos —dijo Belula.

—Realmente, eh: te desconozco, querida.

—Hacete una enema.

Santamarina dijo:

—Tuve un sueño yo. Iba acostado en una camilla, con la cabeza envuelta en una go-

rra de baño. Había caras de médicos y de enfermeras que se acercaban e iban para atrás,

como en las películas. Pero yo no era yo. Era otro. Otra. Mi madre, creo. Cuando estaba

viva.

—¿Quién te dio cuerda ahora? —dijo Hans.

—No te hagás mala sangre —dijo Belula.

—¿Hace mucho que no ve a su chica? —dijo Coca Nieves.

—No entendiste nada —dijo Belula.

Bajaron al taller. Los armadores rodeaban a un hombre robusto, de manos cuadradas

y prolijas, que les contaba una historia ejemplar.


—¿Qué hiciste esta vez?

—¡Qué no pude dejar de hacer!

—¡Andá!

—Dejalo contar.

—Me quiero morir. Hay que tener estómago.

—Contá, contá.

—Bueno, fui y le dije, le digo, le dije: una cosita tan linda acá solita, ¿no tenés miedo

de que te arrebaten, Chuchi?

—¿Chuchi?

—Chuchi, sí. Estuve pelma, ¿eh?

—¿Y después?

—Me miró, puta divina.

—Ah, era puta entonces.

—Me quedo más tranquilo.

—De lujo era.

—Cómo de lujo si estaba en la Panamericana.

—Eso no tiene nada que ver. La Chuchi...había bajado ahí porque es la zona, ¿enten-

dés? Y además...

—Está bien, Roque, al grano.

—Voy y le digo, me dice, le digo: si querés, yo digo, ¿no?, le digo: podemos tomar un

cafecito...

—¡¿Un cafecito?!

—Sí, me puse romántico, ¿qué tiene?

—Romántico para que te tirara el fideo, andá.


—No, boludo, en serio. Me sentía medio solo. La patrona no estaba...Más que nada

yo quería un poco de...

—¡De garcha!

—¿Pero te la cogiste o no te la cogiste?

—Pará. Le dije, le digo eso y ella, él, ella se debió haber dado cuenta que yo había en-

trado como un caballo porque me mira con sus ojitos divinos, porque los ojitos eran divi-

nos, y me dice: ¿Por qué no?

—¡No lo puedo creer!

—¡Vamos Roque bufa todavía!

—¿Y...a dónde te gustaría ir, Chuchi?, le digo.

—¿Todo eso desde el auto, vos?

—No, ya me había bajado. Estábamos los dos debajo del puente, ella con la piernita

así para atrás, apoyada en la pared, medio tapándose con el bolsito...

—De ahí al telo, ¿no Roque?

—Pará, pará...Fuimos a comer unas medialunas con café con leche. Eran como las

tres de la mañana y yo tenía una languidez de la puta madre. Nos sentamos al lado de la es-

calera, medio al fondo, ¿no? Yo me decía: ¿es o no es? Porque de cara era una mina perfec-

ta. Un bombón.

—¿Y tetas? ¿No tenía tetas?

—Bueno, a mí siempre me gustaron las flacas.

—Como tu mujer, Roque.

—¿Sabés que no lo pensé? Tenés razón.

—No lo interrumpan. Dale, seguí.

—Bueno, nos fuimos con la Chuchi...

—¿Cómo, se fueron sin pagar?


—No, no. Es que ella se metía cada medialuna en la boca y se la dejaba un rato chu-

pándole la punta, le caía una gotita de café con leche por la pera pero a ella no le importaba

y hasta hacía ruidito...

—¡Qué asquerosa!

—Bueno, yo me estaba poniendo al palo ya, pero no estaba seguro de si era o no. Pa-

ra que se definiera le dije: ¿vamos a coger?

—¿Así le dijiste?

—Y sí, me moría de curiosidad yo.

—¿Y ella?

—El.

—¿Cómo él?

—Es que en realidad no era una mina. Miraba como una mina, no sabés. Pero era un

chabón.

—¡A la mierda!

—Medio se asombró él, de que yo no me hubiera dado cuenta, ¿no? Y de lo que le

dije también, calro. ¿Así me decís?, dijo. ¿Por? ¿Qué se dice? ¿O no vamos a coger vos y

yo? Bueno, podías decir, no sé, si quería ir a un lugar...más tranqui..., dijo. ¿Querés ir? Sí,

pero yo...

—La apuraste; en una palabra, la apuraste, grande Roque.

—¡Pero era un trolo!

—Y bueno, sí, pero no sabés lo fuerte que estaba. Además, no sé, me dio calor

arrugar...Y cambié un poco de tema: ¿y tu familia?, le dije. Tres hermanas eran, me dijo, y

un hermanito, Fausto. De Formosa, me dijo. Cómo le dieron a la impresora tus viejos, eh,

je,je,je. Un poco se rió, y ahí yo le toqué el pecho.

—¿Y él?

—Las siliconas hacen mal, dijo. ¿No te gusta el pavito?


—¿Y vos?

—Bueno, sí..., le dije. Adoro que me hagan el pavito, dijo. De una manera... Enton-

ces se puso seria. Porque insistía en que la llamara como a una mina. Claro que no sé si

vos, va y me dice. Y le digo: parate. ¿Que me pare? Sí, quiero verte bien. Bueno, se paró.

Tenía un culo perfecto te juro. Una pera. No; un durazno.

—Mirá vos el guacho.

—Es que además de la noche me parece que tenía otro trabajo. O hacía gimnasia es-

pecial, no sé. Yo ya estaba lanzado, ¿no?

—¡Y en la cama te rompió al culo a vos, eh¡ ¡Ja, ja!

—Pará, yo me cagué de la risa y le dije: si querés ésta ponete.

—¡Macho solo nomás!

—¿Qué? ¿Te pagó él?

—Bueno, no exactamente...Lo que pasa es que ahí le noté que tenía unos aritos ra-

ros, como yilets.

—¿Yilets?

—¿Yilets? ¿Era punk?

—Medio punk, sí.

—Pero...¿eran yilets de verdad?

—Y sí, boludo, ¿qué iban a ser?

—Mierda.

—Pagué los fecas y salimos, ya eran como las cuatro. Vamos, le digo; vamos, me di-

ce, yo conozco un lugar. En el auto se sentó apoyada en la puerta, como estudiándome. Yo

quería que me la chupara mientras manejaba, pero se hacía rogar. Entonces, un duque, subí

por la Panamericana y enfilé para donde me decía ella: ¡un telo finoli!

—¡Y encima te gastaste una fortuna! No lo puedo creer.

—Un día de vida es vida, che.


—¿Mucho lujo, Roque, ahí?

—Puf. Oro en las paredes, cama con sábanas de seda, champán gratis, televisión co-

lor, bañera con masaje. Dinastía.

—¡Y vos con un puto, me quiero morir!

—La metí de cabeza en la bañera. Quería que estuviera limpita, viste, por las dudas.

—¿Y el nabo?

—¿Vos sabés que era una cosa rarísima? Nunca vi algo así.

—Mirá vos.

—Sí. Vérselo un poco me enfrió, ¿no? Pero él se dio cuenta porque me dijo: ahora

vení vos. Me senté en la bañera yo y él, ella, empezó a pasarme jaboncito por la espalda y

por los brazos, y si cerraba los ojos la verdad que tenía una cancha increíble, y las burbujas

me hacían cosquillas y bueno, mientras el que la ponga sea yo, me dije. Porque el culo real-

mente era una gloria. Pero de repente me empezó a pasar el jaboncito por la pierna, se aga-

chó como para meter la cabeza abajo del agua y, zaz, ahí estaban las yilets.

—¿No se las había sacado?

—No. Bueno, se me bajó de nuevo. ¿Por qué no te las sacas, Chuchi? ¿Qué? ¿Te da

miedo? Miedo no, es que...

—¡Cagazo! ¡Otra que miedo!

—Y sí, che, pero no se lo iba a andar reconociendo. Entonces me paré en la bañera,

le agarré el cuello y le hice meter la cabeza dónde tenía que tenerla.

—¿Buena lengua, Roque?

—¡De diosa! Mejor que una mina, te juro.

—Andá a cagar.

—Pensé que me la sacaba ahí nomás, haciendo sopapita. Y entonces empezó a decir,

bajito, entre chupada y chupada, qué papo, qué papo, qué lindo papo.

—¿Y eso qué quiere decir?


—Papi, me quería decir papi. Pero se confundió, ¿entendés?

Santamarina dijo:

—No lo soporto más.

—Eh, pará, pará, que la historia está buena —dijo Hans—. ¿Qué apuro tenés?

—¿En dónde estaba?

—En el tonel.

—Te estaban por cortar la pija.

—Prosit.

—Ah, sí. Bueno, salimos del agua y fuimos a la cama. ¡Qué cama! Redonda, colchón

de agua. Espejos finísimos. El champán servido en copas y...

—¿Cuándo habías pedido el champagne?

—Te lo ponen con el precio. Bueno, hicimos un brindis y... ¡Mi Dios! ¡Se movía co-

mo un pez! Meta irme por arriba con la lengua, por arriba y por abajo. ¿Saben qué? ¡Me

chupó los dedos de los pies! ¡Me quería morir! Después meta darme masaje por todos la-

dos. Y entonces me dijo: date vuelta, Roque. Me di vuelta. Se me subió encima. Yo sentía

su pijita en la espalda; era raro. Me apretó el cuello con los dedos, las vértebras, no sé qué.

Bueno, y medio que me empezó a dar sueño. Cerré los ojos. Así, Roque, relajate, decía. Y

de repente ya no me pareció que fuera un tipo. Ni una mina. Era un ángel. Me empecé a

imaginar que era esa pendeja de la tele.

—¿Cuál?
—La flacucha. Esa que habla todo frú frú.

—¡Pero es una nena!

—¿Qué tendrá, quince?

—Como mucho, doce.

—Bueno, no importa. Era tan liviana arriba mío. Una gloria. Me pasó las uñas desde

el cuello al culo. Me empezó a acariciar los cachetes. Y después, ay, Dios, se acostó encima.

Lo sentí apretado en mi espalda mientras me daba besitos en la nuca. Pasó las manos por

abajo y dijo: levantá la pancita, Roque. La levanté tan rápido que casi la hago rodar. Ah, no,

eso no, le dije. Pero me agarró el nabo con las manos y empezó a decirme: hico, hico. Yo

me puse tenso. Tenso cuando lo agarró quiero decir. Qué hacés, dije. Te monto, Roque.

Así no, dije yo. Intenté darme vuelta, pero ella me trabó las piernas con las suyas con una

fuerza que me sorprendió. Así sí, dijo. Vas a ver cómo te gusta. Ponete en cuatro patas. Pa-

rá, che..., le dije. Era una mariconada. No seas tontito, dijo ella mordiéndome la oreja. Po-

nete en cuatro.

—¿Y qué hiciste?

—¿Y qué iba a hacer? Había chupado mucho champán, no sé. Hice lo que ella que-

ría.

—¿Y?

—Y bueno, se apretó todavía más arriba mío, me agarró el nabo más fuerte que an-

tes, con una sola mano, y empezó a decir: vamos, vamos.

—¿Y vos?

—Y yo, ¿qué iba a hacer? Estaba recaliente, y la guacha tenía una mano...Empecé a

moverme para adelante y para atrás.

—¿Y ella?

—Ella seguía diciendo, agarrada a caballito: vamos, vamos. Y después, solamente: os,

os, os.
—¿Y vos?

—Y yo me estaba volviendo loco. Empecé a gritar también.

—¿Y ella?

—Os, os, os. ¡Os, os, os! Me metió un dedo en el culo. Largué un lechazo que nunca

en mi vida. Y me quedé tirado arriba de la cama, muerto.

—¿Con el puto arriba?

—Sí.

—Qué trolo sos, Roque.

—Pero no terminó ahí, no te creas.

—¿Cómo no?

—No, él todavía estaba recaliente.

—Son y media.

—¡Pero bueno, Santamarina, qué carajo! ¡Andate si querés!

Una impresión como de naúsea, pero menos abstracta. Una sequedad en la garganta.

Y sobre todo, la terrorífica idea de estar tentando al diablo. Santamarina bajó las escaleras

del diario rezando. Mabel le había dado la dirección del sanatorio donde Sabrina estaba

internada. En el taxi, se reprochó por haberle permitido ir sola a lo de la tía. Y el diablo ha-

bía hecho todo lo demás. Se salva, se salva, se salva, repitió, una sílaba por escalón, una sí-

laba por escalón, mientras subía las escaleras del sanatorio. Y además, la opresión en la bo-

ca del estómago. Como después de hacer muchos abdominales. Angustia de comprobar

que su presentimiento había sido cierto. ¿Podía uno anticipar el futuro? El había podido.

¿Anticiparlo era provocarlo? Eso era incierto. Y entonces la angustia le produjo arcadas. Se
paró junto a la puerta del ascensor de la planta baja, apretándose el estómago. Por fin, pasó

una enfermera.

—Mi esposa... ¿revivió? Por favor, venga... —dijo Santamarina.

—¿En qué sala está? —dijo la enfermera.

—En terapia intensiva.

—Habló con la enfermera jefa de terapia, usted?

—Yo... No... no vi a nadie.

—¿Se siente bien?

—Sí, sí.

La enfermera tocó el botón del segundo piso.

—Tranquilícese —dijo—. Va a estar todo bien. Su esposa es la embarazada.

Antes de que pudiera preguntarle cómo lo sabía, un camillero les chistó para que es-

perasen. Empujaba una camilla con una mujer (qué hace mi madre acá, pensó Santamarina

sorprendido: la imagen que había soñado; pero no era su madre) que tenía los ojos cerra-

dos y una especie de cofia en la cabeza. Santamarina volvió a sentir que el estómago se le

revolvía cuando vio oscilar la bolsita de suero frente a su nariz. Bajaron todos en el segun-

do piso.

—Permiso —dijo el camillero empujándolo con el codo.

El médico de guardia estaba junto a Sabrina.

—Mary, bueno... —decía. Y repentinamente: —¿Usted es el marido?

Santamarina asintió.

—¿Está mejor? —dijo Santamarina.

—Pase por acá —dijo el médico.

Cuando salieron, el médico le dijo, en un susurro, que todavía tenía una posibilidad si

no perdían el tiempo. Era un milagro que los signos vitales hubieran permanecido funcio-

nando después de semejante accidente. Era imperioso que Santamarina firmara una autori-
zación para la cesárea. ¿Significaba eso que Sabrina estaba bien? Bueno, había que esperar.

¡Pero él la había oído hablar! En cuadros como ése, muy raramente. ¿Qué estaba diciendo

el médico? Que no se engañara. Pero Sabrina iba a volver; tenía que volver. No. No era así:

con suerte, podrían salvar al bebé; si se apuraban, claro... Estaba todo mal. No era así có-

mo lo habían planeado. Decididamente, él no podía tomar esa decisión. El bebé, no. La

prioridad era Sabrina. Si ella se salvaba, ya podrían tener otros bebés.

—Su esposa está muy delicada —dijo el médico—. Hacemos todo lo posible...

—No puedo... Yo...

Santamarina se sintió avergonzado por ser tan débil. En su lugar, Sabrina habría sabi-

do qué hacer exactamente. Ese medicucho. ¿Qué estaba diciéndole? ¿Por qué no le habían

dicho nada de esto en el curso preparto?

—Necesito un café —dijo apoyándose en la pared amarilla del pasillo.

El médico inhaló profundamente. Era joven. Apretó el hombro de Santamarina con

su mano perfumada con agua de colonia. Señaló a una mujer que había estado todo el

tiempo en el pasillo.

—¿Quién es ella?

—La madre, creo —dijo la enfermera que se llamaba Mary.

—Llámela —dijo. Y a Santamarina: —Mejor descanse un poco, usted.

El murmullo doble de las voces del médico y de Mabel, que pegó un solo, agudo

suspiro, y enseguida calló, le vino desde un sitio muy lejano, desconcertándolo. Después, la

enfermera que se llamaba Mary trajo una carpeta.

—¿Dónde hay que firmar? —dijo Mabel.

—Firme acá —dijo la enfermera— ¿Es donante voluntaria?


A principios de los setenta, varios grupos armados funcionaban paralelamente en la

Argentina. Uno de ellos, el ERP, era el desprendimiento de un pequeño partido indepen-

diente de izquierda llamado PRT, escribió Hans, por Santamarina. Nada que ver con los

comunistas propiamente dichos, que nunca salieron a pelear... ni hicieron mucho,

concreto, por defender a los más pobres... Otro grupo de izquierda eran los montoneros,

jóvenes peronistas disconformes con la manera de hacer las cosas que tenían Isabel y Ló-

pez Rega. Los montoneros eran los montos y surgieron antes de que Isabel fuera nombrada

presidente debido al fallecimiento de su marido, Perón. Perón. Bueno, Perón fue un tipo

muy contradictorio, como todos los héroes de la historia argentina. Su primera esposa, E-

vita, que después murió de cáncer, también se mandó sus grandes cagadas, tiránica como

era. Reivindicaciones para los pobres: condiciones mejores de trabajo, aguinaldo, cosas así,

pura demagogia. La autoridad le venía a Perón de sus orígenes: típico hijo natural, como

era, desde chico fue un resentido. El colegio militar le dio las herramientas para hacerse

valer, para vengarse del mundo. De puro cabrón persiguió a cuánto gil no estuviera de a-

cuerdo con él, peronistas incluidos, y eso fue meterlos presos, cagarlos a golpes, a veces

fusilarlos (aunque no picanearlos sistemáticamente ni tirarlos al río, como pasó después),

en fin. En 1955 un grupo de ex compañeros suyos, tal vez envidiosos de su arrastre popu-

lar, dieron un golpe que llamaron, mirá lo que son las cosas, hijita, escribió Hans, por

Santamarina, revolución libertadora. Libertadora sobre todo para ellos, claro, que se sintie-

ron mejor después de que el tirano fuera echado de la Casa de Gobierno. Después de ha-

ber sido derrocado Perón se exilió durante un montón de años. Vivía en España, de donde

no podía volver por expresa prohibición de sus ex camaradas, quienes iban gobernando el

país, peleando entre ellos año tras año, hasta que se dieron cuenta de que llevar adelante un

país no era tan fácil o quizás fueron presionados desde afuera, eso yo no lo sé. Lo cierto es

que llamaron a nuevas elecciones. El peronismo fue proscripto y Perón mandó órdenes

desde su exilio para que todos los peronistas se abstuvieran de votar. Ellos lo hicieron, res-
petuosos, y así subió al gobierno un civil radical, que mucho no pudo hacer, pobre, escri-

bió Hans, por Santamarina, porque el poder lo sacó de los fondillos con el pleno convenci-

miento de que sus intereses, en verdad, serían mejor cuidados por guerreros que por

ovejas, obvio. Ahora, claro, hijita, en una de ésas te preguntás qué opinaba la gente, ¿no?

¿Protestaba? ¿Le daba todo lo mismo? Yo me pregunto lo mismo. Y llego a esta conclu-

sión: los problemas familiares siempre preocupan más que los problemas del país. Y quizás

esté bien que ocurra así. La Patria es una abstracción, escribió Hans, por Santamarina, un

invento pergeñado por los escritores. La Historia es una ciencia abstracta, alejada de la vida

cotidiana, y está bien que sea así. Hay que construir la historia de este país de nuevo, como

hicieron Mitre, Roca, nuestros hombres... Hagamos los próceres de nuevo, hijita. Yo los

escribiré para vos. Los subversivos creyeron poder transformar la mentalidad de los argen-

tinos para hacerlos participar en un gran movimiento solidario, armas mediante, capaz de

hacerles sentir las decisiones de los jerarcas como algo propio. ¿Eran guerreros o loquitos?

No sé. Quizás ambas cosas. Aunque yo diría que eran sobre todo unos péndex ansiosos de

adquirir las reliquias de sus enemigos: el cetro, el sillón, la autoridad, las fotos. Las

imágenes son cruciales. Por eso cuidaron hasta último momento la iconografía de sus

padres. Las de la madre Evita en principio, que las quería atesorar el brujo y se les

terminaron yendo de las manos. Como a mí se me fueron de las manos, hijita, las que uno

que no conocés, y que espero nunca conozcas, hizo de tu madre cuando agonizaba tirada

en la banquina, pero esa es una historia que no te conviene ni saber. Por tu salud mental lo

digo. Lo importante es que entiendas cómo en el delgado que involuntariamente recibieron

estuvo la acción de apoyar sus argumentos con el estilo que querían destruir. Ojo por ojo,

¿no es cierto? Algo habrás visto en el colegio cuando te lleguen estas cartas. La Ley de

Talión. Y que al hacerlo cometieron su peor error, escribió Hans, por Santamarina, su e-

rror más temible. Se convirtieron en un Soviet. Porque aunque Perón era el líder, y había

vuelto recién del exilio para presentarse a elecciones, que, achacoso y todo, ganó sin más
ni más, la gran sorpresa fue descubrir que el viejo había vuelto para cagarlos. Antes de mo-

rirse tuvo tiempo todavía de llamar imberbes a quienes lo silbaban (y eso que las barbas,

desde el Che, se habían convertido en símbolo de status juvenil) criticándolo por sus

incongruencias y ambigüedades. Entonces los echó, nos echó, los echó, viste, vieron, decí-

an, decíamos, en la Plaza de Mayo, los que éramos jóvenes como él, como yo, tu papá,

escribió Hans, por Santamarina, todos nosotros, en el 73. Y yo pienso ahora (ahora con

respecto a antes, claro), sin saber muchos detalles íntimos de la cosa, que algo de razón te-

níamos en sentirnos molestos. Pensá, hijita, que durante todos los años del exilio los mon-

tos eran (tachado) fuimos (tachado) fueron (tachado) creyeron ser los adalides del peronis-

mo, los que le sostuvieron la vela al líder hasta que regresara. Y que después viniese y les

diera vuelta la cara, como hizo, les rompió francamente las pelotas. De ahí a la lucha arma-

da, quedó un solo paso, escribió Hans, por Santamarina. Y a que los militares derrocaran a

Isabel asumida en la presidencia después de la muerte de Perón, y que se consideraran en la

obligación moral de exterminar a cuánto subversivo cayera en sus manos, con el alto

objetivo de salvar a la Patria, otro.

Cómo es la memoria de cruel. ¿Cómo se llamaba la chica? Sabrina intenta recordarlo,

acaso porque recuperar ese nombre, intuye, puede obturar en algo la sensación de vacío

que, entre brumas, le ha dejado la voz del médico, en esta horrible sala de terapia intensiva

que ni siquiera alcanzó a vislumbrar cuando le trajeron, a un paso ya de entrar en el estado

vegetativo. En verdad, no es que esté exactamente en coma, Sabrina, pero nadie da dos pe-

sos por su recuperación. Las contracciones se aceleraron y es muy probable que la lleven a

la sala de partos para extraer algo de ella, y que gracias a la cesárea que autorizó Mabel al

menos eso, eso que lleva en el vientre, la bebé Marina, sobreviva. ¿Y Santa? No puede ha-
cer nada por él, Sabrina. Le gustaría sentarse sorpresivamente en la cama y acunarlo. Tam-

poco por la beba puede hacer mucho en realidad. Apenas transmitirle un poquito más de

vida intrauterina. Milagros de la naturaleza, dirán mañana los médicos que la atienden aho-

ra. La supervivencia de la especie. Qué maravilla, pobre chica. Así que intenta una vez más

recordar, al menos, el sonido de la voz, la historia de ese muchacho que murió

instantáneamente al lado suyo cuando chocaron. Aurora. La hermana del muchacho se lla-

maba Aurora. Qué nombre mersa, pensó Sabrina. Padres anarquistas, seguro. Argentinos

hasta la muerte. Y el muchacho Gálvez, como el aguilucho. Desconfiada, Sabrina pensó

que él era una especie de rufián melancólico. A ver si pretendía seducirla. Por eso reclinó

su asiento junto a la ventanilla y puso las dos manos sobre el abdómen. Bien. ¿Qué le había

pasado a la hermana? La memoria se traba. Deben ser las drogas, piensa Sabrina. Y

abandona la pretensión de recordar. Es notable la buena predisposición con que ha decidi-

do aceptar lo irreversible, Sabrina. Lo que le molesta es esa llamarada repentina, como un

fogonazo contra los ojos, que le hace recordar repentinamente los mediodías de verano en

Punta del Este, cuando se entretenía encegueciéndose con la cabeza dirigida al sol.

Entonces un punto rojo se iba poniendo naranja y luego se dividía en partes rojas y negras

como una célula que se reproduce a toda velocidad. Como no los abre, no puede hacerlo,

supone que las impresiones lumínicas son un anticipo de la muerte. Como es creyente,

confunde la realidad exterior con algo así como los famosos destellos divinos que esperan

a los seres humanos al final del túnel. No siente miedo, sólo curiosidad. Pero ahora lo re-

cuerda todo. Nunca se sintió atraída por las historias de desaparecidos, pero lo que había

sabido, el juicio a los ex comandantes por la tele, tan serios como Alfredo Alcón en el San-

to de la Espada, los cuerpos arrojados con capuchas al río, dibujados torpemente en alguna

revista, le producía rechazo profundo. En el Antón su cuerpo respondió con lo que la boca

no pudo articular: una contracción. ¿Te sentís bien?, preguntó Gálvez. Sí, sí. No es nada.Y

le agarró la mano para que sintiera la dureza de la panza, tensa como el cuero de un tam-
bor, con una familiaridad que la electrizó. ¿Fue entonces que el chico Gálvez se puso a llo-

rar? No, no puede ser. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que salieron? ¿Una hora?

¿Dos? No, el llanto tuvo que venir después, antes de que el micro volcara. ¿O acaso lloró

más de una vez? La realidad de esto que ha ocurrido hace muy poco le resulta, a Sabrina,

dadas las circunstancias, más difícil de recordar que ningún otro pasado. ¿Quién grita ahí a-

fuera? No, nadie. Pero sí. Es su mamá. Ay, Dios, cómo le gustaría estar muerta ya para no

tener que oír los lamentos de sus seres queridos. Siempre imaginó que lo peor de la muerte

debía ser la ausencia repentina que uno causa en los demás. Más de una vez fabuló una

muerte súbita en la que su espíritu brotaba, como un vapor, desde el cuerpo todavía tibio

hacia arriba (arriba con respecto al cuerpo vacío, vacío con respecto al alma) y desde allí es-

cuchaba los quejidos de las personas que rodeaban su cadáver. Pero ahora lo único que

siente es que la agonía es como una migraña pertinaz. Lo único que ella quiere es que pase

pronto. Y que la toquen lo menos posible. Los próceres debieron sentir lo mismo, se le o-

curre de pronto. La verdad, puede estar en todas partes a la vez; ser la lengua que cuenta,

la muerte que habla. La cesárea alivió un poco sus entrañas. Marina es una beba saludable.

Salieron del sanatorio varias horas más tarde, demudados. A Santamarina le pareció

reconocer la silueta enorme de Hans caminando por un pasillo interior. Tal vez había ido a

visitarlos. Pero no estaba seguro. Iba a pegarle el grito pero Mabel lo tironeó del brazo.
—Oí los trinos, mi viejo —dirá Piaget encendiendo el mini componentes en la

mugrienta casa de Floresta—. Los arabescos y las cadencias. Mirá cómo se impone lo

convencional. Nada de acabar con la retórica, eh. Simplemente dejarla libre de

subjetividad, mi viejo. ¡Basta de apariencias! ¡El arte odia las apariencias del arte! ¡Dim

dada! Oí la melodía aplastada por el peso del acorde. Oí. Mirá. Se hace estática, mi viejo.

Monótona. Dos veces re, tres veces re. Una detrás de la otra. ¡Ah, los acordes! ¡Los

acordes son todo! ¡Dim dada! Oí lo que va a pasar ahora...

Pero en vez de oir, Santamarina fijará su atención en una reproducción en blanco y

negro que, enmarcada en un recuadro plateado del tamaño de una ventana, representará

unas manchas blancuzcas y grises.

—No tenés mal ojo, eh —dirá Piaget sin dejar de acompañar la música con sus

trinos gangosos.

Le indicará que se siente en un sillón y mientras suba el volumen le confesará su

admiración por sus colegas de los Estados Unidos: seguidores modernos del arte de

difuntos, dirá, que habían conseguido encauzar sus instintos macabros en una labor útil

para la sociedad. Más que eso: la fotografía para ellos, dirá, ha sido relegada a un plano

primitivo, al compás de las videocámaras, dirá Piaget al compás de Beethoven y se

lamentará por haber nacido en un país subdesarrollado. Sus colegas de la otra parte del

globo trabajaban para la ley. La justicia contrata sus servicios como alguna vez el ejército

había contratado los suyos. Un día Piaget vio por la televisión cómo esa gente increíble

filmaba asesinatos de toda calaña y encima daba clases prácticas a videastas novatos.

—Al principio pensé que lo que el jurado quería era ver sangre —dirá que decía, en

la televisión, un policía. La imagen de la pantalla enseguida mostrando cuerpos

ensangrentados por el piso de una típica casa yanqui, y hasta un curioso recorrido visual
terminando en el refrigerador de la cocina: ahí, doblado sobre sí mismo como un feto

gigante, marrón, la videocámara mostrando el cuerpo de un mestizo muerto. ¿En qué

año había sido tomada esa imagen? Piaget no lo sabrá ni los presentadores habrán

abundado en detalles. Pero era probable —las imágenes provendrían de un archivo

personal— que esos policías incorruptibles, hermanos de sangre hubieran trabajado

aquellos cuerpos en la misma época que él, Piaget, hacía sus planos para la dictadura.

—Pero ellos encontraron comprensión —lamentará—. En cambio yo... Yo estaba

solo… Vení, sentate, mirá —dirá y apretará el brazo de Santamarina para que se sentase

en un sillón con acolchado de anclas y barcos frente al televisor. Sin bajar el volumen de

la música Piaget apretará el botón de rebobinado de la videocasetera y Santamarina estará

obligado a mirar, atónito, las torpes, malogradas escenas con que aquellos principiantes

de lo macabro se jactaban de servir a la justicia norteamericana. Por supuesto los jurados

habían quedado muy impresionados por los efectos logrados por las máquinas de mirar

por ellos. Y la condena a los asesinos, caída sobre ellos con molicie, había sido empero

entusiasta. La pereza no era contradictoria con el entusiasmo, y Piaget lo sabría bien

porque sus fotos habían siempre producido sueño a quien las mirara por mucho tiempo.

Sueño después de la impresión primera, claro. Porque la impresión primera de la muerta

o el muerto así expuesto era casi siempre repugnancia, él lo sabía bien. Con tal de sacarse

de encima la repugnancia la gente operaba en acto; en el caso de los jurados yanquis,

castigando, venciendo el dolor interno de ver esas escenas con un golpe ejemplar.

De pronto, sin que medie ningún otro indicio de la maldad, Piaget recordará

cariñosamente el nombre y el estilo de Feced. ¿Augusto o Aníbal? Feced, a secas. El jefe

de gendarmes de Rosario, el responsable de la represión en el sur de la provincia de

Santa Fe. El jefe de policía. El comandante Feced. Muerto de cáncer o de un paro

respiratorio durante la democracia ganada a la guerrilla. A Santamarina le resultará

extraordinariamente difícil prestar atención a los gritos de Piaget, que habrá ido
levantado la voz, los carrillos de la cara rojos, inflados, y al mismo tiempo a la música y

las imágenes en el televisor. El estará ahí sólo para que le cuente algo acerca de cómo

tomó esas fotos de Sabrina. No entenderá realmente porqué habrá ido y se repetirá que

esa fue su motivación. A diferencia del Capitán, Feced había sido sistemático y correcto

con Piaget. Y no solo porque sus apellidos, igual de cortitos, igual de sonoros, como

latigazos verbales los dos, casi mellizos en un contexto musical, remitieran a las mismas

bajas pulsiones humanas. Feced llevaba registradas todas sus acciones en gruesas carpetas

fotográficas que Piaget, virtuoso como era, solía proveer con copias de tamaño

interesante. Feced utilizaba esas carpetas como registro de lo actuado para la posteridad y

de vez en cuando las sacaba a relucir para hacer más breve la angustia de los familiares de

los terroristas que iban a consultarlo en busca de hijos, maridos o hermanos. Feced había

sido malinterpretado, recordará Piaget, durante la parafernalia aquella de la Conadep: una

mujer contó que él le había mostrado unos álbumes con fotos de gente malograda y

todos opinaron que la intención del militar había sido cínica, por no decir monstruosa,

que muchos lo dijeron. Piaget bien sabrá cuánto apreciaba aquel hombre su trabajo.

Conocería del orgullo de haber sido un guerrero de la patria. De su pasión por las cosas

prolijas. Alguna vez habían conversado sobre el punto: Feced creía, como él, Piaget, que

la imagen de los cuerpos torturados tenía que ser guardada para toda la eternidad como

escarmiento futuro que sirviera de parate pedagógico, buen ejemplo, para que a nadie se

le ocurriese volver a poner en peligro las instituciones de la democracia. Había sido

sarmientino en eso el gendarme Feced. La dureza, la falta de sensibilidad que algunos

pudieran cuestionarle era parte esencial de toda la figurada representación. Otros

llegarían en el futuro, muchos otros, y las imágenes que vería Santamarina en la televisión

se lo habrían corroborado, que emplearían el recurso de la imagen de difunto para causas

públicas. Ya habría de llegar el momento. Esto era, dirá Piaget, lo que conversábamos

con Feced, y a veces con el Capitán, y con algunos otros hombres del arma, como Acdel
Vilas, en Tucumán, tiempos dichosos en que la sociedad reivindicaba esas acciones. Pero

para que eso ocurriera las fotos tenían que ser muy buenas.

El video terminará de pasar milagrosamente al mismo tiempo que la música. No

sin volver a sentir conmiseración por el artista que no habría llegado a ser, Piaget

guardará un largo silencio, dejará el televisor chirriando con la pantalla lluviosa y le hará

una seña a Santamarina para que lo siga. Subirán entonces una empinada escalera

metálica que irá hacia la azotea. El cielo estará claro y la luna, que habrá estado llena, aún

se recortará nítidamente entre dos edificios.

Habrá una piecita cerrada con un candado. Piaget buscará la llave del candado y

abrirá. El cuarto será muy angosto, de modo que su corpachón casi no encontrará

espacio para girar sobre sí mismo. Pero así como será de angosto se extenderá a lo largo

de tres o cuatro metros hacia adentro, y por lo menos otros tres o cuatro hacia arriba. En

ambas paredes, insertas entre los ladrillos aún sin revocar, las arañas habrán hecho sus

nidos. Un colchón (en rigor, los restos de un colchón minúsculo) estará doblado por el

medio contra la pared del fondo a la manera de un sillón turco. Arriba, en desorden,

papeles y diarios viejos. El archivo ocupará una suerte de entrepiso que a primera vista

pasará inadvertido. Algún maniático ocupante de esa casa lo había hecho alguna vez

como depósito de materiales; Piaget lo habrá encontrado ideal como escondrijo y

escondite de sus trabajos. Un poco cansado, temblando de frío, Santamarina lo verá

estirar el brazo hacia arriba para palpar la primera de las cajas. Las habrá blancas, de

telgopor, y marrones, de cartón. Más atrás, cuadernos y carpetas, pero esto ya saldrá de

su campo visual. Pese a la luz de la luna, ahí arriba todo estará oscuro. Húmedo no: por

fuera del cuartito, por fuera y por arriba, Piaget se habrá ocupado personalmente de

pasar manos y manos de tapa goteras; una sustancia gomosa que parecerá alquitrán pero

de color rojo.
Verá primero a una mujer rubia, de pelo tirante hacia atrás, que debió haber sido

hermosa, aunque narigona, mirando hacia arriba, si acaso sus ojos cerrados pudiesen mirar

algo, como un infinito reflejado. Verla sin aros ni maquillaje ni nada ni joyas excepto la

palidez fantasmal de todo cadáver hará que Santamarina, al primer golpe de vista no la

reconozca. Además la imagen tendrá una interferencia incómoda, como un vidrio de

ascensor hospitalario, entre el objetivo y el foco de la cámara, deducirá, a la manera de

esos velos o tules que antes, por respeto, se colocaban cubriendo las caras de los muertos.

—No fue fácil ésta —dirá Piaget a su espalda, sudoroso y cercano. —Tuve que

coimear a Dios y María Santísima.

La cosa que interferirá la visión será efectivamente un vidrio de ascensor. Y es que la

foto habrá sido tomada desde afuera, en algún lugar de la ciudad, desde el pasillo, cuando

la cuadrada caja colgante se detuvo entre piso y piso para cargar el solemne paquete

mortuorio que el General en persona (no ya el Capitán) había mandado a embalsamar.

—¿No la habían velado en un local de la CGT... —dirá Santamarina sin saber por

qué utilizaba un eufemismo en vez de referirse lisa y llanamente a los métodos egipcios,

acaso orientales, que él conocía muy bien por su nombre de pila, aunque sin entusiasmo de

voyeur.

—Inventos de los periodistas —dijo Piaget—. O vos te pensás que iban a hacer

semejante porquería en cualquier lado.

A Santamarina se le disparará la imaginación: el destino de las vísceras, por

ejemplo. ¿Qué había sido de ellas? Volverá a mirar la foto. Repentinamente sereno

observará algunos detalles de aquel rostro que había generado polémicas inolvidables. La

forma de la oreja, el lunar en el cuello, ¿lunar o mancha en la copia fotográfica? La ceja

delgada pero oscura, las bolsas bajo los ojos. Los pómulos. ¿Cuál era la verdad de esa
imagen? La crasa muerte. Pero qué más. La indecencia de su permisividad. Eso, pensará

Santamarina, la foto es indecente no por lo que muestra sino por estar ahí. No es Piaget el

morboso, es lo que sus fotos representan, se dirá. Se detendrá. Su mente habrá empezado a

funcionar como un reloj. Sentirá frío. Como si una mano violeta hubiera emasculado su

conciencia. Entonces lamentará, eufóricamente lamentará, que Piaget hubiese tenido poco

tiempo para hacer más que una, ésa, robada.

Piaget recitará:

—"Con sangre o sin sangre la raza de los oligarcas explotadores del hombre morirá

en este siglo".

—Fallido pronóstico —dirá Santamarina.

Se sobresaltará.

Las palabras habrán salido de su boca sin previo aviso.

El no tendrá nada en contra de aquella desconocida.

—Lo dijo histérica, antes de morirse —dirá Piaget.

Y la réplica lo colocará impensadamente del otro lado de la historia, en una zona

equívoca que lo obligará, contra su costumbre, a tomar partido.

—¿Tenés... más… de éstas? —se escuchará decir.

—Nos vamos entendiendo —dirá Piaget.

Los pies helados (Santamarina habrá pisado un charco de agua) le empezarán a

doler.

—Me voy a enfermar... —dirá Santamarina.

Piaget reirá sarcásticamente.

—¿Y las de Sabrina?


—¿Qué cosa?

—Las fotos.

—Ah, las fotos. Mirá vos lo que tenías escondido.

—No me des vuelta las cosas, te metiste en el hospital.

—¿Y cómo sabés eso vos?

—Me lo contó Hans. Me lo hizo saber.

—Ah, muy bien. Sos detective, eh. Te las doy con una condición.

—¿Cuál?

—Que me ayudés en un trabajito.

Por suerte con Belula estaba también Rosarito. De la redacción sólo ella había ido al

velatorio de Sabrina. Sólo ella y la pequeña familia de Sabrina y Santamarina: Mabel, unos

primos lejanos. A Santamarina le gustó verla. La abrazó y se sintió resguardado bajo sus

kilos de carne. Pero más le gustó verla a Rosarito, que no había tenido tiempo de cambiarse

y volvía a estar a su vista con el uniforme del colegio. La beba lloraba y Santamarina le

pidió a Mabel que se la llevase. Y a los primos, que la acercaran en un taxi. Iba a estar bien

él, a solas con su esposa. Y además se quedaban Belula y la sobrina, tan amorosas las dos.

La sala de velatorio era espaciosa. Santamarina no entendía qué clase de cariño repentino

había despertado él en Belula pero igual se entretuvo observando las piernas de la

adolescente.

Tenía una cascarita en la rodilla izquierda, un puntito, y por encima y hacia arriba, en

el borde apenas de la pollera del colegio, una mancha como de aceite; y luego la mochila

castamente cubriendo los empeines, la mochila cuyas letras impresas ella además iba
tapando con su mano derecha, de uñas comidas; ella que con la otra mano, contra la pollera

la otra mano, con una cadenita y unas pulseras, como de lana o de tela, sostenía una carpeta

grande que les separaba los pies. Y luego la cara con el flequillito, el pelo entero en realidad

que viene sostenido desde arriba y atrás, desde la nuca, por una que supongo es hebillita o

elástico, formando una colita, claro, o mejor dos, que caería apenas rozando sobre la parte

alta de la espalda, sobre la camisita apretada cuyas arrugas se fruncen bajando por ella hasta

la cintura deliciosamente angosta, y desaparecen entrando bajo la otra tela, la tela que tiene

su tono gris pero nada parejo, porque en realidad es un dibujo, un tartán en realidad, un

escocés, gris oscuro y gris clarito, en bandas horizontales y verticales, y plegado, y cortito,

muy cortito, tanto que deja ver el nacimiento del glúteo y el muslo completo, dorado,

firme, y la rodilla perfecta, y el resto de la pierna con sus medias, claro, blancas, tres

cuartos, apuntando hacia el techo (porque ella estará recostada boca abajo sobre una mesa

con sus mediecitas y su pollerita y su camisita y su colita; y estará sobre ella, con su colita y

su camisita arrugadita, y su pollerita y su nalguita y su muslito y su rodillita y sus mediecitas

–con las plantas sucias las mediecitas- mirando a cámara). Ay. (Mirando a cámara, muy

profesional, con el pelo hábilmente desplazado hacia el costado derecho, dejando ver el

borde de la oreja carnosa asomando hacia atrás, entre el mechón de adelante y la colita;

mirando a cámara con los ojos como dos almendras gordas, negras, y los párpados

pintados de un azul celestón). Pero no. No. Nada que ver. No. No. No. Paremos. No.

Volvamos. Recato, pato. Que nos pueden estar mirando. Entonces taparnos con la

agendita de mano. A lo sumo apretarnos un poco, con la agendita en la mano. Pero no

mucho porque se puede dar cuenta.

Y los ojos delineados con rimel, y apenas un poco de color en las mejillas; y la boca

de corazón el gusto de ver por primera vez la verdad de esa metáfora, cliché divino, tan
apropiado para la forma de esos labios pintados con rouge, a pesar de que no es el lugar

apropiado, y no deberían permitírselo, yo diría, para no provocar a algún hombre, a algún

extraño con intenciones perversas, ocultas, a pretender algo más como ese que

mencionaban ayer en la radio: porque cuál es el momento en que la fantasía común ¿no es

cierto?, la fantasía normal que tenemos todos; en qué momento una persona, un

degenerado ¿no es cierto?, da un paso más, ese paso que le hace pasar la barrera de la

fantasía, la fantasía común ¿no es cierto?, que tenemos todos verdaderamente chiquitos, los

labios, verdaderamente de nena; y la camisa con el monograma al agua que tiene la corona y

la cruz, abierta hasta el tercer botón, dejando ver abajo el borde de un corpiño blanco.

Y ahora comiéndose la uña del pulgar, la muy turrita, para que a mí se me ponga dura

la pija, no, para meterse el dedo así en la boca nomás, y volver a bajar la manito, ay, otra

vez, con la mirada perdida hacia delante, ese pulgar que podría ser mi glande; el lunar en la

mejilla, siempre un lunar, la luna de su cara. Podría ser comiendo una paleta. Ahí está. Sí.

Comiendo una paleta redonda, con dibujos de caramelo amarillo, rojo y verde (más grande

el amarillo). Comiéndola pero dejando ver el labio de arriba. Es decir la boca entreabierta,

claro. Insinuando apenas las paletas de adelante. Lindos dientes. La mamá la retaría: te va a

sacar caries tanto dulce. Me nefrega, la mamá. Ahora está la nena sola con papito.

Comiendo la paleta. Así. Qué linda fotito. Muy bien. Ahora la lengüita. Así. Pero qué bien.

Y un oso de peluche yo diría, también. Un osito blanco. Abrazado contra el pecho de ella,

que no lo vemos bien. No hay foto perfecta. Ya veremos cómo. Le duele el cuello se ve,

porque se lo acaricia con la punta de los dedos, el índice y el medio, meta tocarse distraída,

como distraídamente la deja suelta a la mano y se da cuenta de que le estoy mirando la piel

del pecho porque ahora se cierra un poquito la camisa, y ahora sube la carpeta grande del

piso y la pone en la falda y mira para adelante. Y ella ahora mordiéndose el labio, y no
puedo dejar de mirarle la boquita es muy linda, ya, cómo salgo de esta fantasía que ayer

decían en la radio todos tenemos, hasta ciertos límites y ahora veo que en los pies tiene

chatitas y que en la remerita bajo la camisa hay unas lentejuelas, y que los pies los tiene

hacia delante, y que se parece mucho a Sabrina cuando la conocí. Ah, Sabrinita. ¿Qué voy a

hacer con la bicicleta que te regalé?

Verla caminando. Si total, no tengo nada que hacer. Seguirla hasta el palo de la parada

del colectivo. No me importe la gente que espera para subir sino su forma. La forma del

palo. Y ni siquiera la totalidad del cilindro de madera que sostiene la chapa clavada a éste

sino la del número de línea, que sobresale transversalmente. Por encima del palo se cruzan

las ramas más bajas de un plátano incipiente. Las avispas hicieron un nido un poco más

arriba. La sombra del nido cae sobre la chapita con el número. Mejor en el colectivo, los

dos solos. Pero ella se levanta primero. Justo. Entonces me doy cuenta de lo bien que le

queda la pollerita que en realidad es gris, tableada, de lo muy bien que le queda,

deliciosamente bien, aunque casi le llega a las rodillas. Rosarito es una chica bien formada.

Muevo las piernas hacia la derecha para dejarla pasar, y al hacerlo trato de no mirar su

movimiento. Pero la tela pesada me roza, involuntariamente, la mano. Mejor me quedo en

el molde. Despacito, despacito, con esfuerzo devuelvo la vista hacia la calle cuando algo me

interrumpe. Es el ruedo de la pollerita. Se enganchó en mi anillo. Todo hombre solo

debería seguir usando anillo para que las mujeres no lo encaren. Aunque a mí, ¿quién me va

a encarar? No importa. Sólo que ya está visto, el panorama viene desalentador. Las mujeres

han muerto para mí. Por suerte mido lo que mido. Un hombre de 1,80 siempre es un

ganador. Lástima los huesos. ¿Será la osteoporosis ya? Y a quién le importa. El ruedo. El

ruedo de la pollerita enganchándose picaronamente en mi anillo de impostor. Entonces me

doy cuenta de que no le llegaba el borde de la pollerita casi a la rodilla sino apenas a la
mitad del muslo sedoso, que también tiene un lunar; y que los pliegues de la tela gris

forman unos triángulos cuya base delimita el muslo y cuyo vértice, incisivo, llega hasta el

límite mismo de los faldones de la camisa que Rosarito usa suelta y volada, la camisa cuyas

mangas también flamean tapándole la mano hasta la mitad, la mano de dedos

sorpresivamente largos y finos, que también tiene un anillo, como la mía, pero tan ancho y

complicado que evidentemente no se lo dio nadie importante sino que se lo compró ella

sola. Y entonces se ríe la nena, se ríe porque la pollerita quedó enganchada por la parte de

atrás, de un hilito medio suelto se ve, se siente, en mi anillo, levantándosela y ofreciéndome

a la vista, por un segundo, el espectáculo de la dulzura. “¡Ay, disculpe señorrr!”. “No, no es

nada. Pará”. “¡Así la va a romper, espere!”. “Tenés razón… Y cómo hacemos”. “A ver,

párese Usted también”. ¿Cómo le explico que no puedo? Que sea lo que Dios mande. ¿Se me notará

mucho? ¡La agendita! No, muy chiquita… Ya sé…“A ver, dame que te tengo la carpeta…”.

“¡¡¡Ah, buenísismo!!! Jijiji”. “Ahora así, eso, pará que saco la mano despacito…”. “¡Perfecto,

señor!”. “Sí, parece que ya se suelta…”. “¿Usted es médico?”. “No. Bueno. Algo así.

¿Por?”. “No, nada. Por el pulso que tiene…”. “Ah…”. Y entonces, yo: “Mejor bajemos

que el colectivo arranca”. Buenos reflejos. Apenas un segundo de duda porque ya estoy

yendo adelante con su carpeta bajo el brazo en el pasillo. “Dale, vení”. Y ella, roja la

carucha como un tomate, siguiéndome, agarrándose de los caños con las dos manos, la

mochilita a la espalda. Sin mirar a nadie. Ni al chofer que levanta apenas los ojos y nos

observa por el espejo. Ni a la señora buena madre de familia, seguro, que tal vez nos

supone parientes o algo por el estilo. Y entonces bajándole yo, desde abajo, la carpeta, qué

placer verla venir, descendiendo como sólo un ángel, hacia mí, de frente ahora con la

corbata saliéndose que no sé cómo antes no se la había notado, larguísima y con el nudo

suelto, larguísima y sueltísima y llegando prácticamente al borde, de la pollerita gris. Un

movimiento hacia atrás, el de su espalda para que el cuerpo baje, arqueada su espalda antes

de arrojar su cuerpo prácticamente a mis brazos con el busto no digamos, no digamos que
las tetitas estallando pero sí vibrantes y hacia mí, el médico casado que ahora se frena y se

refrena, para no caer líbrenos Dios en la tentación de atraparla por la cintura cuando

trastabilla, sin que la hebilla le tiemble ni le mueva la colita del pelo, que al final resulta que

era una sola, por culpa del colectivo que acaba otra vez, no como yo, de ponerse en

movimiento. Y es en el éxtasis de ese momento cuando, como una comunión, ella que no

tiene apoyado su pie derecho con la chatita ni en la calle ni el escalón del colectivo, ella que

tampoco sostiene el izquierdo con la chatita en el escalón del colectivo ni en la calle,

fotografío mentalmente su silueta y velozmente la congelo en la memoria, y otra que Piaget

si hubiera tenido una camarita y nos hubiera podido retratar, yo a nosotros mismos, de

costado y listos para el beso prohibido. Un momento de magia en que ni soy quien soy ni

ella quien es, prueba de que en estas cosas, en definitiva, verdaderamente no somos nada. Y

no digo amor, pero casi. Y no digo amor porque ella nunca me miró realmente, como si

nunca hubiera tenido ojos sino almendras, sólo almendras negras que ya no traslucen ni

picardía ni nada, porque ya se ha dicho: nada somos, y sin embargo todavía evocan, en

quien las sepa registrar, aquel hálito de vida de esa mañana cuando fue a despedirla a la

Terminal, y no ella descendiendo y yo bajando, como una leve adolescente y un chivo viejo,

del colectivo.

Ella recostando boca abajo su cuerpo en la mesa ratona de la casa de velatorios, ella

arrodillada en el piso; ella sin Belula que podría estar mirándonos; ella olvidada de Sabrina

ahí, en la sala de al lado; ella con pollerita kilt ahora, casi toda roja con cuadraditos verdes y

negros ahora; ella con el mármol de la mesita clavado prácticamente en el estómago,

obligándola a meter la panza, como metida y ajustada está la camisa ahora en la pollera, que

se tensa justo donde están las tetas, algo separadas se adivina por la posición, por el peso de

la gravedad. Y todo en ella está en tensión ahora, los brazos estirados que yo le voy a ir
estirando más todavía, guacha, calentando así a un pobre tipo con su esposa muerta al lado,

perra, hasta tenerla prácticamente acostada sobre la mesita ratona, con las mangas de la

camisa dobladas en los codos, y la corbata suelta del todo colgando de su cuello tenso, con

el mentón así para arriba y la boca abierta pero los dientes apretados, lista para recibir la

que se le viene por atrás, ah, ya vas a ver, pendeja del orto. No era justo sentir esa clase de

cosas. Pero las sentía. Entonces buscó taparse, ocultar lo inevitable, lo inadecuado. Se

cruzó de piernas y al hacerlo sólo consiguió apretarse un poco, ocultar lo inocultable, lo

inconfesable. Pero no mucho. Tal vez si se levantaba y caminaba por la salita. Pero también

un gesto brusco podía delatarlo. Mirar hacia la puerta de la sala mortuoria, mejor.

Concentrarse. Eso. Pero los ojos delineados y las pestañas con rimel, y el color del pelo

negro, y las trenzas, las trenzas también colgando, como la corbata suelta, formando las

trenzas dos líneas perfectas, paralelas, cayendo en la punta de la mesita ratona donde ya la

camisa le estoy abriendo, uno, dos, tres, cuatro botones, metiendo mano en sus lindas tetas,

apretándole la espalda, estrujándola contra la superficie blanca, pero veteada; y en esa

posición entonces, tomando un segundo aire, verla un instante un poco con distancia, la

mínima necesaria, dejándola respirar para ver qué hacer, que por supuesto no hará nada,

Rosarito, sólo esperar a que termine lo que empecé, excitada para mí y curiosamente altiva,

deseosa, con la pollerita apretándole la barriga pobrecita, y los paños cuadriculados, rojos y

verdes y negros los pliegues, completamente alzada, la pollerita, y las rodillas contra el piso

poniéndose rojas también, por la postura, y los músculos tensos y las medias que

milagrosamente siguen firmes, blancas, hasta apenas un poco más arriba de los tobillos

anclados en su par de zapatos negros, cuadrados, secos, con cordones.

—Mejor vayan yendo, ya.


—¿Seguro?

—Si, es lo mejor.

—Sí, bueno. Llamame cualquier cosita que precises. Y tomate unos días.

—No, no. Prefiero no parar.

—Pero Santa…

—En serio te digo, si paro me hundo. Gracias igual.

—Chau entonces.

—Chau, chau.

—Que estés bien, eh. Es muy triste lo que te está pasando.

Pero a los diez minutos Rosarito volvió al velorio y lo tocó en el hombro.

Santamarina se dio cuenta de que las cosas no iban a salir cómo él las tenía prefijadas.

—¿Qué hacés? ¿Y tu tía?

—Se tomó un taxi. Estaba cansada.

—¿Y sabe que vos…?

—No. Le dije que me tomaba el 39.

—Vos y yo no tendríamos que estar acá los dos solos.

—Alguien te tiene que hacer compañía y además…

—¿Qué?

—Estás muy nervioso —dijo ella y se puso en puntas de pie para sacarle una pelusa

imaginaria.

Santamarina sintió la energía de la adolescente en el hueco del estómago; hacía frío y

pensó que hubiera sido bueno haberse llevado un abrigo para pasar la noche. Tenía puesto

un saco negro de lino y una camisa del mismo color. Mientras Rosarito estaba volviendo a

apoyar los zapatos del colegio en el piso él le apoyó las manos en la cintura para ayudarla a

no perder el equilibrio; ella tocó el suelo con los talones y pegó un brinco inusitado. Quedó

colgada del cuello de Santamarina con las piernas rodeándolo por la cintura; él la sostuvo
de las nalgas por debajo de la pollera tableada; caminó unos pasos por la sala desierta

girando sobre sí mismo tratando de no caerse. Para no mirarla ni acercar irrespetuosamente

su cara a la de ella dobló el cuello hacia atrás y clavó la vista en el techo, pero sentía su

respiración en el mentón y después la saliva de su boca, que había empezado un silencioso

y metódico trabajo de succión. Santamarina se sentía un muñeco de cajita de música a

cuerda dando vueltas sin rumbo pero lentamente ella lo fue guiando, con unos leves

apretones de los muslos, hacia la puerta de la sala mortuoria. Entraron con él de espaldas y

ella aprovechando para cerrar la puerta con un empujoncito del pie, y a los dos pasos las

vértebras lumbares de Santamarina tropezaron con la base del féretro.

—No quiero que te hundas —dijo entonces ella y le sostuvo la cara con las manos

buscándole los labios; Santamarina se resistió.

—Está mi mujer —dijo tembloroso.

—Ya no nos ve. Olvidate de ella. Vení. Besame.

—¿Pero qué te pasa, nena?

—Dame un beso, Santa. No seas arisco.

—Estoy soñando. Sigo soñando. Esto no puede ser real.

—Es más real que la muerte de Sabrina. No pienses más.

El diálogo era ridículo pero más ridículos eran los movimientos que Santamarina

hacía para desprenderse de la niña, y el esfuerzo con que procuraba que nadie los

escuchase; si doblaba la cabeza podía ver la serena cara de Sabrina y los reflejos

evanescentes que unas bombitas de 40 wats hacían sobre ella. La tensión eléctrica parecía

fallar o tal vez era que a esa hora de la noche estaban por quemarse. Pero salvo por la

situación en sí, totalmente increíble, lo cierto era que se estaba mejor en la sala de la muerta

que en el cuarto principal. En principio, hacía calor. O tal vez era que su temperatura

corporal cambiaba debido a la agitación del enfrentamiento físico, suerte de curiosa menage a

trois en la que la esposa engañada llevaba la peor parte, imposibilitada como estaba de
defender su buen nombre y honor. Al cabo de un rato Santamarina se encontró apoyando

con buen tino la cadera en el cajón y, desde esa postura, casi sentado a los pies de la difunta

y con el borde de cedro clavándosele en los glúteos, se concentró en colocar primero sus

pies en la posición necesaria para sostenerlo a él y a la joven engrampada a su figura como

una serpiente a un árbol, y a ir separando después las piernas hasta formar una extraña

figura circense que le permitió eludir, cada vez más suavemente, los intentos que Rosarito

hacía para comerle la boca a mordiscones.

—Acá no, por favor. Vamos a la salita.

Y entonces, por fin, ay, mi amor, no, no es nada, no pares, pará, no pares, así la vas a

romper, pará, no, más fuerte, así, fuerte, dale, cómo hacemos a ver, levantá un poquito las

piernas, así, cómo le explico que no puedo, ¿le dolerá mucho?, ahhh, mmmgjhmg, ahora,

así, eso, eso, eso, eso, pará, la mano, así, despacito, no, más fuerte, fuerte, qué puta sos,

mmmmghsím, mmmmh, sí, qué bien se siente, ¿ya?, no, pará, pará, esperate, qué pasa,

aguantá, eso, quietos los dos. La pollerita. Concentrarse en la pollerita. La tela. Eso. El

dibujo. El rojo de fondo, sí claro. Pero también las líneas: azul marino, celeste profundo.

No, profundo no. La trama de lo azul marino entrando y saliendo. No, entrando y saliendo

no. ¿Cómo es? ¿Primero un color de tela y después todas las combinaciones? La

combinación primero. Uno con otro y con otro y con otro. Del lado de adentro mejor, si lo

tenés definido. Pero es igual. Entonces otro color. Otra combinación. Azules y blancos y

ahora lo rojo como líneas nomás. Otro colegio. Eso. Por ahí puede ir la cosa. No mires. No

sientas. Así. Buenos reflejos. Pero entonces ella: ¿y?, dale, vení, ¿qué pasa? Ella, roja la

carucha como un tomate, moviéndose, siguiendo la cosa, agarrándose de los bordes de la

mesita con las dos manos, mi peso en su espalda. Y entonces dándole de vuelta yo, desde

atrás, dándole, qué placer sentirla venirse, completamente abierto el agujero del culo, sí, a
esa altura sí, todo apretadito y sorprendentemente hondo y paciente, no pensé que podía

ser así, Sabrina nunca, entrando y saliendo, el paisaje de su espalda, las manos en las

caderas, descendiendo en ella, bien adentro, moviéndola, como sólo a un ángel, para mí, un

ángel con mano de ángel agarrando la mía ahora, la derecha, levantando un poco más el

culo ahora, y haciendo que mi mano se le meta por el frente, por abajo y el frente, más, así,

más adentro, metelo, así, más adentro, está tan mojada Rosarito ahí adentro, y lo que los

dedos tocan, ahora, en el fondo, a través de la piel rosada de adentro, es mi propio

miembro, que por detrás la empuja, le entra, nunca sentí una cosa así, lo duro de mi dedo

tocándome lo duro a secas entre lo blandito de ella, lo blando entre lo duro, lo más blando

y lo más duro entrando como le entra la corbata ahora por adentro de la camisa, como le

entra mi otra mano entre las tetas y Rosarito, ay, me gusta, me gusta, más, qué lindo, qué

duro, qué rico, qué puro, qué rojo, y los flequitos saliéndose que no sé cómo antes no los

había notado, larguísimos y con las puntas sueltas, sueltísimas, sueltísimas y llegando

mucho más allá del centímetro permitido por la prolijidad de los costureros, más allá y sin

ninguna vergüenza, sin que nadie venga a decirnos cómo tenemos que hacerlo porque ya

sabemos, acabamos de saberlo, cómo llegar al fondo, finalmente al fondo, a uno de ellos,

porque siempre puede haber otro más, siempre queda algo, como queda ella ahora en

tensión con todo el cuerpo levantado, en éxtasis, que hasta ganas de gritar se ve pero

correctamente no lo hace, me respeta se ve, le agradezco, no va en eso más allá del borde

de la pollerita gris. Un movimiento hacia atrás, el de su espalda para que mi cuerpo baje,

arqueada su espalda antes de arrojar mi cuerpo ahora prácticamente afuera de ella, no

digamos, no digamos que estallando pero sí vibrante, hacia fuera, y yo que todavía

increíblemente no llegué me freno, no me queda otra que frenarme, por Dios, yo también

quería llegar pero no, será sólo la tentación de nuevo, la de buscar atraparla de nuevo,

metérsela de nuevo de esa forma, cómo pude haberme distraído, era demasiado nuevo

todo, cómo no metérsela ya de nuevo, pero no, ¿no hay otra vez?, casi estaba a punto yo,
ay, qué papelón, toda mojada la mano en el velorio de mi señora, Sabrina, y ella, Rosarito,

poniéndose otra vez la bombachita bien, que ni siquiera sé cómo se la había sacado entre

tanto movimiento, la bombachita.

—¿Un trabajito? ¿Qué clase de trabajito?

—Unas fotos, qué va a ser. Necesito un colaborador. Tengo que hacer una entrega

pero yo no puedo ir.

—¿Alguien que está…?

—Sí, claro. Lo mío son los difuntos, por si no te diste cuenta.

—¿Quién?

—Nada desagradable. Una piba divina era. De un cliente muy especial que tuve, pero

ahora no nos llevamos ya. Y además te lo voy a pagar. Tampoco soy un explotador. Pero

no te asustés que no es para tanto. Ni torturas ni nada truculento. Muerte natural fue. Ni

máquina le dieron. Se les quedó antes, no me preguntes porqué. Además es sólo llevarlas.

Hacer la entrega en el Juzgado. Si se llegan a enterar que fui yo me rompen el culo.

Cabeceará, negándose, Santamarina, a lo que considerará deliro ajeno. Y mirará con

odio al hombre que le estará hablando de ese modo. Algo habrá en su mirada decisivo

porque para cuando termine de mirar, repentinamente, el fotógrafo suspenderá su sonrisa y

bajará de un anaquel otra de las cajas, y de esa caja sacará un sobre rectangular y angosto

que encimará sobre las demás fotos.

—Bueno, ahí tenés —dirá suspirando—. Vos las querías ver. Ahí las tenés.

Santamarina lo observará con ojos incrédulos.

Despegará lentamente el scotch que cerrará el sobre y deslizará una serie de fotos en

blanco y negro, en las que verá reconstruido el recorrido de su desgracia: Sabrina

despedida de su asiento en el momento del impacto y acostada con los ojos cerrados en la
escalerilla de la cabina; Sabrina con el grueso sweter de lana azul apelotonado bajo el

mentón como arropando la cabeza casi sin rasguños; un plano corto de la frente de

Sabrina, la corona de sangre de su frente; otro un poco mayor de sus brazos colgando

cruzados por atrás de la cabeza en forma de cruz; la cara hermosa manchada de sangre

como la de un Cristo, la expresión serena.

—“¿Este qué hace?”, me dijeron que gritó el chofer casi al mismo tiempo en que

pegaba el volantazo —dirá Piaget—. Al pedo. Quiso retomar la línea sobre el asfalto pero

el micro dio la vuelta y chocó contra el camión. Quedó detenido sobre la banquina, a

cuarenta y cinco grados de la línea de la ruta. Yo la vi a tu mujer parándose y bajando,

caminando sola, entre los lloriqueos de la gente. Mina fuerte tu mujer, te felicito. Mirá que

vi gente en la cola de la parca, eh. Pero como esta chica, ninguna. Me impresionó. Pensé

que era cadáver.

Y entonces desde el sobre Santamarina verá salir a su mujer inestable, sangrando,

pasar por adelante del cuerpo sin vida del chofer atrapado entre el volante y el frente

destrozado del micro; verá los cuerpos desparramados del resto de los pasajeros,

moribundos. Y la verá nuevamente a ella pero de bruces en el piso; a ella en una camilla

entrando a una ambulancia camino a un hospital.

—Vos estás completamente loco —dirá Santamarina—. Me voy de acá. Loco de

mierda.

Lo mirará Piaget, recuperada la sonrisa; le palmeará la espalda.

—También le decían loco a Colón, y mirá todo lo que le debemos. ¿Qué, no las

querés ahora las tuyas?

—No.

—Te voy a hacer unas copias y te las hago llegar, no te preocupes.

—No quiero saber nada.

—Por ahora llevate éstas.


—Estás muy enfermo.

—Se ve que sos un buen pibe vos, me caés simpático —dijo Piaget y le puso en las

manos un sobre de papel madera tamaño oficio en cuyo frente Santamarina alcanzó a leer

el nombre de un juez, que le resultó ligeramente conocido, y el de una calle ineludible:

Comodoro Py.

Lo primero que sin quererlo ver vio, Santamarina, nuevamente al borde de la

náusea, fue el pezón; alto, erguido, como un montículo en miniatura el pezón; luego la

areola, los poros abiertos por el frío, acaso, o por un efecto óptico de la fotografía. Es

un lindo pezón, pensó, sobresaltado de sí mismo. Había abierto el sobre en el colectivo

y deslizado la foto en blanco y negro, grande, papel mate, hacia afuera. El colectivo iba

vacío pese a lo cual se sentó en uno de los asientos del fondo, caliente y pegajoso, ya a

esa hora de la madrugada, por el calor del motor. Tiene, tenía el pezón una línea oscura

en la base que realzaba su relieve; una línea que lo distinguía por sobre la areola, que lo

hacía de algún modo más visible, a pesar de lo nublado del resto. Piaget había sentido

ganas de besarlo, le dijo, cuando reveló la foto. Y no porque el foco hubiese estado

precisamente ahí, porque en realidad parecía no estar en ningún lado. No se entiende

qué es lo que quiso sacar el fotógrafo inmundo. Ni por qué amplió la copia a ese

tamaño. Si un defecto tiene la foto es el de contener demasiado paisaje cutáneo. Toda

esa piel. Y sobre todo, ese pedazo de cara. Y el pelo. ¿Por qué, si hizo otras fotos para

él mismo, no tomó una Piaget en la que el pezón ocupase la totalidad del objetivo, o al

menos su centro de interés? ¿Por qué no una al menos en la que lo testimonial hubiese

estado exclusivamente volcado a retratar las sombras bajo mentón, los tres pliegues que

la piel concluyó formando por efecto del peso de la cabeza caída hacia atrás? ¿Por qué
no una que hubiese registrado la boca entreabierta, el terso hueco de la garganta? Algo

quizás le indicó, cuando las hizo, que debía obliterar sus deseos. Conciente siempre

había sido del rigor para con los clientes y tal vez dejó de lado sus sentimientos para

complacer al Capitán, si que había sido él quien se había encaprichado con tener un

retrato en blanco y negro de la occisa lo más nítido posible. Así pues no hubiera sido

correcto dilapidar energías creativas y mucho menos rollos en detalles que nadie le

había encargado. Además, ya había tenido un disgusto por un tema parecido, una vez,

cuando dijo que él no entregaba los negativos y el Capitán se enfureció. O daba las

fotos con todo y negativos o no habría más encargos para él. Seguramente Piaget no

había querido correr el riesgo de que aquel hombre desagradable volviese a desconfiar

de sus virtudes. Necesitaba el trabajo, dedujo involuntariamente Santamarina en el

último asiento del colectivo, conteniendo una arcada. Y sin embargo el Capitán jamás

había podido evitar que él sacase copias extras como aquella que ahora Santamarina

llevaba sobre las piernas, un simple pedazo de papel emulsionado. El Capitán nunca se

quedaba durante la sesión completa. Ver eso, decía, le revolvía el estómago. Sólo así se

entendía que Piaget hubiese aprovechado muchas veces para tomar imágenes

exclusivamente destinadas a su archivo personal. Antes que un soldado de la patria, se

consideraba un artista. Debió deberse más lealtad a sí mismo que al Capitán. Debió

haber sido un comportamiento ciertamente contradictorio el suyo. La obsesión

fotográfica, a veces, pudiendo más que sus pruritos. Ese habría sido el caso de la última

occisa, pensó Santamarina sin saber qué otra cosa hacer más que seguir mirándola, de

refilón, porque dejarla olvidada en el asiento hubiese sido saludable pero también una

traición para con esa chica desconocida, cuyo último retrato podía llegar a ser, se dijo,

el testimonio revelador que su familia esperaba desde hacía tantos años para saber qué

había sido de ella, de su cuerpo maltratado.


Al cabo el calor del motor lo hizo levantarse y cambiar de asiento, a Santamarina, que

ahora había ido a sentarse en el quinto de la fila de a uno, donde después de guardar

nuevamente la foto en el sobre se entretuvo en observar, amodorrado, el paisaje de

edificios, a esa hora sin gente, por la ventanilla. Más tarde, cuando sea completamente de

día y él colectivo en que subió para volver a su casa un Santamarina olvidado por unas

horas del encargo macabro haya retomado su rutina habitual, alguien seguramente se

sentará en ese mismo asiento y sin tener la menor idea de lo que viajó en su sitio, del dilema

moral en que se encontró alguien en ese mismo sitio, contemplará inocentemente por caso

el furor del micro centro, o más exactamente quizás, el de esa zona de la ciudad conocida

como los Tribunales. Alguien, que no será Santamarina pensando en cuándo volverá a ver a

la sobrinita de Belula, atestiguará de la ciudad lo que vea del lado de la ventanilla de ese

colectivo: personas que caminarán ese día como cualquier otro; señores de sacos negros

con sus maletines, bolsos o carpetas en las manos, los hombros o los brazos; parejas

sonrientes compuestas por chicas bien formadas y muchachos de brazos sueltos, rozando

no casualmente las nalgas al paso de sus compañeras; mujeres con bolsas de nylon blancas

llenas de misterios y niños sin padres pidiendo monedas. Por cierto que el colectivo dejará

velozmente la zona donde se impartirá la Justicia y se atascará, bufando, en la zona de la

ciudad conocida como el Once. Y ahí alguien que no será Santamarina yendo a buscar a

Rosarito a la salida del colegio varios días después de que se fuera con la tía Belula del

velorio sin volver, pero no tantos como para olvidarse del gusto que su presencia le

provocó, y del lindo sexo que tuvieron, alguien que estará sentado en el quinto asiento de la

fila de a uno de ese colectivo verá a personas sentadas en los umbrales. Alguien verá

tiendas de telas de venta sólo al por mayor ofreciendo todos los colores fraccionados por

kilo, jersey y tejidos de punto; verá mercerías y casas de retazos y liquidaciones a menos del

costo, cotillones y botoneras. Alejado de lo macabro, el que viaje en el asiento de

Santamarina paseará su vista desenvuelta y tranquilamente por los carteles publicitarios y las
siluetas de los autos, por las casas de maniquíes y una que otra obra en construcción; verá

persianas metálicas negras, cerradas y también abiertas, y en una esquina, cruzando una

avenida, verá otra verde, del Poder Judicial de la Nación. Le importará que esté ese edificio

en su línea visual tanto como el de un supermercado chino, una casa de cortinas, una

panadería y un hotel alojamiento. Desde esa ventanilla, el ojo que no tiene la obligación de

enfrentarse a lo mortuorio disfrutará del viaje en colectivo con la alegre sorpresa de

preguntarse porqué le habrán colocado a unos supermercados mayoristas el nombre de

VITAL, y con el impulso que le dará esa interrogación, demasiado leve o vana como para

hacer hincapié en su memoria, disfrutará la brisa que entrará ahora que van a cuarenta o

más kilómetros por hora, tanto como del aroma de los plátanos y los tilos florecientes en

una plaza en refacción, y hasta de la vista de un policía midiendo el paso del tránsito. Será

un conteiner lleno de flores muertas lo que más lo acongojará pero apenas como impresión

fugaz, como fugaces verá caminar, doblando otra esquina, a tres o cuatro colegialas de

uniforme negro y lazo gris en las cimbreantes cinturas.

Por la creciente presencia de los árboles el observador que no será Santamarina se

dará cuenta de que se está alejando cada vez más del centro; le gustará recibir el aire fresco

que entrará por la ventanilla al mismo tiempo en que las calles cambiarán de nombre y se

empezarán a numerar desde el cero. Otra zona entonces, veredas con apenas una señora

que pasará fumando frente a los ojos bonitos de un modelo masculino que la mirará, el

pelo ondeado y brilloso, desde el cartel en la vidriera de la peluquería para caballeros a

niños que dice llamarse, cómo si no, Stilo. Un tramo corto pasará el colectivo por una

avenida de doble mano, y el asfalto de pronto será como una pista de carreras. El ojo que

no será el de Santamarina se entusiasmará con los estímulos de la velocidad pero un

semáforo detendrá enseguida a su colectivo junto a otro; el ojo que no será el de

Santamarina no se perturbará cuando el otro transporte los pase pero sí quizás, un poco,
cuando unas cuadras después el suyo se detenga frente a la inscripción en letras minúsculas

que verá en una pared blanca:

30.000 desaparecidos del socialismo

Y prácticamente después, a unas diez o quince cuadras, otra que dirá sobre una

persiana vieja morada de óxido, en mayúculas:

TRABAJO SUCIO

No buscará otra coherencia que la del azar de ese colectivo que irá andando y

deteniéndose efectivamente según sus propias coordenadas -un semáforo, una parada, una

cuneta- para ligar sus observaciones. La intriga de lo que irá a ver en esa nueva tensión lo

hará sentir curioso y con tiempo para prestar atención a los detalles laterales, tanto como

para que nosotros nos sentemos en ese quinto asiento, el mismo lugar donde habrá ido

sentado Santamarina con la foto de Piaget, aunque en sentido inverso, para llegar hasta

nuestro hogar dulce hogar.

—Vas a ver que algo está mal con esa foto, no sé qué me pasó —había dicho

Piaget agarrando a Santamarina del brazo todavía una vez más, en un susurro pastoso,

antes de dejarlo irse.

—Pero la reputa madre. Loco de mierda —dijo Santamarina sin poder desasirse

de esa mano que era como una tenaza sobre una canilla que perdía —dejame salir de

acá de una buena vez.


Su cara se había puesto de un color ocre.

—Pero es preciosa, ya vas a ver. Un caramelito —dijo Piaget—. Pero bueno,

todos tenemos algo de mirones.

El no era un cobarde, le dijo, sólo un poco introvertido frente a los superiores.

Había visto a Santamarina haciendo esfuerzos para no mirar. El también se había

contenido de esa forma frente a la foto clavada con chinches en la desconchada puerta

del ropero del hotel de mala muerte de Esperanza. Pudor, sí. Como cuando no había

querido acostarse con su prima, que finalmente hubiera dicho que sí, si le insistía un

poco. No. Qué estupidez. Incorporó su cuerpo gordo, intempestivamente acalorado,

como en su mente lo había estado cuando se masturbaba compulsivamente en la pieza

del hotel, mareado por las visiones entremezcladas, el niñito de Marcia Nadina, las

colegialas de la pieza de al lado, la foto de la occisa chinchada en la puerta del ropero a

un palmo de su nariz achatada de porcino humano. Se la había llevado con él para

estudiarla. Porque finalmente ahí había conseguido algo, él. Un punto de tensión.

Una zona de relampagueo.

¿Quién había sido esa mujer? Santamarina hubiera deseado no tener la menor

idea. De todas formas a Piaget nunca se lo informaban ni era necesario saberlo.

Aunque, indudablemente, algo de información siempre le llegaba. La chica era maestra

o algo así. Quizás ceramista. O tejedora. Eso, tejedora. La habían deshilachado. Pese a

lo cual, seguía siendo uno de los mejores cuerpos que Piaget había visto en su vida.

Grandes pechos, no muy alta. Si Santamarina hubiese sido un poco menos sensible

como para dejar salir la foto entera de su sobre, si lo hubiera sido como para darla

vuelta y fijarse en el dorso, habría visto que tenía un sello oficial, borroneado pero aún
visible, con forma de yerbera en cuyo centro una especie de escudo oval contenía una

llama votiva cruzada, por el centro mismo, por dos pinches o lanzas interpuestas;

milagrosamente el dibujo de ese sello había quedado inmune al paso del tiempo y así

Santamarina hubiera podido ver, de haberle prestado atención, que no lo hizo, una

ristra de hojas de honor y luego, haciendo una suerte de semicírculo o arco, el nombre

de la repartición responsable:

POLICÍA DE LA PROVINCIA DE SANTA FE

Después había una firma indescifrable y un agregado a mano, algo así como

UNIDAD REGIONAL N

O tal vez no decía N sino II. Pero la diagonal había desaparecido.


—No precisan el tapado, ¿no?

Se lo había preguntado al soldado asistente del Comandante cuando depositó a

la occisa en el escritorio con vidrio negro, antiguo, que se había convertido en virtual

mesa de trabajo en uno de los despachos de uno de los subsuelos del edificio de la

Gendarmería. La habían cargado ese soldado y otro en su bolsa negra, pero Piaget les

pidió que la quitasen de ahí. No se podía fotografiar a través del nylon. Ya bastante

incomodidad era trabajar sobre una superficie así como para tener que hacer toda la

manipulación el mismo. De todas formas Piaget prefería no hacer reclamos

administrativos. Los soldados la dispusieron arriba del escritorio y notaron que le

quedaba corto.

—A ver, acercate éste. Así. Eso. Si ponen el otro lado va a quedar más lugar.

Entonces el tapadito me lo quedo…

—Si, sí. Quédeselo si quiere. El Comandante dijo que se quede con todo lo que

quiera.

—Tengo un cumpleaños. Mi señora. Está esperando familia y ya no hay nada que

le vaya bien. Y con la paga que nos dan…


Estaba bueno el tapado. No de visión, pero quizá de zorro. O algún animal por el

estilo. Cómo le habían permitido a la chica permanecer con su tapado tanto tiempo fue

una más de las rarezas que Piaget prefirió no preguntar. Tal vez el Comandante, que

solía ejercer lo que él consideraba galanterías con las presas que le gustaban, se la había

estado trabajando un poco antes de pasarla. Sin ropa abajo pero con la falsa piel, tan

suavecita, arriba. Una excentricidad posible, pensó Piaget con el rincón menos

minucioso de su cerebro.

—Andá nomás. Vayan. Yo me arreglo. Me parece que nos vamos a entender bien

con ésta —dijo Piaget.

Tironeársela primero un poco, acomodando la cabecita en el hueco de la palma

mientras con la punta de los dedos alternos, con las yemas más bien, se rodea la base del

tronquito como si fuera una perilla; doblar un poco a gusto los dedos hacia arriba para que

ahora sí las puntas, y suavemente las uñas, por caso, si no están muy largas mejor, rasquen

la piel en movimientos verticales, como las teclas que va a apretando el pianista experto, y

con el pulgar, que se enfrenta a todos los demás como es su costumbre y su habilidad, que

tan bien nos ha diferenciado del resto de seres animales del globo, efectuar un movimiento

horizontal. Suspender y contener todo el aparato ahora dentro de la mano entera haciendo

descansar la bolsa en los cuatro dedos alternos, el pene bien apretado entre ella y la palma,

no más extenso todavía que el famoso pulgar, y juguetear con éste en la pelambre aledaña,

siempre con la uñita y haciendo un movimiento continuo que puede ir primero de derecha

a izquierda, siguiendo la mirada del propietario de la cosa, y luego alrededor del hongo

cavernoso; apoyar incluso la cabecita sobre la falange del pulgar, como si fuera la cabeza de

uno de los enanitos de Blancanieves sobre una suave pero no estática almohada de piel que
repentinamente puede sobresaltarla golpeteando, desde abajo, lo que vendría a ser el cuello

si de un enanito se tratase, pero que a los fines de la serie de fotos considerará simplemente

base, rugosa base o pielcita a secas, costurita, que en este estadio aún se amontona y resiste

a cambiar de textura, y de tamaño, pero no durante demasiado, porque ese movimiento

rítmico que le va dando con la parte arriba del dedo la complace, es agradable, le hace

cosquillitas, la estremece, va poniendo dura, la exalta. Pero nada. No hay caricia propia que

parezca satisfacerla así. Observar entonces de pasada el retrato de ella acostada, ¿con

pollerita gris y corbata larga? No, con el muslo derecho adelantado apenas, ¿con un pilón

de hojas impresas, de panfletos disimulados?, junto a la mano derecha, muerta. Los bordes

blancos de las hojas insinuando el volumen de la obra interrumpida, su militancia; el dedo

del medio largo con un anillo pero no como el de Feced, no como el que Feced usaba en el

índice con una piedra engarzada, tan útil como Piaget había visto para cortar, para herir,

para dejar su marca. El pilón de panfletos había caído ilógicamente de la bolsa de nylon

negra, apelmazado, tal vez desde un bolsillo secreto de su tapadito. Porque era obvio que la

chica los había mantenido ocultos del lado de adentro, con un coraje increíble, ya no

pensando en entregarlos como habitualmente, en sus recorridas en bicicleta por el cordón

industrial, sino reposando para siempre castamente contra su piel, a través del forro negro,

dando finalmente matriz, ajustándose, a nuestro triste asunto. Envolver otra vez el bulto,

tocarse de nuevo, intentar reanimar la porquería inútilmente. No resignarse a saber que se

ha perdido su uso para siempre, tal vez por el exceso de tejido adiposo que fue invadiendo

cada uno de sus conductos durante los primeros años de trabajo sucio, los años en que su

anatomía fue cambiando de aspecto hasta convertirse en esta masa amorfa que es ahora,

que ni siquiera doblándose sobre sí mismo puede alcanzar a vérsela ahí abajo. Pero bueno,

otros se agarraron un cáncer, se consuela. Mejor gordura que hinchazón, piensa y se ríe.

Sobre todo si la hinchazón es de las que te mandan a la tumba. Frente a la foto ampliada de

la occisa se acaricia en el baño repentinamente urgido por la necesidad de vaciarse,


desagotar lo que se ha juntado en él desde el primer día que hizo contacto visual con las

criaturas humanas muertas, las que lo acompañaron haciéndolo está vista engordar pero

además molificándose como una piedra en la uretra, así le dijo el médico, que fue

taponando los conductos del aparato genital hasta impedirle por completo abrir los

cerrojos de su sexo, puerta de salida con clausura indefinida; tiempo de descolgar el

botiquín del baño y bajarlo al piso para verse la pijita inmunda reflejada en el espejo,

tiempo de sorprenderse porque lo que está viendo no tiene la potencia que había sentido,

esperanzadamente, durante el jugueteo imaginario frente a la foto de la chica del tapado,

frente a los excelentes pechos redondos y llenos de la leche que nunca iba a poder dar de

mamar porque no había sido ese el destino que le tenía adjudicado el comandante Feced;

tiempo para cerrar los ojos e intentar recordar estérilmente los detalles excitantes. Pero no

lo consigue. Justifica su impotencia diciéndose que no teniéndola adelante ahora la

imaginación se le congela, que además cuando hizo esas tomas estaba muy nervioso y que

por eso fue perdiendo la capacidad de captar sus formas en foco, por eso sólo le queda

recordar, mirándolo, el principio de su cara, el color del pelo y la tirantez del peinado y la

colita, la colita desprolija que alguna mano caritativa le había hecho Piaget no sabía si antes

o después de que la ejecutaran. Nada más que lo oscuro de los ojos suyos pero no de ellos

en sí mismos, que seguían abiertos porque estaba visto que la piedad de quien la peinó no

había dado para tanto, sino la impresión general, difusa, de una mancha que no tiene

mirada propia sino pura fugacidad opaca. En la desesperación de su imposibilidad,

sintiendo lo laxo que seguía indefectiblemente su asunto entre las manos, sopesándolo en el

cauce blando de la membrana sudorosa entre el índice y el pulgar de la izquierda,

sacudiéndolo pero con la base de la derecha, línea recta que se confunde con la muñeca y

el antebrazo, Piaget empuja los pantalones y el calzoncillo apelotonados sobre los zapatos,

y apunta el pene muerto al inodoro. Un último esfuerzo: cómo estaría vestida la pequeña

cuando iba en bicicleta repartiendo los panfletos. Y entonces le viene, como un milagro, la
imagen de la pollerita gris a devolverle algo del ánimo que creía perdido para siempre:

tocarse pensando en ella lo ayuda. No lo suficiente, sin embargo. Apenas un relampagueo

del placer, un atisbo del recuerdo de lo maravilloso encarnado. Abrir los ojos, verse,

vergüenza infinitamente breve y enseguida decidir los pasos, el plan completo, la acción

que le dará energía durante un tiempo más, tanta como la que necesitará desde ese día hasta

el que le toque pasar junto a ella el juicio final en el tribunal de Dios. Sonreír. Apreciarse

sabiendo que al menos sigue teniendo la altura que tiene, que sus manos son grandes y

fuertes, que no hay en realidad motivo alguno para seguir por la vida gruñendo todo el

tiempo, porque no está tan mal, después de todo, ni es tan desagradable. El pibe

Santamarina lo visitará y él le dirá que le lleve la foto de la muertita más sexy al juez federal

que estará investigando la denuncia sobre la doble vida de Feced en Paraguay. Y cuando

eso pase a él, Piaget, le volverá la energía de nuevo; podrá volver a estar con una mujer o al

menos recuperará el derecho a los placeres solitarios que también a él, piensa, le

corresponden. Y así se ilusiona el energúmeno.

Rosarito nos sonrió y ese es un hecho que no deberemos olvidar. Y nos dirigió la

palabra y pensó que estaba bien hablarnos en el diario y después, cuando la tía la arrastró,

darnos ese beso cálido. Y el peso de su carpeta grande en nuestras manos se sentía muy

bien y ella nos dio el pésame y se le hizo un huequito en cada mejilla, y la boquita de

corazón dibujó deliciosamente nuestro nombre. No, no nuestro nombre. No hubo tiempo.

Pero el modo que nos decía “Es muy triste lo que te está pasando” nunca más lo íbamos a

olvidar. Vestidos otra vez, es perfumarnos, hacer un buche y posponer el ratoneo tanto

como para garantizar la reproducción eterna, el solaz del que acaba de enamorarse de

nuevo. Salir de casa, volver a subir al colectivo, llegar hasta la puerta del colegio y agradecer
a Dios la suerte de que el lugar de estudio de Rosarito haya estado a tan pocos pasos del

palo indicador; como falta un buen rato para que abran las puertas y las chicas salgan,

entretenernos observando previamente el palo mismo, el avispero real que nadie se animó a

tocar, mucho menos a revolver, pero nosotros sí, total el tiempo nos sobra y no somos

alérgicos a las picaduras: desde que hace unos años tuvimos el percance nos curamos, está

bien que con la cara ampollada durante casi dos meses, yendo de farmacia en farmacia para

hacernos limpiar el pus de las picaduras y poner alcohol en las ronchas. Cuero duro es

cuero duro. No tanto como querríamos ni como necesitamos pero por algo el hombre

inventó la técnica. Jugar el riesgo entonces con un palo que encontraremos en la vereda y

acercarlo primero con prudencia al nido y pasarlo lentamente entre las ramas vecinas.

Hacer caso omiso de las personas que se paren a nuestro alrededor y que mirarán morbosas

lo que este loco estará pretendiendo hacer. No llegar en ese momento aún al problema

más acuciante. Pero tampoco será que estemos haciendo algo tan malo. Alguien lo tiene

que hacer. Y de hecho tenemos que decidir si llevamos o no esa foto de mierda al juzgado.

Pero eso será después. Por ahora, unas avispitas, nena. Porque las chicas ya estarán saliendo

y se habrán acercado a ver lo que este loco estará haciendo con el palo en la mano. Verlas

de reojo y descubrir a Rosarito en el montón. Es para que me ayude a inspirarme cuando

sea un viejo choto y no se me pare, pensar mirándola. No. Qué ridículo. ¿Me permitís una

fotito? Sí, con tus amigas puede ser. Soy de la revista Pindonga. Estamos haciendo una nota

gráfica sobre los colegios secundarios. No: mejor una nota gráfica sobre las chicas que

egresan. Sí, porque en noviembre es como que se sueltan más, claro, y andan alegres por las

calles moviendo el culo que es un contento, con sus polleritas tableadas de acá para allá, y

se quedan besándose en los umbrales con unos novios granudos y torpes, que ni ponerla

bien saben y cuando menos te querés acordar las dejan embarazadas, pobrecitas. Y se

ilusionan imaginándose que van a ser mamás y todo eso, y que van a comprar cositas para

el bebé o la beba, seguramente beba si son varones los padres, y van a conseguir que toda la
familia se ponga y los ayude a criar a la abejita, porque si todavía ni terminaron el colegio

obviamente alguien va a tener que ayudarlos con todo el lío ese de la crianza, y la vivienda,

y todo lo demás; y se imaginarán también las niñas hechas unas mamás, por fin siendo

consideradas como mujeres de verdad, independientes para el caso y hasta saliendo a

trabajar solas, pero con la cintura decididamente creciendo y también las tetas, como naves

insignia de las nuevas camadas, mujeres guías de sus imberbes hombres, que las amarán

entonces con todas las de la ley, y se conseguirán un trabajo también ellos, un trabajo

importante, en una oficina pública tal vez o mejor en un diario, sí, por qué no en un diario

donde tener poder para cambiar la realidad y de paso que se tienen que ganar la vida

mejorar el país, y escribir contra las aberraciones de la policía y de la injusticias de la historia

en general, y salir a cubrir manifestaciones y reclamos, y ni siquiera estudiar para hacerlo

porque la urgencia de tener que ganarse la vida les dará la actitud necesaria, y lo

conseguirán. Y se harán es claro un grupo de amigos nuevos, todos profesionales, un jefe

quisquilloso y algo insoportable, dos viejas putas peleándose todo el tiempo, alguno que

haya escrito un libro, por qué no; una que sepa de artes y que tenga una sobrinita preciosa

que todavía siga yendo al colegio y no se muera como la mujer de uno, en un estúpido

accidente de micro con una beba en la barriga. Pero Rosarito habrá salido ya con sus

amigas, lindas perras, chiquititas, sin maridos, no digamos que tiradas panza arriba con las

barriguitas rosadas expuestas a la espera de la caricia del amo, pero sí riéndose tontamente,

nerviosas y excitadas por la inminencia del peligro, mirando lo que estaremos haciendo en

la esquina de su colegio con el palo entrando bien hasta el fondo, en el avispero.

Tal vez debería haber sido menos desconfiado, Piaget, cuando el Comandante le pi-

dió los negativos. Aunque no. No necesariamente. Las atenciones a los clientes también de-
bían moderarse y su instinto de supervivencia, termómetro infalible, le aconsejó tomar salu-

dable distancia cuando los juicios empezaron a sacar, como se dice, los trapitos al sol.

¿Qué otra cosa podía hacer sino ocultarse? Aguardar a que el muy perro relajase sus mandí-

bulas era incierto. Y no porque no confiara en que algún día iban a volver los días de ofre-

cimientos importantes. Aún desde el exilio interior en que los había sepultado la democra-

cia llegaría el momento de la reivindicación de los artistas como él. Pero eso no lo iba a

dejar menos expuesto a la ira del Comandante. Y mucho menos si en los juicios seguían

avanzando las investigaciones hacia nombres como el suyo, el de Feced, que de pronto se

había corrido la voz de que no estaba muerto sino oculto, igual que él, Piaget, pero no en

una inmunda casa de Floresta sino en el país vecino, encubierto bajo el apellido de la chica

de mejores tetas que le habían encomendado retratar.

—Encontraron el cadáver del Che, che.

—Y a mí qué.

—Podría ser una buena tapa para el Cero.

—Ah, seguís con esa idea, Hans.

—Tenemos que pensar en la jubilación, ¿no?

—Puede ser.

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