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Las relaciones del hombre con el lujo, con el exceso, han sido siempre
fluidas y sintomáticas. La propia condición de razonabilidad de las actuaciones
humanas está en la base de las mutaciones aparentemente irracionales en su visión
de la utilidad de los recursos. Siempre que se adquieren bienes suficientes para
sobrevivir se tiende a una acumulación excesiva por puro prurito de derroche, de
hacer reventar las costuras de lo meramente utilitario para desarrollar el instinto
suntuario que parece estar inscrito en nuestro código genético a la luz de que su
generalidad es apabullante. Las causas no siempre son las mismas pero sí los
resultados, como si tal se desarrollara en los mecanismos evolutivos de la especie.
Y en todos los estadios de la evolución y en todas las culturas formadas son
detectables sus efectos. Y en ello somos una especie de microcosmos que
desarrollamos los mismos mecanismos de expansión que los del origen, como si
en definitiva no fuéramos más que una escala reducida del gen universal de la
vida. Oigamos a Bataille cuando se pone a analizar la índole secreta del
despilfarro: “La historia de la vida en la tierra es ante todo el efecto de una
exuberancia descabellada: el acontecimiento dominante es el desarrollo del lujo,
la producción de formas de vida cada vez más costosas” (1). Por ello nunca nos
suenan a nuevas las invectivas inveteradas de los profetas que anuncian la índole
perversa del despilfarro. Desde el epicúreo que colgó cartel en el mercado de
Mitilene en el siglo III ad. C. advirtiendo de los males del consumismo desaforado
a que se entregaban sus coetáneos parroquianos, pasando por los distintos
savonarolas que la historia ha dado hasta nuestros días en que la predicación no
sólo se ha hecho insistente, sino estrictamente imprescindible.
Manuel Harazem
Publicado en ARTyCO, nº 12
Primavera- 2001