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El “Homo Luxuriosus”

“El sistema es tan necesario como el exceso”


G. Bataille

Las relaciones del hombre con el lujo, con el exceso, han sido siempre
fluidas y sintomáticas. La propia condición de razonabilidad de las actuaciones
humanas está en la base de las mutaciones aparentemente irracionales en su visión
de la utilidad de los recursos. Siempre que se adquieren bienes suficientes para
sobrevivir se tiende a una acumulación excesiva por puro prurito de derroche, de
hacer reventar las costuras de lo meramente utilitario para desarrollar el instinto
suntuario que parece estar inscrito en nuestro código genético a la luz de que su
generalidad es apabullante. Las causas no siempre son las mismas pero sí los
resultados, como si tal se desarrollara en los mecanismos evolutivos de la especie.
Y en todos los estadios de la evolución y en todas las culturas formadas son
detectables sus efectos. Y en ello somos una especie de microcosmos que
desarrollamos los mismos mecanismos de expansión que los del origen, como si
en definitiva no fuéramos más que una escala reducida del gen universal de la
vida. Oigamos a Bataille cuando se pone a analizar la índole secreta del
despilfarro: “La historia de la vida en la tierra es ante todo el efecto de una
exuberancia descabellada: el acontecimiento dominante es el desarrollo del lujo,
la producción de formas de vida cada vez más costosas” (1). Por ello nunca nos
suenan a nuevas las invectivas inveteradas de los profetas que anuncian la índole
perversa del despilfarro. Desde el epicúreo que colgó cartel en el mercado de
Mitilene en el siglo III ad. C. advirtiendo de los males del consumismo desaforado
a que se entregaban sus coetáneos parroquianos, pasando por los distintos
savonarolas que la historia ha dado hasta nuestros días en que la predicación no
sólo se ha hecho insistente, sino estrictamente imprescindible.

Enzensberger en uno de sus penetrantes análisis de la


contemporaneidad (2), divide la percepción del problema en dos ámbitos separados
por una línea más ética que funcional. Primero tiende a sospechar que la tendencia
del ser humano al despilfarro tiene orígenes verdaderamente biológicos,
analizando la tendencia general de la propia naturaleza al exceso, a la supuración
de formas no estrictamente utilitarias. No hay que salir muy lejos del propio
entorno para encontrarlas. Desde el desmesurado colorido de las flores o las
mariposas a las barrocas formaciones córneas de muchos herbívoros la naturaleza
parece tender a superar su propia dinámica de justeza y equilibrio. Seguidamente
considera la función social del despilfarro en sociedades pretéritas como un
planteamiento fundamental a la hora de entender las incalculables orgías de
derroche aparentemente improductivas en que se ha embarrizado la humanidad.
Sombart (3) a principios de siglo, siguiendo la estela de los
tratadistas del XVII y de los enciclopedistas del XVIII, considera el lujo el
verdadero motor del capitalismo desde el momento en que la tendencia natural al
derroche y la necesidad de redistribución de la riqueza pasa de las formas más
improductivas que se daban en la Edad Media en forma de grandes performances
y festejos públicos da paso a la extensión de un lujo más privado basado en el
consumo de objetos suntuarios altamente costosos que insufla en la economía
europea la necesaria dinámica de superación de viejas las estructuras económicas
feudales.

Esto mismo, en estadios culturales más primarios, es bien conocido por


todos los etnólogos. Las formas que adquiere la redistribución social de la riqueza
en muchos pueblos ha llevado incluso al escándalo a las mentes menos
preparadas. Y si no ahí están los diversos sentimientos que ha producido en los
etnólogos un fenómeno como el del potlatch. La desmedida afición de los
habitantes de ciertas tribus de la franja costera oriental desde Alaska hasta el norte
de los EE.UU. por las ceremonias de despilfarro y destrucción de riqueza a que se
entregaban frecuentemente antes de ser profundamente aculturados ha confundido
frecuentemente a los investigadores que sólo han visto en la base de esta actuación
la pura aspiración de sus promotores a cotas cada vez más altas de prestigio y
consideración social.

Marvin Harris (4) sostiene que son fórmulas subsconscientes de pueblos


en el umbral de la subsistencia para incentivar la producción y evitar la caída en la
imprevisión en caso de catástrofes naturales o guerras. Los jefes de tribu que
arrastraban al resto de sus conciudadanos a producir más para destruir más y
competir con las demás tribus en las orgías de consumo y despilfarro conspicuos a
que se entregaban cíclicamente no son simplemente vesánicos buscadores de
prestigio, sino los motores de unas condiciones económicas y ecológicas muy
definidas.

Lo mismo puede decirse de la espiral creciente de lujo que se da tras


la Edad Media en el Occidente rico y que llega hasta nuestros días. Desde muy
temprano corren paralelas las invectivas de los estigmatizadores del despilfarro
con los análisis de su necesidad por parte de los tratadistas. En el desarrollo de las
formas económicas que hoy vivimos está la producción y consumo de ingentes
cantidades de productos superfluos muy por encima de la producción y consumo
de los productos de primera necesidad y ello en los ámbitos público y privado. El
derroche público siempre fue más ostentoso pero no por ello más criticado. La
tendencia general de las Iglesias a elevar sus preces a Dios en medio de suntuosas
chorreras de oros y jaspes da una idea de ello. Las construcciones civiles
magnificentes y los despliegues visuales en forma de desfiles y fiestas
multitudinarias que tanto obligaron siempre al poder, también. El crecimiento
desmedido de las ciudades de Occidente en los últimos siglos se debe
fundamentalmente a la concentración del consumo conspicuo en ellas, tanto
público como privado, y el acicate de la producción es el motor del capitalismo.
La búsqueda de productos suntuarios es la única responsable de la apertura de vías
de comunicación a lo largo de todos los meridianos del globo y del crecimiento
del volumen de intercambios transnacionales, base del gran capitalismo
globalizado. Ello está conectado con los avances de la emancipación del individuo
respecto de la comunidad que está en la base de todas las transformaciones
sociales y culturales de la modernidad, cuyo punto de inflexión es la Ilustración.
El hombre empieza a tomar la duración de su propia vida como medida de su
goce, en contraposición a la concepción más gregaria que se daba en la Edad
Media, en las que la construcción de las grandes obras duraba varias generaciones,
porque se hacían para que las gozase el municipio o la colectividad, no los
individuos concretos. Ahora el gasto se inmediatiza y el placer de la posesión o del
consumo se ligan a la propia vida del que lo paga. Por otra parte el tiempo irá
procurando una democratización de todas su formas en una cadena de producción-
consumo cuyos íntimos mecanismos no han sido desvelados todavía sobre todo
porque atiende a la insoluble armonía entre necesidad y justicia y, lo que es más
importante, entre naturaleza y ética. Enzensberger da de nuevo en el clavo: “El
análisis de la producción todavía tiene otro mérito: ha acabado con la errónea
suposición de que la cuestión de la oferta y la demanda, de la producción y el
consumo, se reduce a un mero juego de sumas cero, y que el deseo de justicia
puede aplacarse por una simple redistribución. Por cierto que, al renunciar a esta
idea fija, Marx coincidía con sus detractores burgueses, hecho que lo menos
inteligentes de sus seguidores jamás quisieron admitir. Los bienes materiales de
este mundo no pueden representarse por medio de la imagen de una tarta de
tamaño fijo que sólo habría que dividir en partes iguales, a pesar de que la
creencia en este modelo parece inextinguible.”. (2)

Lo cual no quiere decir que la búsqueda de armonización entre


la necesidad y la justicia sean tareas vanas como apuntan los panegíricos más
descarnados del sistema, sino que las coordenadas de los análisis deben tener en
cuenta más factores. Entre ellos que la bipolarización del reparto global de la
riqueza no sólo atiende a las necesidades de la ética, sino incluso, y cada vez más
palmariamente, a la propia pervivencia del sistema. Y por supuesto al hecho de
que la cuota de despilfarro que actualmente nos toca supera con creces la
capacidad de regeneración de los recursos del planeta.

Y es precisamente este último factor el que determina las nuevas


formas que está empezando a adoptar el consumo del lujo en nuestros días y que
posiblemente sean las que se impongan en un futuro no muy lejano. Mientras el
consumo conspicuo privado se mantuvo en poder exclusivo de las clases
privilegiadas, el lujo fue por su propia índole el denotador de status más fiable y
por ello seriamente cultivado por las mismas para marcar las diferencias de clase.
Su propia excepcionalidad era la moneda que pagaba su valor de uso. Con la
democratización del lujo en sus formas más comunes, la excepcionalidad se ha ido
arrinconando hasta los más extraños cubículos, para reaparecer de una manera
clara y contundente en nuevas formas que nada tienen que ver con la cultura
material que antes la sustentaba. “El lujo del futuro se despide de lo superfluo y
tiende a lo necesario” (2). La propia destrucción compulsiva de los recursos del
planeta y la necesidad de dedicar el máximo de tiempo y de esfuerzo a la
consecución de alcanzar el máximo de productos superfluos para alimentar la
cadena marcarán los nuevos lujos que sólo estarán al alcance de minorías muy
selectas: el tiempo libre, ambientes de atmósfera limpia, alimentos sanos y
naturales y sobre todo la seguridad para poder disfrutarlos. La gran paradoja está
en cómo el lujo, cuya propia esencia ostentatoria lo hace necesitar de la
mostración pública, tenderá a todo lo contrario, a la consecución de una feroz
privacidad, del apartamiento radical de la mirada de los desfavorecidos por la
fortuna que por supuesto volverán a ser la mayoría total que siempre fueron.

(1) Georges Bataille: Obras escogidas, Barral Editores, Barcelona,


1974.
(2) H. M. Enzensberger: Zigzag, Ed. Anagrama, Barcelona, 1999.
(3) Werner Sombart: Lujo y capitalismo, Alianza Editorial, Madrid,
1979
(4) Marvin Harris: Vacas, cerdos, guerras y brujas: los enigmas de la
cultura, Alianza Editorial, 1991

Manuel Harazem

Publicado en ARTyCO, nº 12
Primavera- 2001

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