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Tomemos, por ejemplo, el síndrome del quemado o burnout. Este concepto, que puede
ser valioso, en especial en determinados contextos y profesiones, pierde su utilidad, su
rigor, su fuste, cuando divulgado y banalizado, sirve para canalizar el descontento, el
malestar o la mera falta de satisfacción que muchos trabajadores experimentan en el
lugar o en la actividad donde se ganan los garbanzos.
Tal dilución en la sociedad hace que los verdaderos afectados se pierdan en una ingente
masa de trabajadores insatisfechos y corran el riesgo de no recibir la atención y ayuda
que necesitan.
Lo notable del asunto es que nos hallamos ante un revolucionario concepto que supera a
la más clásica depresión vacacional o “holiday blues”, concepto que se refiere al
malestar psicológico que algunas personas experimentan a causa de la abundancia de
tiempo libre, que les expone descarnadamente a su aislamiento social, o a un doloroso
vacío vital.
Apenas nos hemos repuesto los sufrientes ciudadanos del síndrome postvacacional,
llegan las temidas Navidades y con ellas, la Depresión Blanca. La alegría y el gozo de
esas fechas tienen dos variantes. Una es la más profunda, ya sea de carácter religioso o
meramente familiar, y la otra es la superficial, con mucho ruido y a todo color, del
consumismo.
En una sociedad acostumbrada, gracias al anuncio de los turrones “El Almendro”, a que
los seres queridos vuelvan a casa por Navidad, no tiene nada de extraordinario que las
ausencias sean una importante causa de malestar, dolor psicológico e incluso depresión
en esas fechas.
El sufrimiento del duelo se puede reavivar en estos momentos, remedando las llamadas
reacciones de aniversario, pero con el agravante de que la celebración continuada que
supone la Navidad aumenta el número de días críticos más allá de lo que puede ser
soportable para muchas personas.
La llegada del nuevo año puede suponer para muchas personas un nuevo y agotador
peldaño en la escalera de la vida, por lo que no tiene nada de extraño que se haya
descrito incluso un agravamiento tras el 1 de enero que, por cierto, podría solaparse con
el síndrome postvacacional. Nos encontramos así ante el Síndrome Postnavidad, al que
además de estas connotaciones contribuye sin duda el estrés financiero de la llamada
cuesta de enero con unas tentadoras rebajas que complicarán el comienzo del año.
Pero la Navidad no sólo genera tristeza o depresión en personas en riesgo, sino que
puede llegar a ser una fuente de estrés e irritación en muchos ciudadanos. Para todos
ellos, el concepto de depresión blanca es una tabla de salvación a la que podrían
agarrarse y con la que podrían identificarse a través de un proceso de trivialización que
aumentaría la ya de por sí alarmante epidemia de Depresión Blanca que asola a España
cada año, con una incidencia que los expertos sitúan en el 20%. No se extrañe nadie si
ve que en años venideros se eliminan estas fiestas en aras del bien común.
Para terminar, no debemos pasar por alto otro mérito de la socialización de la noción de
síndrome. En la medida en que todos compartamos malestares y factores de riesgo y se
trivializa la realidad que podríamos llamar clínica, el sufrimiento psicológico y el
diagnóstico psiquiátrico se democratiza.
Los achaques, el malestar, los marca el calendario y frente a ellos no hay nada que
hacer. Nuevamente, los conceptos “psi” contribuyen a la desresponsabilización y
regresión a la que nos dirigimos con paso firme y seguro.