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ABENJALDUN NOS REVELA EL SECRETO (PENSAMIENTOS SOBRE AFRICA MENOR) I 1 vemos que alguien no ¢s ni siquicra curioso, pensaremos, por fuerza, que no es inteligente; menos atin, que catece de vita- lidad. Vivir es un verbo muy extrafio. Por una parte, significa el peculiar modo de existencia que leva el organismo individual. Este es un trozo de realidad acotado y aparte de las demas cosas. Vida es siempre realidad propia y exclusiva de alguien, es vida mia, o tuya, © suya. Es lo que pasa dentro de mf, en los limites de mi cuerpo y mi conciencia. Peto si observamos qué es lo que pasa dentro de nos- otros, qué es nuestro vivir, advertiremos que consiste siempre en un ocuparnos con las cosas en torno, con el mundo en derredor: vivir es ver, oi, pensar en esto o en lo otro, amar y odiar a los demés, desear uno u otro objeto. De donde resulta que vivir es, a la vez, estar dentro de sf y salir fuera de si; es precisamente un movimiento constante desde un dentro —la intimidad reclusa del organismo— hacia un fuera, el Mundo. Pero al Hegar a ese «fuera», por ejemplo, a.un paisaje cuando lo vemnos, lo que hemos hecho es meterlo dentro de nosotros, nos lo hemos tragado. Por tanto, desde fuera hemos vuelto 2 dentro, trayéndonos en las garras botin césmico. En conse- cuencia, vivir es un movimiento circular que va de dentro a fuera y desde fuera otra vez a dentro. Vivir es un verbo, a la par, transitivo y teflexivo: vivirse a si mismo en tanto en cuanto vivimos las cosas. Para que la vitalidad sea completa y sana es menester que ese movimiento se cumpla enérgicamente en su doble direccién. No sélo salir de sf a las cosas, sino traerse luego éstas, apoderarse de elas, internarlas, entrafidrselas. El que’ sélo es curioso no hace més 667 que lo primero: todo le llama la atencién. Ya es algo. Comienza a vivir. Sale de s{. Pero si todo le lama la atencién, no podré fijarse en nada. Apenas llega a una cosa, ya otra estaré reclamandole, Lo curioso de la cosa curiosa es simplemente su novedad, y como ésta se pierde en el primer contacto con el objeto, la curiosidad no hace mds que resbalar por las cosas sin aduefiarse de ellas, sin volver a la persona con la nueva riqueza. El curioso no vuelve a si, no tiene fuerza para resistir a la llamada que le hacen las circunstancias, se pierde en ellas, se enajena y anula. Para apoderarse de las cosas es menester entrafidrselas, y para esto es menester fijarse bien en ellas, y para fijarse en algo es menester extrafiarse. El curioso no puede extrafiarse de nada, porque le atrae la novedad de la cosa y nada més. No le atrae la cosa misma. La curiosidad es la vitalidad mini- ma, es su forma frivola, Alma sin densidad, la del curioso gravita a merced del panorama que le rodea. En cambio, el espiritu ple- namente vital no es cutioso. No sale de s{ mismo sin més ni més: no vive, por decirlo asi, en la calle. Es menester que haya algin serio motivo para abandonar su intima reclusién, que la cosa ofrezca interés por si misma, que obligue a fijarse en ella. Pero sélo pode- mos fijarnos en lo que nos extrafia. Y ver algo extraiio significa senci- lamente que descubrimos un problema. La diferencia esencial entre la «cosa cutiosay y la «cosa extrafian es que aquélla tiene novedad y ésta contiene un problema. Fl problema propone a la mente una tarea, un trabajo, y en este esfuerzo sobre el objeto nos afirmamos frente a él, nos hacemos duefios de él, nos lo entrafiamos. La plena vitalidad del espiritu consiste, pues, en ser curioso de problemas. Esto me ha ocurtido pensar cuando me he preguntado si mi interés por los temas africanos, continuado durante muchos afios, era simplemente curiosidad, voluptuosidad de lo exético, etc. Luego contaré cémo nacié en mi ese interés: Melilla, conquistada por los espafioles a fines del siglo xv, permanecia atin en el siglo xx encerrada dentro de sus murallas, sin trato con el campo. No habla podido en cuatrocientos afios contaminar ni siquiera una legua de campifia en torno, Ciudad y campo vivian perpetuamente hostiles ¢ incomuni- cantes. {Cosa extrafial Problema. xe Cada uno de los pueblos superiores que han pasado por el Norte de Africa lo ha visto de distinto modo, Roma ve Numidas y Gétulos. Pasa Roma, y con ella desaparecen esas dos imAgenes. Los 4rabes nos hablan de Botr y Beranés. Hemos llegado los europeos, y lo que hallamos es arabes y bereberes (1). Es sorprendente que al retirarse cada gran nacién colonizadora se leve al pais consigo —quiero decir su aspecto: Jo retira como se recoge un tapiz después de la fiesta. Y es todavia mds sorprendente que esos.aspectos sucesivos del Africa Norte 0 Africa Minor coincidan en la forma dual. La pa- reja de denominaciones subsiste al través de los variantes nombres. Sospechamos al punto que en la escena africana se representa inmemo- tialmente un drama entre dos personajes. Esos nombres tan diversos son, pot lo visto, nombres de actores que se suceden en la ejecucién de los dos grandes papeles. Este drama debe ser muy original, especificamente africano porque las razas egtegias que lo han presenciado no lo han entendido bien. El romano y el europeo de hace tres siglos legaban con sus ideas sobre la tealidad histdtica forjadas ya. Forjadas como se forjan todas nuestras ideas fundamentales: en vista de ciertos hechos constantes y muy simples que desde siempre hemos presenciado. Una vez que nos hemos formado una cierta idea de lo que es la realidad, si ésta cambia, nos costaré mucho trabajo verla en su nuevo cariz. La vieja idea se interpone entre la retina y las cosas. As{, romanos y europeos, cegados por la concepcién de lo histérico que su experiencia les habia impuesto, sdlo han notado que actuaban en Africa dos fuerzas histéricas distintas y antagénicas, de cuyo conflicto y enlace surgia la peculiar vida africana, Pero no consiguieron descubrir la nota esencial de uno y otto poder. Es preciso que preguntemos a un indigena, a un hombre intacto por nuestras ideas, pata quien la realidad sea primordialmente la realidad africana. Lo malo es que los indigenas de Africa no suelen ser pensadores, aun cuando estudien y escriban libros histéricos. Bse prodigioso acto —la gran hazafia de la mente—, en el cual el individuo se revuelve frente y, en cierto modo, contra la realidad citcundante, y construye un esquema conceptual de ella —red con que la prende—, se ha cumplido muy pocas veces en Africa, ‘Afortunadamente, hay una egtegia excepcién. Un africano genial, de mente tan clara y tan pulidora de ideas como la de un griego, va a introducirnos en ese orbe histérico, donde nuestro espititu no logra hacer pic. Es Abenjaldin, el fildsofo de la historia africana. Los Prolegémenos histéricos, de Abenjaldin, son un libro clésico (1) E. F. Gautier: Les siécles obscurs du Maghreb. 1927, pag. 216. 69 qué desde hace casi un siglo ha entrado en el haber comin, merced a la traduccién del barén de Slane (x). Abenjaldin, no contento con narrar los hechos del pasado africano —él escribre hacia 1373—, quiere comprenderlos, Comprender ¢s, por lo pronto, simplificar, sustituir la infinidad de los fendmenos por un repertorio finito de ideas. Cuanto mfs reducido sea este repertorio, la comprensién es mds enérgica. El ideal de la ciencia seria explicar con una sola idea todos los hechos del Universo. gEn qué consiste ese poder magico de una idea en virtud del cual, puesta a un lado, pesa ella sola tanto como los hechos todos de la realidad puestos de otro? Consiste sencillamente en que esa idea aisla y define un hecho radical del que todos los dem4s son putas modificaciones y combinaciones. Asi la fisica ha aspitado a demostrar que las infinitas clases de movimientos observadas en el cosmos son casos particulares de un tipo tinico de desplazamiento: la caida de un cuerpo sobre otro. Donde se ensaye esta operacién simplificadora hay ciencia en el sentido mis rigoroso de la palabra, en el sentido helénico y europeo. Pues bien; la obra de Abenjalddn nos ensefia que la aparente baratinda de acontecimientos africanos se reduce a uno sdlo: la co- existencia de dos modos de vida —la vida némada y la vida seden- taria. Este es el hecho radical, bisico, inagotable, de que brota toda la historia africana. No es extrafio que los otros grandes pueblos no hayan entendido nunca bien los intrincamientos de ese largo pretérito. Aquel hecho se da sdlo en Africa del Norte, si se entiende por tal la faja enorme que va del Atléntico al golfo Pérsico y del Mediterraneo al borde Sur del Sudan, y al extremo de Arabia. En las restantes regiones del planeta, o hay némadas o hay sedentarios; pero en ninguna hay inseparablemente ambas cosas. A lo sumo acontece que un pueblo sedentario se desplaza: entonces hablamos de emigracién. Pero esta emigracién, que en un cierto instante han emprendido todos los pueblos, es en ellos una manifestacién tran- sitoria, no es nomadismo. La emigracién es el desplazamiento del sedentario. Para Abenjaldin, el mundo histérico se reduce a ese mundo africano. Del resto tiene sdlo indirectas noticias. Con sus ojos, con su alma, ha visto sélo el Africa del Norte. La consecuencia es que para él toda la historia humana se engendra en ese gran hecho dual: nomadismo-sedentarismo. No censuramos livianamente esta limita- (1) Les prolégoménes d’Ibn Khaldun, traduits et commentés par M. de Slane. Tres tomos. Paris, 1858. 670 cién. También nosotros padecemos la nuestra. En rigor, el europeo no entiende bien més historia que la que va movida por la idea del Progreso, la que consiste en el servicio de una cultura creciente. La misma historia que nos ensefian nuestros maestros —los griegos y tomanos— entra con dificultad en nuestras cabezas porque, para é¢stos, el hecho-matriz es el Estado-Ciudad, la civitas, la polis, idea que nos cuesta mucho trabajo «realizar. A razones de esta indole hay que atribuir el fracaso de todos los intentos realizados para elaborar una historia verdaderamente universal. I Las dos grandes realidades que llenan Ia historia son, a los ojos de Abenjaldtin, el Estado y la civilizacidn; esto es: gobierno y cul- tara. En nuestras zonas, ambas sustancias han estado siempre muy mezcladas. El hecho africano nos las presenta radicalmente sepata- das. Dos tipos de hombre por completo diferentes crean la una y la otra. El gobierno, segiin Abenjaldiin, es cosa de los némadas, porque son los guerreros que imponen un poder a amplios circulos tetritoriales, a niicleos multiples de pueblos. La civilizacién, en cam- bio, es cosa de los sedentarios; en ultimo grado, de las ciudades, Pero aqui est4 el secreto de todos los movimientos histéricos. La ciu- dad, donde reside el saber, el trabajo, la riqueza, los placeres, no tie- ne nervio para el dominio. El némada, por el contrario, robustecido en una vida pobre y dura, posee la alta disciplina moral y el coraje. La necesidad, unida a la capacidad, les hace caer sobre los pueblos sedentarios y apoderarse de las ciudades. Crean Estados. Pero éstos son irremisiblemente transitorios, porque la ciudad oculta el virus fatal de la molicie. El némada triunfante se debilita, es decir, se civiliza y aburguesa o urbaniza. Queda, pues, a la merced de nuevos invasores, de otros némadas ain intactos de lujo y lujuria. Merced @ este proceso, perpetuamente repetido, la historia est4 esencialmente, Y no por azar, sometida a un ritmo. Perfodos de invasién y creacién de Estados, periodos de civilizaciéa de los invasores, perlodos de nueva invasion. No hay més. As{ un siglo y otro. Abenjaldin, em- parejéndose con ciertas lucubraciones recentisimas, llega a fijar la cifra temporal de este ritmo: tres generaciones, ciento veinte afios. Eso dura un Estado. «Poco antes, poco después, sobreviene la decre- on pitud. Los Estados, como los individuos, tienen una vida: ctecen; Uegan a la madurez, luego comienzan a declinam. Ello es que esta idea magnifica, tan clara y sencilla como una ley de Newton, representa con gran exactitud lo que en veintiséis siglos de historia africana logramos presenciar. Se diré que ese pensa- miento, al formular un ritmo siempre idéntico, excluye la evolu- cién, el cambio sustantivo. Pero esta objecién emana de nuestra peculiaridad europea, precisamente de nuestro modo de entender la vida personal y colectiva como un progteso. Es probable que, referida a toda la humanidad, sea nuestra idea la més acertada, aun- que la cuestién implica problemas més gruesos y ariscos de lo que suele creerse. Pero ateniéndonos al Africa, no le falta razén a Aben- jaldiin. Porque desde hace veintiséis siglos nada sustancial parece haber cambiado en esa ingente zona. La historia africana no tiene, como la nuestra, el aspecto de un progreso, sino que presenta una eterna repeticién, como la historia de un vegetal. Ciertamente que hoy se ha instalado el europeo en Africa del Norte y ha creado alli un Estado que es a la vez una civilizacién. Pero el viejo Abenjaldin, tedivivo, pudiera decirnos: «Ya lo sé: conozco ese hecho. Cuando yo vivia se recordaba muy bien que sobre el Africa habia vivido Cartago y Inego Roma. Después de mi muerte vinieton los portu- gueses y los espafioles. Peto los espafioles y los portugueses se fueron, como se habian ido los romanos y los cartagineses. Esas civilizaciones sobrepuestas al Africa que ustedes, los europeos, consideran como un hecho insumiso a mi teorfa, vistas desde ésta no ofrecen nada de peculiar. Esos grandes pueblos eran némadas, de contextura més compleja, pero poco menos transitorios que los intraafricanos. Con la diferencia de que ninguno de ellos penetré tan hondamente en la sustancia africana como nosotros los musulmanes, nosotros los be- duinos, nosotros los archinémadas». xa x Conviene que sigamos mis al hilo la obra del marroqui, Crono- légicamente es la primera filosofia de la historia que se compone. La que podfa aspirar antes que ella a este puesto, parto también de una mente africana —San Agustin—, fue propiamente una tcologia de la historia. Abenjaldin es una mente clara, toda luz. Su potencia luminosa se revela tanto mds cuanto que cree, a fuer de buen marroqui, no sélo en el Corén, sino en la magia y en los suefios, en los arispices 672 y augutes, en adivinos, astrélogos y geoménticos. Sin embargo, su juz mental perfora toda esa caligine y llega pura a las cosas y destila de ellas un libro que parece escrito por un gedmetra de la Hélade. Su filosofia de la historia es al propio tiempo la primera sociologia. Quiere comprender, saber claramente, como Ranke, «qué es lo que pasa realmente» en la historia. Pero gqué nos cuentan las histo- rias? Nada. Eso... jhistorias! Los malos historiadores «sacan de Ja historia de las dinastias y de los siglos pasados una serie de na- traciones que pueden consideratse como vanos simulacros despro- vistos de sustancia, como vainas de espada de que se hubiera retitado la hoja» (pag. 7). La historia ha de empezar por ser critica, Por no serlo suele «apar- tarse constantemente de la verdad y descarriarse en el campo del ertor y de la imaginacién». Por ejemplo: la continua exageracién de las cifras en dinero y soldados. Las observaciones que sobre esto ultimo hace Abenjaldin son idénticas a las que, con enorme éxito, ha empleado Delbriick recientemente para construir su gran Historia de la guerra y tectificat con ella los textos de la historia clésica. No puede haber ejércitos de seiscientos mil hombres —dice Aben- jaldin—, porque la comarca presumida seria demasiado angosta para la batalla, porque la linea de combate se perderia de vista, y el ala derecha na sabria la que pasaha en el ala izqnierda (1) Hay que tener buen sentido y pensar que en ciertos puntos «el pasado y el porvenir se parecen como dos gotas de agua». El histo- siador ha de evitar otros ertores que nacen de ignorar cémo junto a estos elementos invariables hay que tener en cuenta «los cambios que Ja diferencia de los tiempos y las épocas acarrea al estado de naciones y pueblos». No hay nunca uniformidad, sino «una transi- cién continua de un estado a oto». Abenjaldin repasa los grandes cambios que él conocia, lo que para él era la gran avenida de la histo- tia. Persas de la primera raza, asitios, nabateos, Tobba, Israel, coptos, persas de la segunda raza, romanos, gtiegos (bizantinos), arabes, francos. La razén que da de este cambio continuo —es decir, parcial uniformidad y parcial diferencia— es que todo nuevo pueblo, al triunfar, se amolda al vencido, pero conservando también sus usos. Por eso no hay dos épocas consecutivas completamente iguales, ni completamente desiguales (pags. 58-59). Y es curioso cémo desde su rincén africano —en Tunez, Tleme- (1) Véase lo que dice Delbriick sobre el supuesto contingente de los persas en las Termépilas. Geschichte der Kriegskunst, I, pags. 53-106. 673 Tome 11—43 cén, Biskra, Fez —percibe que durante su vida fermenta una gran crisis en el mundo— las rosas del Renacimiento préximo anticipan su primavera para esta exquisita pituitaria de beduino. «Cuando, como ahora, experimenta el universo un trastorno completo, dirlase que va a cambiar de naturaleza, a fin de pasar por una nueva creacién y Otganizarse de nuevo. Por ello, es preciso que un historiador pueda atestiguar del estado del mundo, de los paises, de los pue- blos» (67). Pero todas estas normas de «critica histérica» no nos levarian muy lejos —no nos han Ievado muy lejos. En estos afios se esté apetcibiendo la inteligencia europea del error cometido durante todo el siglo pasado de confundir la historia con la critica histérica y la filologia. Es un error parejo al que tomase el andamio por el edificio. El andamiaje filolégico ha ahogado la construccién durante cien afios, prevaliéndose, como tantas otras torpezas cometidas en la pasada centuria, de que era evidentemente necesario. Como si ser ne- cesatia una cosa pata otra permitiese confundirla con esta otra. El pensamiento histérico no es el pensamiento filolégico, ni sus métodos, ni cosa que tal valga. Con todo éso no obtenemos la regla fundamental del criterio histérico, la que determina «lo que es posi- ble ¢ imposible y nos permite distinguir la verdad y el error por un método demostrativo» (pag. 77). Esa regla y ese método demostra- tivo «consiste en, examinar la esencia y naturaleza de la sociedad humana». As{, con esta rigorosa precision, ve hacia 1373 Abenjal- din el problema técnico de la historia, que hoy empieza de nuevo a conquistar nuestra preocupacién. No hay historia, hablando en serio, si no hay una doctrina genética de la sociedad humana, una sociologia. Y como este tltimo nombre se ha angostado con un uso insuficiente, diremos que no hay historia sin metabistoria (1). Necesitamos conocer la estructura esencial de la realidad histérica para poder hacer historias de ella. Y mientras falte ese conocimiento y el tipo de hombre capaz de poseerlo y ejercitarlo, sera vano hablar de «ciencia histérica», por mucho embutido filolégico que se fabrique y muchos gestos de archivero mandarin que se hagan. Abenjaldiin nos lo dice con todas sus letras: «es una ciencia nueva», «instrumento que permite apreciar los hechos con exactitud y que servird a los historiadores resueltos a marchar (1) «Una nueva disciplina cientifica, que podria Hamarse metahie- toria, la cual serfa a les historias concretas lo que es la fisiologia a la clinica.» (Zl tema de nuestro tiempo, 1923, pig. 25. Véaso tomo IIT de estas Obras Completas.) o74 en sus escritos por la senda de la verdad» (pag. 77). El razonamiento, el concepto y hasta el vocablo coinciden con la Ciencia Nueva, de Vico. La sociedad es originariamente cooperacién entre los hombres, que han menester unos de otros. Pero es a la vez lucha entre los hombres, lucha esencial que se perpetia sobre la tierra, esférica mate- tia «semihundida en el Océano, sobre el cual parece flotar como una uva en la albercan (pag. 91). De estas dos dimensiones primarias de la vida social emergen Jas dos grandes funciones histéricas: la cooperacién crea la civiliza- cién, la lucha engendra por s{ misma un poder moderador de los antagonismos —la soberania (pag. 86-89). Ta sociedad humana comienza en el libre campo, como noma- dismo, y es alli un minimo de cooperacién y un méximo de lucha. La sociedad humana «termina por la fundacién de ciudades y tiende forzosamente a esto». En cambio, no acontece lo inverso: los ciuda- danos no tetroceden a la vida némada, al libre campo (pag. 258). «La vida sedentaria es el término en que la civilizacidn viene a de- tenerse y corromperse; en ella el mal Uega al méximo de su fuerza y no puede encontrarse el bien» (pag. 260). El ciclo de una socie- dad se ha consumado; nacida en el campo, fructifica en la conquista de otros grupos, que retine bajo una soberania, y muere en la ciudad, fundada come sesidencia de ese poder politico. La visién es simple y profunda. Quien no tiemble un poco ante esa imagen ciclica, ante ese brevisimo film metahistético y lo juzgue una puerilidad, es él pueril. Segtin esto, para Abenjaldin, que era un hombre cultisimo, la civilizaciéa, consecuencia inexorable de la cooperacién, constituye un mal en si misma y es; en el proceso de toda evolucién social, el principio que la mata. El extremo de civilizacién es histéricamente una y misma cosa con la consumaciéa. gPor qué? La civilizacién es la ciudad, y la ciudad es la tiqueza, la abun- dancia, la vida superfiva, lujo y lujuria. «La familia que llega a reinar sufre el influjo del tiempo, pierde su vigor y cae en corrupcién. Los cuidados que se ve obligado a dar al imperio quebrantan sus fuerzas; llega a ser juguete de la fortuna, porque se ha enervado en los placeres y agotado sus fuerzas en el goce del lujo. He aqui cémo termina su dominacién politica y su progteso en Ia civiliza- cidn o urbanidad de la vida sedentaria, modo éste de existencia natu- ral a la especie humana, como es natural al gusano hilar su capullo a fin de morir dentro de él» (pig. 304). 675 El nomadismo 4spero bajo las estrellas, so los vientos, bajo el sol, es la fuente perenne de vida histérica, porque es la vida reducida a lo necesario. La civilizacién de la ciudad es la muerte histérica; muerte siempre entre delicias, La ciudad es la euthanasia, «Los semisalvajes —los bitbaros némadas— son los tinicos hom- bres dotados de condiciones para conquistar y dominar (pdg. 303). Son la materia biolégica, que se constituye en érgano de la sobera- nfa, que funda Estados. «Tales son los arabes, los zenata y las gentes que llevan parejo género de vida, a saber: los kurdos, los turcomanos y las tribus veladas (los almordvides) de la gran familia sanha- chiana». Los némadas son mds virtuosos, mds valientes que los seden- tarios. En la ciudad, en el Estado ya constituido, se pierde el coraje porque se vive con un exceso de seguridad. Ademés, «bajo un go- bierno que se mantiene con severidad, los stbditos pierden toda valentia: castigados sin poder resistir, caen en un estado de humi- Iacién que quiebra sus energias». La educacién de los que nacen ya bajo ese orden contribuye a domesticarlos y debilitarlos. En cam- bio, «los habitantes del desierto se mantienen fuera de la autoridad del soberano y no se ocupan de estudios» (pag. 267). El desierto sin agua es fuente perenne de humana energia. «La soberania se usa en el lujo, y en el lujo se derroca» (pag. 306). De aqui el conmovido y magnifico elogio que Abenjaldin hace del hambre. El hambre es el estado de espiritu del desierto, Ella modela el miisculo magro y elistico, el alma resuelta y pronta: es ptincipio enemigo de Ja inetcia, incitador de pura actividad, de pura agilidad. El] némada digiere todo porque sus intestinos estén habi- tuados a la inanicién (pag. 183). Coincidencia curiosa con el dicta- men reciente del doctor Gavart, seguin el cual el intestino del bereber es, por su fortaleza ¢ inmunidad, un intestino de perro (1). Para Abenjaldén es el hambre Ja disciplina de lo que él lama «noblezay; es decir, sefiorio, capacidad de dominar, al paso que el lujo se da en la setvidumbre sedentaria, causa perdurable de dege- neracién y envilecimiento, disolvente del fuerte régimen, de la dig- nidad, del orgullo y hasta del afdn de vivir. «Asi, las fieras no se aparean en la cautividad —como los persas, que, sometidos, han dejado de existic por consunciém»— por esterilidad biolégica (p4- gina 308). Era este hombre de tal modo un genio de la historia, que llega inclusive a entrever este hecho, apenas hoy vislumbrado: el hecho (1) Gautier: loc. eit., 19. 676 pavoroso y enigmatico de la subita infecundidad corporal que apa- rece en las razas cuando llegan a su plenitud. La vida histérica es, pues, un ciclo en que el hambre lanza al hombre hacia el lujo y en el Iujo lo anula. El vigor creador de so- ciedades se agota en tres generaciones, que con la nueva invasora forman el zodiaco de la historia: «el fundador, el conservador, el imitador y el destructor (pag. 288). Y asi, eternamente, presa en este circulo inexorable, transcurre y se tepite sin vatiacién la existencia africana, para la que no hay Progreso. Después de todo, Abenjaldiin no hace més que proyectat en ejemplares teoremas, dignos, repito, de un gtiego, lo que a su modo dice el proverbio del beduino, palabra que huele a camello y desierto: «Bebe en el pozo y deja tu puesto a otro» (1). II (2). Es desmesurada, es irritante la influencia que sobre mi genera- " cién ha tenido el vocahla Melilla. Cuando yo tenfa acho o nneve afios y estudiaba en un colegio de jesuitas, abierto sobre las playas malaguefias, vi una tarde pasar soldados que iban a Africa, Era la primera guerra de Melilla, que comenzé con la muerte del general Margallo. Poco tiempo después fui llamado a la sala dé visitas del colegio —una estancia alargada, donde pendia un cuadro con Ia lista de alumnos distinguidos. Alli, junto a una ventana abierta que dejaba pasar a dulces bocanadas, con un ritmo respiratorio, la em- briaguez de los olores meridionales, estaba un pariente mio. Con gesto de brazo amistoso entraba en la habitacién la hoja gigante de un plétano. Mi pariente desenfundé un objeto. Era el ros de Margallo. El galén de oro estaba perforado pot una bala y la sangre mancillaba su esplendor. Entonces averigiié que la sangre, divino licor circulante, cuando esta quieta y fuera de las venas es horrible. (1) He lefdo este formidable adagio en el libro de A. M. Hassanein Bey: Lost Oase (Oasis pordidos), 1923. (2) Da ocasién a estes notes la publicacién coincidente en estos él- timos dias del tomo V de la gran Histoire ancienne de U Afrique du Nord, por Stephane Gesell (Hachette) y del libro Les aidclea obscure du Maghreb (Payot), por Gautier. 677 Para un nifio de 1890, un ros eta el juguete ideal. Verlo asf, conver- tido en materia cruenta y finebre, me produjo horror, y atada al horror quedé pata siempre en los sétanos de la memoria la palabra Melilla, En 1909, cuando mejor andaba uno de mocedad, otra vez Melilla, barranco del Lobo, semana sangrienta. Desde entonces, toda la historia de Espafia gira en torno a un eje de cuyos polos uno es Melilla. No ¢s extrafio que, apenas despicrta la mente, fucse para mi una obsesién esta idea: Melilla se halla en poder de los espafioles desde fines del siglo xv. sCémo se explicaba que, al cabo de cuatro siglos, siguiese siendo imposible dar un paso fuera de la ciudad sin peligro de muerte?

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