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Aproximaciones y reintegros
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Aproximaciones y reintegros

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Este libro es un reflejo de la capacidad crítica, la síntesis, la cultura universal, la curiosidad insaciable, el rechazo al conservadurismo y la habilidad para construir metáforas visuales de Carlos Monsiváis. Reúne, por primera vez, 48 textos de crítica cultural, social, política y literaria. La mayoría de ellos publicados originalmente en el enc
LanguageEspañol
Release dateSep 6, 2022
ISBN9786078745012
Aproximaciones y reintegros
Author

Carlos Monsiváis

Desde muy joven colaboró en suplementos culturales y medios periodísticos mexicanos. Estudió en la Facultad de Economía y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, y teología en el Seminario Teológico Presbiteriano de México. Asistió al Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Harvard en 1965. Gran parte de su trabajo lo publicó en periódicos, revistas, suplementos, semanarios y otro tipo de fuentes hemerográficas. Colaboró en diarios mexicanos como Novedades, El Día, Excélsior, Unomásuno, La Jornada, El Universal, Proceso, la revista Siempre!, Fractal, Eros, Personas, Nexos, Letras Libres, Este País, la Revista de la Universidad de México, entre otros. Fue editorialista de varios medios de comunicación.

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    Aproximaciones y reintegros - Carlos Monsiváis

    NOTA DEL EDITOR

    Los ensayos de Carlos Monsiváis que integran Aproximaciones y reintegros provienen casi en su totalidad de La Cultura en México, suplemento de la revista Siempre!, del cual fue director de 1972 a 1987 y colaborador desde 1962. Dicha recopilación sólo comprende textos de crítica literaria e historia de la cultura del país; se presentan aquí en estricto orden cronológico, limitándome a aquéllos no recogidos con anterioridad en forma de libro. Se reproducen, también, versiones posteriores que el autor publicó originalmente en ese suplemento: Sí, tampoco los muertos retoñan. Desgraciadamente, Jorge Cuesta: Las libertades de la inteligencia, Sergio Pitol: Las mitologías del rencor y del humor, Julio Torri: El segundo Ulises y "A veinte años de La noche de Tlatelolco".

    A lo largo de este volumen el lector habría de encontrar interpolaciones; todas ellas surgidas de la autocrítica del propio Monsiváis, pero esta idea ingeniosa de nuestro autor no se pudo llevar a cabo. La muerte se entrometió en el proyecto. Aun así, pudo ayudarnos a revisar y corregir todos los textos.

    Agradezco el apoyo del Instituto de Investigaciones Filológicas y de la Biblioteca Nacional del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la unam para la realización de este trabajo; a Pablo Mora, por facilitarme la reproducción de varios ensayos; a Alberto Blanco, por su generosa referencia; a Gustavo Jiménez y Alberto Cue, por sus comentarios; a Déborah Holtz y Juan Carlos Mena, quienes recibieron con entusiasmo la propuesta del libro que ahora se publica; a Francisco Fenton, por su invaluable ayuda en la búsqueda de textos; a Rafael Becerra y a Luis Cortés Bargalló, ya que la idea de la presente edición surgió a partir de conversaciones que se fueron transformando en una obsesión.

    Al despedirme de esta nota, entreveo los enormes ojos oscuros de Silvia Maldonado.

    DE LA C Y LA M

    La crónica más mordaz que se ha escrito sobre la Ciudad de México está inscrita en las letras iniciales del nombre y el apellido de Carlos Monsiváis. No es exagerado decir que su escritura todo lo puebla y lo reordena, en ella circula casi entera la capital inabarcable, y la multitud se identifica inmediatamente en su rostro. Grandes visiones, acrecentadas por esas gafas alucinantes, han encontrado ese elemento fantástico, ese realismo delirante, sórdido y alado de la Ciudad de México, según Octavio Paz. Hombre capaz de hallarle sentimientos al mismo Periférico, es el personaje más chilango, el más insigne de la región más transparente del aire, el único escritor que la gente reconoce en la calle, como ha señalado el poeta José Emilio Pacheco. Capacidad crítica y de síntesis, cultura universal, curiosidad insaciable, agilidad para interpretar los signos más diversos, poligrafía, rechazo al conservadurismo y una proverbial habilidad para construir metáforas vitales: he aquí algunas de sus mayores virtudes. Es el representante más destacado de nuestra crónica reciente. Ningún cronista mexicano contemporáneo está exento de su influencia, ni siquiera aquellos que han sabido hallar una voz singular, como Juan Villoro o Guillermo Sheridan. Monsiváis es un cinéfilo, según se advierte en las imágenes que su prosa formula, al grado de afirmar que toda buena película modifica la vida. Narrador natural, ejerce con maestría la fábula y la sátira mortífera, pero sobre todo la crónica y el ensayo, a veces en forma de cuento. Es el inventor de un género literario: el mnemocroniensayístico. En sus descripciones se enseñorea y aflora el macabro aforismo. Escritura de lengua áspera, mordaz, que se asemeja a la de Quevedo, de pelaje espeso y suave: pasmos y sueños de gato. Como Salvador Novo, publica diario, su diario, sin descanso. (Lo marginal aparece en el centro.) Los libros ocupan un espacio considerable de su pensamiento: carne transformada en pliego, pluma forjada en el día a día, que inclina su tronco ante el lomo, Monsiváis inscribe sus hallazgos en las hojas en blanco de nuestros ojos. Desde hace años este gran recreador de realidades compone y recompone la sinfonía urbana de todos los oídos. En estas breves líneas no habrá modificación de los tiempos verbales. Me niego, querido lector, a hacerlo. Su presencia permanecerá. Las calles de la Ciudad de México extrañarán los pasos de Carlos, y sus habitantes, absolutamente todos, los textos de Monsiváis.

    c. m.

    Los héroes derrotados

    El viento distante (Colección Alacena, editorial Era, México, 1963) nos revela las facultades cuentísticas de José Emilio Pacheco, escritor cuyo primer libro de poesía, Los elementos de la noche, de emoción disciplinada y gran oficio, lo hacían ver como escritor solamente consagrado a la lírica. En El viento distante su capacidad narrativa se aventura por uno de los espacios temáticos más burocratizados en la literatura mexicana: la niñez, descrita por un estilo al que rige una lentitud deliberada y expresa una prosa fluida.

    En los relatos breves de El viento distante aparece una definición elocuente del niño: el héroe derrotado del país de los símbolos que no se reconocen como tales, capaz de padecer todas las penalidades, de participar en todos los desembarcos y de morir en todas las trincheras. A este héroe sólo lo derriba la insolencia del saber adulto, que por venganza lo instruye en su noción de la realidad, rehusándole el conocimiento de las libertades. El niño es un héroe derrotado porque nunca puede garantizar el triunfo, es decir, el respeto de los mayores hacia sus sueños y las batallas que allí se ganan y se pierden; es un héroe derrotado porque vislumbra su porvenir ominoso: Los hombres, como tales, están llenos de miedo y de resentimiento.

    Quizás valga la pena insistir, para mejor ubicar El viento distante, en el tratamiento usual de la niñez en la literatura moderna: símbolo de las fuerzas desconocidas del mal, que si se desdoblan se convierten en esa extraordinaria parábola del nacimiento de un Estado fascista y de la conciencia democrática (El señor de las moscas de William Golding); catástrofe donde los niños intervienen en los elementos del desastre, tal y como lo escenifica la furia del mar (Huracán en Jamaica de Richard Hughes) o, también, la idea del mal como la emergencia de los poderes desconocidos de los niños, el anticipo atroz del conocimiento de los frutos del árbol de la sabiduría del bien y el mal (La vuelta de tuerca de Henry James). En esas tres extraordinarias novelas, el papel de los niños es terrible: es el aliado, el consejero de lo inmisericorde. La infancia no es más un paraíso perdido, sino el infierno al acecho de lo que saben ver. Tal vez el que mejor ilustra esta actitud es Ray Bradbury, en su cuento El parque de los juegos. No hay tal fin de la inocencia, se nos dice, porque ésta es un concepto adulto, únicamente realizado en la madurez. La infancia es así no el cumplimiento, sino el exorcismo de la inocencia.

    José Emilio Pacheco aborda otras dimensiones del tema: en la primera, atestiguamos el drama del niño, que entre la impotencia y la humillación atisba la superioridad de los adultos, y soporta las reglas de juego que no han tenido la generosidad de participarle. Y la burla y el escarnio son prerrequisitos de la experiencia, es decir, del don de escarnecer para obtener las moralejas del comportamiento. Una segunda dimensión nos introduce a un paisaje onírico de la niñez, desolado y angustioso. Ya no se invita a participar en la cacería de un niño; ahora se adquiere un nuevo punto de vista sobre los panoramas de ese tiempo que se asocia con la pérdida gozosa del tiempo: al anochecer, seres extraños invaden las atracciones de feria o el parque de diversiones: las plantas carnívoras enseñan botánica, el viaje del trenecito es eterno y sólo devuelve hombres rencorosos, las hormigas devoran el día de campo. Bajo la capa superficial de los juegos y los goces infantiles se ocultan continentes monstruosos y circulares. En última instancia, quizás la niñez es entre otras cosas una suerte de zoológico, al que se ingresa en la madurez, con la petulancia y la arrogancia del adulto. El niño o la niña observan sin saber que son observados sin fatiga por espectadores contemplados a su vez con malevolencia por seres vigilantes que a su vez... Y en esos dos planos, la niñez vencida o que sucumbe ante lo desconocido y el mundo que la niñez ama, ofrecido entre la bruma pegajosa de la pesadilla, Pacheco sitúa sus mapas para llegar al corazón de la infancia y es un testigo conmovido de realidades diferentes. En la literatura mexicana, los niños han sido victimados generalmente por la puerilidad calumniosa o por un aire de protección que los deforma. José Emilio Pacheco nos da de este universo una visión compleja, matizada, absolutamente contemporánea.

    LA CIUDAD VISTA POR LAS GAFAS ALUCINANTES DE CARLOS MONSIVÁIS

    Distrito Federal: una ciudad que, en la mirada burocrática, cada seis años pretende modificar su adjetivo esencial; ciudad sucesivamente cardenista, alemanista, ruizcortinista, lopezmateísta, diazordacista; ciudad definitivamente uruchurtiana, el Distrito Federal es suma y alianza de las ideas míticas: es Comala, habitada por espectros rencorosos y lascivos y gobernada por Pedro Páramo, Porfirio Díaz; es Disneylandia, con sus juegos, sus Aunt Jemima, sus pistas de hielo y su moral en el nuevo edificio del pri: es Tenochtitlan y los sacrificios humanos que toman la forma de reveses de la política; es Amarillo, Texas, con Sanborns y Woolworth y Sears Roebuck y el Hamburguer’s Heaven y la colonia del Valle; es Mixquic, con el culto por los muertos cada 2 de noviembre y las ofrendas florales y los elogios a los cadáveres que fraguan nuestra conciencia nacional; es el recuerdo del enclave feudal de Al filo del agua, sofocante, diminuto, entregado a las murmuraciones bajo los visillos. Pequeño pueblo donde culmina la provincia, zona cosmopolita que se siguió de largo, la Gran Aldea, la Región más Transparente, el Lugar Donde Crece la Hierba, la Ciudad de los Palacios, el Peñón de las Ánimas, la Ciudad de México es el sitio ideal para observar nuestras limitaciones y las ganas relativas que tenemos de abandonarlas.

    La imposibilidad del tuteo

    Una ciudad gobernada por el catálogo de sus virtudes. Ciudad de la solemnidad del relajo. Ciudad que no le permite a sus moradores —distritofederalenses, chilangos— el derecho psicológico de tutearla, de tenerle confianza después de las diez de la noche. Una ciudad que —en lo íntimo— demanda el trato reverencial por ser la explosión de ilusiones y sueños, y la muy cumplida venganza de la provincia (que es la Patria). Oiga usted, Ciudad, deme un chancecito, no me deje aquí en la esquina hablando con demasiados que es mucho peor que hablando solo. Para amistarse con la ciudad y captar su confianza, lo que le correspondía al capitalismo era asediarla, vencerla, utilizarla en su integridad. Pero se prefirió el camino del respeto y la ciudad sigue siendo inexpugnable para sus propios habitantes aunque, muy juiciosa, muere todas las noches luego de los noticieros y los abordajes a la explosión demográfica para resurgir purificada al día siguiente.

    Ciudad-palimpsesto, la de México lleva, debajo del ropaje cosmopolita, las antiguas vestimentas y costumbres. A la mano de Gene Krupa se alía el espíritu de la Tambora Sinaloense en materia de baterías. Detrás de los safaris del sexo más que el Marqués de Sade y Henry Miller, aparece el deleite infantil ante la idea de un hombre y una mujer, que entre malas palabras descubren el significa-do del coito. La bohemia, así parezca inspirada en los personajes de Fellini, añora el decadentismo de fines del siglo xix y principios del xx. La ciudad aún participa de la paradoja (incivil) de aceptar formas modernas, sin el espíritu verdaderamente contemporáneo que las asuma, y en la práctica quizás sea el Regente de Hierro Ernesto P. Uruchurtu el que mejor percibe el provincianismo que pone las instalaciones del siglo xx al servicio de la mentalidad del xix.

    Las propiedades del Distrito Federal

    Aquí están todas las oportunidades del éxito. Aquí la contraseña para adquirir estatura nacional. Aquí habitan los políticos que durmieron en las antesalas de otros políticos; venían de Guerrero y Oaxaca y Chiapas y Durango y vivían en casas de huéspedes y representaban a sus paisanos y defendían hasta el derramamiento de sangre los derechos del pueblo y pronunciaban discursos en la campaña del candidato Astudillo (sí, el diccionario de la Patria define al mexicano como pueblo en llamas, un poco de tierra con cuadros de Orozco, un surco doloroso, la nota desgarrada en la guitarra de Antonio Bribiesca) y obtuvieron los pequeños puestos dentro del Partidazo y las secretarías particulares y los desayunos de apoyo y los contratos bajo mano y la diputación y la residencia decorada por Pani y el silencio absoluto y las hijas en el Club de Simpatizantes de la Belleza del Pedregal que admitía semestralmente discursos en defensa de los principios de autodeterminación.

    Ciudad altamente politizada: escriba usted un oficio y se le permitirá expresar su adhesión y su amor al régimen, redacte un memorándum con cinco copias y se le concederá llevar una pancarta, solicite su independencia política al Apartado 1810 o 1910 y recibirá a vuelta de correo el permiso de manifestarse en pro de las candidaturas del Señor Licenciado.

    Ciudad de calendario: desfiles de pleitesía al gobierno que autoriza el agradecimiento público por permitir expresarle nuestro agradecimiento. 16 de Septiembre, 20 de Noviembre, 5 de Mayo, 5 de Febrero, no sólo son calles y avenidas, también son etapas culminantes, nichos donde dormita y anualmente se aviva la nacionalidad. Según este criterio, cada que el Consejo de la Nomenclatura Urbana requería del bautizo de calles y avenidas, se iniciaba un movimiento armado ya que el objetivo supremo de las revoluciones es renovar los nombres en la Guía Roji. Los Mártires de Chicago murieron con tal de resaltar la importancia del 1° de Mayo y ya es tiempo de aclararlo, señores, el 20 de noviembre de 1910 no se inició la Revolución, se inauguró un día festivo. La nueva nobleza es y quiere ser hereditaria: se propone que según la ley los puestos de secretario de Estado, subsecretario y oficial mayor, recaigan sobre los primogénitos. Si al morir el funcionario no ha dejado primogénito varón, la titularidad del puesto quedará a la determinación del Honorable Congreso de la Unión.

    The Affluent Society

    A la clase en el poder ya le pesan sus antiguos símbolos, no nada más el charro bravío y la china poblana, sino todos los calificables de pintorescos. De allí la fiebre de congresos, la Olimpiada de 1968, el Campeonato Mundial de Futbol para 1970. La hospitalidad mexicana anuncia: sepan todos del florecimiento de una sociedad opulenta, anfitriona del saber, el conocer, el competir y sus derivados. Y a toda organización con pretensiones internacionales le tocan las mantas efusivas del Hotel del Prado y el tour arquitectónico —de Teotihuacan y Chichén Itzá—. ¡Miren ustedes, amigos congresistas, somos un pueblo que progresa y lo que antes fue una cultura hoy es un espectáculo, algo que al saber le agrega el conocimiento. Y esto desata la ansiedad por otorgarle a lo que sea dimensiones de portento. Y esto no es el proyecto de una administración, sino la emergencia del deseo de recobrar el tiempo perdido en todos los siglos, años, meses, días y horas anteriores a este preciso instante.

    Por eso la gigantomaquia, edificar para ser vistos desde la Luna, en el remoto caso no de que la Luna esté habitada, sino de que sus pobladores se den tiem-po de maravillarse ante el progreso en las antiguas colonias hispánicas. Todo debe recordarnos la grandeza de nuestro porvenir, es la consigna del turismo desde Palacio Nacional. Tal vez persista el impulso que hizo posible Teotihuacan, Uxmal, Palenque y la Catedral Metropolitana, pero esta pasión edificadora ya demandada de los signos se mezcla con la gana de imitar los signos externos del desarrollo. En todo, la ciudad quiere ser proteica. Con seis millones de habitantes, el Museo de Antropología, el Holiday on Ice, cinco funciones a la semana del Ballet Folclórico de Amalia Hernández, tres canales de televisión, moralidad juvenil y las charlas del jesuita Brambilla, el Distrito Federal ya aspira a la mayoría de edad internacional.

    Ciudad nostálgica

    Ciudad sin escrúpulos, la de México retiene en su patrimonio numerosos pueblos fantasmas, reliquias que en algo explican la vehemencia del crecimiento. Los pueblos fantasmas describen la movilidad y la estratificación sociales, la crueldad y la generosidad de una ciudad. La colonia Roma nos cuenta de la gran burguesía que apenas iba siendo o que no prosiguió, las promesas disueltas en burócratas y profesionistas estáticos. La colonia Roma es el núcleo de las ilusiones perdidas, y sus habitantes ideales viven aterrados ante la sombra del general Plutarco Elías Calles, molestos por la intrusión comunista del general Lázaro Cárdenas y reconciliados con el catolicismo decente de Ávila Camacho.

    Tepito: el boxeador Raúl el Ratón Macías. La Lagunilla: el boxeador Rodolfo el Chango Casanova. La Merced: la distribuidora de droga Lola la Chata. Desfilan los sueños de grandeza, el Quinto Patio, el alma del arrabal, los barrios que desde sus trabajos heterodoxan, resisten el igualitarismo de la ciudad. Al pasado pintoresco no se le destierra así nomás.

    Una mitología para chilangos

    Es verdad universalmente admitida que toda clase nueva poseedora de buena fortuna ha de requerir nuevos mitos. Concentrada en la Ciudad de México, la burguesía mexicana promueve otros amuletos contra el tedio y el sentimiento de insignificancia. Quiere ser juzgada ya no por lo que vale sino por lo que venera, y en función de eso quiere compartir mitos y modas con las burguesías metropolitanas. Ya pasó el tiempo de la singularidad y el nacionalismo y resulta más conveniente ser colonia suburbana del progreso. El capitalino de clase media en adelante extrae de Jerry Lewis y Peter Sellers su sentido del humor, aprende sentimentalismo citadino con Ella Fitzgerald y Gilbert Bécaud, le cede a Claudia Cardinale y Elke Sommer la capitalización de sus pretensiones eróticas y deja que los Beatles y Trini López canten y bailen en su nombre. En el fondo, el capitalino está derrotado. No ha podido retener sus gustos formativos y debe importar los ajenos. Antes, como sea, funcionaban con dimensiones nacionales la admirable cursilería de Agustín Lara, el ritmo espectacular de Lupe Vélez, el machismo sofisticado de Jorge Negrete, la perfecta estolidez de Pedro Vargas, la simpatía arrabalera de Pedro Infante. Al admirarlos se pertenecía a la precaria (y verdadera) unidad nacional; esos símbolos o esos accidentes de la vida del país pertenecían a todos, abarcaban a personas y comunidades. Desde Pedro Infante no se ha dado de nuevo el extraño sufragio efectivo que fija el nuevo mito nacional. Después vienen los límites muy locales del éxito.

    La ciudad ya no acepta en forma unánime a los héroes de su cultura popular. Por eso extrae de la televisión (Los intocables, Ben Casey, el Dr. Kildare, Los picapiedra, Los locos Adams, Matt Dillon, el Fugitivo) y del cine (La Dolce Vita, Il Sorpasso, Mastroianni, la Loren, Alain Delon, Natalie Wood, Steve McQueen, Marilyn Monroe, Marlon Brando) el santoral, la hagiografía que precisa. Como siempre son los cómicos, organismos donde la ciudad descarga sus represiones, los que mejor encarnan los rasgos distintivos de estos años. Si el Panzón Soto fue la revancha contra el líder sindical Morones, si Cantinflas le dio vida perdurable al marginal que vence con puro jab verbal a las Personas Decentes, y Tin Tan modernizó la americanización del país, ahora Chucho Salinas y Héctor Lechuga, en sus entrevistas, exponen el ambiente gris, burocrático, oficialista de la ciudad y reproducen, a través de conversaciones falsamente inertes, el mundo de protestas tímidas y chistes en voz baja del empleado de gobierno, de la paciente y malévola clase media.

    Por ahora, la ciudad prefiere integrar su mitología con instituciones y objetos. Si pierde las batallas de Santa María la Redonda y la colonia San Rafael, gana los tacos al carbón, Minimax, Gigante, Aurrerá, Ciudad Satélite, los elotes de sabores y los pantalones de las mujeres. Es el triunfo de los que —señala Novo— tienden a desnaturalizarnos como mexicanos mientras aspiran a naturalizarnos como cosmopolitas. En los templos del nuevo gusto capitalino, los cines Diana, Manacar, Internacional, París, Roble, Latino, desfilan los filmes de Rock Hudson y Doris Day, Peter O’Toole y Jean-Paul Belmondo; semanas después, esas películas, a precios populares, congregan cinco mil espectadores en el cine Florida, el de mayor cupo de la ciudad. Todavía circulan los calendarios de Helguera y Leonardo da Vinci (El nacimiento de los volcanes y La última cena), y ya abundan las reproducciones —en marco dorado— de Van Gogh, Picasso y Bernard Buffet. En las esquinas se vende la Pinacoteca de los Genios. Los indios de Guelatao vienen a México y se instalan en multifamiliares. Allí, de seguro, ni se les pierden las ovejas.

    A propósito de la Zona Rosa

    Si se quiere pertenecer a la Zona Rosa no hace falta ir al Café Tirol, recorrer su geografía evidente, las calles de Hamburgo, Niza, Génova, Londres, Amberes. No es indispensable bailar en Jacarandas, comer en Bellinghausen o el Chalet Suizo, ofrecer cenas en el Hotel María Isabel o ser influyente en el Can-Can; no se requiere ejercer el esnobismo en las tiendas de libros de arte, tomar té en Duca d’Este o estacionarse con más impericia que insolencia frente al Kineret. Nada de esto es indispensable porque la Zona (del arte y del buen gusto, la Zona Rosa) es ante todo un estado de ánimo adquirible y disipable en unos cuantos minutos.

    En una ciudad dividida en tribus y clanes, la Zona Rosa cumple funciones necesarias: es el certificado de admisión en Mexiquito, es el preámbulo del ser alguien, la versión muy in de la vuelta al quiosco provinciano los sábados en la noche, de las ganas locas de pasear en la Via Veneto, del aburrimiento solidario de señoritos en la Calle Mayor, de la ausencia de alternativas.

    La Zona Rosa es el árbitro supremo. A su geografía espiritual pertenecen los cineclubes, los Cuatrocientos Cultos, las clases de karate, los conciertos de música electrónica, el antiteatro, las reuniones donde se baila Nudo y Tarántula. De acuerdo a sus vanguardias, la Ciudad no es la prostituta sino la tía regañona con tendencias incestuosas, y una paradoja monstruosa no es sólo un niño pordiosero contemplando, la obligada nariz incrustada en la vitrina, los más caros juguetes de Navidad, sino un Chevrolet 46 junto a un Mercedes Benz. La Zona Rosa es el corazón de la ciudad, pelea desaforadamente el derecho a la vida nocturna.

    Queda out

    Citarse en un café de Bolívar a discutir el santoral heroico de Nayarit, denigrar a los nacionalistas, citar de memoria párrafos de los discursos de oradores fulgurantes, explicarle a los niños el valor de la oea, el estalinismo, el comunismo, el realismo socialista, el capitalismo con rostro humano, el ballet folclórico, las lavadoras Hoover, el arzobispo de Puebla Octaviano Márquez y Toriz, Brylcreem, el joie de vivre de la Coatlicue, el amour fou, el loco, loco amor pregonado por los surrealistas André Breton a la cabeza, los muebles de Lerdo Chiquito, el cine soviético academista, los últimos caciques, Santa de Gamboa, la Hora Nacional, el 2 de noviembre en Pátzcuaro y Mixquic, el complejo de inferioridad del mexicano, los suéteres de Chiconcuac, el siglo xviii, los ataques a prevaricadores de la Revolución, Alfonso Paso, Amado Nervo, Pedro Vargas, los psicólogos del salón, el romanticismo de la emperatriz Carlota, Así se forjó el acero, la novela filantrópica, las procesiones de Semana Santa en Iztapalapa y Taxco, la Alianza para el Progreso, Televicentro y la Ciudad de los Niños.

    Y queda in

    Charlie Parker, João Gilberto, Octavio Paz, Peter Lorre, las tarjetas postales cursis, Pierre Boulez, Miguel Inclán, John Cage, Julio Cortázar, la Revista de Bellas Artes, la Orden del Imperio Británico a los Beatles, Mario Vargas Llosa, el folk-song, Saul Bellow, Ringo Starr, el pop-art, la Casa del Lago, José Luis Martínez, el serialismo, Juan García Ponce, Jeanne Moreau, los filmes de James Bond, la Edad Media, dormirse en el discurso de un funcionario público, el bossa nova, el surf, el Mustang, Barbra Streisand, el pelo largo, los anteojos a la Audrey Hepburn, Fellini, la science fiction, el cine de Tanzania, Laurel y Hardy, el sánscrito, Juan Orol, John Coltrane, los soundtracks de Henry Mancini, Cole Porter, Abel Quezada, celebrar el día del guardabosques, Musil, Visconti, la Linterna, Blake Edwards, las décadas...

    La Zona es los cafés cantantes y los cientos de grupos de rock que anhelan conquistar la ciudad. ¡Qué sublime inocencia!, Ray Charles cantar What’d I Say y se corea en las mesas. Gracias al rock, el twist, el surf, la cumbia, se cumple el afán de mantenerse por siempre en la pista de baile, en la búsqueda y persecución de los pasos vistosos, de las piruetas, gestos y contorsiones que —por lo pronto— desafían el buen gusto. Por fin la burguesía concluye: Si tenemos el poder y la riqueza, lo que hacemos no puede ser ridículo de modo alguno. María Félix baila surf; los gobernadores bailan surf; diputados, banqueros, industriales e intelectuales bailan surf; el Tapado baila surf. En la Zona Rosa, los sesentas no es una década de compromiso social y político, sino la gigantesca danza tribal Now, every body, every body sing, shout, dance.

    Paya, cursi, melindrosa, la Zona es, a pesar de todo y para acudir otra vez a las expresiones de Novo, la comprobación de la ciudadanía de la ciudad; es el fin de las librerías saturadas con las obras de Antonio Plaza, Ibo Alfaro y A. Martín de Lucenay y el principio de los pocket books. La Zona explica el tránsito de los de-corados indescriptibles del Palacio Chino y la Alameda al mural de Manuel Felguérez en el cine Diana. La Zona, estado de ánimo, conspiración provinciana, tiendas de lujo, cafés, discotecas, es la nueva ciudad de México, la prolongación de la avenida Plateros de la dictadura de Díaz y la heredera de las pretensiones de la avenida Juárez. La Zona es el vigoroso Manual de Carreño de la clase social que ya se deja sin tiempo para comprar y comer en una especie de exclusividad en, ni modo, México. Así el mundo comienza, no con un disparo sino con un escaparate.

    CON UN NUEVO FRACASO CARLOS MONSIVÁIS AYUDA A RESQUEBRAJAR LA MÁSCARA FUNERARIA DEL MEXICANO

    La Merced, 4 de mayo de 1938. Como principio, ni el de mi vida ni el de estas notas resulta muy aparatoso, pero su ventaja es el privilegio de una veracidad avalada por mi madre, la partera y los organizadores de este ciclo. Como entre brumas, escucho ahora las voces de mi primer recuerdo literario, un primer recuerdo que me iniciará en una vocación de la que ya no podré desprenderme, la de escritor: es una llamada de Bellas Artes invitándome a formar parte del ciclo Narradores ante el Público. Antes de la llamada casi no hay memoria, no hay ventanas que la lluvia acose, ni tardes melancólicas que la imaginación de un hijo único va poblando con personajes de H. G. Wells y Salgari, ni giras campestres donde me alejo del grupo para llorar, ni regaños maternos por escamotear la mermelada. No, no hay recuerdos de infancia, o tal vez sí, la imagen de un odioso niño libresco que juzga importante no sólo leer sino competir en exhibiciones precoces de cultura y que hace mutis y vuelve convertido en un odioso adolescente libresco que se presenta: Mucho gusto. Yo sé más que tú. Promiscuidad de los recuerdos: el cristiano inglés John Bunyan se mezcla con el folletinista francés Michel Zévaco y el realista mexicano Manuel Payno. Y otra precisión: no hay el sudor del futbol soccer, ni siquiera canicas o balero. Sólo precocidad y pedantería. La niñez acude más tarde, en la forma del amor por la cultura popular y de la preocupación heroica por los cómics, vagamente disfrazada de interés sociológico.

    Primera y última afirmación escandalosa: de los participantes de este ciclo, soy el único que admira la labor del Ejército de Salvación. Esa declaración no pedida es la sutil manera de indicar que nací, me eduqué y me desenvuelvo en el seno de una familia tercamente protestante. Firmes y adelante, huestes de la fe. Aprendí a leer sobre las rodillas de una Biblia, a cuya admirable versión castellana de Casiodoro de Reyna y Cipriano de Valera debo la revelación de la literatura que después me confirmarían La institución de la vida cristiana de Juan Calvino (traducido por De Valera), El paraíso perdido de Milton y las letras, no siempre felices, de la himnología bautista, metodista y presbiteriana. ¿Cuánto sobrevive en mi conducta actual, en mi moralismo, en mi ferocidad autocrítica, de las lecciones de la Escuela Dominical? Si la Sala Ponce, este diván y confesionario de 1965, tiene la respuesta, no vacile en otorgármela. Este hugonote nativo se la implora. Y la herejía, mi falta de solidaridad ante el edipismo nacional que rodea a la Virgen de Guadalupe, me inició en saber qué se siente vivir en la acera de enfrente, el codiciado y muy aborrecido don de pertenecer a las minorías. Después, las otras minorías que me han tocado confirman la tesis: segregarse de la misa, la cosa fuerte, la demagogia, el espíritu burocrático o el presupuesto, es siempre un lamentable error aunque, por lo menos en la Ciudad de México, ya no mortal.

    Pero antes de creerme mi propia historia y desembocar, implacable, en la filosofía del mexicano, me inflijo más recuerdos. En el principio era la colonia Portales, manito. Primero verás que pasa una bamboleante primaria oficial y ahí viene una secundaria de gobierno con vocación de palacio municipal y al final se asoma la preparatoria de San Ildefonso y la reluciente Ciudad Universitaria. Es evidente: el valor adjudicable a mi testimonio es su tipicidad. Ante un pupitre, el rosario cívico: dos y dos son cuatro, patria y dos son seis, ley y dos son ocho y pueblo dieciséis. Monsiváis a los diez años; una difusa y vaga noción de que si a los Niños les decían Héroes es porque habían muerto; una infancia avilacamachista que, más desafinada que antifascista, cantaba:

    Los pueblos de América unidos,

    luchando por la libertad,

    por nadie podrán ser vencidos,

    su fuerza será la unidad.

    De pie, la juventud valiente el corazón...

    clarín de libertad

    será nuestra canción...

    Ya me sé lo que sigue: los profesores comunistas de la secundaria que proseguían el discurso de los profesores comunistas y cardenistas de la primaria, el juarismo a ultranza, un nacionalismo insistente y difuso, la rabia por la pérdida de Texas y California, las frases que me perseguían como anécdotas: Va mi espada en prendas / La Patria es primero. Y la invitación de un profesor de historia universal, Jorge Fernández Anaya, a un acto de la Juventud Comunista, transforma mi idea de la pubertad porque me sentí en una atmósfera similar a la novelada por Upton Sinclair en ¡No pasarán!, el libro que decidió mi simpatía por la causa de la República española, tardío y firmísimo.

    En la Juventud Comunista, el camarada Augusto Velasco nos envió a recoger firmas a favor de la paz (la gran movilización ordenada por la URSS) y salimos a la avenida Juárez y San Juan de Letrán a encender el pacifismo un tanto sectorial, y luego me tocó vender en la Secundaria trece ejemplares del periódico del pcm, La Voz de México, tarea que no llevé a cabo porque el prefecto lo impidió y el director me regañó, me dio una palmadita en el hombro y me regaló un libro de discurso del presidente Alemán, deuda de lectura que aún no cancelo.

    Al entrar a la Escuela Nacional Preparatoria, en San Ildefonso, se acentuó mi diversificación ideológica. Algunos compañeros —Carlos Gallegos, Alfredo Bonfil, Raymundo Ramos— me invitaron a las juventudes masónicas, la ajef (Asociación de Jóvenes Esperanza de la Fraternidad), y me inicié en la Logia 18 de Marzo Número Cinco. Ya para entonces era enorme mi confusión por la mezcla de retóricas. El marxismo que cabía en unas cuantas frases esquemáticas se entreveraba con el lenguaje del juarismo y se perfeccionaba o atrofiaba con el habla de la Revolución Mexicana. Con precocidad beligerante, mis compañeros hacían las veces de jinetes de la Historia, en sesiones nocturnas o en el ámbito diurno del Anfiteatro Bolívar y El Generalito (el recinto más afamado de San Ildefonso). Hasta donde podía percibirlo, no demasiado, mi duda era angustiosa: la Revolución está por venir o ya se fue, resucita o se entierra.

    El lenguaje político permitido y dominante era el priísta, y eso me obligó a ocultar mis intenciones subversivas. Por eso me hice amigo y acompañé en su descubrimiento de la ciudad nocturna a los que serían Pilares del pri. Me tocó oír sus febriles primeros versos, sus discursos iniciales, su debut en la intriga política. Comenzaba mi sexenio encubierto bajo el pretexto orteguiano de mi generación. Es bien sabido que en México no hay generaciones, sino sexenios que crecen, circulan, se instalan en las secretarías particulares, un buen día les toman protesta como oficiales mayores y otro día maravilloso regresan a su patria chica disfrazados de gobernadores para que nadie advierta su sencillez y finalmente o a la postre se ven evocando sus días de triunfo.

    A mi sexenio lo conocí comiendo tortas en el Pánuco, en el Margo a las órdenes de Pérez Prado y en el Tenampa bebiéndose la nacionalidad. Ya no lo veo con frecuencia: se está volviendo respetable y la familiaridad con los poderosos siempre suena a petición de mendicante. A lo mejor ya no te acuerdas de mí. Pero todavía no le llega a mi sexenio el momento de las insignias de mando, le falta renunciar a la barbacoa, vestir bien, presentar a sus hijas en el Baile de Debutantes, comprar cuadros abstractos, refrendar en Europa a las excelencias del Paseo de la Reforma... Como quien dice, aún no las puede todas.

    Ay, esos oradores de mano firme que me enseñaban que ninguna frase cursi muere del todo, esos que anhelaban aunque fuese la elocuencia de Demóstenes; esos políticos de vota por la planilla azul que te promete la explosión de tus aspiraciones juveniles, esos versificadores que tenían en López Velarde la excusa para difamar a la provincia. Ahora yo calificaría mi actitud de enajenación causada por incomprensiones del medio ambiente; entonces únicamente podía descubrir mis antivocaciones: el derecho, la oratoria, la política, la voluntad de intervenir en la nueva Constitución de la República.

    Más que nadie, mis cosexenales me enseñaron el respeto por las palabras. Las que frecuentaban las desechaba de inmediato de mi vocabulario cotidiano, lo que extirpó severamente el gusto por la retórica cínica. Por lo pronto, empecé a sospechar que mis compañeros hablaban en clave. Cuando decían: los derechos inconculcables de la ciudadanía, estaban pidiendo una cita con el secretario Fulano; si hablaban de ofrendar la vida por la voluntad popular, le ofrecían al candidato Mengano el apoyo de todos los jóvenes que acaudillaban (uno solo o los beneficiados por alguna cosa de asistencia). Todavía hoy, si menciono alguna fórmula ritual como lágrimas, sudor y polvo, espero infantilmente ver surgir de improviso alguien que me ofrece una diputación.

    Y no sólo de las palabras fui despojado; también llegué a desconfiar de todo lo ensalzado por mi sexenio y claro, lo siguiente fue la incertidumbre sobre la ubicación de mis raíces. Pero también en la preparatoria, gracias al maestro Vicente Magdaleno, vasconcelista de 1929, me enteré de la literatura, y me abismé en El lobo estepario y Neruda, y los libros se devoran hasta que llega el tiempo de releerlos y saber en rigor de qué se trataban. Mi tipicidad me arrojó en los ya entonces casi extintos cafés de chinos y me lanzó a la escritura de versos, y mi tipicidad era tan de a de veras que todo lo memorizaba, y lo que sigue lo supe mucho después, con tal de organizar un museo de vivencias.

    También me desesperé siguiendo las noticias del proceso contra Julius y Ethel Rosenberg por espionaje atómico, y me angustié el día de su ejecución en la silla eléctrica, y el año siguiente, 1954, sobrevino la Gloriosa Victoria en Guatemala (el golpe de Estado de la cia contra el gobierno de Jacobo Arbenz), y acompañé a Luis Prieto a las reuniones del Comité Universitario en defensa de Guatemala y repartí volantes en la preparatoria y desfilé con mi pancarta antiimperialista por la escuela, ante la rechifla gozosa.

    Y la radicalización continuó, a través de un popourrí de estudios marxistas, y se debilitaba luego de un ciclo de películas soviéticas, y se fortalecía con la lectura del norteamericano Upton Sinclair, y los soviéticos Ehrenburg y Shólojov. Y después en la Facultad de Filosofía (porque mi fracaso en la escuela de Economía lo juzgo tan poco autobiográfico como el horror que experimento al recordar mis intentos poéticos) me olvidé un tanto de mi radicalismo hasta que en 1958-1959 las huelgas de profesores de primaria y ferrocarrileros lo renovaron. Y me emocioné sin remedio oyendo La rielera en una estación de Buenavista, colmada por huelguistas que Demetrio Vallejo condujo a la exaltación. Y luego vino la derrota y la terrible decepción, y me encuentro en 1952 frente a David Alfaro Siqueiros redactando unos acuerdos del Primer Congreso pro Libertad de los Presos Políticos, y me veo en la Normal la noche del 4 de agosto de 1960 cantando El corrido de Cananea. Y después, en 1961, en huelga de hambre en San Carlos en solidaridad con la de Siqueiros y don Filomeno Mata en Lecumberri. Y en 1962 leyendo la Extra me entero del asesinato de Rubén Jaramillo, de Epifania, de los tres hijos, y ya no entiendo nada. Y ahora sé que para mí el heroísmo empieza con Jaramillo e incluye a Vallejo y a Enedino Montiel y registra, así se equivocaran en sus procedimientos, a Arturo Gámiz y sus compañeros en Ciudad Madera. Para nuestra desgracia, en México los héroes son sinónimos de mártires, y si deseamos acercarnos a mexicanos de excepción, necesitamos conocer la nómina de campesinos asesinados. Para mí, Rubén Jaramillo es el mexicano más importante de esos años y el héroe por definición.

    Monsiváis, enemigo del Estado. Y si atiendo a mi experiencia reciente junto a los jóvenes radicales de Norteamérica, esos ya famosos vietniks que se oponen violentamente a la guerra en Vietnam, la ocupación de Santo Domingo y el imperialismo, debo recordar en primer término a un estudiante sentado en las gradas de la Universidad de Berkeley con la palabra fuck es una pancarta, iniciando el formidable movimiento de Libertad de Expresión de donde surge una nueva izquierda norteamericana. Y ahora entiendo el poder total de la transformación intentada por esos nuevos radicales que desean modificar las naciones morales y las políticas, la tiranía victoriana sobre el sexo y la brutalidad imperialista, la caduca organización educativa, la cultura académica, la vida mezquina de la clase media. Al entender que para los utopistas la política es sólo un punto de partida de la renovación profunda, entendí mejor mis preguntas y mis preocupaciones de 1965, ante la visión de una izquierda deshecha, autófaga, bizantina.

    ¿Se pueden compaginar y estructurar orgánicamente las inquietudes radicales con el afán de renovación cultural? ¿Es posible trabajar en común con quienes todavía ven en el radicalismo sólo una manifestación política e insisten en el viejo error sectario de los veintes y los treintas, de producir los seres tan parciales y fragmentados que una vez emitidos sus juicios antiimperialistas recuperan la conformidad de la clase media más conservadora? No, desde el zapatismo no se ha vuelto a dar un verdadero movimiento radical en México porque aún privan las mentalidades cuyo sectarismo es limitación pura y cuyo oportunismo se sintetiza en un aviso: Hoy no se hace revolución. Mañana tampoco. Aún se acepta como actitud izquierdista la reticencia frente al idioma inglés o la abstención de la coca-cola. Ese izquierdismo nacionalista aspira a un estado de gracia en donde no influyen ni los anglicismos ni el rock y que cifra sus anhelos en la incontaminación: "Mexicano, no digas okey, di está bien".

    Y al salir del paraíso azteca el primer hombre y la primera mujer llevaban como taparrabos los volantes anunciando la manifestación contra Jehová. Y el intelectual, si no quiere ser exquisito, enemigo del pueblo y torreño de marfil, debe ir a pintar y pegar y repartir volantes y darse cuenta que nunca se le ha perdonado, que siempre contará con el odio terrible de nuestros radicales porque está contaminado de cultura burguesa. ¿No es tiempo ya de que ser de izquierda no signifique alimentarse de banalidades: El pulpo del imperialismo extiende sus tentáculos?

    Por eso, la batalla de los Contemporáneos contra el nacionalismo primitivo que formaba Comités de Salud Pública se repite ahora, con mucho menos consecuencias contra los voceros del campesinado, que se negaría a leer las obritas de los decadentes. Sí, y el campesino se negaría a leer los sesudos tratados, y la vigorosa poesía comprometida de sus redentores de oficio, empeñados en la gran tarea de vigilancia revolucionaria: al macartismo sexual, al voyeurismo. ¿Se puede identificar la delación de alcobas con la construcción de socialismo? Si por histeria o por debilidad ese sector de la izquierda mexicana que jamás abandona el D. F. insiste en su empeño moralista, dentro de muy poco su única tarea será redactar listas de personas, a la manera de la Liga de la Decencia: a) buenas para todo tipo de revoluciones; b) con reservas para las manifestaciones de frente popular y c) ¡Peligro! Prohibido su apoyo. Dolce vita.

    Sin embargo, no obstante la debilidad de la izquierda, entiendo su necesidad. Ahora, cuando según la prensa vivimos en la utopía y según la política en el paraíso, cuando se busca declarar idénticos a la corrupción moral y/o la idiosincrasia, cuando continúan en la cárcel los presos políticos y en el liderato sindical de la ctm Fidel Velázquez y Jesús Yurén, se precisa del espíritu crítico de la izquierda, que abandone ya la subjetividad, la confusión, el denuesto y las lamentaciones, por tanto tiempo sinónimos de la oposición.

    Al leer México en la Cultura del diario Novedades, en la gran época a cargo de Fernando Benítez y Vicente Rojo, fue cuando descubrí la existencia de una vanguardia cultural, a la que mi pensamiento adolescente consideraba rodeada de fosos y puentes levadizos y coronada por la figura de una princesa, desde luego Elena Poniatowska. Por México en la Cultura, también, me enteré del enfant terrible José Luis Cuevas, un artista extraordinario, un heterodoxo muy

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