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© STALKER, 2001.
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GABRIEL CEBRIÁN
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P. D. Ouspensky
Talks with a devil
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PRIMERA PARTE
INTERIORES
Mariel
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Waldo
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Samantha
Mariel
ALGUNOS HECHOS
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* * *
Samantha encendió un hornillo con la fragan-
cia que más parecía agradarle al Huésped. Ahora que
le había dado el gusto comprándole aquel cuadro,
sentía que la relación entre ambos iba a estrecharse,
y quién sabe adónde la llevaría o qué cosas iba a en-
señarle. Encendió una vela negra, apagó la luz y ob-
servó los fluidos movimientos que ejecutaban las
manchas de aceite en la superficie del agua que des-
cansaba en un cuenco frente a ella, sobre la mesa.
Los grillos rompieron de repente con sus rítmicos
chirridos, y si bien la hora esta vez era congruente,
le llamaron la atención tanto la oportunidad como la
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* * *
Mariel iba por una botella de whisky y frac-
ción cuando terminaban de ver Altered states. Mien-
tras Periko distribuía breves comentarios acerca de
lo fantasioso del guión o de lo fuerte que estaba Wi-
lliam Hurt, Mariel sintió que la historia tocaba una
fibra muy íntima en su ser. Por un lado, la enternecía
la obsesión del científico que era capaz de exponer
su propia integridad con generoso y desapegado ma-
quiavelismo, ya que de algún modo le hacía recordar
la suya propia, que estaba vinculada a las artes plás-
ticas, cuando cosas como esa aún le interesaban. Pe-
ro, en un grado más sutil, entendía que ese sumer-
girse en la no forma que el personaje alcanzaba me-
diante la combinación de alucinógenos y aislamiento
tocaba tangencialmente el nudo de su problemática
personal. Ella misma había relegado su salud bus-
cando otra visión de las cosas para plasmar luego en
su arte. Ella misma, aún a su pesar –igual que el per-
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* * *
Samantha caminaba entre las tiendas de una
feria artesanal. De repente unos collares multicolores
llamaron su atención. Tomó uno y sin quitarlo del
soporte se dispuso a observarlo, cuando se percató
que el ruido que producían las cuentas sonaba a
campanillas de modo incongruente, dado que pare-
cían cuentas de cerámica pintada. Conmovida por lo
que le parecía un prodigio, y ligeramente boquia-
bierta, dirigió su mirada a la persona encargada del
puesto, una negra gorda enfundada en una ceñida so-
lera púrpura. La negra entonces comenzó a instarla a
comprar esos collares, dijo que ella los necesitaba, y
los llamó ifá. ‘¿Cómo, que los necesito?’ Preguntó.
Entonces la gorda sonrió y le mostró una dentadura
de metal blanco pulido, como acero de excelente ca-
lidad. Samantha vaciló un momento y dejó caer los
collares, balbuceó una disculpa y se fue entre la gen-
te. Unos cuantos pasos adelante se volvió para ver la
actitud de la negra, y observó que había permaneci-
do inmutable, con todo y acerada sonrisa. Habló en
español, pensó, y luego se dijo a sí misma que no
había razón que impidiera a una negra gorda con
dientes de acero hablar el español. Era cierto, necesi-
taba un ifá. El Merodeador había conseguido preo-
cuparla mucho, ya que, habiendo sido en un princi-
pio dócil y hasta desvalido, de modo repentino –jus-
to después de haber tomado contacto con la pintura
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* * *
Periko puso un disco de Talking Heads y a-
brió el diario. Miró a Mariel, que había acomodado
el caballete junto a la ventana y comenzaba a apron-
tar la paleta. Buen síntoma. Era menester que ella es-
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* * *
El aguacero arreciaba de modo tal que resul-
taba imposible distinguir algo fuera del vehículo, in-
cluso donde los faros, que habían permanecido en-
cendidos, proyectaban su luz sobre imágenes que de-
venían acuosas en su dinámica torrencial descenden-
te sobre los cristales. Waldo, linterna en mano, per-
maneció unos instantes sentado en la butaca, aguar-
dando que el tumulto de sus palpitaciones menguara
aunque fuese un poco. Cerró los ojos e intentó des-
prenderse de las imágenes apocalípticas que la tor-
menta había despertado. A poco dirigió sus pensa-
mientos a la transacción comercial que, encima de
verse frustrada al menos en lo inmediato, lo había a-
rrojado a aquel desgraciado avatar. La rabia enton-
ces dejó lugar a una sensación de angustia que, en
todo caso, parecía ser menos apremiante. Mas de
pronto se sobresaltó al oír un golpeteo en la ventani-
lla. Se volvió abruptamente para encontrarse con la
silueta de un niño de unos cinco o seis años que con
la palma de la mano derecha extendida hacia arriba
parecía estar pidiéndole una limosna, o algo así. Lo
insólito de esa situación lo alarmó de modo tal que
un escalofrío subió por su columna hasta la nuca.
Encendió la linterna y proyectó el haz de luz sobre el
rostro del infante, solamente para agregar elementos
tétricos a la ya de por sí inquietante escena: una
buena parte de la frente y el pómulo derecho del
niño mostraban signos como de gangrena, o lepra, o
quién sabe qué; lo que sí, los tejidos estaban carco-
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* * *
Samantha revolvía distraídamente la taza de
café que le ayudaría a terminar de empujar el sand-
wich tostado que había conseguido embuchar. Aún
conmocionada por lo vívido de la pesadilla que ha-
bía sufrido en el avión, cavilaba acerca del derrotero
causal que podía haber tomado otra de ellas, ocurri-
da –no es en vano que lo pensaba así- pocas noches
antes. Si bien el sueño no había tenido connotacio-
nes macabras, la resolución del mismo y su incardi-
nación en el mundo cotidiano sí que las tenían. Sim-
plemente le pareció que, estando en su living, toma-
ba la agenda y llamaba a Waldo Leonetti para darle
una dirección de la Capital en la que podría concre-
tar ventas de pinturas con un tal Marauder; y si bien
la cita debía efectuarse en un horario extravagante,
le aseguraba que valía la pena el esfuerzo, auguran-
do todo tipo de ventajas financieras para él en dicho
encuentro. Luego despertó abruptamente, encendió
el velador y observó que había luz en el living, aun-
que recordaba muy bien haberla apagado antes de ir
al dormitorio. Se sobresaltó, aún más teniendo en
cuenta las últimas experiencias, pero decidió vencer
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Ayudante del Babalaorixá o Pai de Santo, segundo en la
jerarquía del terreiro.
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Ceremonias
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Servidor de los Orixás (seres sobrenaturales, divinidades del
culto gege-nagó, primera generación del supremo Obatalá), in-
temediario entre éstos y el mundo humano
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* * *
Mariel tomó un par de sorbos de whisky, a-
gregó un poco de ocre al verde y jugueteó un rato
con el pincel sobre el lienzo, libremente, con la acti-
tud lúdica propia de un infante. La magia estaba de
vuelta. Podía sentir cómo todo le pesaba un poco
menos; cada trazo, cada pincelada, abrían infinitas
vertientes creativas, todo estaba allí, sólo había que
descubrirlo, que conectarlo y luego dejarse llevar. Su
mano de plomo ahora era una mariposa tropical en la
selva de lo plásticamente posible, y ello surgía a la
vista en cada uno de sus últimos trabajos, desarro-
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* * *
Waldo saltó, ileso, en medio de la trinchera.
Corrió agazapado, lloroso, implorando por que no
cayera justo allí otra bomba. En la oscuridad tropezó
con un cuerpo.
-Waldo, por favor, sacame de acá.
-¿Podés caminar? –Preguntó con tono desesperado,
casi a voz en cuello debido a las explosiones y sin
poder ver poco más que una mera silueta entre luces
titilantes.
-No siento las piernas, Waldo, sacame de acá –supli-
caba Paco, entre sollozos.
-No te puedo cargar, loco, con voz cargado y a paso
de hombre somos boleta, no puedo, ¿entendés? No
puedo, Paco, qué querés que haga... –trataba de jus-
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* * *
Samantha había salido de la Casa de Santo
sin siquiera advertir a nadie de la desgracia, aterrori-
zada tanto por la ejecución, por la cruenta demostra-
ción de poder, que había tenido lugar justo frente a
sus ojos, como por la interpretación que pudieren
haber hecho los demás habitantes del terreiro de los
sucesos. Tal vez fueran capaces de ver que su con-
tacto había matado al Pai. Caminó por calles desco-
nocidas en medio de la noche, como en un trance
mortuorio, con esa especie de desapego que nos de-
muestra que algo ya murió dentro nuestro y que de
alguna forma conforta, porque el final ya no parece
demasiada pérdida. Su esfera conciente era una par-
tícula indivisible que denotaba una angustia de ani-
mal acosado, temerosa al extremo de alucinar en to-
dos lados signos del predador. Y en esos términos la
muerte llega a hacerse, si se quiere, algo deseable. O
mejor, piadoso.
Pero de pronto las calles fueron cada vez más
iluminadas, y no tardó en arribar a algo que parecía
un centro comercial. Luego que se recompuso un po-
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Mariel se levantó a las 11.15 con un ligero
dolor en la nuca por la ingesta de whisky de la noche
anterior y algo enfurruñada, opaca, ligeramente plo-
miza pero ni comparación con lo de antes; era la re-
saca, nomás, por suerte. Exprimió unas naranjas, se
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SEGUNDA PARTE
UN ENEMIGO INVISIBLE
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* * *
Caminó compulsivamente, agotada y al bor-
de del colapso. Sin embargo, una partícula de luci-
dez permanecía incólume, para recordarle que todo
cuanto pudiere hacer a continuación, es más, su mis-
ma supervivencia, estaba atada al plan del demonio
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* * *
-Viste la cara que tenía... –dijo Mariel, mientras Pe-
riko detenía la marcha de su Ford Fiesta azul en una
estación de peaje.
-Ay, Mariel, mirá las cosas que decís. ¿Qué cara
querés que tenga, el pobre?
-No, pelotudo, ya sé, no me refiero a eso. Es como
si... como algo muy trágico, una especie de brillo de
locura en los ojos que hacía mucho que no le veía.
-Y, pobre, también, con la experiencia de vida que
tiene y encima ahora viene y le pasa esto.
-Loco, hasta ayer lo despreciabas y ahora...
-Bueno, pero tampoco soy un hijo de puta, qué que-
rés. ¿Vos tenés derecho a sentirte mal y yo no? Una
cosa era cuando estaba bien y se pasaba de listo, otra
es ahora, que el pobre no sirve más para nada, viste.
-No digas eso, no seas cruel.
-Mariel, dejate de joder, es cierto. Hasta ahora te pa-
rasitó. Ahora, hoy día, si no es por vos, ¿qué tiene?
¿Una pensión del Gobierno de este país de mierda,
ciento cincuenta dólares? Yo me comprometo a ayu-
darlo porque me da lástima, que querés que te diga.
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¡Uno, dos y tres: el que se ríe se va al cuartel!
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Sintió que iba a vomitar los cereales, pero
tragó saliva y respiró profundo para apaciguar la
náusea. Una columna como de lava hirviente subió
por su esófago y tuvo una ácida regurgitación. Se a-
poyó en el paredoncito externo de una casa con jar-
dín adelante. Ceñida al plan de reconstitución psico-
física y con gran esfuerzo, consiguió deglutirla otra
vez.
* * *
Mariel se sentó al borde de la cama y observó
por la ventana del dormitorio la mañana lluviosa y
destemplada de principios de mayo. A pesar del frío
y de la humedad, se sintió bien. Hacía ya casi veinte
días que no se drogaba y había bajado ostensible-
mente el consumo de alcohol. Fue al baño y observó
en el espejo su rostro alargado y anguloso, que había
comenzado a mejorar no sólo en aspecto, sino tam-
bién en expresividad y lozanía. Tal vez, si se arregla-
ba un poco, hasta podría recobrar algo de esa rara
belleza que había insinuado en su juventud.
Luego de higienizarse y orinar, se envolvió
en una bata de tweed color café con solapas de raso
y fue hasta el living. Mientras se preparaba el desa-
yuno -que a pesar de lo frugal suponía un banquete
en relación a los de antes, cuando no podía siquiera
imaginarse empezar el día sin un tiro-, miró sus
elementos de pintura y se dijo a sí misma que ya era
hora de dejarse de pavadas y retomar la actividad.
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* * *
Waldo colgó el auricular, miró el living des-
de la perspectiva que ahora alcanzaba escasamente
el metro cincuenta de altura sobre la silla de ruedas,
y la visión se le empañó a causa de las lágrimas. Du-
rante los días que había visto a Mariel en sus visitas
al hospital, la había encontrado cada vez mejor, fí-
sica y anímicamente, aunque ella se esforzara en de-
mostrar gravedad frente a él, enmascarada tras una
pátina de contenido optimismo transitivo. Lo que era
él, no tenía tiempo ni disposición mental para tales
diplomacias psicológicas. Él había estado cara a cara
con la muerte siendo poco más que un niño. Él había
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¡Laro iê!
* * *
Revisó la cartera, hizo lo propio con su vesti-
menta frente al espejo del cuarto de la clínica, des-
pués de quince días de internación -término éste que
más obedecía a los vencimientos de la cobertura so-
cial que a su realidad psicofísica. Se encontró dema-
crada, con la mirada vidriosa propia de la medica-
ción, débil, demasiado vulnerable para enfrentarse
con lo que sabía la estaba aguardando allí fuera. Po-
co y nada recordaba de su estancia en la clínica. La
habían inducido a una especie de sueño negro, algo
parecido a lo que suponía debía ser la muerte incluso
espiritual. De los últimos días recordaba solamente
algunos diálogos con un terapeuta al parecer psiquia-
tra, empañadas las reminiscencias a causa del cóctel
de fármacos que ingería diariamente. El médico a-
quel le hablaba de fatiga del sistema nervioso, de ob-
sesiones, de todas cosas que intentaban acotar el fe-
nómeno a puras anomalías de su organismo y de su
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TERCERA PARTE
MASCARADA
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Desconcertado hasta por la propia materiali-
dad de su experiencia en aquel mundo fantasma, o
soñado, o lo que fuere, Waldo se dejó conducir de la
mano por el niño infernal, cuya familiaridad al me-
nos servía para atenuar un espanto que ciertas certe-
zas, que le llegaban en un plano más anímico que ra-
cional, le advertían que algo devastador iba a ocu-
rrirle. Todo era primario, grotescamente directo, allí.
Sus sentimientos, ardiendo, parecían plantarse en la
certidumbre que cualquier intento de racionalización
lo arrojaría de nuevo al escarnio de su invalidez. En
esa pesadilla emocional al menos tenía piernas, en la
otra... pensó que quizás todo esto era producto de su
estragado inconciente, que aunque tétrico, lo so-
metía a una crueldad generosa con su totalidad. Tal
vez éso propiamente era lo que quería decir la voz
en su cabeza que de tanto en tanto le recordaba que
no era otra cosa que su propio miedo. El propio mie-
do a la propia miseria, a una existencia absurda en la
cual había sufrido toda clase de humillaciones sin
haber dicho jamás esta boca es mía; a caer en la
cuenta que había desperdiciado sus días corriendo
detrás del dinero, esa abstracción que no cumplía o-
tro rol que el de sublimar sus debilidades, miedos e
inseguridades en una falsa isla de aplomo que se de-
sintegró ante la primer marejada de traumas provi-
nientes de una situación que él nunca había buscado
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* * *
El veterano médico chupó el cigarrillo, dejó
salir parte del humo y el resto lo inhaló, lo retuvo u-
nos segundos y depués lo dejó salir por la nariz en
dos columnas descendentes que luego se elevaron y
se diluyeron en el aire. Todo ello mientras observaba
los estudios que de urgencia, a pedido de la propia
Samantha, le habían efectuado en una clínica del
centro. Luego del incendio del improvisado altar con
el que había querido homenajear al Exú, había vuel-
to a salir a la calle a deambular sin rumbo, como ida,
esperando de un momento a otro el zarpazo mortal
del enemigo invisible. Mientras caminaba en estas
pésimas condiciones anímicas, un ahogo pronuncia-
do, agravado quizás por el pánico subsecuente, la
había obligado a sentarse en el marco inferior de una
vidriera, donde una vez recobrado el aliento experi-
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La mañana se presentaba, como hacía varios
días ya, fría y gris, además de algo neblinosa. Periko
estacionó su auto cerca de la capilla del cementerio,
se apeó y ayudó a Mariel a hacer lo propio. Luego
caminaron del brazo, ella afirmando el peso de un
cuerpo laxo a fuerza de calmantes y whisky, él so-
portándolo y haciendo esfuerzos para conservar la lí-
nea de marcha. Entraron. En aquella estancia estaban
solamente Graciela, la hermana de Waldo, con los o-
jos irritados y restregándose un pañuelo por la nariz;
un sacerdote anciano, y el ataúd cerrado por razones
obvias. Mariel y Graciela se fundieron en un abrazo
y se dijeron esas cosas que se dicen sin esperar que
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Luego de un diálogo que resultó esclarecedor
aún a pesar de la oscuridad que suponía a futuro, y
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-No sé, tal vez sea así, tal vez el Exú esté esperando
un gesto de firmeza de su parte para volver a ser el
cicerone de otros mundos que conoció al principio.
-¿Me parece a mí o está abogando por el degenerado
de Mauro?
-Samantha, yo solamente estoy, como creo que está
usted, intentando hallar un sentido a todo esto. Mire,
de muy joven me manejé obsesivamente en lo que
constituye mi vocación; ello al punto que estoy se-
gura que hubiera sido capaz de vender mi alma al
diablo con tal de ver plasmada la obra con la que so-
ñaba. Y creo que el Exú lo sabe. Por eso me corre
por ese lado.
-O sea que es susceptible de morder el anzuelo, por
lo que dice.
-Si vamos a lo que dice usted, no habría modo de
evitarlo, de todos modos. Aunque no voy a dejar de
reconocer un dejo de frustración que me produce el
hecho de pensar que mi obra, o la mejor parte de la
misma, no es producto de mis capacidades sino que
simplemente se realiza a través mío, o sea que no
encuentro mucha diferencia entre mí y un simple
pincel.
-Querida, me temo que son nuestras vidas las que
están en juego, por lo que cualquier disquisición co-
mo ésa pasa a ser superflua.
-Puede ser que sea así para usted. Lo que es para mí,
no sé si por las circunstancias o por lo que fuere, me
imagino que los cuadros son más caros a mi preo-
cupación que la propia vida. Vea, yo he de morir, a-
hora, el mes que viene, o cuando sea; pero mis cua-
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Se miró en el espejo. Las pequeñas bolsas
violáceas debajo de sus ojos habían vuelto, y junto
con y sobre ellas, la mirada gélida y ansiosa del co-
cainómano. Le gustaba el escrache. Le gustaba verse
demacrada, la hacía sentirse más acorde con lo que
entendía era su esencia de bohemia dispuesta a sa-
crificarlo todo por un albur estético. Desparramó un
buen montículo sobre un espejo de mano, lo desme-
nuzó con el bisturí, chupó la hoja con cuidado de no
cortarse lengua o labios y aspiró con avidez por ca-
da fosa nasal. Guardó los elementos y volvió a en-
frentarse al espejo, esta vez para cotejar que no hu-
bieran quedado residuos delatores en los bordes de
la nariz. Mas no tuvo oportunidad de hacerlo, ya que
dos ojos negros de mirada salvaje y profunda, como
fundidos en el aire pero perfectamente visibles, apa-
recieron detrás de su hombro izquierdo. El Exú esta-
ba ahí, y por primera vez se manifestaba frente a su
vista. Se quedó congelada. Sus ojos clavados en el
reflejo que a su vez se clavaba en el reflejo de los
suyos. Reflejos, imágenes que se producen unas a
otras, tal vez la misma metáfora que surgía de su úl-
tima pintura. La droga cosquilleaba en sus meninges,
sintió calor, mucho calor, en tanto el sobresalto daba
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* * *
¡Laro iê! ¡Laro iê! Oyó lejanamente Mariel,
mientras su psiquis volvía a recomponer sus frag-
mentos. Estaba en una posición incómoda. Intentó
mover los brazos y se percató de que tenía atadas sus
muñecas al respaldo de la silla. Abrió los ojos y vio
primero a Samantha, en idéntica situación. Junto a la
ventana en donde solía pintar, se había levantado un
Peji, esa especie de altar de sacrificios o santuario
característico de los cultos Umbanda. Repleto de
velas, de vajilla, de alimentos, cigarros, bebidas, et-
cétera. La imagen que lo presidía no era otra que la
de Mauro de Alagoas, pintada por ella tan sólo unos
días antes. Momentos después ingresó dramática-
mente Periko, como representando un rol para el que
había estado preparándose durante mucho tiempo;
desnudo, con algunas delgadas tiras de cuero ceñidas
en su torso y miembros y cargando un cabrito vivo,
con sus patas atadas y sus ojos reflejando el temor
que su instinto inequívocamente azuzaba. Las miró a
ambas, y un encono visceral quedó expresado en su
fisonomía.
-Hijo de puta -masculló Mariel. Samantha,
mientras, lloraba quedamente. Haciendo caso omiso
tanto del insulto de una como de la angustia de la o-
tra, Periko elevó con energía los brazos y, cual si o-
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Exú ancestral, presto-le minha homenagem. ¡Oh! Que esta
homenagem se cumpra.
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Fuerza mágica.
∗∗
Caminos maléficos.
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Ofrenda para Exú en el Candomblé.
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igual fuente, usted sabía que los pasos del ritual de-
ben ser impecables en forma y fondo. Usted no hizo
otra cosa que violentarlos. En cambio Mariel...
-Yo no voy a rogarte, sucio. Sabés, que sos un im-
bécil, ¿no?
-Mariel, la pintora intelectual, la que teme que los
imbéciles no adviertan los sutiles significados de sus
mamarrachos, la que sin la guía del Exú estaría aho-
ra embadurnando lienzos que hablan de su miseria,
de su maternidad frustrada, de la tortura que ejerció
contra un pobre enajenado, al que endilgó las culpas
de un crimen que ella misma cometió, temerosa de
enfrentar la incertidumbre acerca del macho que la
había fecundado.
-Vos no sabés nada, imbécil.
-Sé que estás muerta. Y no de ahora.
-Ah, y vos estás vivo.
-No. Estoy a punto de nacer. Como un nuevo Exú, el
Exú del Orixá Mauro –tomó una lanza de hierro que
estaba apoyada junto al cuadro. -Una vez que se po-
sesione de mí, para acabar con ustedes, él culminará
sus asuntos en estos astrales. Yo, seré su mensajero.
Mariel soltó una ruidosa carcajada. Remigio
de Alagoas pensó que era histeria. Samantha, ahora
convencida totalmente de la inminencia de la muer-
te, rompió en un llanto convulsivo que arrastraba
ruegos de piedad.
-¡Cállense!
-¿Quién lo dice? ¿El Exú? ¿El que repite hasta el
cansancio no soy otra cosa que tu propio miedo?
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Bromista.
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