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Gabriel Cebrián

© STALKER, 2004
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Fotografía de tapa: Gabriel Cebrián

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Ignis fatuus

Quiero agradecer a Marcela Crusat


por haber advertido a tiempo algunas bestia-
lidades; y a ustedes por disculpar -si es que
su paciencia se los permite- todo otro bruto
subsistente a pesar de nuestro reseril empeño.

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Gabriel Cebrián

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Ignis fatuus

Gabriel Cebrián

Ignis fatuus
(La sandalia
de Empédocles)

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Gabriel Cebrián

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Ignis fatuus

Al salir del infierno contempló su indiferencia


indicó a sus fieles hacer tronar al mundo
no fue cauto ni distinto
corrió de forma extraordinaria
sin por eso haber sido detenido
nadie habitaba su instinto
nada acababa la magia
luego murió entero
sin entierro
sino bajo la tierra prometida
se sucedió a sí mismo
mas nunca obtuvo nada nuevo
solo suelo

(Sin entierro, de Néstor Dickinson)

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Gabriel Cebrián

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Ignis fatuus

Primera parte
(Loading data)
Un punto suelto en la trama de la existencia.

Tal vez sea ésta una etapa de reflexión, pensó Da-


niel, o mejor dicho, llegó a esa conclusión en el or-
den secuencial de sus pensamientos, quizá algo a-
leatorio pero precisamente por ello más ajustado a
cánones naturales, mientras encaminaba sus adolori-
dos pasos hacia la diagonal 76, a la vuelta del depar-
tamento que había alquilado un mes atrás, antes de
irse de vacaciones pagas con todo y extras –solapa-
das bajo el eufemismo de “enviado especial”-; y co-
mo hemos reparado en sus pasos adoloridos, se hace
menester referir la causa de tal contratiempo, que no
es otra que sus zapatos negros de estreno, adquiridos
para la ocasión, la que a su vez había interrumpido
sus vacaciones pagas con todo y extras -solapadas
bajo el eufemismo de “enviado especial”; ocasión
ésta que en rigor consistió en un agasajo organizado
por el Directorio con motivo de sus treinta años de
fecunda labor periodística y literaria, coincidente en
términos temporales con la presentación de su octa-
vo libro de cuentos.1
1
Sepan disculpar mi abigarrado estilo, profuso en secuencias
informativas mal hilvanadas. Sucede que por desgracia -y tal
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Gabriel Cebrián

Tal vez sea ésta una etapa de reflexión, decíamos


entonces que pensaba, en tanto dirigía sus adolori-
dos pasos, ya sobre la diagonal 76, en dirección a un
barsucho de barrio de esos vetustos que todavía se
resisten a la extinción, el que había descubierto hacia
fin de año, en oportunidad de llevar sus pocos mue-
bles, enseres, libros, televisor y equipo de DVD al
departamento que, como dijimos, había alquilado;
pero lo que no dijimos entonces es que ello había si-
do a causa de la ruptura con la cuarta pareja de con-
vivencia que había intentado. Tal vez fuera, sí, una
etapa propicia para la reflexión. Probablemente, y en
orden a cómo había vivido en su interioridad una
tras otra las frustraciones afectivas referidas -había
observado un acentuado degradé del dolor y la de-
presión subsiguiente a medida que los fracasos a-
morosos se iban sucediendo-, fuera la primera vez
que parecía hallarse en condiciones de adoptar una
impronta reflexiva en cuanto a su actitud de vida
propiamente dicha, sin otro condicionante que él
mismo y su albedrío, tributario fundamentalmente de

vez también a causa de un equilibrio de tipo taoísta-, a un cuasi


iletrado como yo le tocó en suerte redactar la crónica de los dí-
as anteriores a la desaparición del Insigne poeta y narrador pla-
tense Daniel H. Barragán. Y si no he sometido estos anales a
la concienzuda revisión de correctores de estilo –esos prostitu-
tos de los formalismos gramaticales- es porque precisamente,
este exabrupto entre guiones ha sido extraído literalmente de
un comentario formulado en cierta oportunidad por el sujeto al
cual se dirige el presente y ditirámbico reporte.

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Ignis fatuus

la cultura y la educación, como también de infinidad


de tropismos menores que, cual gases raros, operan
sutil pero significativamente desde la periferia de lo
que entendemos como personalidad.
Ingresó al barsucho, saludó al del mostrador y a los
dos viejos que se acodaban sobre dicho amoblamien-
to frente a sendos vasos de vino blanco de damajua-
na, y ocupó una de las diminutas y escasísimas me-
sas dispuestas en el interior del igualmente módico
establecimiento. Desde allí encargó una picada de
jamón crudo casero y queso y una cerveza de litro.
Hacía demasiado calor para vino tinto, y el blanco
no le agradaba mucho que digamos. Colgó el saco a-
zul de hilo, visiblemente transpirado, del respaldo de
la silla; desanudó la corbata que ya había aflojado
rato antes, ni bien egresó del Salón Dorado del Joc-
key Club, se quitó los zapatos sin tapujos y con os-
tensibles visajes de dolor, movió los aliviados dedos
enfundados aún en las medias de Pierre Cardin y se
repantigó en la silla, refugiándose momentáneamen-
te tras ese trivial goce de expansión pédica y las ur-
gencias gastronómicas que su vientre manifestaba en
sonidos aerofónicos casi escatológicos. Y decimos
que se refugió tras estos pequeños mensajes de su in-
tracuerpo, toda vez que concientemente los utilizó
para obturar el flujo de pensamientos que, como he-
mos podido observar, en su fortuito aunque fatal de-
rrotero -dada su sujeción a parámetros de desarrollo
cósmico- lo habían llevado a la conclusión de que tal
vez fuera ésta una etapa de reflexión.

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Gabriel Cebrián

-¿Cómo anda, dotor? Parece que bien, está bastante


quemadito, se nota que anduvo de vacaciones –le co-
mentó el del bar mientras lo servía, con algunos so-
nidos sibilantes que seguramente se originaban en la
falta de algunos incisivos que, adunada al amarrona-
miento tabacal de las piezas dentales aún vigentes, a-
feaba el ya de por sí poco agraciado semblante. Tal
vez propenda a completar el desagradable cuadro fi-
sonómico la mención de su calvicie, que se veía a-
travesada por unos cuantos pelos engrasados y arro-
jados desde prácticamente su sien izquierda en unas
líneas rectas de ancho decreciente y adheridas por la
referida característica sebácea al yermo cuero cabe-
lludo.
-Oiga, maestro, ya le dije que no soy “dotor” –acla-
ró Daniel, algo fastidiado, al ver repetirse la secuen-
cia de la vez anterior, cuando había descubierto el
bar y el jamón crudo; y a su vez el del bar había des-
cubierto que el nuevo cliente era el mismo que salía
en la columna del diario con foto y todo.
-¿Y con eso qué? Yo tampoco soy maestro, vea, y
sin embargo usté me dice así. Mire, para mí usté es
dotor, vio, y si no se ofende, le vuá seguir diciendo
así.
-Está bien, maestro, como quiera. La verdad que tie-
ne razón –concedió, más que nada para terminar con
aquella situación.
-¡Pero qué digo vacaciones, si he estado leyendo...!
Usté se fue a trabajar a...
-A Pinamar.

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Ignis fatuus

-Eso, a Pinamar, ahí adonde van todos los finolis y


los artistas, ¿no?
-Ni tan finolis, ni tan artistas, según me parece. Ni
tampoco tanto trabajo... la verdad es que usted tiene
razón, me fui de vacaciones, y de paso... escribí unas
cuantas pelotudeces, la mayoría inventadas, para el
diario.
-Mire usté...pero no, seguramente debe estar hablan-
do en broma, usté no escribe pelotudeces. Con la pa-
trona siempre lo leemos, sobre todo después que a-
pareció por acá, y a veces no entendemos un corno,
pero se nota que la tiene clara. “Pero mirá que bien
que escribe, el dotor”, le dije los otros días, y ella me
dijo “no entiendo mucho, pero se nota que escribe
lindo, sí.”

II

Una vez que el desagraciado hubo retornado a su si-


tio detrás del mostrador y a su elemental y consuetu-
dinario diálogo con los viejos parroquianos, el Poeta
se quedó cavilando durante unos breves momentos
acerca de las palabras que según había dicho el pri-
mero le habían sido dichas a él a su vez por su mu-
jer, no entiendo mucho, pero se nota que escribe lin-
do, sí. Mejor dicho, más que quedarse cavilando en
las palabras en sí, o en su sentido general y/o parti-
cular, lo había hecho en la curiosa asiduidad con la
que le decían, palabras más, palabras menos, tal co-
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Gabriel Cebrián

sa. Y gente de las más diferentes condiciones inte-


lectuales... en fin, eso lo llevó a recordar el último
diálogo que mantuvo con Marisa, tan solo un mes o
algo así atrás. Ella le había dicho que jamás lo había
podido entender, que había en él algo autodestructi-
vo y que no podía permitir que ese algo la alcanzase
a ella también; y cuando él le sugirió que tal vez se
estuviera refiriendo a esa especie de ósmosis deses-
peranzada e insustancial que se había generado entre
ambos, y que él también era capaz de sentir, ella,
encogiéndose de hombros, solo atinó a señalar ¿No
ves?
Pero bueno, allí estaban el jamón, el queso, el pan y
la cerveza. Para obturar lo que fuese que hubiere que
obturar con feuerbachianas deleitaciones.
En eso estaba, concentrando sus sentidos en la tersu-
ra salada de aquellas lonchas gruesas casi sin grasa,
en su compañero el queso fresco reconocido popu-
larmente por el seudónimo gentilicio de “Mar del
Plata”, en la fría cerveza cuya ingestión era propicia-
da tan magníficamente por la salobre carne porcina.
Tal vez no fuera sano. Tal vez fuera una expresión
sintomática más de lo que hace momentos recordaba
que su última mujer le había dicho respecto de cier-
ta tendencia autodestructiva. Pero esa clase particu-
lar de autodestrucción era, y de acuerdo a su juicio,
en primera instancia, muy placentera, y en segunda,
lo suficientemente difusa y eventual como para res-
tarle consideración en lo inmediato, inmediato que
caducaría seguramente con la primera crisis más o
menos grave, como suele ocurrir a esta clase de per-
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Ignis fatuus

sonajes cuya etereidad poética los lleva a apasionar-


se con el disfrute sensual de los apetitos, tal vez a-
ceptando resignados tal compulsivo placebo contra
profundos esplines.
El sabor del jamón lo retrotrajo mentalmente, en ese
reflejo mecánico que suele ejecutar la memoria obe-
deciendo a una dinámica seguramente menos caótica
de lo que nos gustaría suponer, al comedor de su ca-
sa paterna. En él, cuando volvía de la escuela, ataca-
ba con fruición jamones como aquél, que llegaban a
la casa como atenciones de distintos productores ru-
rales clientes de su padre, un acaudalado profesional
del Derecho, a quien, en contraposición, enorgullecí-
a enormemente que lo llamaran “dotor”. Su padre
había querido que él también fuera abogado, pero to-
dos sabemos el desprecio que suelen desarrollar los
hijos, sobre todo los hijos únicos -como era su caso-
por la profesión paterna (y quizá también por casi
todas las demás características de quien se supone es
modelo y parangón sobre el cual pivotea el desarro-
llo de la propia personalidad). La cosa es que siem-
pre fue reactivo a todo cuanto había tenido que ver
con sus padres: un profesional exitoso pero que ha-
bía dado por tierra con toda su fortuna a causa del
vicio por el hipódromo (aunque todos los domingos
oía misa, por supuesto), y una dama patricia y banal
cuyas únicas preocupaciones se habían dirigido a ro-
pas, joyería, control del personal doméstico y tardes
de bridge con tilingas de su calaña. Pues bien, pare-
cía que el jamón había perdido sus virtudes obstruc-
tivas, su entidad material había dejado escurrir toda
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Gabriel Cebrián

esa humedad emocional que se había hecho pre-


sente en aquel barsucho de mala muerte, y tal vez es-
tuviera bien, tal vez debería enfrentarse de una bue-
na vez con su pasado, sobre todo con los rollos no
resueltos. Tal vez era conditio sine qua non para a-
bordar lo que se le aparecía como una etapa propicia
para la reflexión. O tal vez esto no fuese otra cosa
que un ardid de su psique para reducir el impacto a-
nímico de lo que parecía ser una secuencia de fraca-
sos. Que no estaban referidos solamente al campo a-
fectivo, dado que también se referían a cuestiones de
índole profesional, artística, y quizá espiritual, si es
que hay algún sustento objetivo para tal concepto.
Allí estaban todos esos adulones, lisonjeándolo y a-
gasajándolo como a un gran intelectual, y al final ha-
bía resultado ser que era tan mentiroso y falaz, en
términos de doble moral, como su propio padre. Y
cuando terminaba el panegírico protocolizado por el
stablishment mediático, venía el viejo del bar a con-
tarle que su esposa le había dicho no entiendo mu-
cho, pero se nota que escribe lindo, sí. Al menos,
este relativo reconocimiento ostentaba una frescura
mucho mayor que la estereotipada puesta en escena
del Jockey. Y ateniéndonos al cabal sentido común
de estas gentes simples, en contraposición con el jui-
cio cargado de prejuicios de los popes de la cultura,
al ítem frescura tal vez debiera añadirse una mayor
capacidad interpretativa desde la incomprensión, tó-
pico compartido por ambas partes, indistinta e inde-
pendientemente de presuntos y presuntuosos baga-
jes.
16
Ignis fatuus

Mientras se servía el último chopp, ya tibio por im-


perio de la cruel temperatura ambiente, y habiendo
dado buena cuenta del fiambre, encendió un cigarri-
llo y puntualizó en sus mientes que el quid de la re-
flexión que parecía imponérsele se hallaba centrado
en determinar qué había ocurrido, o mejor dicho cuál
había sido la causa o la concatenación de eventos y
circunstancias que habían derivado en esa, su situa-
ción actual, en la que parecía que, en lugar de haber
desarrollado sus potencialidades creativas a una rea-
lización adecuada, no solo no lo había conseguido,
sino que a más, estaba convirtiéndose en algo así co-
mo lo que, en su juventud, había constituido la suma
de todos sus desprecios. Aunque probablemente es-
taba siendo un poco duro consigo mismo, y no nece-
sitaba eso. Al menos, por entonces. Después, cuando
aclarara un poco el panorama, ya tendría oportuni-
dad.
En definitiva, siempre había intentado justificarse en
base a una experiencia que bien podría haber resulta-
do trágica, como otras tantas, de no haber sido por
las influencias de su venal padre. Cuando a regaña-
dientes de éste había rehusado ingresar en la Facul-
tad de Derecho y sí lo había hecho en la de Periodis-
mo, el golpe militar del ‘76 lo había encontrado par-
ticipando activamente en una ingenua y desinforma-
da resistencia, lo que le valió ser víctima de un se-
cuestro del que regresó pocos días después, gracias a
la intervención ya referida, luego de haberse asoma-
do por primera vez en su vida al abismo. Pero como
ésta no es una crónica de aquellos días, por otra par-
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Gabriel Cebrián

te tan remanida y sustentadora de ríos de tinta de di-


versa estofa, no diremos aquí nada más que, si bien
no llegó a ser apremiado físicamente según las prác-
ticas de rigor por entonces, sí lo había sido mental-
mente. Lo suficiente como para advertir que muchas
veces los berrinches y arrebatos de una personalidad
consentida no eran suficientes cuando el diablo me-
tía la cola, ciertamente. Y en esa línea, sintió subir a-
margamente en su boca el oprobio de recordar que,
una vez reinstaurada la democracia, había hecho va-
ler ese atisbo del infierno como si no hubiera sido tal
sino una temporada rimbaudiana completa, en orden
a obtener prebendas de prestigio artístico y también
pecuniario. Pidió otra cerveza y tuvo la sensación de
que cualquier línea de análisis que pudiera abordar,
en esas condiciones, le depararía más sinsabores, lo
que inmediatamente se constituyó en otro nuevo, y
así.

III

Ahora sí, y ya algo impuestos de unas ciertas y mí-


nimas características anímicas y biográficas del Ine-
fable –lo que redundará quizás en una suerte de flui-
dez, tan necesaria para esta tortuosa relación de he-
chos-, me permito proceder a dejar sentada cierta a-
claración, tal vez ociosa pero nunca se sabe. Consis-
te en expresar que cualquier disvalor observado en
los capítulos precedentes respecto de la calidad hu-
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Ignis fatuus

mana y los atributos intelectuales del inspirado pro-


tagonista, obedecen al reverencial respeto que man-
tenemos por su subjetividad, la que –a nuestro juicio
por demás injustamente- denota una autocrítica tan
feroz y despiadada como las que solo son capaces de
ejercitar las almas más encumbradas. Asimismo, y
un poco en función de tal sujeción al derrotero de
sus pensamientos, como también de pruritos analo-
gables a los señalados en ocasión de referirnos al a-
vatar con los militares, hemos prescindido de dar de-
talles de sus relaciones de pareja anteriores a la últi-
ma. Ello, como hemos dicho, porque no ocupaban
prácticamente lugar alguno en su plano conciente; y
si alguna vez, por hache o por be, alguna reminis-
cencia de ellas era extroyectada a dicho plano por las
azarosas asociaciones que la mente involuntariamen-
te produce, era rechazada de modo liminar, a caballo
del sinsabor emergente. Tampoco hablamos de su
hijo, fruto de su primer y opaco matrimonio, ya que
al momento en el cual esta crónica se inició tampoco
él hallaba sitial en las preocupadas cavilaciones pro-
pedéuticas a la reflexión en ciernes. Pero quiso el
destino que a partir de la secuencia que pasaré a re-
latarles, y tal vez extemporáneamente en lo que a sus
sentimientos se refiere, lo hallara.
Resultó ser que mientras el poeta degustaba su se-
gunda botella de cerveza, sumido entre emergentes
detritus mnémicos y sus fallidas obturaciones feno-
ménicas, se abrió la puerta del bar e ingresó Fito (Fi-
to es un compañero del diario, encargado de la críti-
ca de cine). Se dirigió al Juglar exhibiendo una gran
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Gabriel Cebrián

sonrisa, que denotaba el goce que le producía la ge-


nuina sorpresa manifestada en la expresión de Da-
niel.
-Hola, Dani –saludó mientras ocupaba una silla a la
diestra del Ilustre, y a continuación se excusó: -Dis-
culpame, la película ésa de mierda que fui a ver no
terminaba más, y no hice a tiempo de ir a saludarte a
la presentación del libro.
-Nada que disculpar, por lo menos zafaste, vos. Yo
no pude. Encima me hicieron volver antes de la cos-
ta, ¿podés creer?
-Y bueno, sarna con gusto...
-¿Cómo me encontraste?
-Muy fácil. Marisa me dio tu nuevo domicilio, al que
fui, y no estabas. Pensé que por ahí te habías ido de
copas con alguno de los contertulios, pero conocién-
dote, deduje que tu misantropía te habría llevado a
huir de tal situación; así que cuando volvía a mi co-
che me acordé de este bar, y, la verdad, me hubiera
jugado el sueldo de dos meses a que estabas acá. De-
cime si no parece una deducción digna de uno de tus
personajes, eh...
-¿Para qué mierda le preguntaste a Marisa? Se debe
haber puesto contentísima de que le pidieras tan lue-
go a ella mi paradero posterior a la separación.
-Sí, muy bien no le cayó –reconoció Fito, y a conti-
nuación su semblante se ensombreció, en tanto aña-
día: -Pasa que cuando le trasmití los motivos por los
cuales me urgía encontrarte, se aplacó.
-¿Y cuál es la urgencia?
-Bueno, es que el otro día me llamó Clara.
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Ignis fatuus

-No recuerdo haberte pedido que te ocupes de mis ex


mujeres.
-No, boludo, la verdad que no me resulta nada fácil
decirte lo que me encargó que te diga.
-Decilo y listo.
Justo llegó el bolichero a tomar el pedido de Fito,
quien se apresuró a pedir dos whiskies dobles, cir-
cunstancia que activó los sensores de alarma del sus-
picaz interlocutor. Advirtiéndolo, el mensajero se
precipitó a adelantar:
-Se trata de tu hijo Lucas.

Esas palabras, adunadas al preámbulo dramático, le


hicieron temer lo peor, temor corroborado instantá-
neamente por una palabra que completó definitiva-
mente las trémulas insinuaciones, y que cayó de los
labios de Fito como compelida por la necesidad de
finiquitar cuanto antes aquel enojoso recado:
-Murió.
-¿Cuándo?
-El seis de enero.
-¿Recién ahora me avisás?
-Es que recién ahora me entero, qué querés.
-La puta madre que lo parió...
-Lo siento mucho, de verdad.
-Ya sé, ya sé, y la remil puta madre que lo reparió.

Volvió el desdentado con los vasos, advertido -tanto


por el copioso pedido como por las puteadas que no
había podido evitar oír-, de que algo muy malo había
sucedido al “dotor”; mas a tenor de la atmósfera se
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Gabriel Cebrián

llamó a un silencio tan prudente como atinado. Una


vez servidos, bebieron ampulosamente buena parte
de sus respectivos tragos, y ello dio impulso a Fito
para continuar con el mensaje:
-Pasa que no sacó obituario, y se ocupó muy bien de
que se enterara la menor cantidad de gente posible.
-¿De qué murió?
-Sobredosis. De cocaína, parece.
-Siempre fue un pelotudo.
-No hables así.
-¿Por qué no? ¿Porque está muerto? Eso no lo hace
menos pelotudo, vos sabés. Y la otra pelotuda ésa,
siempre consintiéndolo, siempre estándole atrás, al
nenito. Ahí tiene. Ahora le da vergüenza decir que se
murió, porque va a tener que explicar los motivos.
-Estás diciendo cualquier cosa. Yo te entiendo, pe-
ro...
-Qué mierda vas a entender. Dejalo así, y discupa-
me, no es con vos la cosa.
-No, pero dejame que te termine de decir lo que me
dijo. No es por eso que no lo publicó, sino para evi-
tar que te enteraras vos.
-Ah, mirá vos. ¿Y eso por qué?
-Bueno, en principio, para que no se llenara el vela-
torio de figurones de los medios y la política. Quería
elaborar la pérdida a solas, con su círculo más ínti-
mo. Y en eso, qué querés que te diga, por ahí algo de
razón tiene.
-Lo hubiera arreglado conmigo, eso. Tengo derecho,
soy el padre, ¿no?

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Ignis fatuus

-Mirá, no te calentés, pero como anticipó que dirías


algo así, me encargó también que te dijera que si no
te habías preocupado en vida, ahora ya era ocioso.
-Siempre fue una hija de puta.
-Bueno, ahora ya está. No hay nada que hacer, así
que... qué sé yo, viejo, no sé, vos viste que lo que se
dice en estas circunstancias...
-No digas nada, gracias.

Continuaron bebiendo en silencio. También los de-


más, que parecían haber intuido la desgracia,2 se su-
maban espontánea y respetuosamente al duelo. Aje-
no, de todos modos, a aquella atmósfera solidaria-
mente grave, el Insigne asistía algo atónito al tropel
de pensamientos que ahora sí, en esa dinámica caóti-
ca sobreviniente a las grandes detonaciones, parecía
arrastrar a su plano conciente como una brizna en es-
carpados rápidos, sus pensamientos caían en esa ma-
rea de sensaciones, recuerdos, pequeñas ternuras,
culpas, palabras dichas y calladas, rencores, incluso
odios, como un torbellino democriteano incapaz de
aglutinarse más de un segundo en un universo, impi-
diéndole así redimir aunque fuese solo una de esas
fugaces visiones kármicas. La incipiente torre de ba-

2
Como les decía que ocurre con la aprehensión directa del ente
por parte de las entendederas menos formadas en moldes dia-
lécticos que en cruda experiencia de husserliana objetividad,
pero no se trata aquí de inmiscuir mis suposiciones sino de des-
cribir tan fidedignamente como me sea posible el abismal sen-
timiento que sobrecogió por un instante las profundidades eso-
téricas del Maestro.
23
Gabriel Cebrián

bel reflexiva cuyos cimientos había comenzado, aún


en una etapa meramente proyectiva, a erigir, había
recibido un impacto demoledor.

IV

Al cabo de una hora o algo así, y de dos whiskyes


dobles más, Fito, algo incómodo ya por el prolonga-
do mutismo, encendió un cigarrillo, carraspeó y fi-
nalmente dijo:
-Decime, ¿te puedo ayudar en algo? Bué, ya sé que
se puede hacer poco en estos casos, viste, pero pone-
te en mi lugar. Vengo acá como emisario del diablo,
te suelto así a lo bestia una noticia nefasta y después
me quedo como un boludo sin saber qué carajo decir
o qué hacer...
-Quedate tranquilo, Fito, está todo bien. La verdad,
es bueno que hayas sido vos el que me dio la noticia,
¿sabés?
-¿Por qué decís eso?
-Porque estuviste bien; viniste, me lo dijiste con a-
plomo y después no me hinchaste las pelotas. Su-
pongo que es mi manera de darte las gracias, así que
aprovechá y anotate una.
-Mirá las cosas que decís...
-Me parece que me voy a ir a dormir.
-¿Querés que vaya a dormir a tu casa?
-¿Es una propuesta romántica?

24
Ignis fatuus

-Dale, pelotudo, sabés a lo que me refiero. Ya le avi-


sé a Fernanda adónde venía, y le anticipé que por ahí
me quedaba a acompañarte.
-Ah, ¿sí? ¿Y qué dijo? –Preguntó el Artista, respon-
diendo a una agudeza que su intuición había arroja-
do al tapete de esa instancia coloquial.
-No, no querrías saber lo que me dijo... viste cómo
son las minas...
-Dale, decime, gil.
-Nada, que eso no era ninguna garantía.
-Que yo, no soy ninguna garantía, quiso decir.

Como Fito advirtió la claridad del análisis de su sa-


gaz amigo, y alentado por la sonrisa que la referen-
cia le había generado, se atrevió a soltar el resto:
-Dice que serías capaz de bailar sobre las cenizas de
toda tu posteridad.
-Che, es muy inteligente, esa piba. ¿Qué está hacien-
do con vos?
-Eeeeh, no te zarpés.
-Yo en tu lugar tendría cuidado.

Ahora me corresponde referir el regreso del Artista a


su nueva habitación, pero en esos términos lo hubie-
ra dicho cualquier cronista más atento a sus propias
taras que a la subjetividad que sí importa, que es la
de nuestro loado protagonista. Lo que es yo, me veo
25
Gabriel Cebrián

en la obligación de tratar de transmitir el real senti-


miento de ajenidad que experimentó al ingresar pri-
mero al vestíbulo y luego al que se suponía, era su
departamento. Ni el más leve sentimiento de perte-
nencia se insinuó entre él y el sitio, o el sitio y él, a
través de esa rara facilidad que suelen tener los poe-
tas, cuando son realmente Poetas, para establecer pe-
queñas o mayúsculas complicidades con datos del
entorno; o caso contrario, para advertir su animosi-
dad, en una suerte de lectura feng-shuística innata y
espontánea. La cosa era que él no pertenecía allí. Tal
vez había sido un mal momento para romper con
Marisa. Por primera vez en la vida se sintió perdido,
ya ni los reproches para consigo mismo le marcaban
un norte cierto, una direccionalidad sobre la cual dis-
poner sus vastas capacidades. El pensamiento ratea-
ba debido a una vacuidad total de reservas afectivas,
aún de las que sus valores personales lo habilitaban
para autoprodigarse.
Entró al baño, bebió un poco de agua directamente
de la canilla y luego se observó al espejo. Vio sus o-
jos demacrados y la frente perlada de pequeñas gotas
de sudor. Se encontró viejo, y cansado. Para evitar
tal sensación, se ocupó de desvestirse allí mismo,
dejando toda la ropa desparramada a su propia iner-
cia para luego, en calzoncillos, tomar un porrón de
cerveza del refrigerador, encender la TV y arrojarse
en el sillón. Entonces advirtió que si bien estaba
munido del porrón y del control remoto, le faltaban
sus cigarrillos y el encendedor, que habían quedado
en el bolsillo del saco; y un cenicero, aunque eso no
26
Ignis fatuus

era tan imprescindible. Maldijo el pequeño contra-


tiempo de un modo estentóreo y desmesurado, advir-
tiendo en tal exteriorización la magnitud de su desá-
nimo, que se había inmiscuido en el exabrupto sin
convocatoria conciente.
Ya rodeado de los mencionados artículos de necesi-
dad, sintonizó Canal (á). Un escritor –según lo cla-
sificaba el videograph- ignoto para él decía que “la
ficción es ideología”. No escapó al agudo análisis in-
mediato de Barragán la flagrante falacia de composi-
ción que tan aventurado juicio conllevaba. Según su
opinión, la ficción era eso, ficción, compuesta de e-
lementos múltiples y en diversas graduaciones según
el caso. Considerar al todo asimilándolo a solamente
una de las partes era absurdo e ilógico a todas luces,
pero evidentemente existen personas para las cuales
la ideología es una especie de piedra filosofal que re-
dime cualquier barrabasada argüída en su nombre.
Cavilando en tal sentido, y a causa de una suerte de
ola de crudo realismo sociológico, reparó en que po-
cas horas antes se había enterado de la muerte de su
hijo y allí estaba, sin embargo, casi desprovisto de
sentimiento alguno, prestando atención a teóricos de
pacotilla, como si nada. El extranjero de Camus, un
poroto, al lado. Tal vez por eso no podía hallarse en
“su” lugar, tal vez por eso cualquier casa en la que
habitara le resultaría extraña, ya que si solo estaba
él, permanecería igual de deshabitada. Ninguna em-
patía podía ser asequible para los pobres muebles o
inmuebles frente a semejante páramo emocional.
Ningún objeto sería capaz de devolver reflejo alguno
27
Gabriel Cebrián

de mutua afectividad o pertenencia. El apartamento


era un mero hueco que contenía otro, si bien menor
en sus dimensiones, tanto mayor quizá en cuanto a
esa vieja idea griega del tomar al hombre, por más
desprovisto que esté de virtudes sentimentales, como
un pequeño cosmos. Pero al parecer ya se estaba in-
miscuyendo nuevamente en disquisiciones que lo a-
lejaban de esa tangente hipermóvil que contacta al
pensamiento con el fenómeno real, y le dio por con-
siderar que quizá ése habría sido el error de perspec-
tiva que lo había arrojado a esa posición de estupor e
incertidumbre, bastante extemporánea, por otra par-
te, dado que estaba ya cerca del medio siglo de vida.
Tal vez la ficción fuera finalmente ideología, ya que
la realidad parecía ser una mera y prosaica tumba de
principios.
Pero él tenía principios, o al menos, siempre había
creído tenerlos. Estaba empezando a recordar sus o-
bras, tanto poéticas como narrativas, para tratar de
alcanzar un slogan que le permitiera definirse ideo-
lógicamente, cuando oyó que su teléfono celular es-
taba sonando. Había quedado en el bolsillo interior
de su saco. Otra vez se incorporó, mas esta vez sin
putear.
-Hable. –Dijo, una vez activado el aparato, de frente
al espejo del baño otra vez.
-Hola, Dani. –Era Marisa.
-Hola.
-¿Cómo estás?
-Bien.
-¿Estuviste con Fito?
28
Ignis fatuus

-Sí, estuve con él hasta hace un rato.


-Entonces... ¿no te dijo...?
-Sí me dijo.
-Ah, claro; está. –Su voz denotó sorpresa, segura-
mente había esperado una respuesta diferente a su
primer pregunta, la de ¿cómo estás? –Bueno, no sé
que decirte.
-Lo mismo me dijo Fito, y le respondí que no dijera
nada.
-Vos suponés que podés con todo vos solo, ya sé.
-Yo no sé lo que supongo, ahora.
-Creo que te entiendo.
-Yo no lo creo, pero viste, dicen que más vale tarde
que nunca. Igual, ahora que me entendés, tratá de
desentenderte. Imaginate que si en mi estado normal
ya te caía denso, ahora...
-Lo que me caía y me sigue cayendo denso es esa
manera que tenés de encerrarte en vos y no prestar la
mínima atención a los demás, y a sus sentimientos.
-Lo último que necesito ahora es esa clase de repro-
ches.
-¡Pero si no te estoy reprochando nada!
-Pareciera que sí, mirá.
-Estoy tratando de ayudarte, idiota.
-Bueno, pero muchas gracias, imbécil –y cortó la co-
municación. Volvió al sillón, llevando consigo el te-
léfono, suponiendo que (como efectivamente suce-
dió antes de dos minutos) volvería a sonar.
-Hola.
-¿Te querés dejar de hacer el estúpido? Parecés un
pendejo.
29
Gabriel Cebrián

-Eso es precisamente lo que me dijo mi hijo la últi-


ma vez que hablé con él, hace como tres años.
-Bueno, no sabía. Aparte, es una forma de decir.
-Está bien. Aparte no fue exactamente así. Él me di-
jo ¿Cuándo vas a vivir como una persona de tu e-
dad?
-No lo juzgues, al chico. Todos les hemos dicho co-
sas a nuestros padres, sin que hayamos querido decir
estrictamente lo que decíamos.
-Lo que es yo, siempre les dije estrictamente lo que
quería decirles.
-Claro, pero vos sos Daniel Barragán, y nosotros,
simples mortales.
-Algunos más mortales que otros, por lo que se ve.
-¿No podés dejar ese cinismo de mierda ni por un
momento? Lo que me jode es que al único que le ha-
cés mal es a vos mismo.
-Entonces no entiendo por qué te jode a vos.
-Porque te quiero, pelotudo.

Este inesperado sinceramiento tuvo un par de efectos


determinados y deteminantes, aún cuando probable-
mente haya existido una zona superfetada entram-
bos, tributaria de esa característica de enrarecimiento
propia de los objetos inmateriales, que se empeñan
en burlar con su fluidez toda sinóptica componenda.
El primero, fue activar el mecanismo que momentos
antes lo había llevado a cuestionar severamente su
insensibilidad, a reconocer que quizá realmente ne-
cesitara de afecto. Y el segundo, como decíamos tal
vez concomitante e incluso más que eso con el ante-
30
Ignis fatuus

rior, se insinuaba en la incipiente erección que nada


más hablar con Marisa le estaba provocando. Duran-
te el breve lapso de silencio que siguió a la declara-
ción de ella, y ante los fenómenos psicofísicos refe-
ridos, se preguntó –más en un nivel sensitivo que in-
telectual- si su única apertura a algo analogable al a-
fecto se daba únicamente a través de la sexualidad.
-Y bueno, que va’cer –fue su escueta respuesta, con-
cientes ambos de que la voluntad que la había inspi-
rado no era otra que salir del paso.
-No se te oye muy bien, y claro que tenés motivos
para ello. Por eso te vuelvo a ofrecer compañía. No
tenés que quedarte solo, al menos hoy.
-Dale, venite y charlamos –accedió el Ilustre, aunque
ciertamente, la charla era lo que menos le interesaba,
a tenor de lo que podemos deducir de los firmes
masajes que estaba dando a su entrepierna.

VI

Apagó el televisor y se puso a hojear un libro que


encontró por allí, en el desorden posterior a toda mu-
danza, ya que si bien la había efectuado hacía algo
más de un mes, casi de inmediato se había ido a la
costa. Casualmente, era uno de sus primeros volú-
menes de cuentos, el primero en el que aparecía el
personaje que lo había llevado a la celebridad: Nica-
nor Vilches, el detective provinciano. Era tan solo u-
na versión vernácula del refrito de todos los investi-
31
Gabriel Cebrián

gadores célebres que había leído alguna vez, o sea


Sherlock Holmes, el Padre Brown, Philip Marlowe,
entre otros. Y sobre todos ellos, el inefable Isidro
Parodi, criollo también él, pero con una capacidad a-
nalítica tal vez superior a la de los más ilustres forá-
neos. Ahora bien, ¿qué ideología podía extraerse de
aquellas -si se quiere plagiarias- crónicas de casos
cuya exasperante previsibilidad a veces le parecía
tan obvia como torpe? ¿Cuál, que no fuera respon-
diente de modo exclusivo a veleidades fatuas e in-
fundadas, al mero ejercicio de pretensiosas vanida-
des? Al fin y al cabo, ¿qué había escrito? Unos cuan-
tos cuentitos, más clásicos imposible, onda planteo,
nudo y desenlace; solo eso, mas algunos ramilletes
de poemas, de los que a su favor solamente podría
decirse es que si zafaban, lo hacían gracias a la ex-
presión encriptada de infecundos e inconducentes
simbolismos.3 Siempre se había sentido un advene-
dizo en el mundo de las letras, y como todo advene-
dizo, arrastraba culpas y ocultamientos. Tanto de ni-
ño como de adolescente jamás había leído sino los
libros que forzosamente debía estudiar para la es-
cuela. Y ello a veces, por obligación y a regañadien-
tes.
Fue recién en la Facultad que descubrió que su crasa
incapacidad para establecer diálogo, sobre todo con

3
Es obvio que no estoy sino dando la lectura que corresponde
al Poeta, inmerso en la situación que le toca vivir; y supongo
asimismo ocioso a estas alturas señalar que, por mi parte, sos-
tengo una opinión absolutamente opuesta.
32
Ignis fatuus

sus apetecibles compañeras de claustro, quizá se de-


biera fundamentalmente a su desconocimiento abso-
luto en este campo, sobre todo el de la poesía. Y así
fue que, tan freudianamente motivado, se convirtió
en un incansable lector, primero de Pablo Neruda,
después de los españoles y de allí al mundo. Enton-
ces se aventuró por primera vez a elaborar aquellos
presuntuosos y por demás deplorables poemas, los
que sin embargo mostraba a todo el mundo con un
entusiasmo tan grande como ahora lo era su bochor-
no diferido. Por suerte, más tarde la vida y algunos
buenos amigos condujeron su derrotero en este senti-
do, y como corresponde al buen adventicio, no tardó
en intentar emular a narradores rusos, franceses y
norteamericanos. Así que, en virtud de este análisis,
llegó finalmente a una conclusión: la única ideolo-
gía que podía reconocer en su obra no era más que
una apologética del pillaje apenas velada, retazos de
Frankenstein robados a corpus originales, técnicas
zorreriles operando en parnasianos gallineros.

Al cabo de unos minutos posteriores a la elaboración


de tan injusta y caprichosa conclusión, y cuando la
reserva de cervezas se iba agotando, en virtud de la
sed provocada tanto por el calor del ambiente como
por la ingesta de jamón crudo, sonó el portero eléc-
trico, y él accionó el mecanismo para abrir la puerta
de planta baja sin preguntar previamente quién era,
dada la seguridad que se trataba de Marisa. Al abrir-
le, advirtió con beneplácito que la mujer traía consi-
go dos botellas de su vino favorito. Mientras la hacía
33
Gabriel Cebrián

pasar, se percató de que no se había vestido; y tal


vez eso no estaba bien, dada la característica que por
ese entonces correspondía a la relación.
-Hola –dijo él mientras sostenía las botellas y le da-
ba un beso en la mejilla. El desconcierto manifesta-
do en los ojos de ella hizo evidente a Daniel que ha-
bía esperado otro saludo, seguramente más efusivo,
o incluso íntimo. –Pasá, ponete cómoda –le indicó,
mientras iba a la cocina a buscar copas, hielo y un
sacacorchos. Volvió al living, y permanecieron en
un silencio tenso mientras servía los tragos.
-¿Cómo te fue de vacaciones? –Preguntó ella. Era
harto evidente que el antedicho silencio la compelía
a decir algo.
-Bien -respondió escuetamente él, conciente del ca-
rácter meramente formal de la pregunta.
-Me imagino que habrás estado pensando.
-Pensar no es mi fuerte, vos sabés.
-No sé si es eso o...
-¿O qué?
-...o que te gusta hacerte el tonto para pasarla bien.
-¿Ves? No hace dos minutos que llegaste y ya empe-
zás a bajar línea...
-Quiero decir que si no pensaste es porque no quisis-
te, y no porque no sea tu fuerte.
-¿Y en qué se supone que tenía que pensar?
-Dejá, dejá, no importa.

No escapó a la aguda percepción del Maestro, tanto


en el gesto como en la actitud de Marisa, ese despar-
pajo airado tan característico en las mujeres cuando
34
Ignis fatuus

sienten que no se les da la importancia que suponen


merecer. Y al propio tiempo advirtió que por esa lí-
nea jamás conseguiría su objetivo, esto es, llevarla a
la cama para descomprimir un poco sus urgencias
venéreas. Así que le alcanzó la copa y se tendió en el
sillón, a su lado. Luego inició las acciones tendientes
a un armisticio mínimo, que le diera la posibilidad
de llevar a cabo el abordaje carnal con el menor cos-
to posible en términos de involucramiento. Así es
que se excusó por sus malos modales, argumentando
que no estaba pasando por su mejor momento, tra-
yendo a colación tácitamente la tragedia de la que
había tomado razón rato antes. Si bien se trataba de
una maniobra que conllevaba ribetes éticos que des-
de algún punto de vista podrían aparecer como de-
leznables, al menos para cualquier testigo desavisa-
do, el Poeta bien sabía que no valía de nada desapro-
vechar las pequeñas gratificaciones que podían obte-
nerse de algo que ya, de todos modos, no tenía reme-
dio. Y tampoco escapó a su astucia que el animal hu-
mano femenino, por detrás de todas las pátinas ro-
mánticas o idealizadas con las que le gusta embadur-
nar al acto carnal –y más allá de todas las drama-
tizaciones concientes o inconcientes-, va por lo mis-
mo. Y a veces hasta con un grado de cinismo mucho
mayor, incluso.
Permanecieron unos cuantos minutos en silencio, be-
biendo, fumando, pensando ambos según sus códi-
gos y capacidades cómo precipitar lo que de todas
maneras sabían que iba a ocurrir. Y como todos sa-
bemos, esta instancia previa de dubitativa aproxima-
35
Gabriel Cebrián

ción exacerba ostensiblemente al deseo. Al cabo, u-


na prominente erección habló por él, no hay mejor
lenguaje para el sexo que el fisiológico. Ella lo asu-
mió como corresponde a una mujer, sobre todo a una
en estado de violenta excitación, y fue así que el I-
lustre no consumó su plan primigenio de llevarla a la
cama, ya que hicieron el amor allí mismo, con todo
el frenesí producto del largo mes que llevaban am-
bos sin desarrollar tales prácticas.

VII

Cuando se despertó, cerca del mediodía, se encontró


solo. El sexo dasaforado y repetido, mas la cantidad
de alcohol que había bebido, habían dado a Marisa
la cubierta para desaparecer de allí sin que él lo ad-
virtiese. Mejor. Sintió la boca amarga y un fuerte do-
lor en la nuca, que no era solamente debido a la be-
bida sino también al exceso de tabaco. Se incorporó
y fue a la cocina, a prepararse un café y tal vez mas-
ticar algo, para poder luego tomar aspirinas sin que
le perforen el esófago. Fue entonces que vio sobre su
biblioteca una foto de Lucas. Sorprendido, giró so-
bre sus talones y se encontró con una nota que había
dejado Marisa sobre la mesa:

Dani:

36
Ignis fatuus

Yo sé que detrás de esa fachada dura e in-


sensible hay una persona frágil y cariñosa. Lo sé. Y
lo sé porque te conozco. Y porque conozco tu histo-
ria. A mí no me podés engañar. Y sabés qué, mi ins-
tinto me dice que estás sufriendo mucho más de lo
que te atrevés a reconocerte a vos mismo. Podés ju-
gar al héroe cuando te metés con tus editoriales en
temas jodidos. Podés hacerlo también cuando escri-
bís las andanzas de ese alter ego detective que no se
inmuta siquiera frente a la propia muerte. Podés in-
cluso hacerte el héroe abandonando una mujer tras
otra y mostrándote como si nada hubiera ocurrido.
Pero lo que mi sentimiento por vos me obliga a de-
cirte es que no podés hacerte el héroe frente a la
muerte de un hijo. Porque nada bueno puede resul-
tar de eso. Porque es antinatural, absurdo, y sobre
todo, falso. Tal vez esté extralimitándome, tal vez se-
ría mejor que elabores las cosas a tu modo y que
Dios o el destino hagan el resto, pero tengo la con-
vicción que lo mejor que puede pasarte ante tamaña
desgracia es poder enfrentarla, asumirla y pasar
por sobre ella. Porque yo sé, porque lo he sentido,
que cada vez que reaccionabas contra él, te enoja-
bas y hasta entrabas en cuadros de cólera absoluta,
no era otra cosa que el amor lo que lo provocaba.
Probablemente conmigo te haya pasado algo análo-
go, pero eso es hoy muchísimo menos importante.
Espero que juzgues bien esta actitud, lo pienses y en
función de ello, dejes la foto de Luquitas adonde yo
la puse. Lo que en un primer momento te producirá
tal vez un angustioso vacío, cuando hagas las paces
37
Gabriel Cebrián

con vos mismo y con él, se convertirá en otro senti-


miento mucho más positivo. Vas a ver. Y aprovecho
para decirte lo que anoche no pude, por las circuns-
tancias, por tu actitud, tal vez por lo inadecuado de
la situación, tal vez por esos remilgos que quién sa-
be de dónde me vienen...

TE AMO
Marisa

“Caray”, pensó, “hay veces que una mujer es capaz


de escribir, fijate”. Miró la foto y tuvo un atisbo de
sentimiento tal vez acorde con lo que sugería la an-
ticipación manuscrita que acababa de leer, y eso lo
llevó a ocuparse del desayuno, luego de decidir que
la foto quedaría allí, para bien o para mal. Experi-
mentaría su consuetudinaria contemplación aunque
más no fuera para confirmar o no el diagnóstico de
la mujer que lo había favorecido, que decía que lo a-
maba y que con tal aseveración lo único que le había
provocado era un escozor desagradable. No quería
saber más nada con ella, ahora que el apetito sensual
había sido saciado. Las tenazas del deseo lo habían
llevado a volver sobre sus pasos, aunque tanto su
ciencia como su experiencia le decían que ése era un
grave error; pero el cerebro saturado de hormonas
suele ser reacio a las más sensatas razones.
Preparó el café y levantó las distintas partes del dia-
rio que estaban desparramadas junto a la puerta. Co-
mo no pasaba entero, el repartidor lo iba deslizando
38
Ignis fatuus

por debajo sección por sección. Fue hasta la mesa y


en vez de comer algo junto con la infusión, encendió
un cigarrillo y se puso a hojear el pasquín. Por su-
puesto, en la sección de artes y espectáculos, vio su
foto sentado a la mesa con el Director del diario a su
derecha y el Intendente Municipal a la izquierda. La
nota la firmaba Maneco Villén y el título rezaba
“Homenaje a Daniel Barragán”. No era muy imagi-
nativo, pero Maneco no era muy imaginativo, así
que qué se podía esperar... continuó leyendo:

Anoche, en el Salón Dorado del Jockey Club


de nuestra ciudad, se rindió un merecido reconoci-
miento a Daniel Barragán, periodista y escritor pla-
tense, colaborador de este medio y amigo entraña-
ble de quien escribe estas líneas.

(¿Amigo entrañable? Ni una cosa ni la otra, mi que-


rido Maneco. Hay gente que confunde el trato for-
mal con real consideración afectiva, por lo que se
ve.)

Asistieron al evento el señor Intendente Municipal,


Don Luis Estanga, nuestro Director Héctor del Río,
personalidades del arte y la cultura y público en ge-
neral.
En la oportunidad, además, se efectuó la presenta-
ción de su último libro, “El cadáver del maizal y o-
tros relatos”, en los que el inefable detective criollo
Nicanor Vilches vuelve a deslumbrarnos con nuevos

39
Gabriel Cebrián

casos que desafían la imaginación y la capacidad


deductiva del lector...

(¡¿Imaginación y capacidad deductiva del lector?!)

...en nueve historias que he tenido oportunidad de


leer, y lo he hecho con un placer inmenso, atrapado
del principio al fin por la profusa creatividad, la a-
gudeza y el fino estilo narrativo que Barragán im-
prime a cada una de las pesquisas ejecutadas por el
pintoresco investigador.
Ahora que todo el público hispanoparlante espera
ansioso cada nueva entrega de la obra de nuestro
querido compañero, y que se está trabajando en la
traducción de la misma en vista a diversas ediciones
en Norteamérica y Europa, mucho nos place sumar-
nos al merecido reconocimiento a su esfuerzo y a su
talento, y celebramos a este artista nuestro que de-
muestra con su literatura la certitud de aquel viejo
adaggio que reza: “pinta tu aldea y serás univer-
sal”.

Patético. Incongruente. Lo que comenzaba como una


crónica objetiva de un evento social cualquiera, de
pronto se había transformado en un ditirambo ram-
plón y desfasado de la realidad. Seguramente la no-
ticia de la muerte de Lucas había llegado a la redac-
ción, y se esforzaban por alentarlo; claro que escri-
biendo pelotudeces probablemente fueran a conse-
guir el efecto contrario. En fin...

40
Ignis fatuus

Encendió el último cigarrillo, estrujó el atado y lo a-


rrojó al bote de basura. Erró, de modo que el bollo
rebotó primero contra el piso, luego contra la pared
y rodó unos cuantos centímetros antes de detenerse
cerca de la puerta. Al lado de un sobre que momen-
tos antes, en oportunidad de levantar el diario, no ha-
bía estado allí. Con toda seguridad lo habría visto, si
así no hubiera sido. Parecía ser que el día se iniciaba
con mucha correspondencia. Poco ortodoxa en cuan-
to a su modo de remisión, pero correspondencia al
fin. Se incorporó y lo levantó. Era un sobre blanco
común, con referencia de destinatario y sin remiten-
te. Volvió a la mesa y lo abrió. Extrajo una hoja de
papel A4 impresa. Leyó:

Mi querido y célebre Daniel Barragán:

¡Al fin ha regresado a la ciudad! Como verá,


no todas son flores por aquí. A su encumbramiento
en el plano social y cultural, le ha seguido esta te-
rrible desgracia que ha sufrido. Y bueno, las rosas
más bellas suelen tener las espinas más aceradas.
Espero que sufra con toda la crudeza que le
sea posible, espero que cada día de su vida sea un
auténtico calvario, y le aseguro que para ello segui-
ré trabajando. Obviamente, no puedo decirle quién
soy, y mucho menos que lo acompaño en el senti-
miento. Cuanto peor se sienta, mejor me sentiré yo.
Con mucho odio pero ahora sin rencor,

Servando “el Tape” Millán.


41
Gabriel Cebrián

No podía salir de su asombro. Servando Mi-


llán era el archienemigo de Vilches, algo así como el
Moriarty de Holmes. ¿Quién podía tener tan mal
gusto para las bromas? Porque no podía tomar en se-
rio la misteriosa misiva. Evidentemente, se trataba
de un enajenado, quizá envidioso, que se regodeaba
con su desgracia. Estaría atento; tal vez entraría un
poco en el pellejo de Vilches, para atrapar al desgra-
ciado que tanta tirria le demostraba. Pero no iba a
dar mayor trascendencia a una canallada semejante.
No le daría el gusto de odiarlo, ni de preocuparse.

VIII

Luego de guardar el anónimo paradójicamente sus-


cripto con el nombre de uno de sus personajes, para
una eventual pericia en caso que el acoso continuase,
salió a comprar cigarrillos. El día era brillante; el ca-
lor, impiadoso. Caminó hasta la plaza Belgrano y se
sentó a fumar un cigarrillo en la parte más fresca, la
que da a la esquina de 12 y 40, en un banco debajo
de los árboles. No muy lejos, sentados en el pasto,
tres chicos y una chica de la edad de su hijo bebían
cerveza y, por el olor, fumaban marihuana. Uno de
ellos aporreaba una guitarra. Los observó, tratando
de entender a esos jovenzuelos inconcientes que eran
capaces de morir de puro vicio, y a poco conjeturó
que era una cuestión de experiencia: si llegaban a los
veinticinco, o poco más, sin haber estirado la pata,
42
Ignis fatuus

ya difícilmente lo harían, al menos a causa de los tó-


xicos y de modo repentino. Entrarían quizá en un
proceso lento de autodestrucción, tal como sostenía
Marisa que él mismo estaba haciendo.
Como una cosa trae la otra, y los temples poéticos
son por esencia particularmente sensibles a la belle-
za, no tardó el poeta en reparar en la suave y delica-
da hermosura de los rasgos de la jovencita. Era rubia
natural, y muy bonita, de acuerdo a lo que se podía
apreciar desde esa distancia. Durante un momento
sus miradas se cruzaron, y ante la fijeza de la de ella,
él la desvió súbitamente, acusando en el movimiento
el leve embarazo que tal entrecruzamiento le había
provocado. De ninguna manera quería pasar por un
viejo verde, quizá ante él mismo, dado que no le in-
teresaba un comino lo que podían pensar los jóvenes
al respecto. Cuando volvió a dirigirles un soslayo, se
percató de que la jovencita continuaba mirándolo. Y
al cabo de unos instantes, la vio venir hacia él. A
medida que se acercaba, pudo comprobar primero
que el cuerpo no desentonaba en nada con la hermo-
sura de sus rasgos faciales; tal vez resultaba un poco
más voluptuoso de lo que la delicadeza de su rostro
sugería, pero eso no hacía más que agregar adita-
mentos sensuales al conjunto. Vestía una remera
musculosa color verde agua, jeans gastados y ojotas.
Ya frente a él, lo emocionaron estéticamente sus
grandes ojos celestes, subrayados por unas tenues o-
jeras violáceas, quizá producto de la marihuana, del
sexo, o de ambos. Unas cuantas pecas aniñaban su
ya de por sí juvenil expresión.
43
Gabriel Cebrián

-Usted es Daniel Barragán, ¿no es verdad? –Le pre-


guntó sin preámbulo alguno.
-Es verdad, al menos eso creo.
-Hacía rato que quería tomar contacto con usted. Ha-
bía pensado en escribir al diario, o darme una vuelta
por allí, pero nunca me atreví a hacerlo.
-¿Y a qué debo el honor?
-Oh, en todo caso, el honor es mío.
-No lo creo, pero bueno...
-Pasa que me gusta escribir, y me gustaría que le
diera una ojeada a mis poemas.
-Si son tan lindos como vos, me encantaría –dijo, a-
venturándose de pronto en una senda que muy bien
podía llevarlo a poco andar a hacer, precisamente, el
papel de viejo baboso. Ansiosamente esperó el resul-
tado de una galantería que se le aparecía como ana-
crónica. La joven lo miró intensamente, se diría que
de modo desafiante.
-Bueno, espero sinceramente que el árbol no le impi-
da ver el bosque y justiprecie con objetividad mis
poemas.
-Eso descontalo. No suelo repartir lisonjas ni expec-
tativas gratuitamente.
-Bueno, y... ¿adónde podría hacérselos llegar?
-¿Por qué no venís a cenar hoy a casa, y los vemos?
-Dígame adónde vive.
-Acá nomás, a un par de cuadras.
-Ah, ¿sí? Qué bueno, somos vecinos, entonces.
-Espero que seamos amigos
-Eso sí que sería un honor, para mí.
-No digas eso, vas a ver que no es así.
44
Ignis fatuus

-Sinceramente lo creo. Dígame la dirección.


-¿Tenés en qué anotar?
-Usted solo digamelá.

Una vez que lo hizo, la jovenzuela le dio un beso y


se volvió para reunirse con sus amigos.
-No me dijiste tu nombre –le gritó, al advertir que no
iba a tener una referencia nominal sobre la cual pro-
yectar su ansiedad hasta esa noche.
-Rosario –le respondió casi sin volverse, y tomó un
trote que demostró que sus carnes, aparte de bien
distribuidas, estaban firmes.

Iba caminando por la avenida 13, en busca de algún


bar en el cual sentarse a comer un sandwich y beber
algo fresco, cuando sonó su celular.
-Hola.
-Hola, Daniel. ¿Cómo estás? –Era Fito.
-Bien, Fito, ¿y vos?
-Acá andamos, laburando.
-Ahá. ¿Y como están las cosas por ahí?
-Como siempre, un poco más aburridas, sin vos. No
tenemos nadie que nos cague a pedos.
-En dos o tres días estoy por ahí, ya, poniéndolos en
vereda. Están escribiendo cada cosa...
-¿A qué te referís?
-Y, mirá, por ejemplo, lo que escribió del acto de a-
noche el pelotudo ése de Maneco...
-Para mí está bien, qué querés que te diga...

45
Gabriel Cebrián

-Bueno, igual no le digas nada, pobre. No tiene la


culpa de ser tan imbécil.
-Sos jodido, eh.
-Bueno, ¿y qué era que querías?
-Eh, loco, qué mala onda. Llamaba para ver cómo
estabas.
-Estoy bien, ya te dije. Y espero que no interpretes
eso como que soy un bastardo insensible.
-Dale, che, no seas boludo. Aparte te quería recordar
que hoy es martes.
-Gracias por avisarme, pero mi alzheimer todavía no
es tan grave como para no permitirme recordar el día
en que vivo.
-Qué gracioso. Te digo porque por ahí tu alzheimer
no te permite recordar que los martes nos reunimos
en lo de Ezequiel, viste.
-Hoy no puedo. Tengo un compromiso.
-¿Qué compromiso?
-¿Y a vos qué te importa?
-Si no fuera porque soy ubicado, te mandaría a la
mierda. Qué, ¿no me vas a contar?
-No, en todo caso después charlamos.
-Okay, entonces vamos a hacer una cosa... les aviso
ahora a los muchachos que nos reunimos mañana;
eso, si tu agenda te lo permite.
-No es necesario, reúnanse ustedes. Supongo que va
a haber muchos martes más.
-No, mirá, la onda es que los muchachos quieren
verte, viste, así que dejá que yo arreglo para mañana,
¿está bien?
-Como quieras.
46
Ignis fatuus

-Pero mañana podés, ¿no?


-Sí, está bien. Mañana.
-Listo. ¿Necesitás algo?
-Necesito un tentempié. En eso estoy.
-Bueno, cuidate. Y cualquier cosa, llamá.
-Está bien, gracias. Saludos a los muchachos, y nos
vemos mañana en lo de Ezequiel.

IX

Demasiadas cosas en qué pensar. La foto de Lucas


presidiendo la sala lo incomodaba un poco, incluso
llegó a considerar la posibilidad de quitarla de allí,
pero no lo hizo. Recordaba la aseveración de Marisa,
“lo que en un primer momento tal vez te producirá
un angustioso vacío, cuando hagas las paces con
vos mismo y con él, se convertirá en otro sentimien-
to mucho más positivo. Vas a ver”, y ello lo llevaba
a darle crédito y esperar que algo así ocurriera. Sería
muy bueno, probablemente elaboraría y entendería
muchas cosas si era que ella tenía razón. Las muje-
res conocen más que los hombres sobre este tema de
los afectos; de más está ponerse a hilar fino si se de-
be a cuestiones genéricas, hormonales, histórico-cul-
turales, filosóficas, biológicas, psicológicas o las que
fueren. (Los hechos contundentes, los que saltan al
sano juicio sin sombra de duda, hacen que toda fun-
damentación resulte en innecesarios bizantinismos.
El pensamiento occidental debería, ampliar de modo
47
Gabriel Cebrián

dramático el bagaje apodíctico, para ahorrarse esos


elefantiásicos procesos que no obstante, e indefecti-
blemente, a ultranza desembocarán en incertidum-
bres propias de las nebulosas supraintelectuales).
Mas estas disquisiciones no hacían otra cosa que dis-
traer su atención de la ansiedad que le producía la
espera de la visita de esa joven que había conocido a
la mañana. No habían acordado horario, así que po-
día llegar en cualquier momento. Preparó la mesa, lo
más prolijamente que pudo en base a su escasa vaji-
lla, encargó comida china y se sentó a ver televisión.
Seguían explotando bombas en Irak, seguían los pi-
quetes de desocupados, seguían las negociaciones
con los organismos internacionales de crédito, se-
guían encontrando cuentas suizas de ex funcionarios
del gobierno nacional, seguían los secuestros extor-
sivos, en fin, seguía todo igual que siempre. Estaba
todo igual, menos su subjetividad, asaltada de bue-
nas a primeras por un planteo autorreflexivo surgido
a instancias de su separación de Marisa (aunque sos-
pechaba que se debía a muchas otras cosas), de su
disconformidad absoluta con el derrotero de su su-
puesta creatividad; y después, la noticia de la muerte
de Lucas, la misiva anónima y amenazadora y ahora,
la cena en ciernes con una jovenzuela ignota que po-
dría agregar elementos inestables a su ya de por sí
caótica actualidad. Claro que en esta enumeración
había ítems más importantes que otros, pero era la
gestalt, de todos modos, lo que le parecía pavoroso.
Se sirvió una copa de chardonnay con hielo, encen-

48
Ignis fatuus

dió un cigarrillo y se dispuso a relajarse, justo cuan-


do sonó el timbre.

Rosario parecía una persona distinta a la que había


conocido esa misma mañana. Una camisa blanca de
encaje, pollera negra, sandalias con taco, prolijamen-
te maquillada, peinada con esos menjunjes que real-
zan y endurecen los rulos, con todo ese cabello rubio
cayendo sobre sus hombros y esos vivaces ojos ce-
lestes que, al saludarlo, sonreían aún más que la mis-
ma y deliciosa boca. Mientras le ofrecía asiento y le
alcanzaba una copa, pensó -desde la inquietud que la
hermosura de su invitada le producía- que tal vez no
hubiera sido buena idea convocarla, y seguramente
mucho peor idea sería involucrarse afectivamente
con ella. Tal vez no fuera tan frío como la mayoría
de sus conocidos suponía, ni tan duro y cerebral co-
mo el propio Nicanor Vilches. Pero bueno, una vez
sentados al paño, lo único que nos queda es apostar.
-Espero que sepas disimular el desorden –comenzó a
excusarse en una vacua y estereotipada formalidad,-
pasa que acabo de mudarme y no he tenido tiempo
de acomodar gran cosa.
-Está bien, no se preocupe. Debería ver mi casa.
-¿Vivís sola?
-Vivo con una amiga. Soy del interior, estoy estu-
diando acá en La Plata. Espero que mi padre pueda
seguir pasándome el dinero para el alquiler. Caso
contrario, me veré obligada a buscar empleo.
-¿Qué estudiás?
-Filosofía.
49
Gabriel Cebrián

-Caramba, nada menos...


-No es gran cosa. Unos cuantos fulanos jugando a la
ronda alrededor del árbol de Porfirio.
-¡Bueno, ésa sí que es toda una definición! –Excla-
mó el Inefable, y a continuación rió con deleite.
-¿Le parece? –Preguntó ella, sorprendida gratamente
por el efecto de su ocurrencia.
-Sí, me parece –le respondió, meneando la cabeza, y
luego añadió: -Lo que no me parece es que me trates
de usted. No soy tan viejo como parezco.
-No, no es que parezca viejo, pasa que es una cues-
tión de respeto. Es usted una persona mayor, y no
solamente en términos cronológicos.
-Ah ¿sí? ¿Y qué significa eso?
-Vamos, usted sabe, no se haga el humilde.
-Si vamos por ahí, nos vamos a meter en un berenje-
nal que ni te cuento. Dejémoslo así, y por favor, tu-
teame.
-Está bien, para mí no hace mayor diferencia.
-Para mí sí, pero bueno.
-Todo bien, todo bien, te tuteo y listo. Terminemos
con eso.
-Así está mejor. ¿Te gusta la comida china?
-Me gusta cualquier comida que no sea la que prepa-
ra Magda, mi compañera.
-Entonces esperá un segundito que llamo al restau-
rante para que la manden.
-Okay, adelante. Estoy famélica.

Mientras indicaba que trajeran el pedido que había


formulado rato antes, y echando miradas de soslayo
50
Ignis fatuus

a su deslumbrante invitada, caviló que había hecho


muy bien en alarmarse. Nunca hasta entonces había
perdido la cabeza por una mujer, y no era precisa-
mente ése el momento más adecuado para hacerlo.
Se andaría con cuidado, y se guardaría muy bien de
involucrarse más allá de lo que lo hubiera hecho con
cualquier amante ocasional.

-¿Trajiste tus poemas? –Inquirió a boca de jarro ni


bien cortó la comunicación con el restaurante, como
intentando acotar una relación que siquiera se había
establecido aún.
-¿Mis poemas...? No, mirá que cabeza la mía. Ni me
acordé.
-¿Pero acaso no era el motivo que te había llevado a
tomar contacto conmigo?
-Bueno, digamos que... ése era uno de los motivos.
-¿Puedo saber cuál o cuáles son los otros?
-Y, conocer a una persona como vos... convengamos
que no es cosa de todos los días.
-En ese sentido, no va a faltar ocasión de desilusio-
narte, creo.
-No importa lo que digas, sé que es así. Aparte de-
berías estar agradecido, de esta manera te ahorro el
bochorno de tener que devanarte los sesos para en-
contrar alguna forma de valorizar mis necedades.
-Ahora soy yo el que necesita formular respetuosa
discrepancia. Con solo unos minutos de tratarte, es-
toy en condiciones de afirmar que sos una muchacha
aguda e inteligente, formada académicamente, por lo
que me contaste, y de particular buen gusto.
51
Gabriel Cebrián

-Eso no hace a un poeta.


-Puede ser, sí, pero sospecho que no es tu caso.
-Dejame repetir entonces, lo que dijiste hace un mo-
mento: no va a faltar oportunidad para desilusionar-
te.
-O sea, una demostración más de fineza intelectual.
-Puede ser; si te resulta así, tanto mejor.

Durante la cena se divirtieron mucho. Rosario tenía


una chispa y una capacidad expresiva notorias, más
aún teniendo en cuenta su corta edad. Entre ocurren-
cias y floreos idiomáticos cada uno dio curso al otro
de la información que suponía necesitaba conocer,
cuidándose de trasladar, en cambio, cualquier dato o
circunstancia que pudiere empecer la incipiente rela-
ción. Claro que ambos, y de acuerdo a la agudeza
propia de cada uno, advirtieron esta especie de juego
de naipes en el cual algunas cartas eran volteadas y
otras permanecían ocultas, mas no percibían malicia
alguna en ello, sino la intención de no confrontar y
llevar a buen puerto el barco que habían abordado.
La inercia del diálogo, adunada al acercamiento a la
zona de definición –como corresponde a toda primer
cena íntima entre un hombre y una mujer, o sea, el
tiempo de decidir hasta dónde llegará el asunto-,
hicieron que la temática recalara en sus experiencias
amorosas; y sin entrar en mayores detalles, se conta-
52
Ignis fatuus

ron sus historias en este sentido, larga y tortuosa en


el caso de él, breve y rica en anécdotas risibles la de
ella. Casi absolutamente opuestas, al menos en lo
que dejó entrever cada uno entonces.
-Por lo que puedo deducir de lo que me contás, sos
un chico grande– observó la joven con un brillo de
suspicacia en la mirada; mirada que a estas alturas
de la noche y del vino el Poeta experimentaba ya ca-
si como lacerante-¿Por qué decís eso?
-¡No, no, pero me encanta!
-¿Qué te encanta?
-¡Que seas un chico grande!
-Ah, ¿sí? ¿Por?
-Porque así voy a tener menos prejuicios en irme a la
cama con vos.
-Siendo así, debería ponerme a dar vueltas alrededor
de la mesa con mi monopatín.
-¿Ves lo que te digo?
-Sí, te escucho tan bien que no puedo dejar de ilusio-
narme.
-No estás en edad de vivir de ilusiones, así que vení,
dame un beso.

La manera en que aquella jovencita había tomado la


iniciativa lo descolocó un poco. Pertenecía a una ge-
neración para la cual las cosas funcionaban de un
modo diametralmente opuesto, pero que al propio
tiempo había establecido un férreo código de honor
que anatemizaba el hecho de rehusar el convite de
toda mujer agraciada. Así que la besó, sintiendo el
néctar de aquellos labios casi adolescentes aún, y se
53
Gabriel Cebrián

congratuló con la circunstancia que sus opúsculos


dieran, en este sentido y coherentemente con las pul-
siones que los habían inspirado originariamente, ca-
da vez mejores resultados.
Luego de un rato de exploración bucal y manoseos
mutuos se fueron a la cama. Cuando se desvistieron,
y en contraste con la deslumbrante desnudez de Ro-
sario, se sintió viejo, flácido, desagradable. Eso re-
tardó considerablemente sus capacidades, hasta el
punto de casi ingresar en ese terreno escabroso del
que muchas veces no se vuelve. Pero alerta a ello, y
experimentado como lo era en tales lides amatorias,
consiguó el suficiente aplomo como para dar rienda
suelta a sus finas y elaboradas técnicas que conjuga-
ban sutileza y bravura, igual que sucedía con sus po-
emas. Y esta analogía viene a cuento, tanto por la i-
dentidad existente entre el arte poética y la sensuali-
dad, inescindibles ambas en sus más cabales expre-
siones, como por la necesidad de no entrar en deta-
lles que seguramente ofenderían la sensibilidad del
laureado Artista. Solo he de decir que ante el intenso
goce que exteriorizaba su compañera, todos los pru-
ritos que al principio habían empañado su desempe-
ño perdieron toda pertinencia, y en esa entrega total
que se produjo a continuación por parte de ambos,
alcanzaron niveles de excitación y corolarios tal vez
inéditos en sus experiencias anteriores.

54
Ignis fatuus

Segunda parte
(The roles they are changin´)
Aún en la más helada miseria
El lobo acepta al cordero
Que es capaz de meterse en su piel.

(Del libro “Perros Poemas”, de Daniel Barragán, 1979)

“¡Diantres!”, exclamó para sus adentros, cuando el


ahora nada aleatorio circuito de pensamientos recu-
rrentes lo atosigaba una vez más, como una serie de
escenas-recuerdo laberínticas que por distintas vías
lo arrojaban a un mismo centro, con mandálica de-
terminación. Pero ingresar en los contenidos especí-
ficos de tales meandros psicológicos redundaría ine-
vitablemente en exponer una faceta humana, dema-
siado humana del Maestro; ustedes me entienden,
¿verdad?.
Bueno, la cosa es que estaba tomando una cerveza
en el barsucho de la vuelta, esperando a Fito para ir
juntos hasta lo de Ezequiel. El feo que le decía “Do-
tor” y al cual él llamaba “Maestro” se había compor-
tado correctamente, habiéndose limitado al saludo de
rigor y a unos típicos comentarios acerca de “la ca-
lor” y esa clase de formalismos tan cansadores. Pero
bueno, mejor eso que la cháchara. Se notaba que la
55
Gabriel Cebrián

escena de dos noches atrás había calado más de lo


presumible en el ánimo de quienes estuvieron pre-
sentes.
Pero en el ahora que era entonces, y de acuerdo a las
fugaces anticipaciones mentales de lo que sobreven-
dría, no podía evitar un ligero displacer, ya que iba a
encontrarse con Ezequiel Torales, un joven jurista y
operador político polifuncional, tan ocurrente y hábil
conversador como oportunista y ambicioso; Ignacio
Sosa, compañero de la redacción y conductor de ra-
dio, Fito, y él, como cada martes ahora devenido en
miércoles a resultas del delay provocado por un en-
cuentro del que probablemente fuera a arrepentirse.

-¿Cómo anda, Don Barragán? –Saludó ceremoniosa-


mente Fito (estos pibes que creen que la inmadurez
del genio les otorga confianza...).
-Qué hacés; mirá, ya me iba a la mierda.
-Ehhh, loco, son nueve y cinco, ¿qué te pasa?
-Dijimos a las nueve.
-Está bien, perdoname, ¿sí? Qué lo parió, estás como
las putas...
-Buenoooo...
-Bueno, vamos, te pago el trago y nos vamos, ¿está
bien, así, Milord?
-Dejá de hacerte el canchero, que vas a tener que
escribir diez veces cada crítica, perejil.
-Dale, que te denuncio por abuso de autoridad.
-Sonó medio gay, eso.

56
Ignis fatuus

-Andá a la concha de tu hermana4 - concluyó, mien-


tras metía la mano al bolsillo y sacaba unos cuantos
billetes para pagarle al feo, que estaba meta desear
buenas noches, muchachos, que les vaya bien, eh.

Subieron al auto importado de Fito (que no sé, la


verdad, qué marca es, pero es groso), y salieron por
la diagonal. Fito puso un CD, luego de un preámbulo
que no habría merecido ni Mozart redivivo, diciendo
que era una banda nueva, que se había formado no
sé de la conjunción de qué otras dos, y toda clase de
elogios superlativos. Se llamaba, según dijo, Audio-
slave; y la verdad, cuando no te reventaban los tím-
panos, sonaban bastante bien.
Rodearon el Parque San Martín y continuaron por la
25 hasta circunvalación; y luego de unas cuadras por
la 26 arribaron al suntuoso chalet de Ezequiel Tora-
les. El mero hecho de estacionar fuera motivó la cla-
morosa reacción de un par de ovejeros belga. A poco
el dueño de casa e Ignacio salieron a recibirlos, el
primero frotándose las manos con un trapo húmedo,
evidentemente a cargo del asado. En el saludo que le
dirigieron, el Egregio advirtió cierto aire de grave-
dad, y a poco coligió que era debido a lo de su hijo.
4
Este segmento, quizá lo suficientemente prosaico como para
desatar las iras de cualquier tipo mínimamente purista y/o este-
ticista, obedece no solo a respetar el carácter fidedigno de los
eventos aquí narrados, sino también a brindar, al propio tiem-
po, una muestra simple de ese deporte criollo por excelencia
que es el “chicaneo”.

57
Gabriel Cebrián

Qué raro, todo el mundo lo tenía más presente que


él, a su propio drama. Se peleaban por preguntarle
cómo estaba, y él gesticulaba como fastidiado, agita-
ba una mano y les decía que bien, que no se hicie-
sen problema. Cuando advirtieron que la reiteración
de su actitud, protocolar dentro de una ética dada,
solo serviría para arrojarlo a un morbo mental que e-
videntemente no padecía, se apresuraron a hacerlo
pasar y a llenar las copas.
-Cenamos acá afuera, ¿no?
-Claro, mirá las estrellas que hay... aparte está más
fresco.
Luego de esta recurrencia coloquial característica de
todo asado veraniego, el Maestro observó que el pi-
not noire estaba muy bien, pero que prefería algo
fresco, que podía ser vino blanco con hielo, o cerve-
za. Ignacio se apresuró a complacerlo, todavía afec-
tado por el encuentro con quien acababa de perder
un hijo y estaba ahí, como siempre. En otro momen-
to habría sido objeto de pullas respecto de sus remil-
gos y lo hubiesen mandado a buscarse él mismo las
bebidas. Bueno; entonces, y como supo decir algún
personaje de Quino, había que saber aprovechar las
pequeñas ganancias de las grandes pérdidas. En tan-
to, Fito, conocedor más cercano del temple del Ilus-
tre, y en conciencia de la trabazón psicológica que
sus contertulios manifestaban -indiferente uno, tur-
bados excesivamente los otros-, intentó romper el
hielo diciendo:

58
Ignis fatuus

-Che, no le tengan tanto la vela al vejete que todavía


no murió. Se la banca, saben. Digo, si nos va a fo-
rrear peor que en el laburo...
Barragán entonces rió socarronamente, lejos del a-
gravio en la cabal interpretación del mensaje de Fito,
y completamente de acuerdo con su intencionalidad.
-Bueno, ya que hablás de trabajo, hablemos de traba-
jo.
-No, vos sabés que la principal pauta de estas reu-
niones es precisamente...
-...no hablar de trabajo, ya sé. Pero sabés qué, quiero
hablar de trabajo.
-¡Y si quiere hablar de trabajo, hablemos de trabajo,
carajo! –Exclamó Ezequiel, arrojando estocadas al
aire pero en dirección a Fito, con el tenedor largo
con el que estaba dando vuelta los chorizos. Ignacio
venía con una lata de Heineken de 470 ml. bien he-
lada y un chopp, y percibió que los ánimos estaban
altos; así que con una decreciente turbación en su
sonrisa, al cabo de unos momentos pudo dar a su
rostro una expresión algo más natural.
-Quiero hablar de trabajo porque, como no estoy
yendo pero los leo, me he quedado con las ganas de
putearlos más de una vez.
-Eeeeehhh, ¿estás agrandado, ahora que te hacen ho-
menajes y eso?
-Dale, no te ortivés, que bastante que sacamos las
papas del fuego, con esas giladas que mandabas des-
de Pinamar...
-Puede ser, pero el que elige y corrige acá soy yo, así
que...
59
Gabriel Cebrián

-Bueno, decí, a ver...


-Vos, Fito, por ejemplo.
-¿Yo qué?
-Vos recomendaste el video de esa película de los
Cohen... “El amor cuesta caro”, o algo así.
-Sí, ¿y?
-¿Cómo, “y”? ¡Es una porquería!
-A mí me gustan, los Cohen.
-¡A mí también! ¡Por eso mismo te lo digo! Yo he
visto grandes películas de ellos, Miller´s Crossing,
Barton Fink, Raising Arizona, Fargo, ¡El gran Le-
bowski, qué pedazo de película! Pero después, con e-
sa Adónde estás, hermano, la empezaron a cagar. Y
después, con la otra que recomendaste vos... debacle
total. Hollywood devorando almas otra vez. Me pa-
reció una porquería, que querés que te diga. Su repu-
tación no merecía películas como ésas.
-Bueno, está bien, es tu opinión –se defendió Fito.
-Y sabés qué –observó Ignacio, -te juego lo que
quieras que el jefe vio más películas de los Cohen
que vos...
-Parece que estoy de punto. Bueno, ya está, a mí me
gustó y a vos no. ¿Qué otra cosa leíste que no te gus-
tó?
-¿De lo tuyo o de cualquiera?
-No, a mí dejame tranquilo, ya me diste leña. Aga-
rrátela con otro.
-Bueno, me voy a referir a Maneco, que no está, y al
que no le puedo decir nada, pobre. ¿Vieron la que se
mandó con el acto que me hicieron el otro día?
-Sí, ¿qué tiene?
60
Ignis fatuus

-¿Qué qué tiene? ¿En serio me lo preguntás?


-Bueno, che, la idea está, y el tipo trató de ser lo más
elogioso posible, qué querés, vos, tambien...
-Trató de ser lo más cursi y lacrimógeno posible, de-
jate de joder... pero bueno, debe ser como decís vos,
lo hizo con buena intención, qué va´cer, pobre Ma-
neco.
-Ahora que me acuerdo –dijo Ignacio, mientras se
levantaba y se dirigía a su portafolios,- esta tarde vi-
no un mensajero y dejó un sobre para vos. Me llamó
la atención el remitente, por eso te la traje -continuó
mientras rebuscaba-. Servando “el Tape” Millán.
¿No hay un personaje tuyo que se llama así?
-Es un hijo de puta que me manda anónimos, al pa-
recer regodeándose con mi desgracia. A ver, dámelo,
veamos qué dice ahora.
-Che, ¿pero te amenaza, o algo?
-No, es un idiota envidioso, nada más.
Ignacio le alcanzó el sobre. Barragán tomó un trago
de cerveza, encendió un cigarrillo y lo observó.
Solamente el remitente había sido impreso, como el
destinatario de la anterior, en curiosa alternancia;
pero esta vez se agregaba un sello que rezaba Para
ser abierto exclusivamente por el destinatario, el
que de hecho no era consignado. Abrió el sobre, ex-
trajo la hoja y comenzó la lectura, para sí mismo:

Mi estimado amigo:

Ante todo, me gustaría excusarme debido a


que mi torpe capacidad de verbalización tal vez me
61
Gabriel Cebrián

impida darle traslado de la algarabía que produjo


en mí, el hecho de haberlo visto siendo abordado
por esa hermosa señorita rubia. Y mucho más alegre
me sentí al verla anoche acudir a una cita en su ca-
sa. ¡Es realmente una hermosa mujer! ¡Y mucho me-
nor que usted!
Espero fervorosamente que lo haga feliz, durante el
tiempo que dure su vida. Porque una mujer así, a u-
no lo hace feliz o lo mata. Usted eso lo sabe muy
bien, ¿no es así, mi estimado Nicanor Vilches?
Pero sinceramente, y a mi pesar, no creo que vaya a
irle muy bien, con esa chica. Hay cosas que ella no
le ha dicho, y que, hasta donde puedo yo entender,
lo sacudirían de pies a cabeza en caso de conocer-
las. Sé que en este momento está pensando que estoy
tantaleando, arrojando cebos infundados a partir de
un par de escenas que he visto, pero le digo, más
que nada pensando en usted, que ojalá estuviese en
lo cierto. El resto, como siempre, es su reponsabili-
dad. Solamente quería que no fuera luego a tener
oportuidad de reclamarme por qué no se lo avisé.
Con afecto,
Servando “el Tape” Millán

II

Dicen que viajando se fortalece el corazón,


porque andar nuevos caminos hace olvidar el ante-
rior...

62
Ignis fatuus

cantaba la negra Sosa en el estéreo. Los muchachos


habían primero sugerido dar parte a la policía, y ante
la declinación obcecada de Barragán en cuanto a ta-
les tramitaciones, empezaron luego a tratar de lucu-
brar de quién podía venir esa inquietante manifesta-
ción de odio, que incluía aditamentos peligrosos y
cuasi paranoides, como lo eran el seguimiento y es-
tudio ambiental del que al parecer era objeto. Y más
tarde prácticamente le exigieron detalles acerca de la
jovenzuela rubia, obviamente con infructuosos resul-
tados. En el fárrago de información y de solidarida-
des, a veces expresadas con obtusa medianía para las
entendederas privilegiadas del Poeta, éste había tra-
tado de razonar a la manera que lo habría hecho Vil-
ches en tales circunstancias, como aceptando el de-
safío que el presunto Millán le cursaba. Y lo que sal-
tó como primer y flagrante error de estrategia, fue el
hecho de que ya había dado traslado de la cuestión a
tres personas (que fueran de su confianza no consti-
tuía, bajo la objetiva lupa de Vilches, circunstancia
atenuante para tan grosero yerro de principiante. A-
ún sin intención, o con la mejor incluso, podían lle-
gar a embarrar la cancha de modo impredecible).
-Debe ser alguna de las putas de mis ex mujeres –di-
jo al fin, como minimizando la especie en aquel ce-
náculo tal vez más misógino que machista. –Dejé-
monos de joder, en el peor de los casos es un freak,
no le demos bola, que éso es lo que quiere.
-¿Y si no es así? –Sugirió Ignacio, casi trémulo.
-Es así, pibe. Perro que ladra... son cosas de minas,
éstas.
63
Gabriel Cebrián

-Sí, y al viejo de minas no le vas a venir a explicar


vos, viste.
-No, pero en serio, fijate... –leyó: -Pero sinceramen-
te, y a mi pesar, no creo que vaya a irle muy bien,
con esa chica. Hay cosas que ella no le ha dicho, y
que, hasta donde puedo yo entender, lo sacudirían
de pies a cabeza en caso de conocerlas... decime si
ésta no es una argucia típica de una mina que te
quiere meter cizaña...
(En realidad, no creía en lo más mínimo el argumen-
to femenino, pero lo usaba como distractor. A conti-
nuación les prometió que cualquier cosa los iba a te-
ner al tanto, y que a la primera movida seria pediría
ayuda por los canales correspondientes.)
-Pero una cosa les voy a pedir. A nadie, pero ni a su
ángel de la guarda, ¿me entienden?
-Seguro, queda acá. Entre los cuatro –dijo dramáti-
camente Ezequiel.
-Sí, loco, onda Conan Doyle. El signo de los cuatro.
-Ningún Conan Doyle, pendejo. Al primero que hur-
guetee o meta una ficha, lo quemo. Me copiaron,
¿no?
-Eh, no te hagás el Vilches, con nosotros, eh.

En eso sonó el celular de Barragán. Lo quitó del es-


tuche que llevaba en su cinto, se incorporó y se alejó
unos pasos, para resguardar su privacidad.
-Hola –dijo al cabo.
-¿Cómo está, señor? –Reconoció la voz de Rosario.
-Hola –repitió él, sin saber qué decir, dado que por
una parte el llamado lo había tomado por sorpresa; y
64
Ignis fatuus

por otra, más incidente aún, un alerta se había dis-


parado en su interior a partir de la aseveración en el
anónimo respecto de cosas graves que la joven no le
había dicho.
-¿Interrumpo algo?
-No, estaba por cenar con unos amigos.
-Ah. Qué lástima.
-¿Por?
-Porque tenía ganas de verte, tonto.
-Ah, ¿sí?
-¿Por qué la duda? ¿No puedo tener ganas de verte?
-Qué sé yo, sí. Lo que pasa es que cuando tengo tan-
ta suerte, es como que me cuesta creerlo -esta frase
llegó a oídos de los atentos contertulios, y fue feste-
jada ruidosamente.
-Qué lástima, pensé que hablabas para mí, pero veo
que estás haciendo el biógrafo para tus amigos...
-No, no les des bola a estos pelotudos, que no tienen
vida propia y andan como chusmas de barrio ocu-
pándose de la vida ajena. Es claro que lo dije solo
para vos. Esperá que me alejo un poco más de esta
caterva.
-Bueno, no, está bien, dejá. En otro momento te lla-
mo.
-Como quieras, pero te digo igual que a más tardar a
la una ya voy a estar por casa.
-Okay, si llego despierta a esa hora te llamo, o me
doy una vuelta por allá. Y viejito, ¿sabés una cosa?
-No, decime.
-La pasé muy bien con vos. Tanto que te extraño.
Mirá, me parece que estoy enamorada –dijo, y la úl-
65
Gabriel Cebrián

tima frase sonó temblorosa, como si no hubiese esta-


do segura de decir lo que estaba diciendo, como si
hubiese dado ese paso a pesar de lo que la prudencia
le marcaba. Pero el Poeta no tuvo oportunidad de in-
dagar más allá en los alcances de tan impresionante
declaración de sentimientos, dado que la joven, lue-
go de darle voz, cortó la comunicación. A continua-
ción iba a tener que enfrentarse al sarcasmo y al hos-
tigamiento de los otros, que lo esperaban detrás de
sonrisas casi diabólicas.
Una vez pasado el alud de chascarrillos y de pregun-
tas que no obtuvieron respuesta, y con las achuras ya
casi a punto, el Maestro intentó enviar a alguno por
más cervezas, pero como ya todos parecían haber
dejado atrás los remilgos y consideraciones que ha-
bían mostrado al principio, y respecto de su desgra-
cia, tuvo que ir él mismo a buscárselas. Cuando en-
tró a la cocina se sorprendió al ver a Lisa, la esposa
de Ezequiel, un poco más allá, en el living, despa-
tarrada en un sillón viendo TV y con un ventilador
casi encima; ella se sorprendió asimismo y adoptó u-
na posición más recatada, estirando incluso los bor-
des del camisón para cubrirse.
-Perdón, Ezequiel no me avisó que estabas acá, si no
hubiera golpeado antes de entrar.
-Está bien, no es nada. Acá está más fresco, viste. En
la pieza de arriba da el sol todo el día y no se puede
ni respirar.
-Decile al avaro de tu marido que te compre un a-
condicionador de aire, che.

66
Ignis fatuus

-Decíselo vos. Seguro que te va a dar más bola que a


mí. Decime... ¿cómo estás?
-Bien, acá andamos, viste cómo son estas cosas.
-No sé pero me imagino.
-Bueno, qué sé yo... es como que todavía no caí.
-Claro, claro, suele ocurrir, dicen. Pero viste, no hay
que aflojar, ni ahora ni después.
-Así parece. Es raro, de todos modos –continuó, en
tanto tiraba de la argollita de la lata de Heineken y
un poco de gas espumoso salía de la abertura de ese
modo generada.
-¿No me alcanzás una?
-Sí, tal cual, perdón.
-Gracias. Que es raro, me decías...
-Sí, es raro esto de que un hijo se muera antes que el
padre. Es como si un libro se resolviera en el segun-
do capítulo y no obstante a continuación se siguieran
desarrollando unos cuantos más. En vano, sin senti-
do...
-O como un matrimonio en el que muere el amor y
sin embargo la farsa permanece.
-Puede ser, qué sé yo. Lo que pasa es que con las
parejas no es tan definitivo, tan irreversible. Por lo
menos te podés seguir puteando durante unos cuan-
tos años –argumentó el Ilustre, mientras tomaba a-
siento en un sillón frente a ella.
-Si, la verdad, tenés razón. No quiero comparar, y no
lo vayas a tomar a mal. De verdad que te acompaño
el sentimiento.
-Ya sé, está muy bien, gracias.

67
Gabriel Cebrián

-Pero igual te digo que el matrimonio, a veces, es


como estar muerto en vida, viste.
-Sí, vi.
-Claro, mirá vos a quién le vengo a decir. Pero de to-
dos modos, vos parece que te levantás temprano de
la tumba, ¿no?
-Eso dicen. Pero mirá, gracias a dios, o al diablo, no
me gusta quedarme en los lugares en los que no me
siento bien.
-Y lo bien que hacés. No sabés lo que daría por ser
como vos.
-¿Acaso estás insinuando que las cosas con Ezequiel
no van bien?
-No es que no van bien, es que hace rato que no van.
-¿Y él lo sabe?
-A esta altura no sé si es boludo o se hace, mirá.
-No sé qué decir...
-Andá, hacé de cuenta que no te dije nada. Te están
esperando. Falta que el imbécil después me haga una
escena de celos...
-Che, no debe ser para tanto.
-Es peor de lo que te imaginás. Sabés muy bien que
entre ustedes los hombres se disimulan ciertos ras-
gos deprimentes que sin embargo no tienen ningún
empacho en exhibirlos delante de la propia mujer.
-Sí, eso sí.
-Por eso, andá. Me alegro de verte entero.
-Yo también.
Cuando iba saliendo, oyó que Lisa lo llamaba:
-Daniel...
-¿Sí?
68
Ignis fatuus

-Me gustaría charlar con vos, con más tiempo, un día


de estos.
-Cuando quieras. Llamame y arreglamos.

III

Fito, Ezequiel e Ignacio estaban frente a la parrilla


deliberando acerca de la oportunidad o no de retirar
ya algunas de las achuras, en otra de esas secuen-
cias típicas del asado criollo, que como todos sabe-
mos, junto con el fútbol y la política, constituyen
motivo de sabihondas discusiones entre todo argenti-
no que se precie de tal. Así que siguió camino hasta
el final del terreno, hasta un espacio dominado por
una enorme Santa Rita que crecía al lado de la me-
dianera. No lo habían visto volver, así que dispuso
de un par de minutos para elaborar el diálogo que a-
cababa de mantener con Lisa. Era evidente que el a-
mor que una vez había sentido por Ezequiel, se iba
convirtiendo en otra cosa. Las etapas de desgaste de
una pareja parecían seguir análogo derrotero en mu-
jeres y hombres indistintamente, cosa bastante rara
por cuanto casi todos los demás mecanismos emo-
cionales parecían transcurrir en vías totalmente dife-
rentes. En ambos casos, y de acuerdo a lo que le ha-
bía tocado experimentar personalmente o lo que ha-
bía podido observar en sus conocidos, primero se
notaba una instancia de duda respecto de los atribu-
tos del otro, objetivados por la convivencia y que i-
69
Gabriel Cebrián

ban evidenciando gradualmente, ante todo, el proce-


so de idealización que los había sobrevaluado o in-
cluso, inventado. Luego, todo ese tedio que va con-
virtiéndose en fastidio, las rencillas que van ganando
espacio en el tiempo y también en intensidad, y que
hacen que el tedio y el fastidio se transformen en
rencor, y finalmente, llega algo que se parece mucho
al odio, cuando no al odio liso y llano. El edénico e
idílico principio deviene en valle de lágrimas, y si se
ha erigido a la Eva primigenia como la responsable
ideológica de la debacle, es porque la historia ha si-
do escrita por hombres macho, aquí no nos llame-
mos a engaño, ya que la viceversa no nos dejaría
mejor parados a nosotros, y tal vez, para ser justos,
deberíamos considerar la posibilidad de que nos de-
jaría mucho peor aún. La cosa es que Lisa había co-
menzado a aborrecer a Ezequiel, eso era evidente, y
ahora quería hablar con él. Le hubiera gustado pen-
sar que necesitaba consejo, una línea arrojada desde
la experiencia de tantas separaciones (ella misma
había dicho que le hubiera gustado tener su facilidad
para las rupturas). Y tal vez fuera eso, pero sospe-
chaba que no era eso solo. Que una mujer en esa ins-
tancia, rara vez busca como confidente a un hombre
que no le interese como hombre, a menos que sea
familiar directo, cura o gay. Y como las profundi-
dades del genio de un poeta y narrador de sus qui-
lates es mucho más inaccesible a los demás que sus
conductas externas, resultaba tanto más sospechosa
la intención de acercamiento de Lisa, cuando era vox
pópuli que él era un mujeriego insensible e irredi-
70
Ignis fatuus

mible. Por supuesto que, sin conocer estrictamente


las razones, le era claro que las mujeres sentían una
especial fascinación por esta clase de individuos,
aunque aquella modalidad indolente lo fuera solo en
apariencia. Al menos, esa fama le estaba dando posi-
bilidades de escoger. Y hablando de ello, el hecho de
que una mujer hermosa como lo era también Lisa, e-
ventualmente y como parecía, se hubiese fijado en
él, lo ayudaba a descomprimir la atmósfera mental
obsesiva que la incipiente relación con Rosario había
comenzado a generarle. Ya había creado su fama, no
solamente como escritor, y bien podía dormirse so-
bre los laureles, fueran ellos de orden literario o eró-
tico, que nunca le iban a faltar panegíricos ni buenos
polvos.

Los muchachos lo estaban observando con una cierta


gravedad en sus expresiones. Se notaba que atribuí-
an su voluntad de aislamiento al duelo que debería
estar elaborando, y lamento tener que ser recurrente
en esto de consignar el escozor que le causaba el he-
cho de observar que los demás tenían más presente
que él la muerte de Lucas. Al final iban a conseguir
hacerlo sentir un desalmado, y esto dicho metafóri-
camente, ya que a estas alturas todos sabemos que
para el Ilustre, el alma era una entelequia difusa, que
no ofrecía la menor posibilidad de un cabal abordaje
objetivo.
-Dale, Dani, apropincuate que ya está listo –le indicó
Ezequiel, mientras procedía a servir en las tablas de
madera.
71
Gabriel Cebrián

-Bueno, pero traeme otra cerveza, por favor.


-Andá a buscártela, qué querés, hago el asado, sirvo,
hago todo yo...
-Te digo porque recién fui y está tu señora viendo la
tele, no quiero parecer entrometido abriendo la hela-
dera a cada rato como si fuera mi casa.
-Es que ésta es tu casa. Aparte, le dije a la tarada a-
quella que se vaya a la pieza y nos deje tranquilos.
Si no da bola...
-No hables así.
.Ah, mirá vos, el marido ejemplar, que me viene a
bajar línea...
-Loco, cortala y vigilá, que si te digo algo no es por
mí. Si vos has tenido más suerte que yo, en este sen-
tido, cuidala, no seas gil.
-Tiene razón, pelotudo, no te zarpés –coincidió Fito,
que observó que los conflictos de pareja de Ezequiel
lo estaban llevando a conducirse de manera impropia
con el Maestro.
-Bueno, disculpen, che, no es para tanto.
-Andá a traerme la cerveza y te disculpo.
Cuando algo abochornado por la situación, Ezequiel
fue a buscar la bebida, Fito intentó excusarlo, argu-
mentando que las cosas en la pareja no andaban del
todo bien, pero Barragán con tono magnánimo lo in-
terrumpió, señalando que no hacía falta, que eran co-
sas de ellos y que de todos modos, una pareja que no
experimentara crisis estaba condenada al fracaso.
También fue una forma elíptica de marcar a Fito que
podía estar incurriendo en infidencias innecesarias.
La cosa que Ezequiel tardó más de lo previsto, lo
72
Ignis fatuus

que hizo suponer a sus amigos que una reyerta en


voz baja debía estar teniendo lugar en el interior de
la vivienda. Cuando regresó, con un balde con hielo,
varias latas de cerveza y un par de botellas de cham-
pagne, lo recibieron con el arquetípico aplauso para
el asador. Tal vez la preparación de dicho balde le
hubiera insumido el tiempo que supusieron había es-
tado dedicado al conflicto conyugal, aunque lo más
probable era que hubiese estado desarrollando am-
bas actividades en forma simultánea.
El asado estaba bueno, pero Daniel apenas si probó
bocado. De esa manera pareció exteriorizar otra vez
equívocos signos de melancolía. A pesar de una bre-
ve insistencia, sobre todo de Ezequiel, solo consigió
ingerir algunas pocas achuras y un trozo mínimo de
asado. Y bastante cerveza. Como ocurre en estas cir-
cunstancias, la actividad nutricional corría en detri-
mento de la comunicación oral, así que la charla, du-
rante media hora no fue muy fluida que digamos, y
versó sobre anécdotas del diario, comentarios acerca
de las últimas roscas políticas del dueño de casa,
misceláneas del programa radial de Ignacio y cosas
como ésas. Es decir, en honor a la verdad, esta se-
cuencia está resultando lo suficientemente aburrida
como para resignar las cotas de realismo que el de-
talle de tales fruslerías pudiere conllevar, así que me
remitiré directamente a un rato después, cuando ya,
abandonado el vino por unos y la cerveza por otro, y
abocados tanto al champagne como a los cigarros
cubanos gentileza de Fito, recayeron en el capítulo
insoslayable de cada martes, ahora devenido en
73
Gabriel Cebrián

miércoles a resultas del delay provocado por un


encuentro del que probablemente fuera a arrepentir-
se; que no era otro que precisamente, el tema muje-
res. Todo comenzó cuando Fito advirtió la asiduidad
con la que el Inefable consultaba su reloj pulsera, y
adivinó que tal recurrencia obedecía a planes poste-
riores a la reunión que estaba desarrollándose, y ello
produjo una vuelta al interrogatorio respecto de esa
misteriosa joven rubia que al parecer había calado
hondo en los sentimientos de Barragán. Éste perma-
neció en sus trece, sin soltar prenda, argumentando
que cuando la cosa revistiera el mínimo carácter de
estabilidad, si es que alguna vez lo tenía, traería con-
sigo a la ninfa para que la conocieran directamente y
le hicieran las preguntas que les viniera en gana. Ig-
nacio comentó que tal vez había que tener en cuenta
la oportunidad en el que tal encuentro se había pro-
ducido, y que había que estar atento a las señales que
nos daba el destino. Cuando le pidieron precisiones,
sugirió timidamente que claro, a pesar de no ser e-
quiparables, desde luego, a una gran pérdida le había
seguido un encuentro que muy bien podía paliar
grandes cotas de sufrimiento. Era terrible ver cómo
sentía, a medida que argumentaba, que se estaba me-
tiendo en un tembladeral, y ello generó en el Poeta
una ostensible corriente de connivente simpatía.
-Estás hablando como Deepak Chopra, o un mamer-
to new age por el estilo –señaló con sorna Ezequiel.
Éste y Fito rieron, pero Barragán permaneció serio,
y su mera actitud puso un freno rotundo a la jocun-
didad. Los burlones asumieron que Ignacio podía
74
Ignis fatuus

haber tocado una cuerda apropiada, a pesar de la pri-


mera interpretación. Y al mismo tiempo los hizo ca-
er en la cuenta de que uno de los cambios que, ine-
vitablemente, la desgracia podía haber causado en su
común amigo, bien podía estar referido a la manera
de procesar sus sentimientos.
A continuación, Fito y Ezequiel comenzaron a que-
jarse de sus respectivas mujeres, lo que motivó la la-
pidaria sentencia del Maestro:
-Un lobo no se deja domesticar. Y un perrito faldero
aullando a la luna es un espectáculo denigrante y pa-
tético.
-Eh, ¿qué querés decir, con eso?
-Quiero decir que una de dos: o se separan, o no se
quejan. Un simple principio de tercero excluido que
sirve, entre otras cosas, para no romperle las pelotas
al prójimo y luego ir a vaciar las propias con el mis-
mo destinatario de su cansadora diatriba.
-No a todos nos resulta tan fácil como a vos, viste. Si
uno no puede comentarle los problemas a sus ami-
gos... –se defendió Ezequiel, algo resentido por la
incontestable contundencia de los dichos de Barra-
gán.
-Entonces –dijo éste,- debo preguntarte para qué su-
ponés que uno le comenta este tipo de problemas a
los amigos, ¿a ver?
-No te entiendo. ¿Cómo, para qué? Para aliviar la
carga, para que lo ayude a objetivar, para recibir un
consejo desde afuera...
-Bueno, ya dijiste tres cosas. Entonces yo te digo, si
es para aliviar la carga y ya, dicha carga se alivia
75
Gabriel Cebrián

porque es compartida, y de ese modo el amigo no


produce ningún aporte positivo sino que se aviene a
compartir la malaria para hacerla más llevadera, lo
que resulta poco práctico y absolutamente inoficio-
so con respecto al problema en sí. Las otras dos son
susceptibles de una suerte de factoreo semántico, ya
que son prácticamente lo mismo, o al menos parte de
una misma operación; o sea, ayudar a objetivar y
brindar consejo.
-Está bien, es más o menos así, ¿y?
-Que lo que sucede en estos casos es que el amigo
ecuánime, frío en sus análisis y, por cierto, bienin-
tencionadamente, da a su compadre una pauta clara
y contundente, como acabo de hacer yo con ustedes.
Pero esa pauta, discutida a veces, compartida plena-
mente otras, jamás es tenida en cuenta a posteriori.
-No, pero no es así.
-Sí, pero es así. Es así de simple. Si estás mal a-
donde estás, andate, y si te quedás, no rompas las pe-
lotas. Es de perogrullo.
-Bueno, está bien, si vos lo decís. Pero sin embargo
me parece muy extremista, lo tuyo. Hay muchos ma-
tices, muchas zonas grises que no son tan fáciles de
resolver, viste –continuó oponiendo Ezequiel, y Fito
intentó sumarse a tales consideraciones:
-Claro, viste, no es tan fácil. Aparte uno muchas ve-
ces sacrifica algunas cosas por no herir sensibilida-
des ajenas. Por ahí el sentimiento que lo une a otra
persona no es tan grande, pero sin embargo sí lo es
lo suficiente como para sacrificarse un poco para no
herirla.
76
Ignis fatuus

-Muy noble de tu parte. Pero hablando de zonas gri-


ses, ahí me parece que se dan las peores. Yo creo
que cuando uno supone que quiere romper, tiende a
engañarse a sí mismo aduciendo cosas tales como
cómo le voy a hacer eso, con lo que me quiere, con
las cosas que ha hecho por mí, o sino lisa y llana-
mente habla por doquier que continúa con tal o cual
relación por lástima. Pero hurgueteando un poco, en-
seguida aparecen otras cosas subyacentes, como in-
seguridades personales, pequeñas conveniencias, el
terror a reconocerse a uno mismo los celos que even-
tualmente le provocará saber que se acuesta con o-
tros, etcétera etcétera. Así que, primero les corres-
pondería analizarse un poco a sí mismos con hones-
tidad y luego sí, buscar en un amigo la fuerza que
haga falta. De otro modo, no tiene sentido. Yo me he
separado tres veces desde que los considero mis a-
migos, y jamás les he pedido opinión o consejo algu-
no.
-¡Bruta inversión de roles sería ésa! –Exclamó Fito,
y añadió: -Acá el viejo sos vos.

IV

Volvían. Habían bebido las dos botellas de cham-


pagne y otras dos más. Barragán estaba un poco ma-
reado, se preocupaba por vocalizar las pocas frases
que soltaba para que no le patinaran las consonantes.
Sin embargo advertía tales arrastradas en Fito, se ve
77
Gabriel Cebrián

que se cuidaba menos o estaba más ebrio, vaya a sa-


ber. Pero manejaba bastante bien, no obstante el em-
botamiento etílico. Eran las dos AM, una hora des-
pués de lo que había dicho a Rosario, que dicho sea
de paso, lo estaba esperando sentada en los escalo-
nes. Fito, atontado como estaba, comenzó a gritar
sandeces, sin siquiera corroborar lo que le había pa-
recido evidente, que esa cachorrita rubia no sería o-
tra que la chica de su amigo.
-¡Cerrá la boca y colá, estúpido! –Lo cortó severa-
mente, se bajó y dio un portazo. Fito puso el cambio
y se fue (sin quedar constancia para esta crónica si lo
hizo enojado, alegre, envidioso o lo que fuese, cosa
que de todos modos sería muy poco significativa, te-
niendo en cuenta la condición errática de su emocio-
nalidad a fuerza de alcoholes). Rosario tenía una car-
peta sobre sus rodillas, y lo miraba sonriente. Cuan-
do llegó, le preguntó:
-¿Le parece, Profesor, que está llevando una vida a-
corde con la que debería llevar una persona de su e-
dad?
-¿No le parece, alumna, que se está tomando atribu-
ciones que no le han sido conferidas en ningún mo-
mento, que yo recuerde? –Repreguntó el Ilustre con
hurañía, aunque en su interior sabía que aquella chi-
ca no era culpable de haberle dicho lo último que ha-
bía oído de boca de su hijo. Estaba por introducir la
llave cuando oyó que le decía:
-Está fresco, acá; es una noche hermosa.

78
Ignis fatuus

Se sentó a su lado y pensó para sus adentros que de-


bería hacer fácil cinco años que no se sentaba sobre
mosaicos, o algo así. Era todo un burgués, sí señor.
-Qué pasa, no se puede hacer un chiste...
-Está todo bien.
-Bueno, saludame, dame un beso.
Se inclinó hacia ella y la besó. Y si bien aquella bo-
ca se sentía sensual y fresca a la vez, una delicia pa-
ra el paladar más exigente, el Poeta, en esa criba de
sentimientos cuyo cedazo es la implacable razón, se
puso alerta. Justo como para descubrir el Volkswa-
gen bordó de Marisa estacionado enfrente. Marisa lo
estaba mirando, alelada. Él también debió haberse
quedado algo duro, dado que Rosario se apartó y le
preguntó:
-¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
-No, nada, es que...
Marisa puso en marcha el motor y salió haciendo re-
chinar los neumáticos. Daniel la miró fijamente has-
ta que se perdió de vista por la diagonal.
-¿Quién era?
-No querrías saber...
-¿Una de tus ex mujeres?
-Sí, la última.
-¿No era que habías roto con ella?
-Creía que sí, pero ya ves.
-¿Ya veo qué?
-Nada, que ella no parece haber roto conmigo. Creo
que hasta ahora, hace un momento.
-¿Te anda persiguiendo? ¿Te espía?
-Sabés que creo que sí...
79
Gabriel Cebrián

-Y decime, ¿puede resultar peligrosa? Mirá que yo


no tengo ganas de joder, eh.
-No, no creo que pueda resultar peligrosa. Nunca
mató a nadie, que yo sepa, si a eso te referís.
-Bueno, eso ya es un aliciente.
-Pero me parece que la voy a tener que controlar un
poco.
-Cómo, no te entiendo...
-Me parece que me está mandando anónimos, o algo
así –dijo, pensando que el caso estaba resuelto ya,
cuando sintió que Vilches le tiraba de la manga co-
mo diciendo cerrá la boca, infeliz, no andés jetean-
do por todos lados que así el malo se te va a cagar
de risa.
-Suena bastante patológico, qué querés que te diga.
Mirá, por una parte yo no quiero ningún bardo, viste,
y por otra lamento provocarte esta clase de contra-
tiempos.
-No, vos no me provocás ningún contratiempo. Si la
fulana ésa está colifa, voy a hacer que se deje de jo-
der, vas a ver.
-Está bien, es tu historia. Te traje unos poemas. Esta
vez me acordé –le estiró la carpeta. El la tomó.
-Ah, los poemas. Pero sabés qué, las baldosas éstas
me están dejando el culo cuadrado. ¿Vamos arriba?
-No, si vamos arriba ya sé en qué termina el asunto.
Y sabés, no quiero que nuestra relación se limite a
eso, te das cuenta...
-Ves, en eso estamos de acuerdo. Yo tampoco quiero
que sea así, y es más, en mi caso resulta de lo más
conveniente.
80
Ignis fatuus

-¿Por qué lo decís?


-Por una cuestión cronológica. Porque si no, tendría
fecha de vencimiento.
-Fecha de vencimiento. Mirá que ocurrencia.
-Bueno, vamos a un bar, entonces.
-Que tenga mesas afuera, si es posible.
Caminaron hasta el bar de 13 y 42. No había mesas
afuera, pero había aire acondicionado. Las estrellas
bien podían verse por la ventana, igual. Él tenía sed,
los primeros efectos de lo que seguramente se iría
convirtiendo en una severa resaca, así que pidió un
gin-tonic. Ella pidió un Cointreau con hielo.
-Me parece –dijo ella- que hay cosas que no me con-
taste, o que al menos me contaste a medias.
-Seguramente habrá un montón de cosas que no me
has contado vos –replicó, conciente que ella había
prácticamente parafraseado la advertencia que le ha-
bía formulado el Tape Millán en su segunda misiva,
y pensando que algunas corrientes verbales conver-
gían en él; de pronto las frases comenzaban a sonar
repetidas más allá de lo que sería razonable. Y él ha-
blaba, comentaba, se abría, intimaba e incluso forni-
caba con personas que aún no habían demostrado su
inocencia. Pero no le iba a dar el gusto al loco/a de
los anónimos y venirse paranoico de la noche a la
mañana, tampoco.
-Hey, ¿me oís? Te decía que en todo caso, no te he
dicho cosas que no vienen al caso hoy día, como la
loca ésa que salió quemando cubiertas.
-Terminamos hace un mes.

81
Gabriel Cebrián

-Vos, terminaste hace un mes. Ella parece que toda-


vía no lo hizo. No quiero que pienses que es una es-
cena de celos, pero si hay algo que sería conveniente
que sepa, me gustaría que me lo digas.
-Bueno, sin escenas de por medio, yo venía dispues-
to a pedirte exactamente lo mismo.
-¿Y eso por qué?
-Porque soy un viejo degradado que está a punto de
permitirse generar ilusiones con una pendeja bonita
como vos. Y no me gustaría advertir luego algún cu-
chillo bajo el poncho, como diría el amigo Vilches.
-Sos tan tonto –dijo ella, visiblemente emocionada. –
Ni vos sos tan viejo ni yo tan bonita ni tan pendeja.
Somos un grandote boludo y una mina en edad de
dejarse de estupideces y buscarse algo serio, algo es-
table y que tenga que ver con su realización perso-
nal.
-¡A la mierda! ¡Nada menos! ¿Y vos creés por ven-
tura que al lado mío podrás conseguir algo como e-
so?
-Nunca he prestado oídos a ningún consejo, no voy a
dejar que un grandote boludo me venga a decir a-
dónde poner las fichas.
-Sos confianzuda, pendeja, eh...
-Vos no te quedás atrás.
-Si me quedo un segundo, me pasás por arriba.
-¿A qué te referís?
-Nada, dejalo ahí.
Pidieron una nueva ronda de copas, y se dejaron de
hurgar en sus pasados para permitirse algunas pro-
yecciones, como por ejemplo, leer juntos filosofía
82
Ignis fatuus

cuando tuviera ella que preparar materias, trabajar


con los escritos de él, ayudarlo a conseguir y siste-
matizar bibliografías, ayudarlo con las columnas pa-
ra el diario, para lo que incluso ofreció pagarle un
sueldo, a lo que ella le contestó que no se apresure,
que las cosas seguirían su curso natural; y que no
aceptaría ofertas de ninguna clase de un hombre que
le hablaba con una lengua tres talles más grande que
la boca. Todavía reía el Inefable de la ocurrencia
cuando otra vez se quedó congelado en plena activi-
dad recreativa. Acababa de entrar Roberto, el herma-
no de Clara, su primera esposa, como ya hemos di-
cho pero repetimos para algún lector no dotado de
buena memoria, o para evitar pérdidas de tiempo a
cualquier eventual instructor sumariante. Entró Ro-
berto acompañado de una señorita que no era su se-
ñora.

Poco más se puede agregar respecto de aquella vela-


da; tal vez sería propio consignar, porque hace a la
historia global, que Roberto lo había mirado primero
con sorpresa y luego con desprecio, cosa llamativa,
por cuanto según tenía entendido Daniel, nunca se
había separado y menos aún divorciado, y ese bar,

83
Gabriel Cebrián

era un bar de trampa5 si los hay. Y él también estaba


con una jovencita, así que no podía advertir los mo-
tivos de la condena que expresaba de forma tan pa-
tente en sus visajes. Aunque a pesar de la repugnan-
cia manifestada iba a sentarse, clavó la vista en Ro-
sario y desistió, indicándole a su acompañante que
debían irse inmediatamente de allí. La mujer se des-
concertó, pero al ver la absoluta determinación de a-
bandonar el sitio que mostraba su compañero, lo si-
guió, sin ocultar su estupor. Rosario preguntó al Ar-
tista si los conocía, y éste, luego de recibir un opor-
tuno codazo de Vilches, dijo que jamás los había
visto, y preguntó a su vez si ella los conocía, a lo
que, codazo o no de por medio por parte de algo o
alguien que desconocemos pero que no podríamos
aseverar a ciencia cierta que no existiese, dijo lo pro-
pio en igual sentido.
Después vino la lectura de las poesías. Es claro que
el Maestro tenía cierta cintura para esquivar los
mandobles que el mal gusto de miríadas de veleido-
sos aspirantes a escritor le arrojaban por correo o
personalmente, así que no tuvo gran dificultad para
asimilar las presuntuosas banalidades que aquellos si
se quiere poemas comportaban. Incluso consiguió
hallar elementos susceptibles de forzados elogios,
como para salir del trance sin herir el orgullo íncito

5
Por estos pagos se llama así a los bares que, por ubicación,
discreción en cuanto a inaccesibilidad visual desde el exterior,
escasa concurrencia, etcétera, son apropiados para el desarrollo
de actividades de seducción extramatrimoniales.
84
Ignis fatuus

en toda persona que garrapatea algo con intenciones


de que sea leído por alguien más.
Pues bien, la historia ahora prosigue cuando el Poe-
ta -luego de un jueves anodino y somnoliento, y cu-
ya noche la había pasado bebiendo en el bar del feo
hasta tarde y pensando en Rosario-, decidió inte-
rrumpir sus vacaciones e ir al diario. Claro que ya e-
ra casi mediodía, pero no importaba, toda vez que e-
ra viernes y de ese modo estaba dando tres días, con-
tando sábado y domingo, de ventaja, teniendo en
cuenta que recién debía reintegrarse el lunes.
Estaba charlando con Fito, Ignacio y algunos más
cuando el cadete le dijo que el Director quería verlo.
El Ilustre no se hizo esperar, y en pocos instantes
estaba ya tomando un café con Héctor del Río, a
quien en confianza llamaban “Tito”.
-No te esperaba hasta el lunes, ¿qué estás haciendo
por acá? –Había comenzado éste.
-Me estaba aburriendo mucho, en casa. Extrañaba
este antro.
-¿Cómo estás?
-Bien, acá andamos. Ése es otro de los motivos, ves,
necesito trabajar, distraerme un poco.
-Claro, te entiendo. Pero quiero decirte que lo que
vos decidas está bien. Si venir a trabajar te ayuda,
tanto mejor, para vos y para todos. Pero si necesitás
unos días más, o lo que haga falta, no tenés más que
avisarme.
-Te lo agradezcco, en serio, pero pienso que retomar
las rutinas cuanto antes es el mejor remedio contra la
melancolía, viste.
85
Gabriel Cebrián

-Perfecto, si vos lo decís... la verdad que me cuesta


llevar las cosas adelante cuando no estás. Siento que
pierdo el control.
-Bueno, en eso estamos parejos, lo que pasa es que
creo que lo mío, por desgracia, es de más amplio es-
pectro.
-Son momentos, no hay mal que dure cien años.
-Ni culo que lo aguante, dicen.
-Hablando de malaria, encima parece que nos va a
caer un juicio millonario –dijo como al acaso Tito,
aunque el Maestro supo al instante que era una ma-
nera elíptica de darle traslado de un asunto en el que
seguramente estaría involucrado, y que si no iba di-
recto al grano era debido a las circunstancias. Razo-
namiento éste que llevaba a inferir directamente que,
aún sin tomar en cuenta el calificativo cuantificativo
que otorgaba al pleito, se trataba de un asunto grave,
por el modo y oportunidad de su transmisión.
-Ah, ¿sí? ¿De qué se trata?
-De quién se trata, deberías preguntar. Se trata de
Raimundo Calvo.
-¿Raimundo Calvo? ¿No está preso, ese delincuente?
-No, ya no. Consiguió que revean su caso, dicen que
aportó nuevas pruebas, y lo excarcelaron. Ahora a-
rremete contra nosotros por calumnias e injurias, fal-
so testimonio agravado, y no sé cuántos cargos más.
-¡Qué pedazo de hijo de puta! ¡Qué país de mierda,
éste, también!
-Bueno, no te calentés. Si te digo es para que estés
preparado. Vos viste, la ficha le saltó por una inves-
tigación tuya, que para colmo firmaste. La querella
86
Ignis fatuus

te involucra a vos, personalmente, aparte del diario.


Por eso te digo, en lugar de calentarte, andá a hablar
con los abogados, o no sé, hablá con el tuyo, pero
estate preparado. El hijo de puta ése nos puede llegar
a agujerear feo. Tenemos que armar una estrategia, y
rápido.
-¿Pero de qué estrategia me hablás? Yo tuve un in-
forme, lo chequeé, lo puse en conocimiento del Fis-
cal, se investigó y se llegó a la prueba que el degene-
rado ése compró un premio de la lotería para blan-
quear la bocha de guita que estaba robándole al Es-
tado. ¿Cómo puede ser que encima ahora tengamos
nosotros que demostrar que somos inocentes?
-Vos lo dijiste todo. Este país es una mierda, y Calvo
tiene una bocha de guita, que ése es el mejor argu-
mento jurídico que puede esgrimirse ante una justi-
cia a veces tan venal como él mismo.
-Encima que no tengo líos, yo...
-Bueno, no lo llevemos a la tremenda. Si te lo digo,
es porque no tenemos mucho margen para operar.
De todos modos, vamos a salir a pelearle en todos
los frentes. Vamos a poner todos los cañones para
que al juez le tiemble el pulso antes de fallar en con-
tra nuestro. Pienso, y así me lo han dicho los aboga-
dos, que lo más probable es que salgamos todos más
o menos en pie, él y nosotros.
-Eso no sería justo, viste.
-Conformémonos con que no nos rompan el culo.

Antes de volver a la redacción, fue al baño. Mientras


orinaba, sintió que Vilches le susurraba al oído que
87
Gabriel Cebrián

bien podría ser Calvo quien estuviese detrás de los a-


nónimos firmados por el Tape Millán. Sí, señor.

Cuando regresó al escritorio, tenía sobre él una nota


de Fito. Se veía que quería recobrar puntos en su es-
tima, luego del affaire causado por los hermanos Co-
hen. A ver de qué se trataba esta vez:

Hemos visto...
“La mirada de los otros”, de Woody
Allen, editada ahora en video. Con su paso de come-
dia intelectual, plagada de gags verbales y de co-
mentarios ácidos y de profunda crítica social para
con su medio, Allen echa esta vez una mirada a la
industria cinematográfica norteamericana, incardi-
nándola en esa especie de clásico conflicto Holly-
wood versus New York. Pero ése es solamente el
marco que utiliza para desplegar sus obsesiones, en-
tremezclando con su particular estilo conflictos de
orden sentimental, artístico, humano y hasta socio-
cultural.
Val Waxman -el protagonista encarnado por el pro-
pio Allen-, director de cine neoyorquino cuyo mo-
mento de gloria ya hace una década que ha pasado,
y que se dedica a cortos publicitarios que nunca es
capaz de realizar en su totalidad a causa de la fuer-
te tendencia hipocondríaca de su endeble personali-
dad, es contratado, a instancias de su ex esposa, por
un importante estudio californiano a cargo del ac-
tual marido de ésta. La circunstancia de no tener re-
sueltos los traumas de la separación, más la presión
88
Ignis fatuus

de un trabajo que, en este contexto, constituye su úl-


tima oportunidad de regresar a los primeros planos,
hacen que se le declare una ceguera psicosomática,
de la cual no da traslado al resto de la producción,
y que lo disminuye de modo dramático a lo largo de
prácticamente todo el rodaje del film.
Uno puede imaginarse entonces la parafernalia de
elementos extraordinarios que, con ese trasfondo, es
capaz de desarrollar Woody Allen, tanto en su faz de
director y actor como en la de escritor. Quizá nada
nuevo pueda decirse ya a este respecto, luego de tan
extensa y laureada trayectoria. Lo que sí nos parece
oportuno poner en foco es la vuelta que ha dado so-
bre sus pasos, el regreso a esas comedias desopilan-
tes y vertiginosas que signaron sus comienzos como
realizador. Pero como hemos dicho, es un giro, que
venía insinuando y parece reafirmarsre en su ante-
rior film, “La maldición del escorpión de jade” y
que continúa en éste, luego de un extenso buceo en
proyectos densos, profundamente filosóficos y tribu-
tarios de europeizantes intelectualismos. Lo intere-
sante, y a nuestro criterio admirable de este genial
artista contemporáneo, es que ha podido recuperar
esa gracia y esa frescura primigenias sin resignar
casi nada de ese bagaje cultural que se nos antoja
que, cual una empecinada demostración de influen-
cias, fue su lenguaje natural en aquellas etapas de
gravedad casi existencialista.”
-¡Fito, vení para acá!

89
Gabriel Cebrián

-Eh, qué pasa, qué gritás así –dijo, mientras se sen-


taba en la silla frente a él, la ansiedad pintada en el
rostro.
-Qué es esto? –Preguntó con severidad, tanto en el
tono como en la expresión.
-¿Cómo, qué es esto? Una nota, es.
-Ya sé, boludo, que es una nota.
-¿Entonces?
-Que te equivocaste, y feo, esta vez.
-Eh, pará un poquito... ¿qué pasa? ¿Empezó el acoso
laboral ése que me prometiste, acaso? ¿En qué me
equivoqué?
-No, digo que te debés haber equivocado... ¡porque
está bárbaro!
-¡Pero qué pedazo de hijo de puta que sos! ¡Me hi-
ciste asustar!
-Bueno, está casi perfecto. Tiene algún par de deta-
lles de sintaxis que qué querés que te diga...
-Decime cuáles son y los vemos.
-No, dejala así, zafa.
-No tiene nada, pasa que sos un turro.
-Bueno, che, más respeto, que te lo hago escribir to-
do de nuevo...
-Che, cambiando de tema... ¡qué bomboncito que te
levantaste, eh!
-Cambiando de tema, andá y seguí laburando. Y ojo
a la sintaxis, que la próxima no pasa.
-No, pero contame. ¿Cómo hiciste?
-¿Cómo hice para qué?
-Para levantarte esa pendeja, que se parte de buena
que está.
90
Ignis fatuus

-Ves, pendejo, que no se te puede dar confianza, a


vos. No hice nada. Vino sola.
-Lo que es tener chapa, eh.
-¿Acaso ponés en duda mis atractivos físicos?
-Dejate de joderrrr...
Sonó el celular. Era Marisa.

VI

Pidió a Fito que lo dejara solo, y éste se fue con un


guiño socarrón.
-Hola, disculpá, estaba con gente.
-¿Cómo me pudiste hacer una cosa así?
-¿Qué te hice?
-¿Cómo, que qué me hiciste? ¿Sos tan hijo de puta
que encima me lo vas a preguntar?
-Bueno, no creo haber hecho nada tan grave. Discul-
pame si te jodió algo, pero...
-No, está bien, la pelotuda soy yo. Todo el mundo
me decía que me ibas a cagar, que no tenías alma, ni
sentimientos, que eras un mujeriego, y yo, encima,
justificándote.
-Bueno, no sé si tengo alma, no sé si soy mujeriego
o es que he tenido mala suerte...
-¿Te vas a poner en víctima?
-No, no pretendo hacer eso. Estoy tratando de ayu-
darte a razonar.
-Sos un cínico.

91
Gabriel Cebrián

-En eso puede ser que tengas razón, pero viste, cada
uno es como es, y no hay con qué darle.
-¿Quién es la putita ésa?
-Una amiga, pero es todo cuanto te voy a decir. No
es asunto tuyo. Y planteadas así las cosas, ningún
asunto mío, de ahora en más, va a ser asunto tuyo,
por lo que a mí respecta.
-Una amiga... uno no saluda así a las amigas.
-Los códigos afectivos difieren de acuerdo a las per-
sonas, no sé si sabías.
-¿Y qué mierda sabés vos, de afectos?
-Tal vez aún tenga oportunidad de aprender.
-Buena falta te haría. Andar tratando así a la gente
que te da la mano...
-Lamento mucho que las cosas hayan salido así.
-No es suficiente, viste.
-Tal vez, pero es todo lo que puedo hacer.
-Pero esto no va a quedar así, sabés.
-¿Me estás amenazando?
-Tomalo como quieras.
-No habrás sido vos la que me mandó esos anóni-
mos, ¿no? –Otra vez Vilches, puños sobre el escrito-
rio, lo miró meneando la cabeza, como expresando
que no podía creer que tuviera la lengua más rápida
que el cerebro.
-¿Qué anónimos?
-Anónimos, ya sabés.
-No, querido, yo no ando enviando anónimos. Soy
muy directa, y lamento que no me hayas conocido
en todos estos años. Y mis acciones también son di-
rectas.
92
Ignis fatuus

-Terminá con las amenazas.


-Claro, has cagado a tanta gente que es hora que te
den algún vuelto. Si fuera hija de puta como vos, me
alegraría.
-Bueno, ¿algo más?
-Necesito que vengas, necesito decirte un par de co-
sas en la cara.
-¿Qué me estás pidiendo? ¿Qué vaya para ser putea-
do y carajeado en persona?
-No seas cobarde y enfrentate. Estuvimos cinco años
juntos, y me merezco al menos eso.
-Eso no nos conducirá a nada, o sea, a nada más que
revolver el cuchillo.
-Me lo debés.
-Estoy laburando. Cuando salga, por ahí paso.
-Mas vale que lo hagas –dijo, y cortó.

Con todos los asuntos que tenía para ocuparse, justo


en momentos en los que había decidido –de manera
harto inoportuna, como hemos visto-, ejercitar un re-
planteo profundo, encima tenía que pasar por cosas
como aquella. Evaluó la posibilidad de no ir a casa
de Marisa, pero la determinación que había mostra-
do y las amenazas veladas o no tanto lo disuadieron.
Iría, aclararía los términos de la indeclinable ruptura
y se dedicaría a los asuntos que más lo urgían, que e-
ran Rosario, la cuestión ésa de los anónimos, si con-
tinuaban, y la querella de Raimundo Calvo. A pro-
pósito, buscó en su computadora las notas que ha-
bían iniciado el camino que llevó a la cárcel a dicho
sujeto. Tal vez hallaría argumentos defensivos en ca-
93
Gabriel Cebrián

so que la cosa se llegara a complicar; y tal vez tam-


bién, encontraría elementos que pudieran echar luz
sobre su participación en la confección de los anóni-
mos.
(Mientras el Inefable lee el material, y trata de re-
contextuar temporalmente la historia para basamen-
tar sus argumentos futuros en situaciones fácticas de
la mayor concreción posible -todo esto tejido en una
telaraña mental que ni soslayar podríamos nosotros-,
aprovecharemos para hacer referencia de ciertos tó-
picos más adecuados a nuestros fines y entendede-
ras, y cuya oportunidad de relación no podría venir
más a cuento:
Raimundo Calvo había sido operario de fábrica, de-
legado gremial, secretario adjunto del sindicato; lue-
go secretario general, senador provincial y diputado
nacional; y finalmente, convicto6. No es dable ni ne-
cesario aclarar aquí su filiación gremial o política,
más que nada por no desprestigiar instituciones que
flaco favor han recibido de individuos como éste, y
cuya inevitable identificación la embadurnaría con
esta suerte de heces de la sociedad que no responden
a corporaciones de interés común ni a ideología al-
guna. Un tipo así, perverso, inescrupuloso y desme-

6
Discúlpeseme el desuso de mayúsculas, desde esta perspecti-
va: es evidente la asiduidad con la que una misma línea ética u-
ne a las categorías o roles sociales referidos; así que, aún a pe-
sar de las variaciones que en este sentido parecían imponerse
de acuerdo a protocolo, se optó por acotar todos a la bien mere-
cida minúscula (salvo raras y honrosas excepciones en el rubro
que fuere).
94
Ignis fatuus

surado en ambiciones, llega, a través de sus innume-


rables trapisondas impagas, a un nivel de sentido de
impunidad que no le permite ver cómo paralelamen-
te ha ido cosechando odios y enemistades.
En una maniobra con funcionarios de la Dirección
de Loterías y Casinos de la Provincia, tan venales
como él, había, como se ha dicho, “comprado” un
primer premio; o sea, salió el número convenido, así
de fácil. Pasa que alguien, y por lo visto pasible de
esas características de animosidad contra Calvo, no
solamente se enteró sino que hasta pudo munirse de
ciertas bases probatorias, endebles en sí y sujetas de
manipulación en cualquier instancia de revisión en
sede administrativa, pero que cobraron relevancia
cuando un periodista, convencido del testimonio del
informante, y munido asimismo de las pruebas, invi-
tó a la justicia en una encendida editorial a intervenir
en el presunto desfalco. Y ayudó a la conjunción que
un joven Fiscal, muy deseoso de flashes y notorie-
dad, vio la oportunidad de conseguir ambos y deci-
dió arriesgar un poco el pellejo, recogiendo el guan-
te. El resto había sido fácil. Torpes y, como ya seña-
lamos, cegados de confianza en un sistema que pare-
cía respetar ciertos curros, como se dice, regulares y
permanentes, habían dejado un tendal de pruebas tal
que no fue difícil incriminarlos fehacientemente.
Pero volvamos a meternos un poco en la subjetivi-
dad del Ilustre.)

Todo en aquel caso parecía estar cerrado, pero la


jaula se había abierto. Calvo tenía más de una razón
95
Gabriel Cebrián

para alegrarse de su desgracia, Calvo tenía mucho de


un resentimiento análogo al del Tape Millán. Claro
que no iba a ser él el que andaría por allí escribiendo
o dejando los sobres. Tendría al menos un emisario.
Tenía que prender a ese emisario para poder llegar a
él y mandarlo nuevamente tras las rejas. Carajo, qué
ironía, tanto tiempo devanándose los sesos buscando
estúpidas charadas para Vilches, y ahora práctica-
mente se había transfigurado en él, por imperio de
las circunstancias, y se veía involucrado en una his-
toria mucho más enigmática, y tan peligrosa quizá
cmo las que habían surgido de su propia imagina-
ción.
Pero como se había ido corriendo la noticia de su
vuelta al diario, de pronto su despacho se vio inva-
dido por un desfile de cronistas que venían a salu-
darlo, a dejarle notas, correspondencia, etcétera, lo
saludaban, le daban el pésame, le comentaban que
estaban leyendo su libro recién distribuido, y más y
más cansadores etcétera. A poco se sintió confuso,
atosigado, y prácticamente huyó. Mañana sería otro
día. Y vaya que lo fue.

VII

Pero ese mañana remarcable aún no había llegado


entonces, eran apenas las 16.30 del día anterior, por
lo que decidió hacer tiempo y acopiar algo de temple
y paciencia antes de pasar por la casa de Marisa. Ca-
96
Ignis fatuus

minó por el centro, quienes lo hayan visto habrán su-


puesto que despreocupadamente, tal era la fachada
tan efectiva que había elaborado para interponer en-
tre su subjetividad y el entorno. En la librería de la
galería comercial de 7 entre 48 y 49 vio un ejemplar
de El cadáver del maizal y otros relatos, en sitio
central y con un cartel que decía “Novedad”. Proba-
blemente se estuviera vendiendo bien, quién sabe, la
gente era capaz de comprar, tanto en un sentido pe-
cuniario como anímico, cualquier porquería que vi-
niera con buenas referencias y, sobre todo, mucha
prensa. Cualquier tipo que fuera capaz de hilvanar
algunas frases con un mínimo de solvencia gramati-
cal, debía preocuparse más por hacer barullo en los
medios que por afinar el lápiz y la mente. Eso, a me-
nos que fuera un real artista, pero como todos sabe-
mos, individuos de esa clase no son lo que abunda, y
menos entre los autoproclamados “escritores”. La
cosa es que pasó por la Confitería París, compró una
bandejita de agridulces y subió por la 49, rumbeando
ya para su casa. En las cinco cuadras y media que re-
corrió a partir de allí, sus pensamientos derivaron en
dos temas que podían o no estar imbricados, o sea, el
judicial en ciernes y las amenazas. Calvo era uno de
los sospechosos por propio mérito, desde luego, pero
la misma Marisa había hecho lo suyo en este senti-
do. Mas tampoco era cuestión de centrar la mira en
estos dos supuestos de modo excluyente, dado que e-
ra asimismo probable que vinieran de otro lado, in-
cluso de parte de alguien para él desconocido. Y si
dijimos cinco cuadras y media, es porque fue allí
97
Gabriel Cebrián

que advirtió que estaba pasando frente al edificio en


el que funcionaba el estudio jurídico de Ezequiel, y
decidió que sería buena idea consultarle respecto de
su nueva problemática en ese rubro. Tocó el botón
correspondiente en el portero eléctrico, lo atendió u-
na mujer, probablemente la típica estudiante de dere-
cho explotada por el profesional contratante, que re-
gateaba sueldo en base a un supuesto fogueo en los
vericuetos del oficio. Ingresó al edificio, subió un pi-
so por las escaleras y golpeó la puerta de la oficina.
La joven que lo había atendido le abrió, y puso ante
la vista del Insigne una humanidad femenina delicio-
sa para vista y olfato, ni pensar lo que sería para el
tacto y el gusto. El oído probablemente sería menos
importante, o quizá no lo fuera solamente hasta el
momento del coito; pero bueno, disgresiones aparte,
sopesó mentalmente hasta qué punto podía tener que
ver aquella preciosura en la crisis matrimonial de su
amigo, y concluyó al instante que hasta un punto de-
terminante. La joven le indicó tomar asiento, porque
“el Doctor” estaba atendiendo a un cliente, y a conti-
nuación concentró la atención en su computadora;
aunque para ser más exactos, deberíamos decir que
focalizó su vista en el monitor y jugueteó con los de-
dos sobre el teclado, ya que su atención había queda-
do prendada del magnetismo que la personalidad del
Maestro exudaba como un aura irresistible en aquel
pequeño ambiente.
Pocos minutos después, para beneplácito de Barra-
gán y para descompresión anímica de la empleada,
la puerta del despacho de Ezequiel se abrió y salie-
98
Ignis fatuus

ron, intercambiando saludos con el jurisconsulto,


dos individuos de traje y maletín, dos individuos de
ésos a los que uno no les confiaría jamás la custodia
de cualquier valor que fuese, ustedes saben a lo que
me refiero. Ezequiel, sorprendido, preguntó a Barra-
gán qué hacía por allí, y le indicó pasar. Tomaron a-
siento, y le ofreció un whisky, el que fue aceptado
siempre y cuando viniera con hielo. Entonces el abo-
gado se incorporó, abrió la puerta e indicó a “Yani”
que les alcance dos whiskies con hielo.
-¿Qué te trae por acá?
-Nada importante, espero no hacerte perder tiempo,
por ahí estás ocupado, vos...
-Bueno, gracias a dios, ocupado estoy siempre, pero
no tanto como para no hacerme unos minutos para
charlar con los amigos.
-Antes que nada, contame cómo andás.
-¿Yo? Bien, acá, como siempre, en la lucha. Decime
cómo andás vos.
-Retomando de a poco la actividad, viste.
-Claro, eso es bueno.
-Sí, supongo que sí. Pero viste, vas con la mejor in-
tención y ya empiezan los quilombos...
-Me imagino, el diario ése es una bolsa de gatos. Pe-
ro tenés que tomarlo lo más a la ligera que puedas.
Entró Yani con los vasos, los dejó frente a cada uno
y se retiró.
-Che, qué cosita, la empleada ésa que tenés, eh.
-Sí, no será la rubiecita que te levantaste vos, pero
zafa.

99
Gabriel Cebrián

-¿Cómo sabés? –Preguntó algo alarmado, sintiendo


el aliento de Vilches en la nuca, que parecía decirle
análogamente “¿Y éste cómo sabe que Rosario es
linda? ¿No te andará espiando?”.
-¿Cómo sé qué? ¿No estuvimos hablando de ella en
el asado?
-¿Cómo sabés que es linda?
-Me dijo Fito, que la vio.
-Fito no es medida estética para nada, ya viste las
pelotudeces que escribe –dijo, más que nada resenti-
do por la infidencia.
-Eeeh, qué agresivo... no escribe tan mal, che, no se-
as así.
-Bueno, no escribirá tan mal, pero no deja de ser un
bocón.
-Está bien, pero eso es otra cosa. Estás un poco reac-
tivo, sabés... –comenzó a decir, pero al momento ad-
virtió que, en todo caso, y a tenor de la desgracia que
había sufrido, tenía motivos para estarlo, así que per-
dió impulso y quedaron unos momentos en silencio,
el Maestro en cabal comprensión del mecanismo psi-
cológico observado.
-Si, puede ser –concedió. –Pero no te robo más tiem-
po. En realidad te venía a ver porque me parece que
se me viene un lío judicial, y quería consultarte.
-¿En qué te metiste?
-Nada, creo que intenté hacerle un favor al estado,
pero las corporaciones corruptas me la quieren de-
volver por atrás.
-Sé más específico, a ver...

100
Ignis fatuus

-Que lo soltaron al hijo de puta ése de Calvo y ahora


parece que va a iniciar querella contra el diario, con-
tra mí y quién sabe contra quiénes más.
-Que lo soltaron a Calvo, ya sabía.
-¿Y por qué no me lo dijiste?
-Primero, que no sabía de esto de las querellas que
me decís, y segundo que con la amargura que acabás
de pasar, no me pareció oportuno hacerte comer otra
calentura, encima.
-Me lo hubieras dicho. Pero bueno, ya está, igual.
-Y qué querés que te diga, a caballo de las sentencias
la querella le queda servida, viste. Cualquier boludo
haría lo mismo. Es una manera de llevar más agua
para su molino, es su oportunidad de demostrar que
fue objeto de una manipulación infame.
-¡Pero es que no fue así!
-¡Ah, qué vivo! Ya sé que no fue así, pero eso no
importa.
-Ah, ¿no?
-Decime, ¿sos ingenuo o te hacés? Acá lo que im-
porta son los fallos, por si no lo sabías.
-Pero entonces las personas honestas, ¿qué reaseguro
tienen, en este sistema?
-¡Bienvenido al mundo real! Estamos en la Argenti-
na, hermano. Money talks, como dicen los yanquis.
-¿Qué puedo hacer, entonces? Si es poniendo guita,
no tengo ni para empezar, si es que la única forma
de confrontar es ésa.
-Vos no, pero el diario sí. Si bien no es técnicamente
muy viable que digamos, te convendría tratar de uni-
ficar las causas lo más que te sea posible. Y utilizar
101
Gabriel Cebrián

el diario para generar una corriente de opinión públi-


ca que pueda llegar a acolchonar en algo el impacto,
que te permita negociar desde una posición más fir-
me... qué sé yo, es lo que se me ocurre. Eso, aparte
de tocar todas las influencias que te sea posible, que
las tenés.
-Bueno, es lo que estoy empezando a hacer. Te vine
a ver a vos, que sos bastante influyente. Es más, no
tengo ningún abogado de confianza, así que me gus-
taría que me patrocines, en todo caso.
-Eso es imposible.
-¿Por?
-Mirá, no lo tomés a mal, pero tengo expectativas
creadas con el grupo político de Calvo. Estoy traba-
jando con ellos. Si querés te recomiendo a algún co-
lega.
-No, dejá, está bien.
-Che, Daniel, no te vas a enojar conmigo por eso,
¿no? Vos viste cómo es esto...
-Creí que había visto, pero siempre encuentro cosas
que superan ampliamente mi capacidad de asombro.
-No, pero esperá, yo no soy un delincuente, ¿esta-
mos? La política es así, Daniel, está todo podrido, ya
sé, pero si querés llegar, para cambiar un poco la co-
sa, tenés que tragarte sapos, qué le vas a hacer. Las
reglas son ésas, si no te atenés no podés ganar.
-Vos sos conciente de que todos los hijos de puta a-
sumen ese mismo discurso, ¿no es cierto?
-¿Me estás poniendo en la misma bolsa?

102
Ignis fatuus

-Mirá, no te ofendas, pero más importante que eso


sería que te fijaras muy bien vos, en qué bolsa te
querés poner.
-Gracias por el consejo, pero permitime que te dé u-
no yo, a la luz de que el que está embarrado sos vos,
por ahora: tratá de negociar. Es más, para eso sí me
ofrezco. Esta gente no se anda con chicas. Bajá los
decibeles éticos y tratá de confrontar lo menos posi-
ble. Tal vez con una retractación pública se confor-
me.
-¡¿Una retractación?! ¡¿De qué cuernos estás hablan-
do?!
-Estoy hablando de hacer lo que más te conviene, se-
ría bueno que entiendas razones.
-Eso es algo que no puedo hacer.
-Por ahí lo pensás mejor en una celda, entonces. Mi-
rá, no quiero que te enojes conmigo, ni tampoco que
me juzgues, ¿okay? Viniste a pedirme consejo, y co-
mo me considero tu amigo, y te aprecio, te digo lo
que me parece mejor para vos; y antes de que me di-
gas nada, te aclaro que es éso solamente, sin ningún
tipo de consideración para con Calvo, que no me in-
teresa y hoy por hoy, parece que tan mal no le va.
Imaginate que la va a tener que levantar, ahora. No
le va a ser fácil volver, porque por más que los com-
pañeros lo reivindiquen, y lo apoyen, en el fondo te-
men que con este antecedente les piante votos. Por
eso te digo, haceme caso, no soy un improvisado y
vos lo sabés; así que me comprometo a hacer lo que
sea en tu favor, sin entrar directamente en la causa.
¿Te va?
103
Gabriel Cebrián

-Te agradezco, Ezequiel, pero voy a pensar bien qué


hacer.
-Está bien, pero tené en cuenta lo que te dije. No lo
eches en saco roto por calentura, o por lo que sea.
-Bueno, gracias, te dejo trabajar tranquilo.

Cuando dejó primero el despacho, luego la antesala


dominada por la beldad llamada Yani, y finalmente
el edificio, iba pensando que debía agregar un sospe-
choso más a la lista. Otro con el que ya había habla-
do más de la cuenta.

VIII

Pasó por su casa, tomó una ducha reparadora, bebió


una cerveza, chequeó por teléfono que Marisa estu-
viera en casa y hacia allí se dirigió, esta vez en su
Ford Fiesta que no hemos mencionado antes, dado el
escasísimo uso que los poetas suelen dar a sus vehí-
culos, en el raro caso que hayan podido acceder a u-
no.
La cosa es que poco después estacionaba frente al e-
dificio en el barrio del hipódromo donde solía vivir
hasta hacía un mes atrás. Bajó del auto, activó la a-
larma ya vieja que anunciaba su puesta en funciona-
miento con una voz cibernética que decía, precisa-
mente, alarma activada, y, aún cuando todavía con-
servaba la llave de aquel edificio en su llavero de
plata con las iniciales DB, tocó el botón correspon-
104
Ignis fatuus

diente al 3 b. Como había ocurrido noches antes en


su casa, el chirrido le indicó que podía pasar, sin el
previo chequeo por el intercomunicador. Ingresó al
porche y observó que la portera estaba utilizando,
como siempre, la excusa del lampazo para chusmear
y llevar el mayor control posible de los ingresos y
egresos en cada departamento. Y allí estaba él, que a
estos efectos parecía constituir la cereza del helado
de aquel día y vaya a saber de cuántos más. Hola,
don, ¿cómo anda, tanto tiempo? Preguntó, fingiendo
cortesía pero con implicancias semánticas presunta-
mente veladas que, por cierto, no lo eran tanto. Bien,
respondió con una parquedad de la cual podría decir-
se exactamente lo mismo, mientras oprimía el botón
del ascensor esperando que no estuviera muy lejos y
lo sacara de allí a la mayor brevedad.
Marisa abrió la puerta y volvió sobre sus pasos, sin
siquiera saludarlo. Él la cerró; luego la siguió, y sen-
tándose que hubieron a la mesa del living, se enfren-
taron por vez primera. La impresión que le causó
verla fue mayúscula. Estaba absolutamente demacra-
da, desgreñada y otros tantos calificativos que dejaré
al buen tino e intuición del lector. Aparte, a todas lu-
ces ebria, como también podía inferirse de la botella
de Johnnie Walker por la mitad que estaba a su dies-
tra. Permanecieron unos momentos en silencio. Ba-
rragán -si bien como ya se ha dicho, tenía bastante
experiencia en este tipo de situaciones, y como tam-
bién ha sido consignado, era dueño de un temple si-
no frío, aplomado-, se sintió por demás incómodo, a-
sí que, un poco por necesidad y otro poco para rom-
105
Gabriel Cebrián

per el molesto silencio, preguntó si podía tomar un


vaso y servirse un trago también él. Por toda res-
puesta obtuvo el desprecio reflejado en esos ojos a-
cuosos y rojizos; así que se levantó, se munió de di-
cho recipiente, se sirvió una buena dosis, encendió
un cigarrillo y decidió dejar pasar unos minutos para
dar la iniciativa a su ex pareja. Si luego de un pru-
dencial lapso la decaída mujer no la tomaba, diría al-
guna cosa quizá excusatoria, quizá componedora
hasta y solo hasta cierto punto, y se iría de allí. Pero
Marisa, al tanto tal vez de los mecanismos psicológi-
cos del Ilustre, no se la iba a hacer tan fácil.
-Qué hacés, cobarde –le espetó, mostrando todo el
resentimiento que ya podía adivinarse en su expre-
sión y en su estado general.
-No empieces así. No he venido para que me insul-
tes.
-Te merecés mucho más que insultos.
-Probablemente merezca otra cosa, sí, pero supongo
que estamos pensando en cosas distintas.
-Qué, te merecés, vos... –afirmó más que preguntar.
-Y, mínimamente, un poco de comprensión.
-¿Vos? ¿Vos, hijo de puta, necesitás comprensión?
¿Y yo qué? ¿Yo no necesito nada?
-Probablemente merezcas muchas cosas, y estoy se-
guro que debe ser así, pero lamentablemente, yo no
puedo darte lo que vos necesitás.
-A mí no me vengas a hacer alarde con frasecitas he-
chas, “escritor”.
-Pará de insultarme y de ironizarme, nada bueno va-
mos a sacar de ese modo.
106
Ignis fatuus

-Nada bueno puede sacarse de una basura como vos.


-¿Ves? Si la cosa va a seguir por estos carriles, apro-
vechá a putearme mientras termino el whisky y des-
pués me voy.
-Siempre salís disparado cuando las cosas no resul-
tan como vos querés, ¿no es eso?
-Nada me obliga a quedarme en donde no quiero. Y
a vos tampoco. A mí no se me hubiera ocurrido ba-
surearte, en el supuesto caso que hubieras decidido
dejarme. Aparte, pensé que era una decisión consen-
suada. No entiendo por qué me tirás todo el fardo a
mí.
-Hacete el boludo que te cuadra perfecto.
-Es evidente que vine al pedo. No vamos a entender-
nos, en estos términos, ya te lo dije.
-¿Quién es, la putita?
-¿A quién te referís?
-A la putita que estaba con vos la otra noche, en la
entrada de tu edificio.
-¿Qué estabas haciendo vos, a esa hora, estacionada
enfrente? ¿Acaso estabas espiándome?
-No me contestaste.
-No tengo por qué contestarte, y mucho menos, darte
explicaciones acerca de lo que hago o dejo de hacer.
Son cosas mías.
-Ah, ¿sí? Claro, está bien, son cosas tuyas. Son cosas
tuyas que no sepas discriminar quién está con vos
porque te quiere y quién lo hace para sacar prove-
cho.
-¿De dónde creés que sacás fundamento para asegu-
rar una cosa así?
107
Gabriel Cebrián

-Bastaba con verla. Esperándote sentada ahí. Ni bien


la vi supe que estaba esperándote a vos. Es justo la
clase de buscona que agarra a un viejo lascivo y con
guita o poder para dejarlo seco como una pasa. ¿O
qué creés? ¿Qué está con vos porque sos atractivo?
-Mirá, yo no te ofendo...
-Ah, no, claro, vos no me ofendés... caradura. Yo sí
que te conozco bien y estaba con vos para ayudarte,
para apuntalarte, para que no te deprimas, para con-
vencerte de que algún día ibas a ser capaz de escribir
algo más importante que los cuentitos ésos que si
son célebres lo son nada más que porque está el apa-
rato multimedia detrás. Yo conozco tus frustracio-
nes, tus incapacidades, como por ejemplo la de es-
cribir esa novela que nunca lograrás, para acreditarte
como real autor y dejar de ser un mero periodista
con veleidades. ¿Qué le hiciste creer a esa putita?
¿Que sos Michel Houellebecq? ¿O es que no le im-
porta, mientras pueda sacar su tajada?
-Pará, pará un poco, ya me estás cansando.Yo sabía
que era una muy mala idea venir acá. Y si lo hice es
por respeto a los años que pasamos juntos, nada más.
-¡Sos un hipócrita! ¡Sabés muy bien que estás min-
tiendo! ¡Sabés muy bien que viniste porque se te cae
la cara de vergüenza, porque sabés que todo lo que
te digo es cierto!
-Tratá de que no se enteren los vecinos.
-¡¿Qué mierda me importan, los vecinos?!
-No sé, es tu casa. Controlate un poco, si querés que
hablemos.

108
Ignis fatuus

-¡Los años que pasamos juntos, decís, hijo de puta!


¡Bien que te cagás en los años que pasamos juntos!
-Esto no da para más –observó el Poeta, heridos tan-
to su ánimo como su sensibilidad ante tamaña mues-
tra de mal gusto, mientras apuraba el trago y se in-
corporaba para marcharse. Entonces fue cuando ad-
virtió que un gran caudal de agresividad aún no ha-
bía hallado su cauce, y que se proyectaba violenta-
mente hacia él, como intentando canalizarse en su
totalidad antes que se fuera. Marisa se incorporaba a
su vez, gritando a voz en cuello otros cuantos epíte-
tos que ya no vienen al caso, y garras en ristre, inten-
taba arañarle la cara. Y lo consiguió. Esto lo enarde-
ció, los insultos e improperios, merecidos, o no, va-
ya y pase, pero la agresión física estaba muy de más,
por lo que aplicó un contundente revés a la cara de
su atacante, arrojándola al piso junto con la silla en
la que había intentado sostenerse luego del impacto.
Esta vez la espera del ascensor se le hizo más dra-
mática aún que la anterior, entre escandalosos insul-
tos y acusaciones, aunque no había sido él quien ini-
ció las vías de hecho. La mejilla izquierda le ardía.
Se miró en el espejo del ascensor, un par de surcos
de un rojo intenso la atravesaban. Cuando abandona-
ba el edificio la portera, parapetada detrás del lampa-
zo, solamente lo observó.

109
Gabriel Cebrián

IX

Atribulado, herido tanto en el honor como en la me-


jilla, no del todo seguro de que las monstruosidades
que acababan de enrostrarle fuesen ciertas; atosiga-
do por hipótesis y más hipótesis acerca del remitente
de los extraños anónimos; amargado por el recurren-
te sinsabor que le provocaban primero la liberación
de Raimundo Calvo y luego las acciones judiciales
que iniciaría en su contra; perplejo por la escasa con-
sideración mental que la reciente noticia de la muer-
te de su hijo le requería; inestable, debido a la consi-
deración mental que por el contrario sí le exigía su
nueva relación amorosa; molesto por las frustracio-
nes en el plano artístico que con tanta crudeza acaba-
ban de señalarle; en fin, estupefacto, se detuvo en la
farmacia de diagonal 80 y 49 a comprar alcohol y
vendas. Si bien era solamente un arañazo, era pro-
fundo, y las condiciones de higiene en las que había
observado a Marisa aseguraban la suficiente mugre
en las uñas como para provocarle una infección.
Volvió a su auto, vertió un buen tanto de alcohol en
el cuenco de su mano izquierda y lo aplicó sobre el
pómulo, esperando el ardor; pero éste se hizo más
intenso en su ojo, que recibió una buena parte a cau-
sa del error provocado por la celeridad de una ma-
niobra que pretendía, paradójicamente, hacerlo me-
nos cruento. Así las cosas, pestaneó unos segundos,
aguardó que la zona herida se secase para no arrui-
nar el pegamento, y colocó los apósitos, con mucho
110
Ignis fatuus

cuidado y observando la maniobra en el espejo retro-


visor. Luego encendió el motor y salió; iba hacia la
Plaza San Martín, pero en rigor de verdad, eso es so-
lamente la referencia obvia del itinerario inmediato.
En su subjetividad, no sabía hacia dónde ir (vaya
sintagma éste, susceptible de ser interpretado en más
de una tipología lógica).
Tomó por la avenida 7 y se fue alejando del centro.
Ya el sol se ocultaba por allá por el lado de La Lo-
ma. Conducía y trataba de mantener su ecuanimidad,
que se le aparecía como una minúscula boya de cor-
cho periclitando en el ojo del remolino. Cualquier
persona de ésas que andaban por ahí, el flaco aquél,
o el líder de esos chicos malos que estaban por allá
pasándose la botella de cerveza, cualquiera de ellos
podía ser el gatillo inervado por una mente externa y
a través de neurotransmisiones contantes y sonantes.
Cualquiera de ellos podía pegarle un tiro en la cabe-
za por encargo, más en estos días. Siempre había
pensado que eran tipos como Calvo los que iban por
la vida generando enemistades peligrosas, pero a te-
nor de cómo se venían desarrollando las cosas, pa-
recía ser que una cierta bajeza humana de la que re-
cién ahora se estaba desayunando había pasado el ra-
sero y los había igualado. Había por ahí gente que
podía hallar mucho placer en enterarse que le habían
abierto un tercer ojo con un 38, como por ejemplo
sus ex mujeres, el ex cuñado que abandonaba asque-
ado los bares en los que lo encontraba, un peso pesa-
do del ámbito político-sindical (nada menos) y su
banda de regulares e irregulares, en fin. Había come-
111
Gabriel Cebrián

tido uno de los peores pecados que un hombre puede


cometer; más, uno que se tiene por inteligente: ha-
bía sido ingenuo. Había omitido un simple mecanis-
mo de acción y reacción, ése que metafóricamente
asoció con la cámara de gases que eyecta las cápsu-
las vacías para cargar el próximo proyectil. Tal vez
Freud haya tenido algo de razón, finalmente, tal vez
la proyección idealizada del razonador telúrico Vil-
ches lo hubiese obnubilado de modo tal que no había
advertido que bien podía resultar fatal tocarle el culo
a Belcebú fuera de algún que otro aquelarre.
Encendió un cigarrillo y advirtió que Vilches hacía
lo propio en el asiento de al lado. Qué bueno que es-
tés por aquí, le dijo, y Vilches, sin responder, bajó la
ventanilla y exhaló una columna de humo que se dis-
paró vertiginosamente hacia fuera. “Fíjate” en la si-
tuación que nos encontramos, añadió, asumiendo la
formalidad idiomática española como lo hacía en sus
relatos. En la situación que te encuentras tú, zopen-
co, querrás decir. Pa’ mí no pintan tan mal las co-
sas. Si vas a la cárcel tendrás mucho tiempo para
dedicarte a mi saga. No vas a comenzar a ironizar-
me también tú, Bruto, se defendió el Poeta, intentan-
do al propio tiempo dejar sentada su paternidad. Vil-
ches sonrió, y una voluta de humo se desprendió de
entre sus dientes amarronados por el tabaco y fue a
estrellarse contra el ala de su chambergo antes de di-
fuminarse en las turbulencias producto de la ventani-
lla abierta. Solo he vení’o a darte unos detalles que
mejorarán tus capacidades operativas. Por ejemplo,
debes escluir de plano a Marisa como sospechosa
112
Ignis fatuus

de haber mandáo esos anónimos atribuidos a mi


güen amigo el Tape. ¿Tu buen amigo? Preguntó
sorprendido Daniel. Claro, de no haber sido por él,
jamás hubiera tenido casos tan interesantes pa’ de-
sentrañar, qué crees. ¿Y por qué supones que debo
excluir a Marisa? Inquirió el Insigne, dispuesto a a-
provechar cada fracción de segundo que durase a-
quella suerte de asesoramiento profesional interfaz.
Porque cuando recibiste el primer anónimo, aún no
la habías herido, pedazo de opa. Ni siquiera habías
conocido aún a la tal Rosario, y con esa sí, ojo, que
siguramente algo se trae. No sé si tiene que ver o no
con las cartas, pero hay algo en ella que no me cie-
rra. ¿Puedes ser más específico? Requirió el Egre-
gio, con los fantasmas alborotados –los propios y los
recientemente instilados por Marisa-, a causa de un
presunto interés espurio en el accionar de la joven.
No, no aún. ¿Y ahura qué vas a hacer? ¿Vas a po-
nerte a dar vueltas en tu carro como un estúpido do-
minguero sin nada que hacer, mientraj el enemigo
sigue ejecutando sin prisa y sin pausa toda clase de
acciones tendientes a provocar tu ruina? ¿Y qué se
supone que debo hacer? (ésta fue quizá la pregunta
más torpe de cuantas había formulado, cosa que ad-
virtió en el mismo momento que le daba voz). Cual-
quier cosa menos ponerte a pasear en tu coche como
un tipo al que no le pasa nada. Barragán iba a re-
querirle, nuevamente, que le cursara pistas o pautas
de acción más sólidas cuando advirtió que ya no es-
taba allí. Había dicho lo suyo, y había desaparecido,
si es que alguna vez apareció en otro plano que no
113
Gabriel Cebrián

haya sido el de su propia imaginación, que parecía


ganar terreno a medida que las dificultades iban su-
mándose y creciendo como una bola de nieve. La
parte buena del asunto era que siempre, lo sabía, Vil-
ches iba a andar por allí, para echarle una mano
cuando fuera necesario.

Así que como se dice, pegó la vuelta. En la casa de


sombreros de 55 entre 7 y 8 se munió de un elegante
funyi7 de fieltro negro, y en la óptica de la vuelta un
par de anteojos, oscuros vistos desde fuera, pero que
permitían a contrario una casi plena visibilidad, aún
con poca luz. Andando ahora rápidamente, temien-
do que pudiesen cerrar los negocios antes de que ter-
minara de procurar los elementos necesarios para el
camouflage, se llegó hasta una casa de disfraces y
vestuarios teatrales, por ahí por el barrio de la esta-
ción de trenes, y alcanzó a ingresar justo cuando ya
estaban bajando la cortina metálica. Allí adquirió
barba y bigotes postizos de una calidad y realismo
extraordinarios. La ropa era más difícil, sobre todo
en verano. No cualquier prenda combinaría con el
funyi, y si no observaba cuidado en los detalles, lla-
maría la atención de una manera terrible.

7
Especie de sombrero pequeño y de ala puntiaguda hacia ade-
lante, utilizado especialmente por tangueros y compadritos.
114
Ignis fatuus

Guardó el auto en el estacionamiento a la vuelta de


su casa y salió, cargando los avíos recién compra-
dos. Saludó al encargado del garage y se dirigió a su
departamento. Pese a mirar atentamente cada detalle
del entorno, no notó nada ni nadie fuera de lo nor-
mal. Mejor. No era bueno que lo vieran cargando
bolsas o paquetes, ya que de alguna manera los ace-
chadores podían inferir lo que iba a intentar hacer,
que no era otra cosa que acecharlos a ellos.
Ingresó al living, encendió la luz y lo primero que
hizo fue fijarse si le habían dejado algún otro sobre.
Parecía que no, tal vez la cuestión esa había pasado,
aunque lo consideraba poco probable. Dejó el pa-
quete y las bolsas sobre la mesa, tomó una cerveza
del refrigerador, la destapó con el encendedor y be-
bió del pico. Estaba cansado, si bien no había desa-
rrollado una gran actividad física; no en vano se ha
comprobado que el órgano que consume mayores
cantidades de energía es el cerebro. Un par de minu-
tos de descanso, beber la cerveza en paz, seguramen-
te le darían una mayor cota de lucidez después,
cuando seguramente le resultaría más necesaria.
Luego de esta pausa reparadora, en la que sopesó la
estrategia llegando a la conclusión de que, prima fa-
cie, era buena, hurgó en su armario para determinar
cuáles prendas ayudarían tanto a ocultar su verdade-
ra personalidad como a pasar lo más desapercibido
posible. Halló un viejo traje de hilo de su padre, que
había conservado con la idea de aprovechar el fino
tejido italiano, sastre de por medio, toda vez que su
padre había sido bastante más corpulento que él. Por
115
Gabriel Cebrián

suerte, nunca lo había achicado, porque la holgura


jugaba ahora un rol preponderante en ese plan. Así
que se lo puso como estaba, arrugado y algo sucio.
Se colocó bigotes y barba con bastante pegamento,
observó que las vendas en la cara probablemente
también contribuirían a un mejor enmascaramiento,
y luego hizo lo propio con funyi y anteojos. Ni su
propia madre, si hubiese estado viva y mediana-
mente lúcida, habría podido reconocerlo. Mas todos
estos aprestos habrían resultado vanos si los fisgones
lo veían salir y adivinaban su movida, así que miró
por la ventana que daba a la calle 15, y no observó
automóviles ni personas que pudieran estar vigilán-
dolo. Luego hizo lo propio con la ventana que daba a
la diagonal 76 y, desde la de la pieza, observó la 41,
con idéntico resultado. No había tiempo que perder.
Salió raudamente, celebró que no hubiera nadie en el
descanso, ni el en ascensor, ni en el vestíbulo. Ya es-
taba en la calle; quizás alguien, desde alguna venta-
na o apropiadamente oculto, lo habría visto, pero no
podía tener todo bajo control. Mal que le pesara, co-
mo al Zarathustra nitzscheano, no era dios.
Caminó por la diagonal hasta la esquina de 40 y 14.
Desde allí dominaba la Plaza, zona de influencia de
Rosario y sus amigos juveniles, y también tenía una
lejana pero despejada vista de la puerta de su edifi-
cio. Se sentó en el pasto, que estaba un poco húmedo
pero era mejor que quedarse allí parado, con su as-
pecto un tanto llamativo a pesar del esfuerzo en con-
trario, en una esquina en la que no paraban ómnibus
ni taxis, ni nada de eso, y que sin embargo era de
116
Ignis fatuus

profusa circulación de tránsito. Allí permaneció, mi-


rando lo más disimuladamente posible en todas di-
recciones, con la paciencia del pescador que sabe
que por ahí aparecerá, indefectiblemente, el pique.
Fumó un par de cigarrillos, cruzó al kiosco por una
lata de cerveza y percibió en cierto aire de perpleji-
dad mal disimulado por el pibe que se la vendió, que
su apariencia podía llegar a ser un poco más extrava-
gante de lo que le había parecido al contemplar el
modelo terminado en el espejo del baño.Y bueno.
Estaba terminando de beberla, junto con su tercer ci-
garrillo, cuando observó a una persona, al parecer
joven y de sexo masculino, merodear por la puerta
de su edificio. Ahí está, se dijo con una certeza que
tenía mucho de corazonada y muy poco, por supues-
to, de basamento objetivo. Se incorporó y caminó
resueltamente pero con disimulo, sin perder de vista
al joven que parecía haber tocado el portero eléctrico
y a continuación descendía los escalones y volvía a
la vereda. Está tanteando, pensó. Está tocando tim-
bre arbitrariamente, esperando que alguien le abra
para arrojar otro sobre por debajo de mi puerta. A-
puró el paso, bien pegado contra la pared, fuera del
ángulo visual del joven que, ahora frente al portero
otra vez, no podía divisarlo. Cuando iba llegando, lo
oyó decir: Disculpe, soy del 4° c. Se me cerró la
puerta y me quedé afuera, ¿no me abriría, por fa-
vor? Entonces se plantó de frente a la puerta y le es-
petó:
-No recuerdo haberte visto por acá. ¿De qué piso de-
cís que sos?
117
Gabriel Cebrián

No fue más que oírlo, mirarlo y salir como alma que


lleva el diablo. Cuando sorteó los escalones de un
solo salto, casi arroja al Poeta al medio de la calle,
tal el ímpetu de la huída. Corrió por la diagonal,
mientras Barragán se esforzaba por seguirle el paso,
dispuesto a no perder la oportunidad magnífica que
se le había presentado. El joven dobló por 42 para
18, y siguió corriendo a un ritmo que, dada la dife-
rencia de edad existente entre perseguido y perse-
guidor, resultaba imposible de mantener para nues-
tro Ilustre amigo, quien resoplando, se apoyó en la
pared y se quedó viéndolo como se alejaba definiti-
vamente. A poco volvió sobre sus pasos, recogió el
funyi que había perdido unos veinte metros atrás, y
lamentó la circunstancia de que no solamente no ha-
bía sacado nada en claro del affaire, sino que enci-
ma, había puesto en evidencia su táctica transformis-
ta sin rédito alguno.
Antes de llegar a su edificio, un viejo Renault 12
negro con dos hombres a bordo se detuvo a su lado.
El que venía del lado de la ventanilla se dirigió a él y
con toda cortesía le preguntó Dígame, caballero,
¿cómo hago para llegar a Plaza Moreno? El Maes-
tro estaba procediendo a indicarle el camino cuando
quedó congelado en más de un sentido: el fulano a-
quél, sin decir agua va, le tomó una foto, las luces
del flash quedaron flotando como fuera de él cuando
en realidad lo hacían en su retina. De más está decir
que aquel vetusto Renault 12 salió picando casi co-
mo lo hubiera hecho un Fórmula 1.

118
Ignis fatuus

Tercera parte
(The anger & the damage done)

No está muerto quien puede yacer eternamente,


y con el paso de los años la misma muerte puede
morir.

Howard Phillips Lovecraft

Mientras se quitaba el atuendo que tan poco resulta-


do le había dado, maldiciendo su ineptitud en este
rubro en el que sin embargo parecía ser tan solvente,
solo que en el plano de la ficción, trataba de diluci-
dar qué diablos era lo que estaba sucediendo. El chi-
co al que con tanta ingenuidad había dejado escapar,
dándole oportunidad de correr en lugar de abalanzar-
se sobre él de entrada nomás y detenerlo, o bien era
un pilluelo o un ladrón intentando ingresar al edifi-
cio para ver qué podía robar, o bien era el emisario
del autodenominado Servando Millán. Se inclinaba,
obviamente, por esta segunda hipótesis. Los del Re-
nault 12, seguramente, eran su grupo de apoyo, y es-
ta especie parecía hallar fundamento también en que
cuando se fueron, siguieron el mismo camino. Pero
antes le habían tomado una foto, un rotundo primer

119
Gabriel Cebrián

plano. ¿Para qué habrían hecho tal cosa? No podía i-


maginarlo. A no ser que quisieran tener su imagen
caracterizada para ilustrar a eventuales agentes sola-
pados. Pero ésa era una interpretación de los hechos
muy rebuscada, tenía que haber una mucho más sim-
ple, pero que no atinaba a descubrir. Dejó el traje
tirado sobre el piso, se arrancó los bigotes y la barba
y los dejó sobre la mesa. Se quedó en calzoncillos,
tomó otra cerveza del refrigerador, la abrió, otra vez
usando como palanca el encendedor, se arrojó en el
sillón, encendió un cigarrillo e intentó relajarse. Sus
pensamientos derivaron hacia Rosario. No lo había
llamado en todo el día. Tal vez la joven, luego de
mostrarle sus poemas y habiendo advertido la conni-
vencia empleada por el Insigne en la valoración de
los mismos, había dado por terminado su cometido
en lo que a él respectaba, y había desaparecido. No
tenía teléfono en el cual ubicarla, y todo lo que sabía
era que probablemente viviera más o menos cerca; o
sea, dependía exclusivamente de la voluntad de ella
que volvieran a encontrarse o no, y esto, que en un
principio le había parecido por demás adecuado, a-
hora lo experimentaba como un craso error. Aunque
pensándolo bien, tal como parecían venir barajados
los acontecimientos, lo más aconsejable sería mante-
nerla apartada de todas las problemáticas que de
buenas a primeras lo habían puesto fuera de control.
Claro que ésa era una consideración que operaba ú-
nicamente en el plano intelectual, dado que su emo-
cionalidad, ajena a razones de cualquier ídole, con-
tinuaba agazapada en algún lugar de su interior, a-
120
Ignis fatuus

guardando que sonase el teléfono. Y como al destino


le gusta, por lo general, echar una de cal y otra de a-
rena, casi como a la invocación de sus sentimientos,
el celular sonó:
-Hola.
-Hola, Daniel, ¿cómo estás? –Era una mujer, claro
que esperando oír la voz de Rosario, y al no recono-
cerla, tardó unos breves y dubitativos segundos en
reconocer la voz de Lisa, la esposa de Ezequiel.
-Hola, Lisa, ¿cómo estás vos?
-Acá andamos. ¿Qué estabas haciendo?
-Nada en especial, tomando una cerveza.
-¿Estás solo?
-Sí.
-¿Puedo a ir a tomar unas cervezas con vos, y charla-
mos un poco?
-¿Te parece buena idea?
-A mí, sí. ¿A vos?
-No, a mí también claro, es que...
-Bueno, está bien, si no querés, o te comprometo,
puedo entenderlo.
-Entendeme bien, lo que no me parece prudente es
que nos encontemos acá, en casa. Ayer nomás apare-
ció Marisa y me hizo un escándalo –mintió a me-
dias. -Aparte Ezequiel, o alguno, puede ver tu auto,
y viste, a quién le vamos a decir después que nos en-
contramos para conversar...
-Está bien, pero mirá: Ezequiel está en una reunión
política en Buenos Aires, y no vuelve hasta las seis o
siete de la mañana. Bueno, reunión, eso es lo que él
dijo, claro. En todo caso, decime vos adónde querés
121
Gabriel Cebrián

que nos encontremos. Eso, si tenés voluntad de ha-


cerlo.
-Y, así, de golpe, no se me ocurre nada. Si venís con
el auto, pasame a buscar por la esquina de 16 y 41 y
vemos.
-¿En media hora está bien?
-Está bien, sí.

Lisa estaba preciosa. Un delicado perfume enarde-


ció al sensible Artista ni bien se inclinó para salu-
darla con un beso, si se quiere amical en la forma
pero cargado al instante de apetencias de otra índole.
Ya no le cupieron dudas del derrotero que el encuen-
tro tomaría, y no sintió remordimientos ni culpas por
cualquier persona que fuera a sentirse engañada.
-¿Adónde querés que vayamos? –Preguntó ella, dán-
dole la iniciativa desde esos pruritos femeninos que
conducen a la contraparte masculina a asumir la de-
cisión que ellas ya hace rato que han tomado.
-Te iba a decir que tomes por el Camino Centenario,
pero por ahí si vuelve Ezequiel...
-Oh, vamos, dejémonos de joder. Seguramente esta-
rá con la turrita ésa que tiene de secretaria, así que
en todo caso no le va a dar para joder mucho que
digamos.
-Claro, eso en lo que respecta a vos. A mí segura-
mente va a tener unas cuantas cosas para reprochar-
me.
-Mirá, vamos tranquilos, viste. No vamos a andar es-
condiéndonos como si estuviésemos haciendo algo
malo.
122
Ignis fatuus

-¿No estamos haciendo algo malo?


-No sé. Ya veremos. Eso no se sabe hasta después
que se hace.
-Me gusta tu lógica.
-Aparte, no hay que pensar que todo lo que puede re-
sultar desagradable tiene necesariamente que ocurrir,
no hay que ser tan pesimista, ¿no te parece?
-Decíselo a mi vida.
-Hablando de eso, ¿qué te pasó en la cara?
-Marisa.
-¿Te arañó?
-¡Si te parece, hija de puta!
-¿Qué le hiciste?
-No sé, yo creía que nos habíamos separado por de-
cisión de ambos, pero parece que ella tenía otra idea,
y cuando me negué a retomar una relación agotada,
se brotó.
-Hay gente que no se banca que la dejen.
-¿A quién te referís?
-Lo dije generalizando, pero ya que preguntás, me
refiero, por ejemplo, a Ezequiel.
-Ah, ¿sí? ¿Intentaste dejarlo?
-Hace como seis meses que le propuse terminar, pe-
ro viste como es. Vive de la figuración. Seguro que
no me puede ver ni en figuritas, pero fijate, justo él,
el exitoso, triunfador, avasallador profesional y ope-
rador político, enfrentándose a la decisión de su pro-
pia esposa de abandonarlo... ¡no le cabe en la cabe-
za! Reacciona desde un orgullo tan banal como lo es
él mismo.
-No digas...
123
Gabriel Cebrián

-Aparte, ¿qué va a decir la hipócrita sociedad platen-


se? ¿Qué van a decir su papá, su mamá, sus amigos
profesionales, legisladores, etcétera, etcétera, etcéte-
ra?
-¿Te parece que es tan así?
-No me parece, lo sé.
-Si vos lo decís...
-Pero no hablemos más del idiota ése.
-Como quieras. Pero vos sabés que lo fui a ver, hoy
temprano, a su estudio.
-Ah, ¿sí? ¿Para qué?
-Por un despelote judicial que se me armó.
-Contame.
Ya habían pasado el distribuidor. Antes de contarle,
consultó mentalmente con un Vilches esta vez en off
respecto de la oportunidad de seguir adelante o no
con el tema. Si bien en esta modalidad los mensajes
del telúrico investigador no le llegaban tan claros y
distintos, creyó no obstante que de algún modo lo a-
valaba en la decisión de dar traslado a Lisa de lo su-
ficiente como para extraer, a su vez, datos que pu-
dieran encarrilar un poco su hasta ahora deplorable
pesquisa.
-Pasa que revieron la causa de Raimundo Calvo, ¿lo
tenés?
-Sí, todo el mundo ha oído de él.
-Bueno, parece que ahora va a hacernos juicio, al
diario y a mí.
-Ahá. Lo fuiste a consultar por eso, entonces.
-Claro. Pero me llevé un chasco.
-Decímelo a mí, el chasco que me llevé yo con él...
124
Ignis fatuus

-En mi caso, el chasco fue que nomás le conté, y le


pedí que me patrocine, me vengo a desayunar que
está trabajando en el movimiento político de Calvo.
-¿Ves por qué me quiero abrir? El boludo ése se cree
muy águila pero va a terminar desplumado.
-¿No sabías vos eso?
-¿Yo? ¿Estás en pedo? No sé nada ni me interesa.
Hace años que no hablamos más que para dirigirnos
reproches, o puteadas.
-Qué mal. No sé cómo pueden aguantar una situa-
ción así.
-Lo que es yo, no aguanto más. Por eso quería hablar
con vos. Necesito contagiarme un poco de tu ener-
gía.
-No sabés lo que decís. Si por casualidad llegara a
ocurrir algo así, podrías terminar peor que Juana de
Arco.
-Dale, dejate de joder. Puedo entender que estés de-
primido por lo de Lucas. Sinceramente, todo lo de-
más me parece una pelotudez, en comparación.
-Seguro, seguro.

II

Se detuvieron en un bar del Camino llamado Pancho


Villa. Buscaron una mesa apartada y oscura, él pidió
un escocés y ella, aparentemente con una capacidad
de adaptación al entorno digna del Zelig de Woody
Allen, un tequila. Se lo sirvieron en una delicada co-
125
Gabriel Cebrián

pita transparente que dejaba ver en el fondo, en lugar


del tradicional gusanillo, una cereza (mucho más
propio para una dama fina como aquella). Daniel es-
taba tan embelesado por la que hasta dos días atrás
había merecido su absoluto respeto -y ninguna con-
sideración en el plano erótico, dada la vinculación
marital con su amigo-, que había arrojado al desván
de su mente a la propia Rosario, y ésas le parecieron
buenas noticias. De pronto se sintió ajeno, despega-
do del mundo entero. El mundo solo traía consigo
problemas, y esta amarga certeza le hizo pensar que
quizá hasta podría alcanzarse el estado alfa por la vía
de la desesperación; y caviló, derivando en los cau-
ces de esa vertiente hindú que emergía como un me-
ro y endeble escudo defensivo, en la posibilidad de
quedarse solamente mirando las ruedas rodar y ro-
dar, como aconsejaba en teoría y práctica el pobreci-
to de Lennon, y fíjense cómo le fue...
-¿Qué pensás hacer? –preguntó Lisa, de pronto, reti-
rando al Ilustre del crepitar brahmánico en su mente.
-¿Eh? ¿En qué sentido, me lo preguntás?
-Digo, que qué pensás hacer con tu vida.
-Mirar las ruedas.
-¿Cómo decís?
-Mirar las ruedas, como decía John Lennon, ¿te a-
cordás? I´m just sittin´ here watching the wheels go
round and round... –cantó el Juglar.
-Estás un poco loco, ¿sabías? Te comportás como un
chico.
-Entonces erraste el diagnóstico. Eso suena más a o-
ligofrenia que a locura.
126
Ignis fatuus

-Ves, me hacés reír.


-Qué bueno. Yo estaba a punto de echarme a llorar.
-Eh, qué pasa...
-No, digo, de éxtasis místico.
-Estás diciendo cualquier cosa. Pero me resulta so-
beranamente divertido. Con el imbécil de tu amigo
me pudro como un hongo. ¡Es tan pesado..!
-Otra vez estás hablando de él, viste.
-Sí, disculpá, pero vivo con él, qué querés que le ha-
ga.
-Ah, no sé, querida, a buen puerto vas por leña... no
sé, mirá las ruedas, vos también. Podríamos abrir un
ashram, ¿te parece?
-Únicamente si incluye el tantra.
-Mujeres...
-Hombres...
-Che, este diálogo se puso tan lineal, de repente, que
parecemos marido y mujer, ya.
-Ves que sos loco...
-Sí, puede ser. Tal vez me dedique a hacer versos
místicos onda Jacobo Fijman, en la cárcel.
-Che, pero ¿tan grave es?
-No creo. Supongo que a lo mejor me arruinan en un
sentido anímico y financiero, pero como pienso que-
darme sentado mirando las ruedas correr... ¿Pedimos
otra copa?
-¿Por qué no la pedimos en el hotel, mejor?
-Esperá un cachito, que así no son las cosas.
-¿Le debés lealtad a tu amiguito?
-No, es una simple cuestión de estilo que tu genera-
ción ya no respeta. Dejame la iniciativa a mí. Te re-
127
Gabriel Cebrián

formulo la pregunta. Entonces, ¿vamos a tomar una


copa al hotel?
-¡Me encantaría! –Se sumó a la parodia, con un deli-
cioso donaire histriónico.
-Mejor así. Me siento menos intimidado.

Pagaron, salieron y unos pocos minutos después to-


maron una de las suites más suntuosas de un motel
cercano. Ni bien ingresaron, Lisa comenzó a quitarse
la ropa aduciendo que hacía calor allí; Barragán le
sugirió que encendiese el acondicionador de aire, y
ella se quedó viéndolo como tratando de traducir tal
indicación a su verdadera intencionalidad, conciente
o aún inconciente. Él no se hizo cargo; comenzó a
desabotonarse la camisa con una mano, en tanto con
la otra levantaba el tubo del intercomunicador y soli-
citaba champagne. Cuando cortó, recibió la diferida
respuesta a su indicación:
-Prefiero el jacuzzi –dijo, mientras se quitaba una
lencería tan fina y sugestiva que el Esteta hubiera
preferido conservase un buen rato más, quizá incluso
durante el acto carnal propiamente dicho. Pero estas
chicas de hoy día...
Esperó que llegara la bebida y, ya desnudo también
él, se metió en el agua tibia y bullente. Luego sirvió
las copas.
Comenzaron a beber en silencio, sus flancos en con-
tacto.
-Es extraño –dijo al cabo Lisa.
-Ya lo creo que es extraño, a cualquier cosa que se te
ocurra referirte.
128
Ignis fatuus

-Digo que es extraño que me encuentres atrevida, o


que al menos lo sugieras, como lo hiciste hace un ra-
to en el bar.
-No, pero yo no quise decir... –comenzó a excusarse,
pero ella lo interrumpió:
-No me estás interpretando, dejame terminar. Digo
que es raro eso, cuando sos el primer hombre que va
a tener sexo conmigo, fuera de Ezequiel.
-¿En serio? Pero mirá vos. Bueno, cosas más extra-
ñas he visto, sobre todo últimamente.
-¿Te parece extraño que me haya casado virgen?
-Qué sé yo, al menos por lo que se dice, no es muy
usual. Pero tampoco debe ser tan raro, ¿no?
-No sé, no llevo estadísticas. Pero me parece que fui
un poco pelotuda, en creerme todo ese rollo del ca-
samiento de blanco, con un chico de la sociedad, con
futuro... ¿no te parece?
-No, no me parece. En realidad, eras muy joven.
Tendrías que haber visto las pelotudeces que hacía
yo cuando tenía diecinueve o veinte años...
-Eso lo decís para que no me deprima.
-Puede ser, pero por eso no deja de ser cierto. –De
pronto el Egregio, en un reflejo de cordura raro en él
(por todo eso del temperamento del artista y etcéte-
ra), cayó en la cuenta de que la impulsividad de a-
quella mujer bien podía estar arrojándola a cometer
acciones de las que muy bien podía llegar a arrepen-
tirse luego; y aún después de haber visto la calidad
de la mercadería que Lisa había exhibido tan sin ta-
pujos, tuvo el gesto magnánimo de retirar las tropas,
aún cuando ya habían empezado a movilizarse: -Mi-
129
Gabriel Cebrián

rá, por ahí te conviene tomarte un tiempo, pensar


bien lo que querés, ¿no? No hace falta que llegue-
mos a nada, podemos quedarnos acá tomando unas
copas, conversando...
Por toda respuesta, ella comenzó a besarle el hombro
y a acariciarle el miembro. Él respondió a estos estí-
mulos prontamente, y a poco, prácticamente a empu-
jones, ella lo había llevado a sentarse en el borde de
la tina para practicarle una felatio. Si aquella her-
mosura había tenido, como afirmaba, una sola mon-
ta, pues resultaba evidente que había aprendido el o-
ficio bastante bien, no obstante.
En aquella circunstancia, y debido al reflejo que le
produjo el fugaz pensamiento acerca de Ezequiel co-
mo único amante de la ninfa que ahora lo estaba fa-
voreciendo a él en tal sentido, intentó dilucidar cuán-
do había sido que su amistad con el susodicho se
había resquebrajado a punto tal que ahora estaba allí,
dejándose seducir por su mujer, sin ningún prurito
moral a la vista. Su conciencia se hubiera sentido
más tranquila si llegaba a la conclusión que fue en o-
portunidad de enterarse de su vinculación con Rai-
mundo Calvo, pero sospechaba que venía de antes,
desde la noche del asado de los martes esa vez deve-
nido en miércoles a causa del delay provocado por
un encuentro del que, ahora más que nunca, pensaba
que iba a arrepentirse. Sí, venía desde el mismo mo-
mento en el que Lisa le había dado traslado de su pé-
sima relación matrimonial, excitando de ese modo
tanto su codicia como sus componentes narcisistas.
¿Estaba tan degradado moralmente? ¿Confundía el
130
Ignis fatuus

amor con sexo al mejor postor, esto, en términos me-


ramente estéticos y/o de técnica copulativa? ¿Era ca-
paz, a su edad, de sentirse enamorado ante la apari-
ción de cualquier mujer apetecible? ¿Eran ciertas to-
das las infamias que le había endilgado esa misma
tarde Marisa? ¿Era cierto lo que decía la novia de Fi-
to, en el sentido de que sería eventualmente capaz de
bailar sobre las cenizas de su posteridad? Bebió un
buen trago de champagne, volcándose un poco por
las desbordadas comisuras, tomó fuertemente a Lisa
por los cabellos, y quizá como una oportuna respues-
ta fisiológica, en ausencia total de las racionales que
en tan mal momento invocaba, eyaculó de manera
explosiva, y profusamente.

III

Ahora sí, y antes de entrar de lleno en ese shabbath


cuyo determinismo resultó tan desencadenante de e-
ventos específicos y cruciales que puso ansioso a tal
grado a éste su humilde informante, que viene anun-
ciándoselos incluso desde la segunda parte (cosa que
tal vez rompa alguna pauta de ortodoxia narrativa,
pero qué va’cer), permítaseme colocar algún que o-
tro parche en la topografía psicológica de esta his-
toria, que de otro modo podría hacer agua y hundirse
en las profundidades de la incoherencia. Luego de
continuar con distintas actividades recreativas en un
nivel físico, que incluye obviamente el copioso con-
131
Gabriel Cebrián

sumo de champagne, y de ser dejado de regreso en


su ajeno hogar por la mujer de su ex amigo -o por la
ex mujer de su amigo, vaya un lío tan abstruso, dig-
no quizá de ser sometido a heideggerianas lupas-, el
Maestro tuvo un sueño. Claro que dicho así, medio
como que sonó a preámbulo de discurso de presi-
dente norteamericano, cuando lo que quería expre-
sarse más bien era que tuvo un sueño tipo Hitch-
cock. Aunque lo mejor será contárselos directamente
y dejarme de estas pelotudeces.
Estaba tomando whisky en la vieja estación de óm-
nibus de Magdalena. No sabía a ciencia cierta qué
era lo que estaba haciendo allí, y eso lo ponía medio
tenso. Algunos truenos y una fuerte tormenta coad-
yuvaban a esa inquietud. De pronto vio entrar a Vil-
ches, sacudir el chambergo y la chaqueta impermea-
ble y dirigirse hacia el mostrador, justo a su lado.
-¿Cómo estás, Barragán?
-Ahora bien, que llegaste. La verdad que no sabía
qué era lo que estaba haciendo acá, y ahora me doy
cuenta que he venido a hablar contigo.
-Linda noche has elegido, pues.
-¿Puedo invitarte un trago?
-¡Claro que sí! Maestro, póngame una grapa –esto
último dirigiéndose al cantinero.
-¿Qué anda pasando, Barragán?
-No sé. Parece que desde hace unos pocos días, el u-
niverso entero conspira en mi contra. Disculpa el lu-
gar común, pero así es lo que parece.
-No, no te disculpo el lugar común, y porque eres tú.
Cualquier zonzo diría una memez semejante, y cier-
132
Ignis fatuus

tamente, no la esperaba de ti. Anda, dime por qué


dices eso.
-¿No estuviste hace un rato dándome consejos en mi
auto? ¿Es que lo olvidaste todo?
-No, pero ésas son paparruchadas. Lo que verdade-
ramente importa es lo que tienen pa’ decirte las dos
personas que venían conmigo, y se quedaron afuera,
aún bajo la lluvia, pa’ dejarme hacer esta suerte de
presentación. ¡Adelante, gurisas!
Entonces, para su desconcierto y desazón,vio ingre-
sar a Marisa y Rosario, empapadas, demacradas, el
rimmel de Marisa corrido por el agua dándole una
expresión vampiresca, las ojeras y escualidez agre-
siva de Rosario haciendo lo propio, ambas con las
manos ensangrentadas y gritándole con tono desga-
rrador, casi a coro: ¡¿Cómo pudiste hacernos esto?!
¡¿Cómo pudiste hacernos esto?!

A eso de las once de la mañana sonó el celular, justo


para interrumpir esa demanda de explicar lo inexpli-
cable que le formulaban en sueños las mujeres. Y en
lugar de tomar el llamado se quedó evaluando la úni-
ca posibilidad interpretativa que el mensaje onírico
parecía dar: no podía tratarse de otra cosa que de la
elaboración realizada por su inconciente con la culpa
que le había generado su noche de pasión con Lisa.
Se levantó, procedió a los rituales de higiene, desa-
yuno y medicinas que no vamos a angustiar al lector
con la vuelta a su referencia, y decidió que pensar y
elaborar estrategias no le estaba dando muy buenos
resultados que digamos, así que dejaría a las ruedas
133
Gabriel Cebrián

correr. Debería, según la sana lógica y las costum-


bres indicaban, ir al diario a ver si conseguía retomar
poco a poco sus rutinas. Pero una tenaz fatiga estaba
haciendo presa de él; todos sus movimientos resulta-
ban tentativos y casi siempre inadecuados. Y eso
contribuía a la depresión mental, que invariablemen-
te se traduce al físico.
Volvió a sonar el teléfono y esta vez, instado por sí
mismo a movilizarse en alguna dirección, en cual-
quiera que lo sacara al menos por un rato de esa de-
sidia, tomó la comunicación y que fuera lo que dios
quisiera. Era Tito del Río. Le dijo que qué suerte que
lo había encontrado, que no, que no eran problemas
del trabajo, que tampoco era por las cuestiones judi-
ciales –todo esto a instancias de las paranoides anti-
cipaciones que le iba formulando el Maestro-, que lo
llamaba porque estaban allí con él unos periodistas
españoles que querían hacerle una nota, previo a la
edición de Los crímenes del maizal en su país. Se
comprometió a reunirse con ellos en una hora.
De hecho, demoró bastante más de una hora, toda
vez que procurar vendas más discretas y colocárselas
del modo más conveniente a iguales propósitos de
desapercibimiento, le insumió sus buenos cuarenta
minutos.
Tito del Río hizo las presentaciones. Una mujer de
unos treintaipico, con un buen gracejo típico, pelo
lacio y rojizo y ojos claros; ah, y un fotógrafo. Cum-
plido que hubo Tito con esa función protocolar, se
retiró, aún a pesar de la insistencia en contrario por
parte tanto de reportera como de entrevistado. Ya en
134
Ignis fatuus

situación, grabadora encendida y micrófono sobre la


mesa, la periodista comenzó proponiendo:
-¿Qué le gustaría decir, como pa’ rompé el hielo?
-Que confío en tu capacidad para la post-producción.
-¿Cómo dice?
-Claro, que confío más en los copetes y comentarios
que puedas hacer vos después, que en cualquier pa-
vada que yo pueda decirte.
-¿Es esa una señal de modestia o de galantería?
-Tal vez sea las dos cosas. Son igual de vanas.
-O quizá se deba a un reflejo de sus orígenes como
periodista, digo, el confiar en la habilidad del notero
pa’ armar el collage final.
-Puede ser, no lo había pensado... pero de todos mo-
dos te aclaro que nunca dejé de ser periodista.
-¿Ni aún en los momentos que escribe los casos de
Vilches?
-En esos momentos, menos que nunca.
-Se diría que Vilches realmente existe, entonces.
-¡Claro que existe! Anoche mismo estuvimos com-
partiendo unas copas en la estación de Magdalena.
-O sea que lo asocia con una persona de carne y hue-
so...
-Yo no lo asocio con nadie. Aparte, a él le gusta tra-
bajar solo.
-Está bien, creo que comprendo. Pero me gustaría
que me comentara de aónde le ha venío esa vocación
por las historias policiales.
-De la desesperación. Toda mi obra es expresión de
una agitación interior ciega y angustiante.

135
Gabriel Cebrián

-Hombre, pues yo he leío sus cuentos y no he notáo


ná de eso...
-Vos porque no leíste mis poesías, porque de ese
modo podrías haber advertido... que en ellas tampo-
co se nota.
-Adopta cierto aire como de Groucho Marx, en sus
respuestas.
-En ese caso, espero no integrar tradiciones artísticas
que incluyan a tipos como yo.
-Se hace bastante difícil hacerle una nota a usté. Di-
go, porque por lo general, los escritores se explayan,
recuerdan anécdotas... usté arroja frases cortas y se-
cas, hace de esto una especie de ping-pong.
-Mirá vos... todo lo contrario que cuando escribo,
qué notable. Tal vez el error esté ahí, en hacerle no-
tas a los escritores. Tal vez lo poco o mucho que ten-
gan para decir esté totalmente volcado en sus escri-
tos. La oralidad no parece caerles muy bien, como
sucede con algunas señoras pacatas –añadió, y soltó
una soberana risotada, compartida, aunque más leve-
mente, por el fotógrafo. A ella no pareció causarle
mucha gracia, por ahí no lo entendió.
El fotógrafo entonces, que esperaba el final del re-
portaje para no romper el clima buscando ángulos y
disparando luces, pareció prever que la cosa no daba
ya para mucho más, y abandonando los remilgos se-
ñalados, comenzó a aprestar cámara y flash.
-Sacame de este lado, pibe –indicó el Poeta. –Que no
se vean las vendas.
-A propósito, ¿qué es lo que le ha pasáo?

136
Ignis fatuus

-Jugando fútbol. Un compañero de equipo rechazó


violentamente con el pie un balón que yo, con igual
intención, intentaba cabecear. Me rasguñó con los
tapones de aluminio.
-¡Hostia, tío, que las gastan rudo por estos lares!
-No quisieras saber.
-Bueno, no vamos a ponernos a hablar de fútbol, y
menos amateur, coño –observó mosqueada la repor-
tera, con ánimo de poner en caja a su fotógrafo y de
reconducir un poco el difícil diálogo que el fantoche
sudaca aquel venía planteándole. Así que continuó:
-Me gustaría saber si ha desarrolláo, o desarrolla, ac-
tividades de taller.
-¿Taller? ¿A qué te referís?
-Ya sabe, talleres de escritura, de interpretación de
textos, literarios, o como quiera llamarlos.
-Para mí, los únicos talleres que tienen que ver con
la literatura son los de imprenta y encuadernación,
qué querés que te diga. Los demás, esos a los que
hacías referencia, son tan banales como casi todo lo
que se publica hoy día. O sea, en un taller se ajustan
tuercas, o se suelda, o se hacen cosas por el estilo.
Reducir la literatura a su faz artesanal, o incluso teo-
rética, es como pretender practicar caza mayor con
un rifle de aire comprimido calibre cuatro y medio.
Del mejor taller de escritura del mundo a lo máximo
podría salir un buen crítico, jamás un escritor. Y si
por casualidad parece que un real artista de la escri-
tura surge de un determinado taller, ello de hecho
ocurre porque el escritor ya estaba en él, el taller a lo
sumo fue un elemento más en la catálisis de una vir-
137
Gabriel Cebrián

tud preexistente. Bueno, tal vez esto solo alcance pa-


ra justificar su existencia, mas tampoco es para so-
breestimar su función... oíme, esta respuesta se ajus-
ta más a los códigos que me reclamabas hace un mo-
mento, ¿no te parece?
-Pues sí, al menos en lo formal. Continúe, no se pre-
ocupe por el contexto, que pa’eso estoy yo, pa’ la
post-producción. ¿O acaso lo ha olvidáo?
-Sos aguda, gallega, eh.
-Aguda, pues pué’ser. Gallega, eso sí que no lo soy,
hombre, que soy catalana.
-Probablemente mi sangre sea vasca, pero lamento
tener que informarte que acá, en la Argentina, todos
los españoles y sus descendientes, somos gallegos.
-Al principio mencionó a la desesperación como mo-
tor de su expresión literaria. Me gustaría que amplia-
se esa idea.
-Suena existencialista, ¿no? De entronque kierke-
gaardiano. Pero bueno, aún así me veo obligado a re-
conocerlo. Y no es que me aferre tercamente a una
razón inventada a los efectos de asumir una pose,
como hacen tantos por ahí. Es la verdad. Mirá, de
muy joven aprendí la mayor sabiduría a la que puede
aspirar persona alguna, y tal vez esto suene presun-
tuoso, pero realmente estoy convencido que es así.
Aprendí a estar solo, a permanecer solo incluso ro-
deado de montones de personas. Y la soledad tiene
de bueno eso, que jamás perdés la conciencia de que
cualquier cosa que vaya a suceder en tu vida, lo hará
según tu propio y exclusivo designio, para bien o
para mal. Que no podés contar con nadie fuera de
138
Ignis fatuus

vos, y que si te parece lo contrario, pues bien, estás


abriendo una puerta que da, indefectiblemente, al la-
berinto de Creta, y allí te espera el monstruo, cuya
hibridez no es otra cosa que una metáfora de las re-
laciones interpersonales, las que inevitablemente
conducen a la despersonalización y a la locura. Claro
que al establecer férreamente los límites que impi-
den esa letal intromisión del enemigo mortal que son
nuestros congéneres, quedamos, y perdoname la re-
currencia a las referencias clásicas, como Atlas, car-
gando todo el mundo sobre nuestras espaldas. Sin
descanso ni posibilidad de trascendencia. Y aquí es
donde llega la prueba final, la que decidirá tu suerte
como hombre: ver si sos capaz de asumir y soportar
la desesperación que tal situación trae aparejada. O
encontrás cómo canalizar esa brutalidad que supone
tu ajenidad cósmica para amortiguar su impacto, o te
convertís en una caricatura de ser humano, por asi-
milación a la oligofrenia mecánica colectiva, por la
desintegración de toda virtud en el crisol de tal me-
diocridad
-Oye, eso es muy poético, y qué quieres que te diga,
no lo he entendido del tóo.
-Está grabado, masticalo más tarde. Igual es muy fá-
cil, puede resumirse en una simple fórmula: si acep-
tás la soledad, y te la aguantás, la cosa puede ser
muy dura, pero tenés oportunidad de conservar tu
dignidad.
-Se diría que lo que le provoca esa desesperación,
que tal como dice se traduce en angustia, es final-
mente la idea de la muerte.
139
Gabriel Cebrián

-¡Claro que sí! Y si no, preguntale a tu compatriota


Savater. Él ha dicho, a mi juicio con gran criterio,
que hablemos de lo que hablemos, en el fondo siem-
pre hablamos de la muerte.

IV

Y como la muerte, retirada del panteón de los dioses


principales por la expansión del monoteísmo, y tal
vez exacerbada en su función segadora por esta mis-
ma razón, no tolera, como el supérstite dios padre,
que tomen su sagrado nombre en vano, mandó a su
emisario prontamente, que en este caso no era otro
que Tito del Río. Éste golpeó la puerta, pidió discul-
pas por la interrupción y llamó al Artista afuera.
Cuando hubo salido, le soltó sin preámbulo alguno:
-Está la policía abajo.Vienen a buscarte.
-¿A mí?
-Sí, a vos. Los retuve todo lo que pude, pero insisten
en que si no bajás ya, te van a venir a buscar. No
quise que lo hicieran delante de estos gallegos, así
que despachalos con cualquier excusa.
-¿Será por alguna tramoya que haya hecho este hijo
de puta de Calvo?
-No, es otra cosa. Mirá, según lo que me dijeron,
Marisa fue asesinada.
-¿Cómo decís?
-Que Marisa fue asesinada.
-¿Cuándo?
140
Ignis fatuus

-Qué sé yo, no sé. Por lo cebados que están, es como


que están seguros de que fuiste vos. No fuiste, vos,
¿no?
-¿En serio me lo preguntás? ¿Me creés capaz de ha-
cer algo así?
-¿Qué te pasó en la cara?
-Me arañó Marisa, ayer. Pero yo le dí un bife, nada
más. No la maté. Jamás maté a nadie.
-¿Te fijaste si sobrevivió al golpe?
-No seas boludo, me siguió puteando hasta que subí
al auto. Es Calvo, gil, que me anda siguiendo, y aho-
ra me tira un muerto.
-¿Cómo podés estar seguro de eso?
-Lo que pasa que vos no me creés. Y si no me creés
vos, qué quedará para los demás...
-Andá que yo te excuso. Los canas están como lo-
cos, si no vas te van a venir a buscar acá. Probable-
mente tengan miedo de que te rajés por otra puerta.
-Tal vez no sería mala idea.
-No, si la mataste. Pero si no lo hiciste, lo mejor que
podés hacer es bajar y acompañarlos. Ya está Franco
con ellos, y le di instrucciones para que te acompa-
ñe.
-¿Quién carajo es Franco?
-El mejor abogado que tenemos acá en el diario. ¿No
lo conocés?
-La verdad que no me acuerdo.
-Bueno, andá, andá tranquilo que yo respondo por el
pibe. Los despacho a los gallegos y después me pon-
go a full a tratar de ayudarte en lo que sea.
-Está bien, gracias. Y Tito...
141
Gabriel Cebrián

-¿Qué?
-Creeme, yo no fui.
-Está bien, te creo. Mayor razón para preocuparse,
entonces.

Otra desagradable sorpresa aún lo esperaba. Cuando


ya se había presentado con el abogado que iba a ase-
sorarlo, y luego de pactar con los policías que iría
tranquilamente y sin cabrestear a cambio de que no
le colocara esposas, salieron del edificio y se encon-
traron con un mar de cámaras de fotos y video que
no querían perder detalle de la detención del célebre
maestro de la pluma. Alguien había corrido la voz, y
ese alguien seguramente era Calvo. No daba puntada
sin nudo, por lo visto.

Subió al patrullero, con un policía a cada lado, y a-


rrancaron con rumbo a la Comisaría de 38 entre Pla-
za Olazábal y 8. El abogado los seguía en un BMW
azul. Tal vez debía haber prestado oídos a su padre y
haber seguido la carrera de derecho. Quizás de ese
modo habría conseguido tener autos importados, una
esposa, varias amantes, tres o cuatro hijos vivos y
sanos y, sobre todo, muchísimos menos problemas.
Cuando llegaron, y mientras esperaban que todo es-
tuviera dispuesto para la declaración, el abogado, a-
provechando que su cliente aún no había sido some-
tido a incomunicación como todo parecía indicar que
luego podía ocurrir, pidió hablar a solas con su de-
fendido.

142
Ignis fatuus

-Ante todo –le dijo una vez que tuvieron privacidad-,


le digo que me hubiera gustado hablar con usted en
otro contexto, ya que admiro mucho lo que usted es-
cribe.
-Oh, dejémonos de eso, por favor.
-Claro, no tenemos mucho tiempo. Solamente estaba
tratando de establecer un canal previo, porque no
quisiera que por decirle de buenas a primeras lo que
tengo que decirle, usted lo vaya a tomar a mal.
-No te andes con rodeos. Querés saber si fui yo
quien mató a Marisa, ¿es eso?
-Ése sería un buen comienzo.
-En ese caso, te la voy a dejar bien clara: si hubiese
sido yo, te lo diría, sin ningún empacho, y trataría de
ver cómo la zafo lo mejor posible. No tendría senti-
do mentirte a vos. Sería muy fácil así, buscaríamos
coartadas y esas cosas. Pero lamentablemente, no fui
yo quien lo hizo, aunque ganas no me faltaran.
-¿Tiene idea de quién puede haber sido, o quién po-
dría haber tenido motivos para hacerlo?
-Sí, tengo idea. Vos debés estar al tanto de las cues-
tiones judiciales que estaría por plantearnos Raimun-
do Calvo, ¿verdad?
-Sí, he hablado el tema más de una vez con el Di-
rector.
-Bueno, hurgueteá por ahí, que seguro que salta la
ficha.
-Pero... ¿eso es una presunción, o tiene algún indi-
cio más o menos firme que él puede estar detrás de
esto?

143
Gabriel Cebrián

-Han estado enviándome algunos anónimos. Hay al-


guien que se regodea con mi desgracia, y no se me
ocurre otra persona que el mierda ése de Calvo.
-¿Conoce algún motivo por el que pudiera haber ma-
tado a esa mujer?
-¡Perjudicarme! ¡Inculparme! ¿Acaso no es obvio?
-Sí, lo que me parece más difícil, en este contexto, es
demostrar tal cosa.
-Bueno, es lo que hay que tratar de hacer.
-¿Sabe por qué la policía vino directamente a bus-
carlo a usted?
-Supongo que la misma persona que alertó a los me-
dios para que registraran mi detención, se ocupó del
mismo modo de hacer saber a la policía que ayer
estuve en la casa de Marisa.
-¿Estuvo ayer en la casa de la víctima?
-Sí, estuve. Para colmo me hizo un escándalo de ór-
dago. Todo el edificio oyó los improperios de los
que fui víctima.
-Y esa herida en la cara...
-Sí, fue ella. Me arañó, yo le di un cachetazo y me
fui. Eso fue todo.
-Todo eso no ayuda mucho que digamos, usted me
entiende...
-Claro. Es tan maquiavélico... es perfecto. Me la hi-
cieron a medida, pibe. Encima hay una corporación
poderosa detrás de todo este fuego que han concen-
trado en mí. Y para colmo este sistema juega para
los poderosos, viste. No tengo reaseguro ni con la
policía, ni en los tribunales.

144
Ignis fatuus

-No se desespere. Aguarde a que hagan la acusación


formal, si es que la hacen. Luego estudiaremos los
términos e intentaremos delinear la mejor estrategia.
-Espero que sepas lo que hacés. Te estoy diciendo
que hay una mafia muy jodida detrás de todo esto.
No podemos andar con chicas.
-Ya lo creo. Ahora dígame, porque no tenemos mu-
cho tiempo... ¿a qué hora sucedieron estos hechos
que me comentaba?
-Serían... las seis y media, siete de la tarde.
-¿Y después? ¿Qué hizo?
-Dí unas vueltas con el auto, me fui a casa –omitió
concientemente referirle la grotesca secuencia del
disfraz-, tomé unas cervezas y después salí con una
amiga.
-Eso es muy importante. Su amiga no tendrá incon-
venientes en atestiguar que estuvo con usted...
-Eso ni pensarlo.
-¿Por qué?
-Porque es la esposa de un amigo.
-Bueno, según viene dado el caso, probablemente
tenga que elegir entre exponerla o hacerse cargo de
un crimen que no cometió. El asunto parece ser lo
suficientemente grave como para no andar con esa
clase de remilgos.
-Puede ser, pero no la expondré hasta no estar segu-
ro que es estrictamente necesario.
-Créame que si las cosas son como usted afirma, lo
será en muy poco tiempo. Y dígame, ¿guardó esos a-
nónimos?
-¡Claro! Los tengo en el cajón de mi escritorio.
145
Gabriel Cebrián

-No los pierda. Pueden constituir una prueba decisi-


va para que, mínimamente, podamos poner en el ta-
pete la hipótesis de que alguien asesinó a su amiga
para inculparlo.
-No era mi amiga.
-Bueno, eso sí que no tiene caso. Lo que fuera.

Luego de tomadas sus impresiones digitales y de ser


sometido a un interrogatorio exhaustivo -en el que se
limitó a decir más o menos lo mismo que había di-
cho a su abogado, claro está que sin acusar directa-
mente a Calvo ni señalar a Lisa como coartada, limi-
tándose a sugerir que alguien estaba tratando de in-
culparlo y ofreciendo como prueba los anónimos que
más tarde incorporaría a la causa-, fue dejado en li-
bertad, con toda clase de recomendaciones, como
suele suceder en estos casos, y fue obligado a firmar
un documento en el cual se comprometía a no aban-
donar la ciudad hasta no ser autorizado en tal sen-
tido. Cuando salió, se encontró con Tito y Fito (vaya
una conjunción de nombres, más apropiada para un
comic infantil que para este serio reporte de dramá-
ticos sucesos). Conversaban con Franco, y el Ilustre
ahora difamado presumió que habían sido las in-
fluencias motorizadas por ellos, sobre todo por Tito,
las que habían conseguido sacarlo de allí, al menos
por el momento. Subieron los cuatro al BMW del a-
146
Ignis fatuus

bogado, y tomaron por la calle 8. Luego bajaron por


la calle 54 hasta 5 y se detuvieron en la cervecería
Modelo. Eran las 16.30. Todos estaban sin almorzar,
probablemente a causa del ajetreo que la explosiva
situación había causado, así que pidieron una tabla
de quesos y fiambre y cerveza. Mientras comían y
bebían, el Poeta les contó los términos del interro-
gatorio y luego se pusieron a delinear las eventuales
estrategias. Todo estaba bien hasta que Franco, con
la imprudencia propia de su corta edad, invocó la ne-
cesidad de llamar a declarar a la mujer que la noche
anterior había estado con él. Barragán lo conminó,
de modo severo, a olvidarse de aquella mujer, y tan-
to Fito como Tito creyeron que se trataba de Rosario
(Tito había tomado razón de la rubia y joven amiga
del Egregio por los carriles obvios del chusmerío o-
ficinesco). Ambos, aún confundiendo la persona, in-
tentaron convencerlo de la necesidad de apelar a
cuanto argumento tuviera a mano para desembara-
zarse de una acusación falsa, basándose en las gra-
ves consecuencias que la protección que intentaba
podía acarrearle. Con mucho aplomo, les prometió
que lo haría cuando fuese estrictamente necesario, y
no antes. Después le pidieron detalles de su encuen-
tro con Marisa, y sus expresiones se ensombrecieron
al oír la retahíla de circunstancias incriminatorias
que la relación minuciosa de los hechos iba descu-
briendo. Por suerte, a esa altura, los tres ya estaban
convencidos tanto de la inocencia del Inefable como
de la mano de Calvo detrás de toda aquella trama
macabra.
147
Gabriel Cebrián

-¿Recibiste algún otro anónimo, después del que te


alcanzó Ignacio el miércoles? –Preguntó Fito.
-No, ya no me tiran más sobres. Ahora me tiran ca-
dáveres, directamente.
-Creo que esos anónimos son lo único que tenemos
para agarrarnos si queremos demostrar que se trata
de una trampa. –Dijo Franco, y añadió: -Lo que no
podemos hacer, en lo inmediato, es tirarnos directa-
mente contra Calvo. Pese a las ganas que tenga de
hacerlo, sería suicida, si no obtenemos más pruebas.
-Sí, creo que te entiendo –concedió Barragán, y se
sorprendió al ver entrar a Roberto, el hermano de
Clara, su primera mujer, otra vez como en el bar de
13 y 42, con la misma expresión de asco al verlo.
Pero esta vez no lo iba a dejar marcharse sin más.
Antes que se le hubiese ocurrido abandonar el esta-
blecimiento, airado, como había hecho la vez ante-
rior, se incorporó y fue directamente a su encuentro.
-Hola, Roberto.
-Hola.
-¿Te vas a sentar, o vas a salir intempestivamente,
como las otras noches?
-No quiero hablar con vos. No quiero ni siquiera
verte.
-En eso, estamos parejos. Pero sabés qué, me voy a
aguantar las náuseas hasta que me digas qué mierda
es lo que te pasa conmigo. Sentate, dale.
-Qué es lo que me pasa con vos, eh –repitió, en tanto
se sentaba a una mesa que daba a los ventanales de
calle 5. –Me pasa que sos una basura que no merece
andar suelta. Oí que mataste a una de tus mujeres.
148
Ignis fatuus

-Oíste mal. Yo no maté a nadie.


-Bueno, eso no es lo que están diciendo las agencias
informativas.
-No me importa lo que digan. Yo sé que no maté a
nadie.
-Bueno, tal vez se haga justicia y te encierren por un
crimen que no cometiste, en lugar de hacerlo por o-
tros tantos que sí cometiste.
-¿A qué te referís?
-Capaz que directa o indirectamente estás provocán-
dole daño a mucha gente, seas conciente de ello o
no.
-Mirá, el otro día, vos estabas con una pendeja que
no era tu señora, viste, y por eso yo no voy a desear
que te manden al infierno. Es muy malo ver la paja
en el ojo ajeno.
-Qué imbécil que sos. Ni siquiera me he referido a
eso. Me refiero a Lucas.
-¿Qué pasa con Lucas? ¿Te parece poco que se haya
muerto y que yo me entere un mes después?
-Lucas murió por tu culpa.
-Si seguís hablando así te voy a partir la cara.
-No me amenaces. No te tengo miedo. Yo soy médi-
co, ¿sabés?
-Sí, sabía, ¿y con eso qué?
-Que participé de su autopsia. Lo que sacaron del
paquetito que tenía consigo, de su nariz, y de una hi-
podérmica, tenía una dosis letal de estricnina.
-¿Cómo decís?
-Digo que no fue sobredosis. Fue envenenamiento.
-¿Y el boludo no se dio cuenta que no era cocaína?
149
Gabriel Cebrián

-Estaban mezcladas. Vos sabés que la estricnina mu-


chas veces es utilizada por inescrupulosos para esti-
rar la merca y ganar más plata. Claro que en propor-
ciones minúsculas. En este caso, dada la concentra-
ción, es evidente que se trató de un misil teledirigi-
do.
-Hijos de puta, lo envenenaron como a una rata.
-Sí, pero él no tenía enemigos. Desde el principio
sospechamos que se trataba de un golpe dirigido a
vos.
-¿Y por qué no hicieron la denuncia?
-Clara está destrozada. Nada de lo que hiciese podría
devolverle a su hijo. Lo único que quizá podría ale-
grarla un poco es saber que te estás pudriendo en la
cárcel, cosa que tal vez vaya a pasar, según parece.
-¡Me cago en satanás y la concha puta de su madre!
-Sabía que podías ser una persona desagradable, pe-
ro nunca pensé que tanto.
-Sabés que hablando así, en este momento, estás po-
niendo en riesgo tu vida, ¿no?
-Hablás como un asesino, tal vez sea cierto entonces
que mataste a la mina ésa. Aparte, ¿cómo no querés
que me sienta asqueado cuando, apenas te enteraste
de lo de Lucas, aparecés muy suelto de cuerpo y de
joda con la pendeja esa...
-Ni tan suelto ni tan de joda, pero en todo caso, ¿qué
tiene de asqueroso?
-Me vas a decir que no sabías que la fulana ésa era la
novia de Lucas, que se drogaban juntos, y que tal
vez haya sido ella la que lo indujo al vicio...

150
Ignis fatuus

VI

¿Cuántos golpes como estos puede recibir un hom-


bre sin doblegarse? ¿Cuánto tiempo puede ensañarse
el destino con una persona sin socavar sus cimientos
anímicos hasta el fatal derrumbe? Claro que estamos
hablando de un hombre cabal, fuerte y gallardo, que
no se entrega tan fácilmente ante la adversidad; pero
aún así, imagínense el estado emocional del Insigne
frente a tantas y tan devastadoras noticias. Como un
autómata abandonó la mesa que había ocupado con
Roberto, improvisó excusas de fatiga y dolor de ca-
beza y requirió a sus amigos que lo condujeran a su
casa, a descansar. Así lo hicieron, y poco después
estaba de nuevo solo en su departamento, que ahora,
a falta de pertenencia, al menos le ofrecía una ma-
driguera en la cual guarecerse del tormentoso mundo
exterior.
Se arrojó en el sofá, exhausto. No obstante se dijo a
sí mismo que era necesario analizar aquel cúmulo de
circunstancias azarosas, muchas veces trágicas, y es-
tablecer el hilo unitivo que parecía estar a la vez cer-
cano y remoto. Había que desembrozarlo, reducirlo a
secuencias de verosimilitud y coherencia, por más
interferencias de índole sentimental que contribuye-
ran a distorsionar el cuadro.
Ahora no le costaba nada, por ejemplo, hallar seña-
les inequívocas de emocionalidad violenta respecto
de la muerte de su hijo. Tal vez haya sido a causa de
su propia esencia, tal vez a las muy determinantes
151
Gabriel Cebrián

pautas culturales que a partir de la experiencia había


acopiado, o quizá también, por qué no, a una mezcla
indeterminada de ambas, que el hecho de haberse
enterado de que la vida de Lucas había sido segada
tan arbitrariamente lo afectaba más de lo que lo ha-
bía hecho la propia noticia de su muerte. La noción
de culpa lo angustiaba. Hubiera preferido la primera
versión, decir “que se joda por tarado” y listo, pero
he aquí que la mafia, con sus códigos tan arteros co-
mo efectivos, le había asestado el golpe en donde
más le dolía, independientemente de ortodoxas con-
gojas paternales. Entonces procedió mecánicamente
a tratar de discernir si la única forma que las cuestio-
nes lo afectaran, ello era solo si pasaban por él. ¿Era,
acaso, el paradigma del egocentrismo? ¿El adalid de
los “primero yo, segundo yo y último yo”? ¿Sería
capaz de salir de sí mismo por un segundo para ob-
jetivar y ver de ese modo el daño que estaba infli-
giendo a los demás, sean su hijo, mujeres, amigos o
lo que fueren? Aunque al menos ahora, tenía una
respuesta anímica acorde con la magnitud de la tra-
gedia; no podía sorprenderse más de su espontánea
indiferencia.
Procesado que hubo este nuevo sentimiento de rebe-
lión interior -no tan bien que digamos, como acaba-
mos de ver, pero así fue-, su pensamiento recaló en
Rosario. Ahora sí que estaba desconcertado respecto
de las intenciones de la hermosa joven para con él.
¿Habría sido, como acababa de decirle Roberto, la
novia de Lucas? Seguramente, dado que Roberto era
estúpido, y no tenía imaginación ni motivos para in-
152
Ignis fatuus

ventar una patraña semejante. Aparte, la mirada que


había echado a la joven, imposible que hubiese sido
parte de una actuación. Y Rosario, al sentirse descu-
bierta, y presumiendo que muy probablemente Ro-
berto le diría de su relación con Lucas, había desapa-
recido. Las cosas encajaban perfectamente, al menos
en esta secuencia. Ahora bien, ¿qué motivos habría
tenido ella para hacer las cosas que hizo? Podría ha-
ber estado realmente interesada en mostrarle sus po-
emas, o quizá le hubiera resultado morbosamente a-
tractivo tener sexo con el padre de su novio muerto,
vaya uno a saber lo que pasa por la cabeza de las
mujeres. Cuantas más conocés, menos las entendés,
se dijo a sí mismo meneando la propia.
¿Y Vilches? ¿Adónde estaba, ahora que lo necesita-
ba tan imperiosamente? ¿Adónde estaba, sino Vil-
ches, por lo menos el propio ingenio deductivo que
había demostrado al hilvanar sus pesquisas? ¿Estaba
volviéndose loco, al confiar en una criatura surgida
de su imaginación, qué digo surgida, desbordada, ya
que se le aparecía en sueños, y hasta en estados de a-
lucinatoria vigilia?
Sin duda, Calvo lo había metido en un atolladero del
que le iba a costar muchísimo salir, si era que alguna
vez conseguía hacerlo. Tenía a su favor el tiempo
que había permanecido en prisión, tal vez elaboran-
do estrategias tendientes a aniquilarlo en cuanto tu-
viera oportunidad. Eso, además de la iniciativa que
había tomado con todos los estudios ambientales y
demás actividades informativas que había tenido
tiempo de efectuar, y que lo colocaban en esa situa-
153
Gabriel Cebrián

ción de poder que le permitía dar jaque constan-


temente.
Con amargura pensó que ahora también debía vérse-
las con procesos judiciales de mayor entidad y ries-
go. Ya no podía sentarse desapegado a mirar las rue-
das, estaba sentado a mitad de una autopista por la
que circulaban asesinos al volante, evitando tantas y
tales embestidas que ni siquiera ni el célebre Mano-
lete habría conseguido sortear.
Mas aunque tal vez les cueste creer -de hecho a mí
me costaría hacerlo si no hubiera obtenido de prime-
ra fuente los datos que aquí expongo-, las sorpresas
desagradables de aquel shabbath bloody shabbath a-
ún no habían terminado, y quiero hacer notar que el
plural no solamente se refiere a las pasadas, sino
también a las que vendrían. La primera, llegó con la
prematura llamada de Franco, el abogado, que le in-
formaba que el crimen de Marisa había sido come-
tido con un cuchillo encabado en plata con las inicia-
les DB. Corrió hasta el cajón de la cocina en el que
guardaba los cubiertos, revolvió febrilmente, con re-
sultado negativo. Alguien tenía que habérselo lleva-
do, ya que estaba seguro de haberlo utilizado tan só-
lo un par de días antes. El resto, era más previsible y
menos preocupante -dado que oportunamente había
reconocido que compartió el día anterior una copa y
unos golpes con la occisa-. Era obvio que hubieran
hallado, como le informaba Franco, huellas digitales
de él en el living y en la cocina de Marisa.
Como un nefasto efecto dominó, una vez cortada la
comunicación, sus razonamientos lo llevaron a to-
154
Ignis fatuus

mar razón de otra deducción incontrastable: la única


persona que había ingresado allí, fuera de Marisa,
había sido Rosario. Resultaba difícil pensar que Ma-
risa hubiese podido tomar el cuchillo para suicidarse
con el fin de incriminarlo, y aparte había estado allí
en una situación aún grata para ella. Entonces, solo
quedaba Rosario. Tuvo una aterradora presunción y
de un salto estuvo frente a su escritorio. Abrió el ca-
jón en el que había guardado los anónimos. Por su-
puesto, no estaban allí. La misma persona, Rosario o
algún otro munido de una llave o del oficio de cerra-
jero, había entrado y se había llevado tres hojas, dos
de papel y una de acero.
No tenía ningún caso, ya. Aquella era la única prue-
ba que mínimamente podía sugerir un complot en su
contra, y la cual para colmo se había comprometido
a presentar ante la instrucción policial como una pa-
nacea contra todos sus males, y había desaparecido.
Su enemigo no era ningún improvisado, y lo estaba
vapuleando a ojos vista. No terminaba de recobrarse
de un golpe que recibía otro, y así era absolutamente
previsible el nocaut. De hecho, se sentía groggy, y
esto en el sentido más literal que pueda darse a este
anglicismo boxístico.
Y atenidos a estos términos, que dan cabal cuenta
del estado calamitoso en el que nuestro crédito se
encontraba entonces, podría decirse que llegó el u-
nodós que lo derribó, si bien no definitivamente, al
menos por ese round:
Uno: encendió el televisor y, en el noticiero de las
diecinueve de un canal de aire anunciaban que el
155
Gabriel Cebrián

popular autor de cuentos policiales se ve involucra-


do en el asesinato de su pareja. Se vio a sí mismo
saliendo del diario rodeado de policías, y oyó a los
movileros gritando preguntas tales como ¿Usted la
mató? O Barragán, ¿qué tiene para decir? ¿Es ino-
cente? Apagó el televisor, sorprendido, por cuanto
en el tumulto siquiera los había escuchado.
Dos: Sonó el celular. Era Lisa.
-Hola, Daniel, ¿cómo estás?
-Para la mierda, cómo querés que esté.
-Y claro. No te imaginás la angustia que me agarró
hoy al mediodía, cuando me enteré.
-¿Cómo te enteraste?
-Ezequiel, me dijo.
-¿Cuándo, te lo dijo?
-¿Qué importancia tiene, eso?
-Tiene importancia.
-Ya te dije, me lo dijo al mediodía, cuando vino a
almorzar. Serían doce menos diez, o algo así.
-Qué loco. Se enteró antes que yo. Y que algunos
medios, porque yo estaba en el diario y me enteré re-
cién cuando me vino a buscar la policía.
-¿Vos creés..?
-No importa lo que yo creo.
-A mí sí me importa.
-Te agradezco, pero estoy un poco confundido.
-No es para menos. Decime una cosa, si te pregunto
algo, ¿no te vas a enojar?
-¿Me vas a preguntar si la maté yo?
-Es que...

156
Ignis fatuus

-Mirá, en el momento que la mataron, por lo que di-


cen, yo estaba en un motel del camino distrayéndo-
me un rato con una señora que vos conocés muy
bien, y a la que, aún a pesar de poner en riesgo mi
vida, encubrí durante el interrogatorio policial.
-No es necesario que hagas eso. Si tengo que decla-
rar la verdad, no me va a temblar la voz.
-¿Vas a decir que estuvimos tomando unas copas en
Pancho Villa?
-Voy a decir todo. Hasta los detalles, si es necesario.
-¿Y Ezequiel?
-A la mierda con Ezequiel. Parece que a la par que
dudás de él, te interesa más que a mí. Y lo peor, que
te interesa más que yo.
-No sé qué querés decir...
-Que tuvimos una pelea, le conté que estaba saliendo
con vos, y lo dejé.
-¿QUÉ HICISTE QUÉ?
-Lo que oíste.
-Pero no, eso aparte no es cierto...
-Ah, ¿no es cierto? ¡Entonces váyanse a la mierda
los dos, vos y tu amiguito!
-No, pero esperá... –el tono le indicaba que Lisa ha-
bía interrumpido la comunicación. Estaba muy ines-
table, y claro, no era para menos. Por algún lugar te-
nía que emerger su inexperiencia en los comercios e-
róticos.

157
Gabriel Cebrián

VII

Tal y como lo hubiese transmitido un relator de box


centroamericano, luego de estos golpes el Inefable
había quedado para el costalazo. Se echó en el sofá
y durmió hasta el otro día, un sueño agitado y atra-
vesado por temores y aberraciones sutiles, de esas
que suelen espeluznarnos en esa franja difusa que e-
xiste entre el sueño y la vigilia sobre todo cuando es-
tamos agobiados por los problemas, y que favoreci-
das por su etereidad fenoménica e incluso semántica,
nos atormentan con sugerencias tanto más tenebro-
sas cuanto más confusas son. Recordaba haber oído
sonar su teléfono, e incluso el timbre del portero e-
léctrico, pero estos estímulos sensoriales venían des-
de un mundo lejano, problemático, hostil; desde un
mundo al que si pudiera, jamás volvería.8
Era domingo. El domingo incluso dios se decía que
descansaba. Claro que también se decía que el de-
monio jamás lo hacía, pero su escasa comunión inte-
lectual con visiones de corte maniqueísta, en cierto
modo, lo tranquilizó. En todo caso, confiaba en la
parte católica de sus enemigos, impostada o no, y es-

8
Es inevitable remarcar aquí los inequívocos signos de una ac-
titud mental que suele traducirse en tendencias suicidas, depen-
diendo su resolución, desde luego, del coraje aplicado en un
sentido u otro; o sea, para enfrentar la realidad, o para ejecutar
el acto de autodestrucción.
158
Ignis fatuus

peraba que al menos le dieran un día, tan solo un día


para reorganizar sus diezmadas defensas.
Mientras tomaba el desayuno pensaba en lo que le
había dicho Lisa; no específicamente en su confe-
sión definitiva a Ezequiel, sino en lo relativo a que
éste, ya al mediodía, sabía de los hechos e incluso de
quién era el sospechoso. Todo parecía indicar que
estaba incluido activamente en el grupo que quería
perjudicarlo, que era capaz de venderlo para quedar
bien con su jefe político. Era una rata traidora, pero
al menos él le había cogido a la esposa. A veces el
poder de una persona es capaz de manifestarse aún
sin ésta proponérselo en modo alguno. Y aquella se-
sión de lujuria tal vez había constituido hasta enton-
ces lo único parecido a una victoria que había obte-
nido en aquella desigual confrontación, qué diablos.
Ahora parecía que la suerte estaba echada. El asesi-
nato de su hijo, absurdidad de gente sin escrúpulos,
en primer orden; luego la traición de Rosario, la des-
lealtad de Ezequiel, el desequilibrio de las fuerzas
enfrentadas en la contienda, todo ello lo arrojó a la
certeza que poco o nada podría conseguir por los ca-
nales institucionales. No iba a hacerse el purista y
manejarse exclusivamente en los tribunales, cuando
estaba recibiendo metralla desde todos los estamen-
tos, sean estos oficiales o del hampa en cualquiera
de sus variantes.
Sonó, como era de esperarse, el teléfono. Era Fito.
-Che, Daniel, se está armando un moco bárbaro.
-No me digas...

159
Gabriel Cebrián

-Dale, no te hagás el vivo, que estás en el ojo del hu-


racán.
-Pero todavía estoy vivo, algo agitado y a punto de
caer en la centrípeta, pero aún vivo. Como el árbol
talado que retoña. Como Miguel Hernández, viste.
-¿Te querés dejar de decir pelotudeces? ¿O se te sal-
taron las chavetas?
-No sería mala idea, refugiarme en una balsámica lo-
cura. Hasta por ahí, a todo evento, podría hacer que
me declaren inimputable.
-Oh, la puta que lo parió. Te llamo para tratar de a-
yudarte en lo que pueda y vos, inconciente de mier-
da, encima me bardeás.
-Está bien, dejame tomar las cosas con un poco de
humor, ¿querés?
-¿Humor? Se nota que no viste los diarios de hoy,
sobre todo el de la contra. Eso sí que le debe estar
causando gracia a todos los que no te aprecian.
-¿Ah, sí? ¿Y qué dicen?
-Dicen todos más o menos lo mismo; o sea, usando
el modo potencial, te mandan preso hasta las manos.
-No se podía esperar otra cosa.
-Sí, pero yo me refería a la contra no por lo que es-
cribieron, sino por la foto que sacaron en primera
plana.
-No me digas que...
-Salís vos disfrazado tan ridículamente que te juro, a
pesar del bajón, no pude evitar cagarme de risa. ¿Es-
tás loco, vos, o qué carajo te pasa? ¿Qué andabas ha-
ciendo, disfrazado como un boludo? Falta un mes to-
davía para el carnaval, idiota.
160
Ignis fatuus

-Es difícil de explicar.


-Ya lo creo. Pareciera que te querés engayolar solo.
-Creo que necesito ayuda, sabés...
-Sí, en eso estamos de acuerdo. Necesitás ayuda psi-
quiátrica, y urgente.
-No, necesito ayuda de otra índole. Como están las
cosas, en cualquier momento me van a arrancar de a-
cá y no me sueltan más.
-¿Qué estás pensando hacer?
-Pasame a buscar y te digo.
-Estoy en el diario.
-No importa, explicale a Tito y venite para acá. Te
estoy pidiendo un favor, pelotudo.
-Aguantá que ahora voy.

Rato después llegó Fito y antes de bajar del auto se


asombró de ver al Artista dirigirse hacia él con una
voluminosa mochila, abrir la puerta trasera, echarla
sobre el asiento y luego subir y sentarse en la butaca
a su lado.
-¿Qué hacés?
-¿No se nota?
-No. Te estás comportando como un enajenado.
-Me están empujando a que me comporte como tal,
que no es lo mismo.
-¿Adónde vas?
-No tengo la menor idea, pero por lo pronto, salga-
mos de acá.
-No, hasta que no me digas qué carajo estás hacien-
do.

161
Gabriel Cebrián

-Me voy de esta casa, ¿entendés? Y probablemente


pase directamente a la clandestinidad, si no me dejan
salida.
-Es como yo decía. Te deschavetaste.
-No, Fito. Mala oportunidad sería, para hacer una
cosa así. Necesito de toda mi lucidez, en este mo-
mento.
-Ni que lo digas. Es la primer cosa razonable que te
escucho, hoy. Ahora, esta especie de huída que estás
intentando, te va a perjudicar. Es como reconocer
que sos el asesino, ¿no te das cuenta?
-Sí, me doy cuenta. Pero no tengo alternativa. Los
hijos de puta ésos me engramparon bien engrampa-
do.
-¿Pasó algo nuevo?
-Pasó de todo.
-Si querés contame, porque por lo visto, hay bastan-
tes cosas que desconozco. Y dicho sea de paso, deci-
me adónde carajo querés que te lleve.
-Está haciendo un calor bárbaro. Vamos a tomar una
cerveza acá al Bar de Pedro, en 41 y 21.

Ya instalados en una mesa del tradicional bar del ba-


rrio de La Loma, pidieron una picada de fiambre ca-
sero para hacer base, y una Quilmes de litro.
-Te escucho –dijo Fito, ansioso por tomar razón de
los hechos que aún le faltaban, y con aires de estar e-
xaminando al Ilustre para ver si se estaba atropellan-
do en una fuga que, evidentemente, no favorecería
en nada su situación judicial.
-No sé por dónde empezar.
162
Ignis fatuus

-Ufa, viejo, no la hagas tan difícil. Desembuchá, y


listo.
-Primero que nada, estoy solo.
-¿Cómo que estás solo? Estoy yo, está Tito, está el
abogadito ése Franco, está Ezequiel...
-Parate ahí. Estoy solo, y si querés anotarte como
compañía, primero me tenés que jurar por lo que
más quieras que, pase lo que pase, me guardarás le-
altad.
-Ufa, para un segundito... es medio mesiánico, eso.
¿Quien sos, Firmenich?
-Mirá, te puede sonar mesiánico, patafísico, megalo-
maníaco, o lo que carajo se te ocurra. En un día se
me dieron vuelta dos fichas terribles, así que ya casi
no confío ni en mí mismo; o sea, o me jurás lealtad o
agarro mi mochila y hasta la vista.
-Te das cuenta que suena melodramático, ¿no?
-Haceme el favor, dejá de romper las pelotas con las
resonancias y atenete a la literalidad de mi pedido, a-
migo.
-Considero que no necesito jurar lealtad a un amigo.
Si soy amigo tuyo, la lealtad viene implícita, viste.
Capaz que hasta me ofendo y todo, si seguís en esa
vena.
-Bueno, voy a hacer correr eso como un juramento,
de cualquier modo, todas son palabras. Pero te aviso,
y de onda, viste, que si me traicionás sos boleta.
-¿Pero qué te pasa? Está bien que tengas la madre de
los quilombos, pero por eso no me vengas a amena-
zar, a mí.

163
Gabriel Cebrián

-No es una amenaza, mequetrefe. Es que estoy en la


línea de fuego, en el medio de una guerra. Si en la
guerra no ajusticiás a los traidores, no podés ganar.
Ahí lo tenés a Ezequiel. Ezequiel era amigo mío, tal
vez no tan cercano como vos, pero lo consideraba un
amigo. Ahora somos enemigos mortales.
-¿Qué decís?
-Lo que oís. Primero me enteré que está militando en
la agrupación política de Calvo.
-Bueno, pero eso no lo hace tu enemigo. Al contra-
rio, por ahí hasta te puede servir de negociador.
-No, eso no lo hace mi enemigo. Pero conspirar en
mi contra para tirarme el cadáver de Marisa por la
cabeza sí.
-¿De dónde sacaste eso?
-Lisa, me lo dijo.
-Lisa está reactiva contra él. Puede decir cualquier
cosa.
-Está bien, lo que Lisa me dijo es que él sabía toda la
movida ayer al mediodía.
-Sí, ¿y?
-¿Cómo pudo saberlo a esa hora, si no estaba en la
organización?
-Andá a saber. Por ahí se enteró por otro lado.
-Sí, y entonces, ¿qué hubieras hecho vos? ¿Ir a con-
tarle a tu chica o llamarme por teléfono para avisar-
me?
-Y, no sé, por ahí tenés razón, qué sé yo. Pero me
cuesta creer una cosa así.
-A mí ya no me cuesta creer nada. Aparte, si alguna
posibilidad había de encontrarlo y preguntarle por
164
Ignis fatuus

qué no me avisó, ahora, de todos modos, se pudrió


todo.
-Explicate.
-Tuve un affaire con Lisa. Ayer se pelearon, y ella
le contó todo. Creo que ahora están separados.
-¡Pero viejo! ¿Cómo hiciste una cosa así?
-¿Cómo hice qué?
-¡Acostarte con la mujer de un amigo!
-Ni tan mujer, ni tan amigo. De hecho, estaban se-
parados hace rato, por más que compartieran techo.
Y el hijo de puta inescrupuloso ése de Ezequiel dejó
de ser mi amigo en el mismo momento que me dijo
que no podía patrociname porque andaba en la ros-
ca con el degenerado ése de Calvo. No es tan fácil,
viste. Aparte fue ella, que vino, me sedujo y me pe-
gó una cepillada como hacía rato no me pegaban. Y
vos sabés cómo es eso, no se puede rechazar a una
dama en celo. Nobleza obliga.
-Todo esto es insano. Apesta.
-Decímelo a mí, Fitito, decímelo a mí.
-Ahora, decime una cosa: ¿serías capaz de voltearte
a mi novia, también?
-Solamente si te vincularas con Calvo, y ella me lo
pidiese.
-Sos un hijo de puta, pero me caés simpático.
-Qué notable. Yo tengo la misma percepción de vos.
-¿Cómo hacés para tener ese ligue con las mujeres?
-Las valoro según sus méritos. O sea, a toda mujer
agraciada le fascina que reconozcan sus virtudes.
Cuando ven que alguien no solamente las justipre-
cia, sino que se sensibiliza particularmente con sus
165
Gabriel Cebrián

encantos, se derriten y caen blanditas y húmedas en


su cama.
-Suena casi cínico.
-Yo lo encuentro más bien estético-narcisista.
-Dejémonos de estupideces y decime, ¿cuál es, espe-
cíficamente, el motivo que te impulsa a desaparecer?
¿Miedo a que te encuentre Ezequiel?
-No. Específicamente, tengo miedo que me encuen-
tre la policía.
-Pero eso no es lo que hablamos ayer con el aboga-
do.
-Claro, pero pasa que desde ayer, cuando hablamos
con el abogado, pasaron varias cosas, o mejor dicho,
me enteré de varias cosas. Una, es esa que te conté,
referida a Lisa y Ezequiel. Pero no fue la única. ¿Te
acordás que habíamos basado un poco la estrategia
en esos anónimos que estaba recibiendo?
-Sí. ¿Recibiste otro?
-No, al contrario. Desaparecieron los dos que ya ha-
bía recibido. Alguien los robó del cajón de mi escri-
torio.
-¿Como decís?
-Digo que me los robaron. Y la única persona que
estuvo en casa, que yo sepa, es Rosario, la pendeja
rubia ésa que viste la otra vez.
-¿Pensás que fue ella? ¿Que puede estar vinculada a
Calvo?
-Lo único que sé es que estuvo vinculada a Lucas,
mi hijo. Se relacionó conmigo sin decirme que había
sido su novia. Me enteré por otro lado.
-Todo esto es una locura.
166
Ignis fatuus

-¿Entendés por qué necesito que me jures lealtad?


¿Entendés ahora que no es mesianismo, ni nada de
eso, sino simple y llana paranoia?
-Creo que sí, sí.
-Y eso que todavía no te enteraste de lo peor. Lucas
no murió de sobredosis. Lo envenenaron.
-¿Cómo?
-Disculpá que te tire las cosas así, en crudo. Imagi-
nate que yo me desayuno de todo junto, así como
vos ahora. Pasa que yo estoy más involucrado.
-¿Cómo que lo envenenaron?
-Le vendieron merca con estricnina. Y todo hace
pensar que se la dieron a él para pegarme a mí.
-Mirá, Daniel, la verdad es que no sé qué decirte.
¿Estás seguro de lo que me estás contando?
-Segurísimo. Roberto, el hermano de Clara, es médi-
co, viste. Participó de la autopsia. No va a venir a in-
ventar una cosa semejante, ¿no te parece?
-Lo que me parece es que todo eso deberías ir a de-
círselo a la policía, o a algún juez, qué sé yo.
-Claro, el desquiciado autor Daniel Barragán, cuya
fotografía en la que se lo ve disfrazado y con vendas
en la cara, tomada el día del crimen de su ex mujer,
sale en primera plana del diario; cuyo cuchillo per-
sonal fue utilizado para dicho crimen, que ha prome-
tido pruebas que ya no están en su poder, viene aho-
ra a efectuar una sarta de acusaciones delirantes con-
tra una persona a la cual inculpó en el pasado y que
luego la justicia declaró inocente y está a punto de
hacer lugar a su querella por injurias. No, Fito, este

167
Gabriel Cebrián

partido se juega en otra cancha. ¿Ahora entendés,


por qué quiero desaparecer?
-Sí, más o menos. Pero no me convence mucho que
digamos. Y contame, ¿qué carajo era lo que estabas
haciendo disfrazado?
-Estaba intentando atrapar a los que dejaban los anó-
nimos. Pero ya ves, me atraparon ellos a mí.

Pidieron una segunda botella de cerveza. Luego de


la tormenta informativa que había pasado primero
por los barrocos paisajes mentales del Artista, y lue-
go se había transmitido a los no tan sofisticados pero
igualmente lúcidos de su amigo, se quedaron un rato
en silencio, barajando cada uno estrategias a seguir
en ese determinado estado de cosas. Al cabo, Fito di-
jo:
-Bueno, a grandes males, grandes remedios, y no
hay mal que por bien no venga.
-¿Qué pasa, estuviste leyendo el refranero?
-No, digo que me parece bien (analizando el cuadro
global, ¿no?), que tomes el toro por las astas y te la
juegues del modo que estás pensando. Eso, con refe-
rencia al primer refrán.
-Claro, entonces no entiendo eso de que no hay mal
que por bien no venga.... ¿cuál sería el bien, en este
caso?
-Que si salís de esta, vas a tener el material para es-
cribir esa novela que siempre quisiste.
-Disculpame, pero no le voy a hacer el trabajo a mis
biógrafos, yo.

168
Ignis fatuus

-Bueno, vos te la perdés. Por ahí hasta me animo yo,


viste.
-Dale. Seguramente vas a ser el que mejor conozca
la historia. Pero ojo con la sintaxis, eh.
-¿Somos socios, entonces?
-Por mí, bárbaro. Pero a vos, supongo que te vendría
mejor asociarte con una yarará. Probablemente te
vaya a resultar menos peligroso.
-Entonces te cuento: el mes pasado se murió mi a-
buelo.
-Lo siento mucho, pero ¿qué tiene que ver?
-Yo no lo siento tanto, ya estaba achacoso, arruina-
do, viste; como suele decirse, está mejor ahora. Y lo
que tiene que ver, es que me dejó una casaquinta,
por ahí cerca de Arturo Seguí. Está apartada, no hay
viviendas cerca, es un lugar perfecto para esconder-
se.
-Qué bueno.
-Aparte, necesito un casero.
-Estás hablando con el mejor.

VIII

La casa no era muy grande, pero era cómoda. Se ac-


cedía desde una calleja sinuosa de tierra, por un ca-
minito de piedra. Estaba rodeada de árboles grandes
y añosos. A unos cien o ciento cincuenta metros re-
cién se veían otras viviendas, de estilo parecido. El
único problema era que para llegar al Camino Gene-
169
Gabriel Cebrián

ral Belgrano, debía pasar por allí, y era obvio que


llamaría la atención a gente tan poco habituada a ver
tránsito humano por aquellos parajes. Así que salvo
el lunes siguiente, que salió de madrugada precisa-
mente para evitar ser visto, permaneció encerrado a-
llí. Y si salió el lunes, fue por la imperiosa necesidad
de retirar todos sus fondos depositados en el Banco
Provincia, antes que una inhibición judicial los al-
canzase, cuando no, como suele suceder en este país,
fueran los propios financistas quienes se los apropia-
sen. Y para suscribir un acta notarial en la cual cedía
todos los derechos de su obra a Fito. O sea, y ha-
blando de depósitos, había depositado toda su con-
fianza en el amigo. Si Fito lo traicionaba, estaría
muerto, preso o cuando menos, entre pampa y la vía.
Durante los días subsiguientes siguió su caso por la
televisión. El canal informativo más popular de la
Capital Federal lo promocionaba con avances de ne-
to corte sensacionalista y música marcial, tal cual su
estilo es. Con tremendos cartelones rojos lo anuncia-
ban, parafraseando películas de cine tales como Le-
tras escritas con sangre o Palabras que matan, y es-
tupideces por el estilo. Los libros de Vilches debían
estarse agotando, a resultas de la repercusión nacio-
nal e internacional del crimen de Marisa. Tal vez ha-
bría debido matarla antes él mismo, y gozar así de la
celebridad ecuménica que parecía haber conseguido
a partir del nefasto hecho.
Ya el miércoles fue declarado prófugo de la justicia.
Pero el Poeta, algo más tranquilo y con tiempo para
elaborar sus acciones a futuro, se había transfigurado
170
Ignis fatuus

en el casero misionero de su amigo Fito. Vestía a la


usanza del campesino, y lucía una ya bastante noto-
ria barba entrecana que había dejado crecer a su pro-
pio designio. Un sombrero de paja y anteojos de au-
mento completaban una ahora sí creíble caracteriza-
ción. Adoptar el tono coloquial del pajuerano con to-
tal solvencia lo ayudaba a redondear perfectamente
el personaje. Hasta se había presentado ante los veci-
nos bajo el nombre de Carmelo dos Santos, y se ha-
bía sindicado, para lograr una mayor credibilidad,
como descendiente de “gaúchos” de Río Grande do
Sul. Fito no podía dejar de admirar la capacidad his-
triónica que ante la necesidad ponía de manifiesto su
amigo.
Tal vez la propia inercia del relato haga innecesario
referir el estado de paz mental y de comunión con la
naturaleza que halló nuestro a estas alturas celebérri-
mo amigo. Imagínense que después de la pesadilla
vivida la semana anterior, con fuegos cruzados des-
de todas direcciones, aquel lugar en las afueras de
La Plata le parecía un oasis. Baste decir que, paradó-
jicamente, se sentía absolutamente en casa en aque-
lla que sí era ajena. Solamente algunas cuestiones al-
teraban aquel idílico ostracismo, y seguramente po-
drán adivinar que eran las referidas a su odio visce-
ral hacia Calvo y sus esbirros, a la espina que le ha-
bía quedado atravesada respecto de Rosario, y, ha-
blando de mujeres, la imposibilidad de dar rienda
suelta a su sexualidad. Ustedes dirán que bien podía
haberse valido del ahora tan común servicio de pros-
titutas a domicilio, pero les recuerdo que estamos
171
Gabriel Cebrián

hablando de una persona cuya estatura intelectual y


moral lo invalidaba, felizmente, para la práctica de
tales espurias actividades. Ahora bien, salvo estos
pormenores, tan desagradables en alguno de los ca-
sos, y no tanto en otros, el Insigne llegó a pensar en
quedarse allí, o en un sitio parecido, viviendo la
existencia de Carmelo dos Santos y escribiendo la
novela que siempre había perseguido pero para la
cual no había alcanzado jamás el bagaje técnico y a-
nímico necesario. Tal vez tendría razón Fito, su vida
misma le estaba aportando el material en bruto (to-
mando esta última palabra en su apropiadísima poli-
semia, aunque tal vez en este contexto no acepte ser
adverbializada como “brutalmente”, que esa sí sería
una formulación asaz adecuada para ese otro sentido
que no quisimos dejar pasar por alto, en parcial des-
medro de la que fue oportunamente consignada. Pe-
ro dejemos estas disquisiciones para los profesiona-
les del lenguaje, como lo es por ejemplo nuestro lo-
ado protagonista, y no nos metamos en berenjenales
de difícil e innecesaria resolución).
-Los del diario están como locos –le comentaba Fito
el jueves a la nochecita, mientras bajaba de su auto
la materia prima necesaria para hacer un asado.-Y
sabés qué, las circunstancias me obligan a mí tam-
bién a ejercitar mis dotes de actor. Aunque te aviso
que no tengo tanta solvencia como vos. Probable-
mente algún buen observador pueda llegar a darse
cuenta que no estoy tan preocupado como finjo es-
tar.

172
Ignis fatuus

-Bueno, esforzate, porque si no te van a caer a vos.


Che, decime, ¿Ezequiel que dice?
-Qué va a decir... que sos un falso, un asesino y un
hijo de puta. Bueno, eso es lo que me decía, hasta
que le dije que no siguiera hablándome mal de vos,
porque seguías siendo mi amigo, a pesar de que no
te viera o de lo que la prensa y el público pudiesen
opinar.
-Me imagino lo bien que le habrá caído, que le digas
eso.
-Mas vale que le cayó para la mierda. Creo que se
ofendió. Pero mejor, viste, de un tiempo a esta parte
yo también le he tomado idea, y eso se nota. Que se
quede con sus amigos de la política. Pero no te hagás
el boludo dándome charla y ayudame con las cosas,
vos también.
-Yo soy el invitado, acá.
-Andá a la puta que te parió.
-Che, decime qué piensan los muchachos.
-Tito está deseperado. Por una parte, vos sabés que
te aprecia mucho, y por la otra, anda como bola sin
manija por el diario. No atina a dar con la persona
adecuada para sustituirte.
-Bueno, tenés que decirle que vea el lado bueno. A-
consejale que me tire a mí el fardo judicial entero;
total, yo ya estoy enterrado hasta las bolas.
-Sos un tipo raro, vos, eh.
-Soy un tipo práctico.
-Otro que anda como ternero destetado es Ignacio.
La verdad, me da lástima. No puede creer lo que pa-

173
Gabriel Cebrián

só. Creo que si hubieses sido su propio padre no lo


lamentaría tanto.
-Che, qué garrón. Si no fuera porque mi cabeza se
vería tan mal en la picota, estaría tentado de decirles
adónde estoy.
-Dale, ¿y por qué no organizamos una kermese?
-Por eso te digo, gil.
-Y la otra –comenzó a decir, como obligado por la
debida sinceridad, aunque no muy convencido de es-
tarlo haciendo- que me llamó ya tres veces para ver
si sabía algo de vos...
-Es Lisa –se anticipó el Inefable.
-Es Lisa –concluyó, meneando la cabeza, y añadió:-
¿qué le hiciste, que quedó tan impresionada?
-Cuando tenga tiempo te enseño, pibe. Aparte no me
hagás hablar de eso que me empiezan a transpirar las
manos.
-Sí, pensé en no mencionarlo, porque me veo venir
que la próxima movida tuya va a ser traerla para acá.
-¿Te parece que podría ser un error?
-¿Qué si me parece? ¡Mas vale, che! ¿En serio me lo
preguntás? ¿No sabés cómo son las mujeres?
-La verdad que no.
-Bueno, entonces te digo, no delires. Aguantate, date
baños fríos, masturbate o hacé lo que quieras, pero
traer minas acá, ni se te ocurra. Ni siquiera putas.
-No sabía que eras tan celoso de la moralidad en la
quinta de tu abuelo.
-Me refiero a otra cosa, pelotudo.
-Ya sé, ya sé, te estaba chanceando.

174
Ignis fatuus

-No sé, la verdad, debe ser cierto eso de la intuición


femenina. Cada vez que habla es como si supiera
que estamos en contacto.
-Seguro que sabe.
-¿Y cómo va a saber?
-Vos lo dijiste. Intuición femenina. ¿O acaso vos ha-
blaste con alguien?
-¿Estás en pedo, vos?
-¿Ni siquiera con tu novia?
-Menos. Se hablan por teléfono entre ellas, de vez en
cuando, y vos viste... si le llego a decir, a los cinco
minutos lo sabe la otra.
-¿Adónde le dijiste a Fernanda que ibas, hoy?
-Le dije que iba a un estreno en Capital, aprovechan-
do que ella tenía una cena con las amigas.
-Debe ser la primera vez que le mentís para encon-
trarte con un macho.
-¿Sabés que sí?

Mientras el Egregio, asumiendo su extraño rol de an-


fitrión inverso, encendía el fuego en una parrilla ex-
terior, comenzó a elaborar un circunloquio que ten-
día básicamente a preparar a su protector para las
nuevas pautas que se imponían, de acuerdo al plan
aún tentativo que iba cobrando forma en su mente.
-Bueno, mirá... yo estuve pensando, viste...
-Me imagino, si estás todo el día al pedo.
-Cómo, todo el día al pedo, ¿vos viste cómo te tengo
la quintita? Carmelo dos Santos es un magnífico jar-
dinero, entre tantas otras virtudes.
-Dale, dejate de fantochadas y largá el rollo.
175
Gabriel Cebrián

-Digo, que estuve pensando que tenemos que decirle


a Tito cómo están las cosas.
-¿Te parece?
-Qué, ¿pensás que podría traicionarnos?
-No, eso nunca. Ni hablar. Simplemente me ajusto a
la pauta que cuantos menos lo sepamos, más seguro
es.
-Si, pero de ese modo voy a quedarme toda la vida
en peores condiciones que el hombre de la máscara
de hierro.
-Está bien. Aparte, sería bueno que te defiendas, es-
cribiendo algo para el diario desde la clandestinidad.
-Sería bueno para el diario, también. Imaginate qué
primicia exclusiva.
-Claro. Aparte, más promoción para tu obra, de la
cual soy titular, viste.
-Mirá que tengo una bala para cada traidor, y no to-
lero las felonías.
-Bueno, pero tampoco la pavada, che. Este servicio
de hospedaje, y la intercomunicación con el resto del
mundo tampoco sería lícito que no fuese retribuida,
¿no te parece?
-¿Querés que establezcamos un porcentaje?
-Te estoy jodiendo, boludo.
-Yo también. Pero cualquier cosa que necesites, no
tenés más que agarrar.
-Hay un problema.
-¿Qué problema?
-Que cuando se enteren que me cediste los derechos
de tu obra, van a sospechar que estoy encubriéndo-
te.
176
Ignis fatuus

-No hay problema. Deciles que te los cedí antes de


tirarme en el cráter de un volcán para que no hallen
ni el cadáver, como dicen que hizo Empédocles.
-Vos mandá fruta, que los carozos me los trago yo.
-Que te haya cedido los derechos de mi obra antes
de desaparecer, no quiere decir directamente que vos
sepas adónde me fui. Cualquier cosa, si la mano se
pone espesa, rescatate y no vengas por unos días si
no es estrictamente necesario. Y si no, traeme un ce-
lular para ser usado únicamente en caso de emergen-
cia, como por ejemplo, llamás y decís “desaparecé”,
y listo.

IX

Una vez que Fito se fue, el Inefable tuvo dos visitas.


Parece raro, ¿no? Pero bueno, ni bien pase a darles
traslado de una tras de la otra, no lo hallarán tan ex-
traño, y aún puede que alguno de ustedes ya esté adi-
vinando una, la otra, o ambas. Es lo que pasa con las
crónicas que pretenden reflejar fidedignamente suce-
sos que en efecto ocurrieron (si no llegamos a tras-
cendentalismos difuminantes, por supuesto): pagan
el tributo insoslayable a linealidades que permiten
poco o nada de manipulación en aras de vueltas de
tuerca, ocultamiento de pistas y demás recursos na-
rrativos por el estilo que puedan agregar elementos
dramáticos a la estructura.

177
Gabriel Cebrián

-Hablemos, pues, de la muerte; en el fondo, nunca


hablamos de otra cosa, dijo Vilches, y Daniel le res-
pondió preguntándole ¿qué cosa dices? Es la frase
de Savater que hoy parafraseaste, si se me permite
la redundancia, para florearte delante de la galle-
guita, aclaró el detective criollo, y el Poeta agrade-
ció, no sin un toquecillo de sorna, la precisión, y
luego preguntó a qué venía la textualidad de la cita.
A que quiero que hablemos de la muerte, qué mas.
Barragán encendió un cigarillo, se sirvió del vino
que había traído Fito y convidó al paisano. Se quedó
tratando de barruntar para dónde iba la bocha y, al
cabo de unos momentos, dijo A veces solía pensar
ese lugar común que habla de la creación artística
como un intento de conseguir una suerte de inmorta-
lidad, al menos en el recuerdo. El otro día el Flaco
Dolina se refirió a ello en la tele. O Capaz que fue
antes y estaba grabado, qué se yo. Y digo que solía
pensar, porque se me dio por leer el poema ése del
puto de Borges “Inscripción en cualquier sepulcro”
y me tiró el chico a la mierda, que quieres que te di-
ga. El Ilustre se llamó a sosiego, advirtiendo que ese
desdoblamiento cuasi alucinatorio se iba tornando
tan volátil como el propio encuentro onírico; pero
obnubilado, ebrio o simplemente todo eso más el es-
trés, seguía encontrando divertidos estos diálogos
con su compadre literario, y tal vez hasta resultaran
esclarecedores, quién te dice. Ya había visto a Mari-
sa sangrando, y luego, o quizá en el mismo momen-
to, fue ultimada. Pero allí también estaba Rosario.
¿Habrían asesinado a Rosario también? Observó a
178
Ignis fatuus

Vilches, quien mascando un escarbadientes, hacía lo


propio con él, mas con gesto socarrón. ¿Murió, Ro-
sario? Inquirió entonces, como dando por sentada la
lectura mental sugerida por la expresión, a lo que le
fue respondido con lo que consideró una evasiva: No
sé, te estás saliendo de la línea... yo quería hablar
de la muerte en general, no la de éste, o aquél. Es
más, iba al punto que inmediatamente asumiste, el
de la escritura. Tú, Daniel, vives y vivirás, igual que
yo, por la escritura. Hermes es nuestro común santo
patrono, si se me permite el sincretismo. Al Maestro
le pareció algo rebuscado, tanto el argumento her-
mético como la modalidad expresiva, pero aún así le
seguía resultando divertido. No veo que hayas esta-
do escribiendo mucho, continuó el investigador, y
casi fastidiado ante lo que consideraba una absurda
demanda, Como para escribir, estoy yo. ¿Acaso no
sabes en el atolladero que me encuentro? Se excusó
Daniel. Aparte, no tengo aquí mi computadora.
¡¿Computadora?! Exclamó el sorprendido Vilches.
¿Eres capaz de imaginar las obras maestras que nos
habríamos perdido si fueran necesarias las compu-
tadoras? Me refiero al hábito, ya sé que no es im-
prescindible, alegó nuestro amigo, ahora no tan di-
vertido que digamos, y oyó una respuesta que vol-
vió a interesarlo y, por ende, a entretenerlo: Yo tam-
bién me refiero al hábito... es tan lindo, tan lindo,
sentir la textura del papel en el dorso de la mano, y
a través de la punta de la pluma, birome, lápiz, o lo
que sea, todas distintas, fluídas unas, ríspidas las
otras... no, Barragán, tenemos la mesma edad, pero
179
Gabriel Cebrián

somos de distinto palo. Aún conmovido por la sen-


sual descripción del milenario ritual gráfico, y sin-
tiendo de repente estimulada su libido por sublima-
ciones manuscritas, Daniel decidió caminar hasta el
Belgrano para comprar cuaderno y birome.
Ingresó al polirrubros de una estación de servicio.
Dos policías, gorras sobre la mesa, bebían un café.
Se quedaron viéndolo. El Inefable hizo su pedido, y
lo remató agregando con tono campechano es pa’ ie-
var la cuenta de las ponedoras, pué. Vuá ver si con-
viene dejarlas o hacerlas puchero, nomás, y se rió
mirando a los representantes de la ley, sin encontrar
eco, mas advirtiendo que jamás reconocerían en él al
célebre asesino prófugo, que ese era el propósito, a
pesar de la leve frustración que le causó el hecho de
que no lo hubieran encontrado gracioso.
De vuelta, se inmiscuyó en un largo y exhaustivo a-
nálisis respecto de conceptos tales como persona e i-
dentidad, se imaginan ustedes que nuestras mientes
se marearían a muerte si intentáramos ingresar en e-
sas procelosas lucubraciones. De lo que me quedó a
mí de todas aquellas sesudas instancias, puedo decir-
les tan solo que luego de un cotejo estadístico deli-
mitado por su portentosa objetividad, llegó a la con-
clusión que su persona, a ese entonces, estaba com-
puesta por un treinta y tres punto tres por ciento de
Barragán, un treinta y tres punto tres por ciento de
Vilches y otro treinta y tres punto tres por ciento de
dos Santos. Lamentó no poder determinar de modo
cabal cuál de ellos se quedaría con el exiguo rema-

180
Ignis fatuus

nente que la periódica pura resultante se negaba a


definir de un modo concreto.
Iba transitando ya por el sendero de piedra que con-
ducía a la casa, ansioso por ejercitar las delicias de
pluma sobre papel, cuando un llamado a sus espal-
das lo sorprendió y le hizo saber al propio tiempo
que si la cuestión del manuscrito era una sublima-
ción, ya no le haría falta, al menos por esa noche.
-Barragán –lo llamó Lisa. Luego del sobresalto, el I-
lustre se relajó, y hasta se pusieron contentos, él y su
pingo.9
-¿Qué hacés acá? ¿Cómo me encontraste?
-Muy sencillo. Lo seguí a Fito, dejé el auto por allá
por el camino y después caminé por la calle de
mierda ésta hasta que los vi. No hay mucho lugar
para perderse, por acá.
-Y sin embargo, mirá cómo me perdí yo, que me
busca hasta la Sureté y no me han podido encontrar.
-Pero yo sí te encontré.
-Menos mal que sos más bicha que la policía, vos.
-No te confíes... ¿y? ¿No me vas a invitar a pasar?
-Sí, sí, pasá, pasá, mirá el aspaviento que estamos
haciendo. Decí que los vecinos duermen, que si no...
-¿Que si no qué?

9
Voz gauchesca que se refiere a un caballo brioso, empleada
en pos de un metafórico eufemismo y en observancia de los
precitados componentes telúricos, provenientes a su persona
tanto de Vilches como de dos Santos.
181
Gabriel Cebrián

-Me sacan la ficha enseguida. ¿Qué iba a estar ha-


ciendo una mujer fina y agraciada como vos con un
pajuerano todo choto?
-Gracias por la parte que me toca. Con la otra, di-
siento respetuosamente.
-Bueno, ése es el personaje. Carmelo dos Santos, pa’
servirla a usté.
-Encantada, Lisa Rapoport, a sus órdenes.
-¿Rapoport?
-¿Qué te creíste? ¿Qué toda mi vida fui Torales?
-Me gusta más Rapoport.
-A mí también. Lástima que no me di cuenta antes.
Te queda bien, la barba, ¿sabías?
-¿Me estás cargando? Estoy arruinado.
-Yo no diría tanto.
-Ahora que me acuerdo, con tantas cosas... decime,
¿estás loca? ¿Por qué le dijiste a Ezequiel lo que ha-
bía pasado entre nosotros? ¿No podías simplemente
haberlo dejado, y ya?
-Mirá, tenés razón, pero vos sabés, estaba emocio-
nalmente vulnerable, el imbécil vino y me hizo un
escándalo no sé con qué pretexto, igual no importa;
yo estaba muy sensibilizada por todas las cosas que
me habías movilizado la noche anterior, y me salió
así, qué querés que le haga. Dame la derecha para
invocar emoción violenta, al menos.
-Te la doy, pero por favor no sigas con ese argot de
leguleyos, ¿sí?
-Está bien, disculpá.
-¿Querés un vino? –Le ofreció, alcanzándole el vaso
que había quedado frente a ella, y que, al haber con-
182
Ignis fatuus

tenido antes vino tinto, su condición de usado era e-


vidente.
-¿Quién lo usó? ¿Fito?
-Claro, disculpame, te doy uno limpio. –Y mientras
se incorporaba y se dirigía a la alacena, añadió: -A-
parte no sé quién lo usó.
-¿Cómo, no sabés quién lo usó?
-Claro, no sé si fue Fito, Vilches o ambos.
-¿Vilches? ¿De qué demonios estás hablando?
-A ciencia cierta, no sé bien si es un demonio o un
ángel. Pero parece tratarse de un principio de tercero
excluido, sí.
-Pero ese Vilches, ¿existe?
-No sé. Creo que la posta la di en el último reportaje
que me hicieron, pero la verdad que no lo recuerdo.
-¿Estás bien?
-Claro. ¿Por qué me lo preguntás?
-Te encuentro algo inconexo.
-Debe ser a causa del proceso de despersonalización.
-¿De qué estás hablando? ¿De tu conversión en el
dos Santos ése?
-Soy como un camaleón sin memoria inmediata. Me
convierto y luego pierdo noción del original, así que
estoy condenado a una perpetua metamorfosis.
-Qué cosas más raras, que decís. Ya la otra noche
me sorprendiste.
-Claro, lo hago a propósito. Es mi manera de llamar-
te la atención.
-Bueno, pero yo te conocí otras maneras, y sin des-
merecer, me gustaron más que ésta.
-Claro, por supuesto, me imagino.
183
Gabriel Cebrián

-¿A ver? ¿Qué te imaginás?


-Nada. Cualquier cosa que diga será invalidada con
patrañas. Sabés que lo que me imagino guarda estre-
cha relación con lo que sugeriste. Y lo de estrecha
relación, por supuesto que lo digo sin connotaciones
picarescas.
-Qué lástima...
-No juegues, que este aislamiento no me ha permiti-
do mucha actividad erótica, ultimamente.
-Mirá, tampoco he venido a hacerte una visita higié-
nica. Si es que nos relacionamos, tiene que ser en
base a un sentimiento, no solamente una cuestión se-
xual, viste. No es mi estilo, no sé vos cómo lo ves.
-Aunque tenga el doble de tu edad, no he sacado en
limpio nada, en ese sentido. La verdad es que no sé
cómo funciona ese tema para mí, ya que un momen-
to pienso una cosa, estoy convencido de ella, y al si-
guiente todo lo contrario.
-Un camaleón sin memoria, ya lo dijiste.
-Claro, ya lo dije. Aparte, éste es el momento menos
indicado para sacar conclusiones en ese sentido.
-Más, tratándose de conclusiones que perderán perti-
nencia a los pocos instantes, ¿no?
-No sé. Cuando comenzó a pasarme por arriba la a-
valancha de desgracias, justo estaba pensando en re-
flexionar y tal vez sentar cabeza, como se dice, de u-
na buena vez. Tal vez no hubiera llegado a mucho,
pero la vida no me dio oportunidad de averiguarlo.
Está bien que me debe haber dado muchas, antes, y
las desaproveché; el hecho es que cuando me dis-

184
Ignis fatuus

puse a hacerlo, vino el caos. Y hablando de eso, me


parece que estoy siendo egoísta con vos.
-¿Por qué decís eso?
-Porque me encanta que estés acá, tanto que casi ni
tengo en cuenta el peligro que corrés al hacer esto.
Las bestias que me están acorralando, son capaces
de matar a cualquier persona que se acerque a mí,
para seguirme enterrando vivo. Y tené en cuenta que
casi seguro, entre esas bestias se encuentra Ezequiel,
que no sé, por ahí...
-Por ahí sería feliz si me pasa algo, eso ibas a decir.
-Sí, más o menos.
-Bueno, por eso. ¿Qué mejor prueba de mis senti-
mientos que enfrentar esos riesgos con tal de verte
aunque sea un rato?
-Inmejorable. Pero te repito, me siento un egoísta de
mierda, y una mujer como vos, capaz de una cosa a-
sí, encima, no se merece un bastardo como yo, y mu-
cho menos con el cúmulo de complicaciones que
traigo encima.
-Mirá, al venir acá, yo asumí los riesgos, así que no
me hables de eso, hablame de tus sentimientos –dijo
entonces Lisa, intentando acotar la conversación a e-
se plano, determinada en lo externo, mas trémula en
su interior, dudando de la legitimidad y oportunidad
de conminar a ese hombre que tanto la fascinaba a
que se exhiba de ese modo, más teniendo en cuenta
que acababa de mencionarle sus incertidumbres y el
carácter volátil de sus inclinaciones afectivas. Entre
tanto, el Benemérito sabía que Barragán diría, como
siempre, cualquier cosa que lo ayudara a abreviar to-
185
Gabriel Cebrián

do exordio e ir directamente a una acción que real-


mente deseaba con frenesí, pero le restaba saber, lo
que no era tan sencillo ni tan inmediato, qué opina-
ban al respecto Vilches y dos Santos; así comenzó a
advertir las dificultades operativas que se presenta-
ban en todo cuerpo colegiado (sobre todo cuando el
adjetivo, que a pesar de su modo singular expresaba
pluralidad, se manifestaba respecto de un sustantivo
del cual podría decirse lo mismo pero que se refería
en este caso a un solo cuerpo físico). La demora en
la respuesta, que nos ha dado tiempo a husmear no
del todo prolijamente en sus interioridades, llevó a
Lisa a retirar las tropas que se habían apresurado a
cruzar a través del Rubicón sentimental del Artista:
-Disculpame, no tenés que contestar, si no querés.
Lamento ser tan cursi, venirte con una cosa como
ésta en semejante situación.
-No digas eso, lo que pasa es que jamás estaría yo a
la altura de las circunstancias, y mucho menos aho-
ra. ¿Qué más querría yo que una mujer hermosa y
noble como vos?
-Me encanta eso que decís, pero no voy a perder de
vista que son las palabras de un camaleón amnésico.
-No tengo futuro. No puedo obligarte a compartir mi
condena.
-Condena para mí sería perderte –dijo, y otra vez el
Rubicón quedó a sus desguarnecidas espaldas; y Ba-
rragán, imposibilitado por la marea sentimental y e-
rótica que se le venía encima con aires de tormenta
tropical, no fue capaz de tener en cuenta siquiera li-
minarmente la eventual opinión de sus socios psíqui-
186
Ignis fatuus

cos. Se hundió en aquella hermosa mujer sintiéndola


casi como un avatar de Kali, diosa de la muerte y la
resurrección. Fueron tan fuertes las pulsiones sexua-
les y la pureza romántica durante los entreactos, que
efectivamente algo en él murió entonces, y lo hizo
de un modo total y definitivo.

Muerto el perro, se acabó la rabia, este viejo refrán


fue la frase inaugural del cuaderno de cincuenta ho-
jas que había adquirido Carmelo dos Santos la noche
anterior. Ahora -este ahora significa la mañana si-
guiente-, era el propio Barragán el que en un impul-
so surrealista daba rienda suelta a un automatismo
de esa suerte, los que si bien suelen resolverse en de-
lirios de casi imposible hermenéutica, esta vez había
cobrado forma de dicho popular. Aunque en rigor de
verdad, de lo único que podemos estar seguros es de
que era Barragán quién sostenía la lapicera, toda vez
que, al tratarse -como se ha dicho- de una práctica de
automatismo psíquico, la frase en sí pudo ser dictada
por alguno de sus nuevos habitantes, y era evidente
que tanto desde lo formal como en lo que hace al
fondo, resultaba más apropiada para Vilches o dos
Santos. Máxime teniendo en cuenta que la noche an-
terior el propio Vilches había salido fuera de él e ini-
ciado el diálogo subsiguiente con la frase de Savater
acerca de la muerte. Sí, probablemente fuera un con-
187
Gabriel Cebrián

sejo práctico de Vilches, que, en una primera y lineal


interpretación, parecía querer sugerir que ultimando
a Calvo se acabarían todos sus problemas. Trató en-
tonces de seguir canalizando al detective criollo, con
esa especie de dependencia que lo compelía a pedir-
le más y más precisiones, aún cuando la experiencia
indicaba que difícilmente las obtendría. Y así fue,
nada más le fue dictado.
Pensó entonces en recuperar el comando de su dies-
tra e intentar, como le había sugerido Fito, la nove-
lesca relación de los hechos que lo habían arrojado a
aquellas extrañas circunstancias existenciales. La i-
nició en varias oportunidades, y tachó otras tantas
cada uno de los torpes proyectos, de modo tal que al
cabo de unos minutos la hoja estaba cubierta por ta-
chaduras. Solo una frase permaneció inmaculada, e-
xenta de supresores rayones, Muerto el perro, se a-
cabó la rabia. Pues bien, parece que tenía el epígra-
fe, y nada más. Aparte, no sentía ya los sensuales
contactos de celulosas procesadas y sedosas fluide-
ces de birome, lo que parecía abonar la hipótesis de
la sublimación, tanto menos necesaria ahora, luego
de semejante noche de lujuria. Mal que pudiera pe-
sarle a Vilches, él era un escritor de computadora.
La tecnología no solamente lo llevaba a visualizar
mejor el producto acabado, en el remedo virtual de
lo que más tarde sería papel impreso (tal detalle, ba-
ladí para algunos, resultaba capital para su capacidad
de proyectar formas y contenidos), sino que le aho-
rraba tanto las numerosas tachaduras que su tentativa
técnica constructiva requería, como el engorro de te-
188
Ignis fatuus

ner que pasar más tarde todo en limpio. Está bien


que esta última operación podría servirle para refor-
mular y emprolijar determinados segmentos, pero de
todos modos parecía ser un paso evitable en esa eco-
nomía procesal que su tendencia a la holgazanería le
imponía. En definitiva, el cuaderno y la birome que-
darían allí. Si a Vilches le gustaban tanto, pues bien,
que los usara él, entonces, cuando le viniera en gana.
Sacó un banco de paja al jardín, trajo la pava y el
mate recién cebado (otro dato demostrativo de la asi-
milación que estaba operando en él respecto de sus
criollos huéspedes), se sentó al lado de los malvones
y fue entonces cuando, ya firmemente convencido
del significado inequívoco contenido en la única fra-
se superviviente en el cuaderno, comenzó a delinear
una estrategia que podría calificarse de homicida si
se tenía la magnanimidad de considerar a Raimundo
Calvo un congénere. Para eso necesitaba informa-
ción, y no solamente la de la televisión o los diarios.
Era menester que Carmelo dos Santos saliera de la
madriguera. Bien demostradas estaban ya sus capa-
cidades de mimetismo, el camaleón amnésico estaba
en condiciones de pasar más desapercibido que el
más moderno avión espía diseñado por los yanquis.
Era esa viveza criolla que tantos campeonatos mun-
diales había conquistado aún a pesar de jugar con
pelota de trapo.
Unos remolinos de tierra le anunciaron que un auto
se dirigía hacia allí. Esforzó su vista algo distorsio-
nada por el aumento de las gafas, unas cuantas diop-
trías mayor de las que de hecho necesitaba pero a las
189
Gabriel Cebrián

cuales, aún a pesar del deterioro que probablemente


estuviera causando a su vista, se estaba acostum-
brando. A poco distinguió el auto de Fito, y se rela-
jó.
-Qué hacés, Barragán.
-Buen día, pibe. ‘Tá linda, la mañanita, ¿no?
-Se te está pegando el personaje, tené cuidado.
-Al contrario, pué. Mejor ansí. Esos jué puta me van
a pialar si les toca.
-Está bien, capaz que tenés razón. Pero me gustaba
más el escritor refinado y perverso.
-Y qué le va’cer, patroncito. ¿Quiere un mate?
-Bueno, pero dejémonos de pavadas. La cosa está
muy grave. Estuve hablando con Tito.
-Ah, ¿sí? ¿le dijiste a Tito que me veías?
-Te manda esto –le tendió un Documento Nacional
de Identidad a nombre de Carmelo dos Santos, naci-
do en El Dorado, Misiones, en 1954. Solamente fal-
taba la foto y la huella del dígito pulgar derecho, que
quedaban a cargo del propio dos Santos.
-Esto me viene fenómeno. ¿Tito quiere que me vaya
del País?
-Creemos que no hay alternativa.
-Che, ¿y de dónde sacó Tito este documento?
-Menos averigua dios y perdona. Aparte qué sé yo
de dónde mierda lo sacó. El tipo tiene sus contactos,
y vos lo sabés.
-Sí, menos mal, ¿no? Y decime, ¿cuál es la causa del
agravamiento de la situación?
-Ninguna, objetivamente hablando. La tormenta me-
diática amainó un poco, pero no del todo ni mucho
190
Ignis fatuus

menos. La gente de Calvo se ocupa de mantenerte en


el candelero, y lo están apretando al Gobernador.
-¿Al Gobernador?
-Claro, boludo, vos viste que si esta gestión tiene un
grano, es la policía. Lo estaban volviendo loco con
los secuestros extorsivos, y ahora encima el célebre
escritor que asesina a su mujer y desaparece en las
propias narices de las fuerzas de seguridad. Dejan
entrever connivencias y arreglos bajo cuerda para
que desaparezcas. Claro que no pueden decirlo al fir-
me, pero lo sugieren de todas las maneras posibles.
-¡Qué hijos de puta!
-Claro, es su forma de obligarlos a que extremen re-
cursos y te atrapen de una vez. Aparte, este sitio ya
no es seguro, ni para vos, ni para mí.
-Te está dando miedito, ¿no, pendejo?
-Puede ser. No todos somos tan inconcientes como
vos, en todo caso, viste.
-¿Te referís a algo en concreto, cuando decís que es-
te lugar ya no es seguro, o es el propio ritmo de tus
temores?
-En principio, ya hay una persona más que sabe que
estás acá.
-Sí, Tito
-Con Tito, son dos, entonces.
-¿Quién es la otra? –Preguntó el Insigne, disimulan-
do la certeza de que su amigo se estaba refiriendo a
Lisa. Pero no.
-Mi mujer. Se lo tuve que decir. Sospechaba que te-
nía otra mina, y apuntó a la casa ésta como el teatro
de las operaciones de infidelidad. Pero quedate tran-
191
Gabriel Cebrián

quilo, la amenacé de muerte si llegaba a abrir la bo-


ca.
-Me imagino cómo te habrá puteado...
-No, no creo que puedas imaginarte.
-Bueno, ya que rompiste el corral, te voy a corregir.
Son tres entonces, las personas que saben que estoy
acá.
-¡Le dijiste a Lisa, viejo degenerado! ¿No podés es-
tar unos días sin ponerla, acaso? ¿Estás de joda? Nos
estamos jugando por vos, y nos ponés en riesgo nada
más que para echarte un polvo, no lo puedo creer...
-Esperá un cachito, gil, no me hables así, y menos si
no sabés cómo sucedieron las cosas. Yo no le dije
nada.
-Ah, ¿no? ¿Y cómo carajo te encontró, entonces?
-Te siguió anoche a vos, pelotudo. Al rato que te
fuiste apareció por acá y casi me mata del susto. Pe-
ro no te hagás problema. Si vos das fe por tu chica,
yo doy fe por la mía.
-Esto se está poniendo mucho peor de lo que supo-
nía.
-Dame dos días más. Dos días.
-Oíme, me estás hablando como si te quisiera echar,
che, cuando lo único que estoy tratando de hacer es
evitar que te metan preso de por vida. Y también que
me metan a mí, sino de por vida, por un largo tiem-
po. Esto no es un juego.
-Ya lo sé. Igual, dame dos días.
-Está bien, pero no hables más con nadie. Yo mismo
le voy a decir a Lisa que ni se le ocurra volver a apa-
recer por acá.
192
Ignis fatuus

-Está bien.
-¿Qué pensás hacer?
-Ya te vas a enterar.
-No, decime, gil. No me voy hasta que me lo digas.
-Vas a tener que dar más explicaciones a tu chica, en
ese caso.
-No te hagás el vivo y hablá.
-Si te digo, te vas a poner más loco de lo que estás.
-A ver, probame.
-Muerto el perro, se acabó la rabia.
-¿Acaso estás pensando...?
-Sí, estoy pensando en matar a Calvo. Pero no fue
idea mía. Fue idea de Vilches.
-¡Oh, dios! ¡A mí solamente se me ocurre involu-
crarme con un enajenado en semejante historia!
-En vez de quejarte y plañir como una vieja, pensá
en el honor de participar en un suceso histórico co-
mo éste. ¿Qué querías? ¿Ser un crítico cinematográ-
fico de cuarta toda tu vida?
-Sí, pero si en este contexto me vas a dar a elegir,
creo que preferiría cagarte a trompadas y lograr fa-
ma entregándote a los milicos.
-Dale, probá, ¿a ver?
-Dejate de sandeces. El alzheimer te está haciendo a-
lucinar, y si te colgás en creer que sos Vilches vas a
terminar preso, o muerto, directamente.
-Dos días. Dos días y un arma.
-¿Algo más? ¿No querés un vermouth con ingredien-
tes?
-¡Claro! Vamos a comprar.
-Me sacás de quicio, ¿sabías?
193
Gabriel Cebrián

-El incoherente sos vos. Jamás podría sacarte de


donde nunca estuviste.
-Seguime –le indicó Fito, y se dirigió al galpón en
donde estaban guardadas las herramientas, todo otro
tipo de porquerías y fierro viejo en desuso. Hur-
gueteó un rato detrás de unos asientos metálicos y un
elástico de colchón, y finalmente dijo –Acá está.-
Extrajo una vetusta y oxidada escopeta del doce, y
se la tendió.
-Dije que necesitaba un arma, idiota, no una antigüe-
dad.
-Es todo lo que te puedo conseguir. No pretenderás
que como están las cosas, vaya y te compre una Ru-
gger, o un Magnum 357... ahí tenés aceite, estopa,
herramientas, no sé. Si la hacés funcionar, mejor, y
si no, procurate una vos.
-Y postas, ¿tenés? No pretenderás que le tire al paja-
rraco ése con municiones, como si se tratase de una
perdiz...
-Fijate, por ahí deben andar. No sé si estarán buenas,
pero seguro que hay. El abuelo no cazaba perdices,
cazaba chanchos salvajes, jabalíes, ciervos, esas co-
sas.
-¿A quién saliste tan maricón, vos, entonces?
-Qué pelotudo que sos.
-¿Vamos por el vermouth?
-Oíme, viejo boludo, yo desaparezco, ¿okay? Tenés
hasta el lunes a la mañana. Cualquier cosa llamame
y vemos como hacemos para que puedas salir del
país. Ah, y tomá –le tendió las llaves de un automó-
vil. –Compré (con tu guita, por supuesto), una ca-
194
Ignis fatuus

mioneta rastrojera toda hecha mierda, que al palurdo


de dos Santos le va a quedar pintada. Pensé que la
podías necesitar. Está estacionada justo enfrente del
bar de Pedro. No me pidas papeles, precisiones de
dónde viene, ni un carajo. La compré así, de toque.
No esperarías que ponga firmas o cosas por el estilo.
-Está bien, Fito, los papeles son pa’los perros’e cria-
dero, diría dos Santos.
-Cuidate, viejo puto. Y tené cuidado con lo que vas a
hacer.
-Perdé cuidado, pibe, y sabés qué...
-¿Qué?
-Te debo una.
-Me debés varias, no una.
-Está bien, te debo varias. En serio, gracias.
Mientras se abrazaban, emocionados hasta un punto
tal en el que las lágrimas los arrojaron a conflictos
con su huraño sentido de la virilidad, un viento fres-
co sacudía la copa de los árboles.

195
Gabriel Cebrián

196
Ignis fatuus

Cuarta parte
(Triunvirat’s revenge)

El ataúd de oro está montado


sobre un cuidadoso proscenio de vanidades.
Contiene varios cadáveres
porque la muerte del rico es múltiple
no la seca y sola
del pobre diablo.
Bullen adentro
las fuerzas animales que educó la infamia
el maelstrom de la ignominia
y esa inmunda jalea de náuseas
que fabrica sardónicamente el poder del dinero

(Fragmento de “Obituary”, de Juan Filloy)

A eso de las seis de la tarde ya había puesto en con-


diciones el arma (lo que no se limitó a limpieza y a-
ceitado, sino que incluyó corte de caños y de culata
para poder portarla con mínima discreción), y había
hallado una veintena de proyectiles con posta. Pro-
bó algunos contra un pobre eucaliptus que asumió
con su grandioso quietismo los tremebundos impac-
tos. Con un poco de suerte, la escopeta ahora recor-
tada iba a proseguir con lo que parecía haber sido su
leitmotiv, o sea, matar cerdos.
197
Gabriel Cebrián

La guardó en un bolso, se puso una camisa grisácea


por la mugre, pantalones emparchados, un par de al-
pargatas desflecadas en la punta, un sombrero negro
de fieltro de ala redonda, pañuelo al cuello a pesar
del calor, los anteojos, y salió. Tomó un ómnibus y
se apeó en 13 y 42, justo en la esquina del bar en el
cual pocas noches antes había estado bebiendo y le-
yendo poemas con Rosario. Ciertamente, parecía ser
otra persona en el ahora que fue por allá por febrero
de 2004, y tal vez de hecho lo fuera, al menos en un
sesenta y seis punto seis por ciento. Caminó las nue-
ve cuadras que lo separaban de la camioneta, entró
al bar de Pedro, saludó con un güenas y santas, se
tomó un par de Cubanas Sello Rojo, comprobó que
nadie lo había reconocido -aún a pesar de la asidui-
dad con que solía ir allí-, intercambió algunos co-
mentarios sobre temas habituales en ese tipo de ám-
bitos, y se retiró.
Subió a la rastrojera e hizo votos para que fuera sen-
cilla de manejar. No era un conductor muy experto
que digamos, ya hemos hecho mención a la escasa
empatía existente entre los poetas y los automóviles.
Recordó que para encender el motor de los gasoleros
era necesario calentarlo primero con un botón. Por
suerte su escasa ciencia en estos ítems le alcanzaba
para darse cuenta, el estúpido de Fito podía haberle
avisado, aunque tal vez fuera tan obvio que supuso
que no hacía falta, por lo visto, pero lo que es, tra-
tándose de él, no hubiese estado de más. Luego de
buscar un rato lo halló, lo mantuvo presionado quizá
más tiempo del debido y luego dio arranque. Funcio-
198
Ignis fatuus

nó. En fin. Tomó la larga palanca de cambios rema-


tada en una bocha de superficie transparente y con
un dibujo en su parte superior que era el colmo del
mal gusto, la llevó a la posición en la que usualmen-
te está la primera marcha, aceleró, fue soltando len-
tamente el embrague, y la carreta aquella echó a an-
dar por la calle 21. Llegó a la 39 y bajó hasta la 14,
dobló siguiendo el contorno de la Plaza Belgrano y
aparcó en 40 entre 15 y 16, a pocos metros de donde
había vivido hasta hacía solo unos cuantos días. Ba-
jó, bolso en mano, y caminó hacia el espacio verde
en el que había conocido a Rosario, congratulándose
que la noche ya había caído y esperando hallar, sino
a ella, a sus amigos o a alguien que le pudiera dar
precisiones.
Observó que el banco que había ocupado aquel día
estaba disponible; y supuso tal vez merecedor de ca-
balísticas compensaciones el hecho de sentarse allí
mismo, así que lo hizo. A continuación se percató
que unos cuantos metros más allá había tres jóvenes,
uno de ellos tocando la guitarra como la otra vez.
Podían ser los mismos, sí señor, aunque lamentaba
no haber extremado su atención en fijar algún rasgo
o carácter particular en ellos, reservando, como lo
había hecho, la mayor parte de dicha atención para
la mujer, pero bueno, qué sabía entonces...
Se quedó un rato viéndolos. Bien podrían ser ellos,
pero con los estereotipos de hoy día, bien podría ser
también que fueran otros parecidos. Finalmente, la
fisiognómica y la estadística arrojaron un saldo muy
exiguo en favor de la positividad del reconocimien-
199
Gabriel Cebrián

to, de modo tal que eventualmente actuaría, en caso


de encontrarse en secuencia y proyección positiva,
concatenando certezas y asumiendo solamente ries-
gos calculados. Entonces apareció la señal que esta-
ba esperando, y que lo determinó a obrar rápida y si-
gilosamente. El guitarrista terminó un tema en tiem-
po de blues con varios mandobles de mano derecha,
los otros chillaron y emitieron un par de chiflidos.
Luego se levantaron, estrecharon la diestra de los
mandobles, lo saludaron con un beso y se marcha-
ron. El guitarrista quedó solo. El guitarrista había es-
tado la otra vez, él era la pauta variable que, si bien
común, no lo era tanto. Dio la vuelta y lo sorprendió
por detrás. Se sentó al lado de él, aprovechando que
estaban en plena oscuridad, ustedes saben cómo son
estos chicos que andan ocultos y preferentemente en
las sombras, claro.
-Si respirás, te quemo –le advirtió, mientras apretaba
con fuerza el caño recién cortado y sin limar sobre
las costillas del pibe.
-¿Qué pasa, tío? –Preguntó éste con aplomo, cosa
que agradó bastante al Ilustre.
-Ni me mires. Necesito que me digas qué sabés de
Rosario.
-No hace falta que lo mire, tío. Mire, no me vaya a
matar, ¿quiere?, pero usted es Barragán.
-¿Cómo sabés?
-Antes que nada diga, tío, usted mata minas, nada
más, ¿no? No me va a decir que me va a matar a mí.
Déle, tío, no va a ser tan hijo de puta. Yo no le hice

200
Ignis fatuus

nada, y si quiere le digo lo que sé, pero no me vaya a


matar.
-Vamos a hacer una cosa, vamos a negociar. ¿Qué
tengo, yo?
-Qué sé yo, un quilombo bárbaro...
-No, estúpido. Tengo tu vida. Tengo tu vida en el ín-
dice de mi mano izquierda, tarado, ¿estás tan droga-
do que no te das cuenta?
-No, por desgracia.
-Dejá de hacerte el vivo, si sabés tanto debés darte
cuenta que estoy jugado, y que no pierdo nada si te
meto nueve plomos en el cuerpo.
-Ya lo sé, tío, por eso le digo.
-Decime, ¿qué sabés de Rosario?
-Y, mire, yo supongo que le llama Rosario a Vilma,
la rubia ésa amiga nuestra. Bah, amiga, algo así.
-¿Vilma?
-Sí, la mina esa que lo encaró a usted, allá mismo en
aquél banco, hace unos días.
-Me dijo que se llamaba Rosario.
-Bueno, a nosotros nos dijo que se llamaba Vilma. I-
gual, ahora ya no importa.
-¿Por qué decís que no importa?
-Porque le haya mentido a quien le haya mentido, la
pobre no le puede mentir más a nadie.
-¿La mataron?
-Mire, don Barragán, hágame un favor, saque el de-
do del gatillo, ¿quiere? Se está poniendo nervioso y
yo no constituyo una amenaza, fíjese. Y me voy a
morir de un infarto si sigue así, y no le voy a poder
decir nada.
201
Gabriel Cebrián

-Dale, hablá.
-¿No la mató usted?
-Yo no maté a nadie, pelotudo. No quieras ser el pri-
mero.
-Hacía unos días que no la veíamos. Recién los pibes
me contaron que vieron en el noticiero, hace un rato,
que encontraron el cadáver escondido en su departa-
mento, estrangulada y con unos papeles en la boca.
-Los anónimos...
-Ah, no sé; mire, tío, yo le digo lo que sé, nada más.
-¿Lo conociste a mi hijo?
-¡Claro! Éramos amigos.
-¿Es cierto que salió con esa Rosario, o Vilma, o co-
mo carajo sea que se llame?
-Se llamaba, tío, que en paz descanse.
-Si puede.
-Eso, si puede. Pero eso es lo que un poco nos va a
pasar a todos, no cree?

II

El chico lo desconcertaba con su frescura y esa es-


pecie de inteligencia natural cuya simpleza y objeti-
vidad, aún en una situación límite como debía ser a-
quella, lo hacían dar voz a ideas incluso de alcance
filosófico. Definitivamente le simpatizaba. Tal vez
el bribonzuelo estuviese acostumbrado a ser apunta-
do con armas, o a situaciones por el estilo, pero era
éso, finalmente: una cuestión de estilo. El pibe, basto
202
Ignis fatuus

en sus expresiones y seguramente ignorante, tenía


estilo. De algún modo le recordó a sí mismo, antes
de caer en las garras de la literatura para caer luego
en las garras de las mujeres, y así, sucesivamente,
cada vez en peores garras. No iba a matarlo. Aparte,
había sido amigo de su hijo.
-Me parece que tendríamos que hablar un rato largo.
-Mire, tío, yo no tengo ningún problema, pero si me
deja de apuntar. Yo era amigo de Lucas, y puedo ser
amigo suyo también, pero únicamente si deja de a-
puntarme.
-Está bien; te invito a un trago.
-¿Puede ser una pizza acá en Gor-II, en la diagonal?
-Está bien, pero hay mucha gente, ahí.
-¿Y qué importa? ¿Piensa que lo va a reconocer al-
guien? Mire cómo está disfrazado...
-¿Te parece que estoy bien?
-Impresionante.
-¿Me habías visto antes?
-No, la verdad que no. De lejos, nomás, la otra vez.
-¿Entonces, ¿cómo sabés? ¿Acaso se nota tanto que
es un disfraz?
-No, tío, para nada, pero usted no me entiende. Yo
digo antes. Ahora estoy podrido de ver imágenes su-
yas en la tele.
-Ah, sí claro. Lo que pasa es que me olvido que soy
tan famoso.
-Si le parece...
-Vamos, entonces. Lo único, que me vas a tener que
aguantar hablando en tono provinciano.

203
Gabriel Cebrián

-Déle, vamos a hacer de cuenta que usted es mi tío


del campo. ¿Cómo se llama?
-Carmelo –dijo, y sintió que desde la oscuridad Vil-
ches, o tal vez el propio dos Santos, le pateaba los
talones.
-Encantado, don Carmelo. Yo soy Diego.

Entre especiales, fugazzas y cerveza, el Inefable se


enteró que Rosario o Vilma no había tenido una re-
lación muy formal que digamos con Lucas. Ella era
la que les proveía la cocaína, que todos decían que
venía de una línea que estaba protegida por un capo
de la política. En definitiva, todos lo habían intenta-
do, pero el único que había conseguido irse a la ca-
ma con ella, había sido Lucas. Era una cierta ternura
lejana la que los unía, lo que hacía obvio que por ra-
zones, si se quiere económicas o de supervivencia, el
cuerpo de la jovencita pertenecía a alguien más, a al-
guien muy poderoso. Por supuesto que no tenían ni
noción de quién era, aunque para el Poeta fuera claro
como el agua. En su interior, tanto él como Vilches
y dos Santos hervían en deseos de ejecutar la nece-
saria y justa venganza que el degenerado ése mere-
cía desde hacía rato y que parecía que nadie en este
bendito país sino ellos tres podría ejecutarla alguna
vez. Ya era mucho más que venganza, era casi una
cuestión de equilibrar un poco las fuerzas cósmicas
de este lado de la eternidad. No podía ser que una a-
berración humana como ésa siguiera pululando, ma-
quinando y destruyendo seres inconmensurablemen-

204
Ignis fatuus

te mejores que él en cualquier sentido que quisiera


verse.
Diego le contó unas cuantas anécdotas de Lucas, y el
Insigne pudo de aquel modo tomar contacto, aunque
fuese indirecto y extemporáneo, con una faceta de la
personalidad de su hijo que probablemente no hubie-
se descubierto nunca, reacios como son los jóvenes
rebeldes a dar traslado a los padres de su vida social.
En la osadía que trasuntaba de alguna de estas his-
torias, en el coraje y lealtad demostrado en otras, el
Artista no solamente halló elementos muy valiosos e
inesperados, sino que recordó su propia y contestata-
ria bohemia juvenil. Cuando las lágrimas acudieron
a sus ojos, dio la bienvenida a toda esa emocionali-
dad que días antes lo sorprendía con su ausencia, y
todo este torrente de sentimientos confluyó indefec-
tiblemente en un único y excluyente canal: el del o-
dio y el deseo de venganza contra los que habían e-
jecutado toda esa retahíla de infames asesinatos. E-
sas burbujas de odio emergente en lágrimas y segu-
ramente también en sonrojo fueron estalladas por el
joven, que luego de beber un buen trago de cerveza
y encender un cigarrillo, dijo:
-¿Y qué piensa hacer, don Carmelo? ¿Seguir disfra-
zado y huyendo toda la vida?
-Hablá despacio, pendejo.
-Está bien, disculpe.
-Te estás jugando las pelotas vos, también. Si te aga-
rran conmigo, por ahí de la yuta zafás, pero no de la
mafia que mató a tu amigo y a Rosario.
-¿A qué amigo?
205
Gabriel Cebrián

-A Lucas. Lo mataron los mismos hijos de puta, con


merca envenenada, que seguro le hicieron llegar por
Rosario.
-Usted se refiere a Vilma...
-Otra vez...
-¿Y por qué hicieron semejante cosa?
El Inefable se acercó a Diego y le dijo en un susurro:
-Para pegarme a mí. Por unas notas que escribí en el
diario sobre ese Raimundo Calvo, que después ter-
minó preso. Y después, mataron a mi ex mujer, cui-
dándose muy bien de inculparme con miles de pis-
tas falsas. Y ahora, por lo visto, a nuestra amiga Vil-
ma, o como carajo se haya llamado.
Diego se había quedado de una pieza. Toda la jovia-
lidad y la frescura que tanto habían llamado la aten-
ción de Barragán se esfumaron en un instante, para
dejar espacio a una expresión de odio, que se pro-
yectaba al vacío en una mirada que si bien, impreg-
nada como estaba de la pasión referida, traslucía asi-
mismo una fría concentración, una maquinación fer-
viente. Al cabo de unos instantes, y sin apartar la mi-
rada del vacío ni modificar un ápice de su expresión,
dijo:
-Le reitero entonces la pregunta, don Carmelo: ¿qué
piensa hacer?
-¿Qué harías vos?
-Yo que usted, voy y los mato a todos.
-Efectivamente, eso es justo lo que voy a hacer.
-Si necesita ayuda, no tiene más que avisarme.
-Estás loco. No sabés en lo que te estarías metiendo.

206
Ignis fatuus

-Mire, usted tiene sus códigos, y yo los míos. Le a-


cabo de contar las veces que Lucas saltó por mí, y
créame que no voy a volver a dormir tranquilo si sé
que pude hacer algo por él y no lo hice.
-Yo te agradezco, pibe, pero...
-No me agradezca nada, yo no haría nada por usted.
Es por Lucas, ¿entiende?
-Creo que sí. De todos modos, no quisiera involucrar
a nadie más en este asunto. Es una máquina de picar
carne.
-Mire, don Carmelo, usted acá tiene un aliado, y pro-
bablemente, por carácter transitivo, un amigo; y me
parece que como están las cosas, no puede andar
dándose el lujo de rechazar ayuda.
-Eso es cierto, pué –dijo, utilizando el tono gauches-
co más en broma que otra cosa, ya que el bullicio del
salón les había permitido hablar cómodamente, sin
temor a ser oídos.

III

Aparcó la rastrojera al lado del caminito de piedra y


detuvo el motor. Se veía luz en la ventana de la sala,
aunque recordaba haber dejado todas las luces apa-
gadas. Tal vez fuera Fito, pero no veía su auto. Lisa
no tenía llave. Sacó la escopeta del bolsito y se diri-
gió hacia la casa, en todo caso se iba a llevar alguno
antes de que lo bajen. Pero Fito se apresuró a abrir la
puerta y venir a su encuentro.
207
Gabriel Cebrián

-¿Adónde te metiste?
-Loco, pará que no sos mi vieja, eh.
-Escuchame, tarado, la cosa está cada vez más podri-
da y vos jugando al detective, por ahí.
-No, claro, si me voy a quedar sentado esperando
que me vengan a buscar...
-¡Te tenés que rajar! ¡Y ya mismo!
-Sabés que tengo un par de cosas que hacer, todavía,
antes de rajarme.
Entraron. El Egregio dejó bolsito y escopeta sobre la
mesa, tomó un vaso y se sirvió whisky de la botella
que había traído y estaba tomando Fito.
-¡Mirá lo que le hiciste a la escopeta! Sos un fantas-
ma, vos... ¿qué pasa, che? ¿Estás viendo muchas pe-
lículas?
-Quedó bárbara.
-Te enteraste, ¿no?, lo de la mina esa que apareció
estrangulada y con los anónimos del Tape Millán a-
dentro de la boca...
-Sí, me enteré. Pero no tengo casi detalles. Contame.
-La encontraron en tu casa, adentro de un placard.
Ya hacía como tres días que la habían puesto allí, se-
gún los peritos de la policía. No sé más nada, salvo
que los medios dicen que te volviste loco, y viendo
cómo actuás casi como que da para creerles.
-Bueno, evidentemente, esto te supera, y realmente,
no tenés la culpa, es un bardo muy jodido. Así que
sabés que, yo me voy, gracias por todo, y nos ve-
mos.
-No, pero es que no es así...

208
Ignis fatuus

-Ah, ¿no? ¿Cómo es? Mirá, yo te digo cómo es: tu


novia ve el noticiero y te hace un escándalo de órda-
go, y, sabés qué, tiene razón. Se caga encima, con
toda la razón del mundo, te contagia todos sus sensa-
tos temores, y vos venís acá y te creés con derecho a
tratarme como si fuera un tarado, e incluso te da por
pensar que hasta por ahí es cierto que ando matando
gente. Mirá, yo tengo algo que hacer, estoy solo y
jugado, no puedo aceptar ayuda de personas que no
están solas, como es tu caso, y de la cual dependen
otras más; no puede la manzana podrida que soy po-
drir a cuantas personas se acerquen. Tengo que ter-
minar cuanto antes con esto y desaparecer. Ahora
tengo la camioneta, no preciso más la casa.
Terminaba de dar voz a estas consideraciones cuan-
do golpearon a la puerta. Fito abrió desmesurada-
mente los ojos, en tanto Barragán echaba mano a la
escopeta. Mas enseguida se hizo audible la voz de la
amante del Insigne:
-Don Carmelo, soy yo, Lisa.
-Ya te abro.
-¿Ves lo que te digo? Ya parece el Rancho de Goma,
esto.
-Siempre fui un tipo muy social, viste.
Lisa entró y no mostró la menor sorpresa por hallar a
Fito, a quien saludó con toda naturalidad y le dijo:
-Sabía que estabas. Estacioné allá en el camino, a u-
nos cincuenta metros de tu auto.
-Vos sabés que cada vez que hacemos movimientos
como éste nos ponemos en riesgo todos, ¿no? –Pre-
guntó Fito, pero no halló respuesta, y probablemente
209
Gabriel Cebrián

ni siquiera haya sido registrado, ya que Lisa estaba


abocada con el Artista a la ejecución de un efusivo y
apasionado beso de reencuentro. Entonces se ofuscó,
y dio voz a una sarta de consideraciones acerca de la
liviandad e irresponsabilidad con la que estaban to-
mando todo aquel escabroso asunto. El Maestro hizo
caso omiso de todas aquellas observaciones críticas,
pero Lisa, dispuesta a meter baza en un asunto que
revestía capital importancia para una mujer que se
preciara de tal, como lo era seguridad de su hombre,
recogió el guante:
-Mirá, Fito, tanto Daniel como yo te estamos infini-
tamente agradecidos por todo lo que hacés, pero le-
vantá con esos aires de líder autoconvocado que asu-
mís, porque las decisiones finales, las toma él. El he-
cho de que le prestes ayuda no quiere decir que ten-
ga que hacer lo que le decís vos. Si vine a estas ho-
ras, no es por un capricho de pendeja, sino porque
tengo información que puede resultar vital.
-Te escucho –indicó el Inefable, mientras servía un
vaso de whisky para la dama.
-Esta mañana fui con un tasador a la quinta que tiene
mi ex marido en City Bell, por esos temas de la divi-
sión de bienes, y eso, ¿no?
-Sí, ¿y?
-Que el casero -con el que dicho sea de paso siempre
tuvimos mutua simpatía-, se me acercó y me dio
charla, preocupado como está por la eventualidad de
quedar sin casa y sin trabajo. Y entre una cosa y o-
tra, me comentó que mañana a la noche se reunirían

210
Ignis fatuus

ahí Ezequiel, Calvo y tal vez dos o tres más, a comer


un asado y ver el fútbol.
-Eso es muy interesante –observó Barragán.
-Si lo decís por lo que estoy pensando, fijate, que es
la mejor manera de agregar más locura y más san-
gre.
-Mirá, Fito –repuso Lisa-, ni vos ni yo tenemos hi-
jos, así que respetá un poco. Tratá de ponerte en el
lugar de él y pensá qué habrías hecho en el caso de
que venga un hijo de puta y te mate a tu hijo.
-Está bien, puede ser. Lo que yo no quiero es que lo
maten a él, o lo metan en cana, nada más.
-Muchas veces, la muerte no es lo peor que te puede
pasar –dijo el Magnificente, con tal gravedad y con-
vicción que una atmósfera pesada de honorabilidad
trascendente los cubrió. Permanecieron en silencio
unos instantes, al cabo de los cuales Fito entendió
que estaba de más allí, interrumpiendo con su pre-
sencia lo que bien podía ser la última noche del gue-
rrero antes de la contienda final.

IV

Barragán tomó la iniciativa. Se acercó a la hermosa


mujer con un ansia desesperada, que no obstante de-
cidió canalizar poco a poco; beber sorbo a sorbo de
aquel néctar que le regalaba la vida entre tantos rís-
pidos sinsabores, extraer gota a gota el elixir de esa
joven beldad con la paciencia, el esmero y el deleite
211
Gabriel Cebrián

de un maestro perfumero parisién, con la gozosa co-


dicia del niño que se empeña en hacer durar el dulce
largamente esperado.
La besó extensa y dulcemente en la boca, encandi-
lándose con algo que bien podría ser asimilado a lo
que la gente llamaba “amor”. Claro que de todos
modos había cierta urgencia sexual, allí estaba tam-
bién esa compulsión instintiva que tantas veces lo
había llevado a confundirse; pero lo más novedoso,
llamativo y podría decirse que trascendental, en este
contexto abrasado por los fuegos de una amarga épi-
ca en ciernes, era que por vez primera en casi medio
siglo sentía que era capaz de entregar su vida por al-
guien, sin pestañear. Por supuesto que, con similares
inquietudes y sintiendo en su fibra más íntima cada
una de las vicisitudes emocionales que hemos des-
cripto en el Ilustre, mas condenada a ese sentimiento
ígneo, desbordado y desaprensivo de sí mismo pro-
pio de las mujeres de su tiempo y condición, Lisa
comenzó a desnudarse y a desnudar a su compañero;
ya estaba bien de romanticismo, y no tenía por qué
disiparse tal idealizada proyección afectiva nada más
por pasar a los dulces ajetreos de la carne.
Fue entonces que el Maestro, de algún modo mante-
niéndose en sus trece y dispuesto, como decíamos, a
examinar todas esas nuevas sensaciones que tenían
que ver con el sexo pero que transcurrían por otros
carriles, se retiró un poco, tomando para sí la tarea
de desvestirse y observando la especie de strip-tease
que, algo tímidamente pero con encantos de sobra
como para suplir cualquier falencia técnica, le mos-
212
Ignis fatuus

traba aquella mujer que estaba desbaratando, como


si fuese un castillo de arena, su autosuficiencia.
Terminado que hubieron de desvestirse, observándo-
se uno al otro con expresión de desesperada codicia,
él sintió que debía mantener esa iniciativa, y que ne-
cesitaba explorar mucho más esa zona intermedia
antes de caer en la desesperación carnal, en el sexo
de penetraciones, caderazos y eyaculaciones, fisio-
logía desatada y a ultranza tan banal como todo o-
tro proceso de esa índole, pensó ahora, que una nue-
va puerta se había abierto y el camino de su vida se
resistía a seguir atajando por cualquier túnel vaginal
que quedara de paso. Así que comenzó a besarle los
pies, esos pies tan pequeños y perfumados, esa piel
tersa, esos finos tobillos que ni el mejor escultor re-
nacentista podría haber modelado mejor, el contacto
de estas exquisiteces con sus labios, con su mucosa
bucal, su lengua amante y desesperada por dar placer
a la ninfa, que a su vez gemía queda y sensualmente,
mientras se acariciaba el clítoris.
Entonces fue Vilches quien tomó las riendas del a-
sunto y dijo ya está bien, Barragán, esta mujer ya
está a punto de caramelo, no vaya a ser cosa que se
te pase, e inició una ascención con la punta de su
lengua por la parte interna de las piernas, generando
así una suerte de gorgoteo en la garganta de la feste-
jada, que tosió levemente, los humores desbordándo-
se en más de uno de sus conductos, del mismo modo
que sucedía a Vilches, quien sentía ya fluir sus se-
creciones prostáticas.

213
Gabriel Cebrián

Se detuvo largo rato lamiendo las ingles que enmar-


caban, junto con el hermosísimo pubis, una vulva
digna de ser exhibida en el Louvre. Al cabo pasó a
besar delicadamente la fuente de ese suave olor a
mujer que la beldad le regalaba, entregada a muerte,
y no fue más que juguetear unos momentos con el
henchido botón del placer, que ella lo tomó fuerte-
mente de los cabellos, lo apretó contra su vientre y
se descargó larga y ruidosamente en su boca. Vil-
ches ya había tenido lo suyo, así que lo corrió y si-
guió con la maniobra de besuqueo hacia arriba, el
escultural vientre, el delicado ombligo, la dulzura de
aquellos pechos a la vez voluptuosos y esbeltos...
casi no era capaz de soportar, sabía que eyacularía
con solo ingresar al vientre que ahora, trémulo de
deseo, se le aparecía como el templo de eso que lla-
maban amor. Después la besó en la boca, mientras e-
lla le acariciaba la enorme y febril erección. Fue en-
tonces dos Santos el que la penetró, y cómo sería su
grado de excitación que a pesar de las lubricaciones
naturales y el intenso juego previo, sintieron ambos
un pequeño desgarramiento en el ingreso. No fue
más que presionarse tres o cuatro veces que se fue-
ron juntos a ese infinito que dicen que equipara el
coito a una pequeña muerte, en un orgasmo dilatado
y simultáneo que los dejó largo rato agitados, y ba-
ñados en transpiración. El Inefable, tendido y con-
mocionado como nunca antes había estado por una
cuestión de éstas, y con ese ánimo experimental
frente a lo inédito de la situación, la besó larga y
tiernamente. El sentimiento seguía allí. Es más, in-
214
Ignis fatuus

cluso después del acto, era aún mayor. Debe ser a-


mor, entonces, se dijo, mientras Vilches y dos San-
tos reían y meneaban las cabezas.

Como podrán advertir, muchas veces los planes más


descabellados hallan consecuciones que desafían to-
do cálculo previo. Me estoy refiriendo específica-
mente al plan cuya necesidad el Ilustre se planteaba
ya en la primera línea del presente reporte, y que no
era otro que ingresar en una etapa reflexiva, que le
permitiera poner en orden sentimientos, modo de vi-
da, proyecciones profesionales, etcétera. Y luego vi-
mos cómo la vorágine de los acontecimientos lo dejó
en las circunstancias más azarosas a las que puede
verse arrojada una persona, y en su momento hici-
mos también mención de lo absurdo y dificultoso
que podía resultar tal ejercicio introspectivo en la za-
randa de avatares criminales que lo sacudió. Pero co-
mo dije, hay veces que tales utópicas propuestas, a
pesar de cualquier pronóstico razonable, se realizan
no solo a pesar, sino gracias, a lo que en principio
pudo ser considerado escollo insalvable. Tal vez si
las fuerzas de su vida no lo hubieran tironeado del
modo que lo hicieron, nunca el Insigne hubiese co-
nocido el amor, como tampoco se hubiese permiti-
do replantear la lamentable y extemporáneamente
trunca relación con su hijo Lucas. Por supuesto que
215
Gabriel Cebrián

los asuntos relativos a su profesión de periodista, co-


mo así también los atinentes al oficio de escritor, ha-
bían perdido toda importancia. Podía, sí, eventual-
mente y a futuro, escribir la novela que siempre ha-
bía pensado coronaría su condición de artista. Pero
ésa ya sería una cuestión de mero ejercicio, porque
no tenía persona en la cual hacer recaer laureles.
Ninguno de los tres apetecía las lisonjas y panegíri-
cos. Vilches y dos Santos, inhibidos por su parque-
dad y templanza criollas, y Barragán, que ya no ne-
cesitaba hacer lo que había hecho toda su vida, des-
de que decidió escribir para seducir mujeres, que no
había sido otra cosa que sublimar. Esta última cer-
teza le quitaba toneladas de encima; siempre se ha-
bía sentido un poco culpable por el sufrimiento que
involuntariamente había provocado a sus amantes,
cuando no había tenido oportunidad de discriminar
entre afecto y sexualidad. No era su culpa el haberse
enredado accidentalmente, como asimismo lo habían
hecho ellas con él, a la deriva en esa inconciencia
que es insoslayable para quien no conoce opción. No
era victimario, y tampoco víctima. Era simplemente
un eslabón más en una ingente cadena de aconteci-
mientos, aleatorios a la manera de democriteanos á-
tomos girando, chocando, uniéndose y separándose
en el vacío, según su mecánica de caóticos tropis-
mos. Ahora, a contrario, había creado en él un cen-
tro estable, en el cual podía mantenerse firme y deci-
dir más allá de los azarosos arbitrios que habían de-
terminado su vida hasta entonces. Esa misma noche
iría a matar a Calvo, a Ezequiel y probablemente
216
Ignis fatuus

también a los que estuvieran con ellos, y eso no


constituiría un acto reprochable en términos éticos,
no solamente porque los bastardos merecían morir
en su ley, la ley de los asesinos, sino porque los he-
chos-fuerza puestos en juego por ellos mismos y por
la propia interacción con él, hallaban necesariamente
esa única vía de resolución. Ejecutaría, sí, ese inevi-
table mandato que la realidad le imponía; se dejaría
llevar por esa inercia que determinaba invariable-
mente los sucesos en el mundo real. Pero lo haría
con una ventaja envidiable: con ese centro inconmo-
vible que había hallado buceando en el cuerpo y los
sentimientos de Lisa, los que a su vez, y de un modo
inédito, lo habían puesto en contacto con los suyos
propios.

Detuvo la rastrojera en 12 y 40, frente a la plaza.


Diego, como de costumbre, conversaba con sus ami-
gos, guitarra en mano. Al cabo de unos momentos lo
vio, dijo algo a los camaradas y fue hacia la camio-
neta. Saludó, dio la vuelta, ingresó y cerró la puerta.
Daniel puso en marcha el motor y partieron.
-¿Qué les dijiste a tus amigos?
-Les dije que era mi tío del campo.
-Está bien; aparte, quién te dice que no sea cierto.
-¡Claro!
-Dijiste que te viera si llegaba a necesitar ayuda.
-Por lo visto, parece que necesita.
-Sí, pero no estoy muy seguro de pedírtela.
-¿Por qué dice eso?
-Porque puede ser muy peligroso.
217
Gabriel Cebrián

-Ay, don, mire cómo tiemblo...


-No te hagás el guapo, que por menos he visto cagar-
se encima a tipos más duros que vos.
-No pasa nada, don Barragán.
-Don Carmelo decime, boludo.
-Sí, está bien.
-Si me preocupo, es porque no me gustaría que tus
padres vayan a pasar por lo mismo que pasé yo.
-Mire, por eso no se preocupe. Mi vieja murió hace
años, y mi viejo está todo el día borracho, y ya me e-
chó tres veces de la casa. En cualquier momento me
da el olivo en forma definitiva.
-Bueno, en todo caso, a mí no me gustaría que te pa-
sara nada.
-A mí tampoco, pero qué va’cer. Es necesario correr
riesgos, a veces, para vengar afrentas y mantener la
dignidad. ¿No le parece?
-Yo no podría haberlo dicho mejor.
-Ahora, digamé: ¿está seguro, sabe a ciencia cierta
que las cosas son como usted dice? No iremos a dar-
le el palo a gente que por ahí no tiene nada que ver...
-Está todo chequeado, no tengas dudas.
-Siendo así, estoy adentro. A propósito, ¿adónde va-
mos?
-Vamos a un bar, acá en Tolosa. Vamos a integrar u-
na pequeña reunión.

Llegaron a algo que parecía el buffet de un club ba-


rrial, muy rústico y oscuro. En el interior, contras-
tando con las características del lugar, tres indivi-
duos de traje y una mujer elegantemente ataviada se
218
Ignis fatuus

volvieron sorprendidos hacia ellos. Lo que entonces


no sabía Diego, es que aquellas personas eran Fito,
Tito del Río, Ignacio y Lisa. Ésta última, a indica-
ción del Poeta, había sido la organizadora de aquél
encuentro. Ignacio tomó las manos del prófugo y las
apretó, visiblemente emocionado. Lisa no tuvo nin-
gún empacho en comerle la boca. Fito y Tito mantu-
vieron una tensa compostura, contrariados como es-
taban por la aparición de aquel jovenzuelo casi im-
berbe. Notando dicha molestia, Barragán lo presen-
tó:
-Él es Diego, amigo de Lucas. Fito, Ignacio, Tito y
Lisa.
-Encantado.
-¿Puedo preguntar qué hace el pibe éste acá? –Pre-
guntó Fito.
-Sí, podés preguntar pero no podés cuestionar. Ya te
dije, Diego era amigo de Lucas...
-Soy, amigo de Lucas –lo interrumpió para corregir-
lo, corrección que el Ilustre aceptó de muy buena ga-
na.
-Claro, perdón, es, amigo de Lucas. Y está acá por-
que le sobran inteligencia y cojones para ayudarme
en la operación de esta noche –esto, dicho también
para contrastar tales virtudes con la carencia de las
mismas, al menos, en el caso de Fito.
-Mirá, Daniel –comenzó Tito, estirándose el cuello
de la camisa con los dedos en un movimiento que
denotaba claramente su profundo embarazo-, yo en
realidad vine a pedirte que desistas, que no te con-
viertas en lo que son ellos, vulgares asesinos.
219
Gabriel Cebrián

-Lo de asesino, te lo acepto. No creo, de todos mo-


dos, ser vulgar. Y mucho menos me sentiré así cuan-
do haya puesto las cosas en su sitio. Si viniste a eso,
y nada más, ya te podés ir.
-No oís razones –aventuró Fito, para no dejar pasar
tan rápidamente la ponenda de su jefe.
-Yo tengo la misma percepción que ustedes. Voy a
oponer una razón de peso. Vos, Tito, tenés hijos. Po-
dés ponerte en mi lugar. ¿Qué harías si un bastardo
te mata un hijo y después te tiende trampas que inde-
fectiblemente darán con tus huesos en la cárcel? No
me contestes, no hace falta. Te conozco, harías lo
mismo que yo. Y probablemente, yo me vería obli-
gado, en ese supuesto, a decirte cosas tales como las
que acabás de decirme. Así que terminemos con esta
farsa y vayamos a cuestiones operativas. ¿Me consi-
guieron un arma?
-Sí, una Browning. –Respondió Tito.
-Espero que te des cuenta hasta qué punto nos esta-
mos arriesgando por vos –señaló Fito, que no podía
ocultar su ofuscación por lo que consideraba un des-
plante, en su interpretación de que Barragán hubo
presentado los méritos de su joven socio en desme-
dro de los de él, fundamentalmente.
-Loco, terminala, con esa cantinela –volvió a obser-
var Lisa. –Te ponés pesado, eh. Acá el que va a eje-
cutar la acción, y se hace cargo de todo es Daniel, a-
sí que terminá con todas esas cuestiones.
-Mirá, vos mejor no sigas contribuyendo a su dese-
quilibrio.

220
Ignis fatuus

-Fito, mirá, si no te callás, te voy a tener que cagar a


trompadas –Dijo el Insigne, en un tono que no admi-
tía réplicas.
-No hace falta que se pongan así, che. –Intentó con-
temporizar Ignacio, y añadió: -En serio, Fito, las co-
sas ya peor no pueden estar. Y si el hecho de ser a-
migos de Daniel nos expone a determinados riesgos,
en razón de una desgracia personal tremenda e inme-
recida, pues asumámoslos y dejémonos de joder.
-Tampoco es para tanto, che. Nunca los voy a batir,
y llegado el caso asumiré, como corresponde, la res-
ponsabilidad total de los hechos. Y la asumiré no só-
lo sin pesar, sino con orgullo.
-Vamos al punto –propuso Lisa, que era conciente
de que quedarse allí más de la cuenta podía generar
dificultades. –El casero de la quinta se llama Dioni-
sio. Hoy le dije que esta noche iba a ir un tal Carme-
lo a hablar con él.
-Sos un fenómeno –observó el Inefable, trasuntando
en la voz y en la mirada ese nuevo elixir con que la
vida lo había regalado a través de aquella mujer.
-El tema es así: Estando solo, nomás, el cagón de E-
zequiel tiene prohibido abrir la reja de noche. Mucho
más si está allí un pez gordo como Calvo.
-¿Entonces?
-Le dije a Dionisio que Ezequiel tenía pensado ven-
der la quinta y dejarlo en la calle, y que como yo no
quería que eso pasara, había hablado con una gente
amiga, quienes enviarían esa noche a Carmelo para
decirle adónde se tendría que presentar, en caso de
interesarle. Por supuesto, le recomendé que guar-
221
Gabriel Cebrián

dara la mayor discreción, sobre todo con Ezequiel,


que sería capaz de correrlo ni bien se enterara que
hacía tratos a sus espaldas. Dionisio es muy ingenuo,
por supuesto que no solamente lo creyó todo, sino
que se entusiasmó como una criatura, al saber que
no tendría que volver, a su edad, a trabajar en las co-
sechas. Así que, más o menos diez, diez y media, iba
a atar los perros y esperaría a Carmelo en la puerta
lateral, para conversar con él los detalles de su nue-
vo conchabo. Así podrás ingresar. Lo demás, ya co-
rre por tu cuenta.
-Por nuestra cuenta –repuso Diego.
-Sí, para eso vino el pibe. Para darme una mano y
que no se escape ninguna de las ratas.
-Está bien –observó Ignacio, -él te trajo el bufo, él te
presta la casa, ella te hace la mano con el tema de la
quinta, el pibe se hace cargo con vos de la opera-
ción, ¿me querés decir para qué carajo estoy yo, acá?
-¡Porque sos mi amigo! ¡Y porque quién sabe cuán-
do mierda te voy a ver otra vez, si es que hay otra
vez!
Se abrazaron, e Ignacio, como era previsible, se e-
mocionó hasta las lágrimas.
-Vamos, vamos –lo contuvo el Artista. –Si seguimos
en esta vena, más nos valdría reunirnos en la casa
del jubilado.
Luego de afinadas algunas cuestiones de ídole buro-
crática, irrelevantes e indignas de mención en esta
crónica, se despidieron lo más efusivamente que el
estratégico decoro les permitía. Lisa bañó su corazón
en lágrimas, al no poder darse el gusto de verterlas
222
Ignis fatuus

ni de traducir su desgarramiento interior en ese grito


que pugnaba por escapar de sus labios.

VI

Habían ido campo afuera otra vez, a probar sobre el


sufrido eucaliptus el arma recién procurada, la que si
bien resultaba más versátil, por suerte para el pobre
árbol, era a la vez menos virulenta. Luego consumie-
ron un guiso que había preparado Diego, de lo más
sabroso, al igual que el tinto Cuesta del Madero con
el que lo habían empujado. Oyéndolos hablar tan
tranquilamente, contar anécdotas y ponerse al tanto
de pequeñas o grandes características de la persona-
lidad de cada uno, nadie hubiera podido suponer que
aquellos dos entusiastas nuevos amigos iban a en-
frentarse esa misma noche con la situación límite
más crucial de sus vidas.
Luego de la ingesta vino la modorra, así que el joven
pidió permiso y se arrojó sobre el sillón. Al cabo de
un par de minutos roncaba ruidosamente. Bueno, na-
die es perfecto. El Inefable, por su parte, excitado
como estaba de cara a la inminente resolución de to-
dos sus problemas, halló propicia la oportunidad pa-
ra bucear en el hasta ahora fallido menester de cua-
derno y birome. Tal vez Vilches quisiera prevenirlo
de algo, o quizá el propio dos Santos, aunque los
sentía ya tan incorporados a él que encontraba esa

223
Gabriel Cebrián

suerte de convocatoria mediumnímica como un va-


cuo ritual fetichista.
Así que dejó correr sus ideas, que iban asiéndose a
estas filigranas azules que tengo acá, hoy día, frente
a mi vista, y de las cuales no tengo más remedio que
dar traslado a ustedes en esta fría letra de molde, de-
bido a obvias limitaciones de producción:

Hölderlin ha llamado la atención acerca de la diver-


sidad tan ardua que corresponde a las líneas de
nuestras vidas, llegando a suponer que únicamente
podrán resolverse, acaso, en instancias metafísicas.
Tal vez deba agradecerle a algún tipo de providen-
cia, a la vez tributaria de algo tan difuso para mí
como la idea de un dios personal, o de varios, la po-
sibilidad que me está siendo dada de desanudar mu-
chas de las engalletadas líneas de mi experiencia. A-
sí que elevo mi sentimiento de gratitud así, a indis-
criminados destinatarios, con total humildad y sim-
pleza, sabiendo que todo sacrificio elevado con sin-
ceridad es bien visto por las eventuales e inaccesi-
bles al intelecto fuerzas superiores. Me sobran hoy
día sentimientos como para tratar de ponerme al día
en esa propia especie, tan esquiva hasta ayer para
mi confundido dasein.
Me he visto obligado, por primera vez en la vida, a
planificar, y quizás a ello se deba que he sido capaz
de percibir otro plan que subsume al primero, y así
sucesivamente. Temo, si es que sigo desentrañando
de tal modo el tejido final de la teleología cósmica,
224
Ignis fatuus

alcanzar cotas de lucidez que me hagan perder, pa-


radójicamente, toda cordura.
Tuve un hijo, y antes de que pudiera haberlo recla-
mado en un mínimo sentido paternalista, me fue a-
rrebatado del modo más abyecto. Ahora, el joven-
zuelo que ronca en ese sillón prestado que sin em-
bargo siento como propio en éste, mi último enclave
en el mundo real, viene y me obliga a proyectar toda
la afectividad que por egoísmos y necedades no pu-
de darle oportunamente a mi hijo, su amigo. Tuve
también varias mujeres, y he vivido cada una de e-
sas relaciones casi como una guerra. Me doctoré en
cinismo e indolencia, más que nada para proteger-
me de los embates de ese género que me resultaba a
la vez tentador y urticante, necesario y amenazador.
No puedo dejar de celebrar mi suerte, en el sentido
de que la fortaleza de mis sentimientos no cayó has-
ta conocer a la amazona no solo capaz de sortear
sus murallas, sino de poner en juego su propia vida
por mi bienestar, cosa que ninguna de las otras in-
capaces hubiera siquiera podido imaginar, tan ocu-
padas estaban en arrojarme basura con el fin que la
cargue y así nivelarme hacia abajo, hacia su pérfido
mundo del tanto tienes, tanto vales, incluso en térmi-
nos afectivos. Conflictos en un terreno al que recién
ahora puedo ver en perspectiva, y cuya protervia e-
sencial me pone enfermo.
Aquí estoy, entonces, solo aún en medio de multitu-
des que siguen mis supuestas andanzas por diarios y
televisión, con un muchacho sin expectativas de vi-
da, un detective célebre que no puede sino manifes-
225
Gabriel Cebrián

tarse a mi través, y un casero de Misiones güeno


pa’lo que guste mandar, pué. Escueto y heterodoxo
ejército para enfrentarse a tamaño aparato mafioso.
Entonces viene Vilches y me dice que la sorpresa es
el factor determinante, y que toda esa al parecer in-
descontable ventaja que habían tomado los bastar-
dos se debía meramente a dicho factor, así que no
había más que invertir, tal lo planificado, los roles
de estupefactivo y estupefacto. Si él lo dice...
Mate de por medio, y en comunión de cultura gau-
chesca, lo oigo conversar con Carmelo, como si yo
no estuviera aquí, y acaso no lo esté:
-Bueno, parece ser que’l Barragán está a punto de
arrancar la cizaña, pué.
-¿Usté cree, don Carmelo?
-Sí, pué. Al menos está decidido, vio don Nicanor, y
tiene un plan, esta güelta.
-Sí, tiene un plan, el plan que le armó la gurisa, por-
que si fuera por él...
-Ni que lo diga. Pero tá güeno, los recursos de la
gurisa bien que se los ha granjeáo, y eso sí que vale,
mi amigo.
-Vamos, don Carmelo, no se pase de humilde, usté,
tampoco. Buena mano le dimos anoche pa’que se
granjee eso que usted dice.
-‘Ta güena la gurisa.
-Sí, ‘ta güena, y ‘tá rica, rica, además.
-Lástima que quién sabe cuándo la vamo’a poder
degustar de nuevo.

226
Ignis fatuus

-Tal cual, don Carmelo, es una lástima. Pero éste no


es como nosotros, éste es un párvulo enamoráo. A la
vejez, viruela, fíjese.
-Quién hubiera dicho, nomás hace unos días...
-Vio lo que hacen un par de piernas lindas y unas
güenas ancas...
-Nada nuevo, pué. Pero éste parecía más chúcaro.
-Pasa que no había tenido oportunidad de demos-
trar lo contrario.
-Ansí parece, pué. Ya decía el poeta que “hasta la
hacienda baguala cae al jagüel con la seca”.
-Y que “es zonzo el crestiano macho cuando el amor
lo domina”.
-Sí, pero que no se vaya a abombar ahora, que nos
van a boletear a los tres de un saque, carajo.
-Pierda cuidáo, don Carmelo, pierda cuidáo. La ga-
lopiada que le pegó anoche la gurisa lo va a man-
tener más despierto que un tábano.
-¿Está siguro?
-Más que siguro. El opa se ha puesto tan romántico
que ni un cruzáo a punto de encontrar el Santo
Grial, estaría más alerta.
-Sí, dendeveras.
-Vio.
-A ver si se callan, pajueranos de mierda, que los
estoy oyendo –terció el Insigne.
-¿Qué pasa, tío? ¿Estás hablando solo? –Preguntó
Diego con sorna, ya que había despertado sin que
Barragán lo notase, y lo tuteaba por primera vez, a-
provechando el aparente lapsus mental en que había
incurrido.
227
Gabriel Cebrián

VII

A estas alturas del relato, percibo que tenemos más


confianza y, por mi parte, ya no siento tantos pru-
ritos formales ni necesito efectuar salvedades en este
sentido, así que voy a mostrarles una nueva forma de
aparecer engorroso a sus ojos, largando el rollo di-
rectamente, sin el menor remilgo ni deslinde. El pro-
pio tono de los hechos que serán reseñados a conti-
nuación, no solo me exime, sino que excluye, toda
bifurcación estilística o analítica en cualquier senti-
do que pudiera uno proponerse. No constituye esto
una circunstancia muy grata que digamos para quien
ha adquirido, con el correr de estas páginas, el vicio
de adornar un poco aquí, de buscar un toque eufóni-
co por allá, pero qué va uno a hacerle... para eso es-
tán las personas como Barragán, y la economía divi-
na no permite tantos avatares del genio en un mismo
terruño y contemporáneamente.
El Egregio preparó su mochila para un último viaje,
alistó su escopeta recortada, la introdujo en el bolso
y entregó la pistola 9 mm. a su joven cómplice, si es
que puede utilizarse tal calificación en una empresa
de características quizá criminales pero preñada de
justos fundamentos. Al momento de hacerlo, lo sem-
blanteó, esperando hallar algún indicio de duda, o de
miedo, que eventualmente e in situ pudieran dar por
tierra con la tan planeada y esperada operación final.
No pudo advertir nada de eso; por el contrario, el a-
plomo con el que Diego tiró de la corredera y com-
228
Ignis fatuus

probó el funcionamiento del arma le dejaron traslu-


cir tanto una cierta frialdad como una familiaridad
con aquella situación, lo que lo arrojó a pensar en
qué tramoyas por el estilo se habría visto envuelto en
el pasado. En todo caso, bienvenida fuera la expe-
riencia.
En un arrebato de rol formativo -inédito también en
su experiencia-, comenzó a hablar al joven como lo
hubiera hecho su propio padre, en oportunidad de es-
tar sobrio y de pretender cimentar algo parecido a u-
na moral en él. La expresión de risueño fastidio que
le fue devuelta le hizo advertir la absurdidad de tales
reconvenciones. Entonces se inmiscuyó en un dis-
curso digno del geronte de la familia en la noche de
Año Nuevo, a saber:
-Yo pensé que tenía, si bien no todo, casi. Era cele-
brado, lisonjeado, los poderosos palmeaban mi es-
palda y se sentían dignificados invitándome a cenar
y haciéndose ver conmigo. ¡Qué imbécil! Tuve que
perderlo todo para darme cuenta que no tenía nada.
-Y bueno, tío, las cosas suelen darse así.
-Claro, eso lo decís vos que no tenés ni veinte años.
Yo no puedo dejar de sentirme un pelotudo ilustre,
sabés.
-No te hagás más cargo, tío. Lo pasado, pisado. Mirá
para adelante.
-Vine a esta casa hace menos de un mes, y ¿sabés
qué? Es el único lugar en el que recuerdo haber sido
feliz. A pesar de la persecución, del descrédito, de la
infamia... tal vez sea eso, tal vez esté pagando tantos
años de inmerecida celebridad.
229
Gabriel Cebrián

-Y qué sé yo, puede ser, pero me da como que es al


pedo andar preocupándose por eso ahora.
-No me preocupo. Estoy apurando un balance que
me estoy debiendo desde hace rato.
-Vigilá, tío, que cuando cierres el balance del todo,
será porque ya estás muerto. Dejá un cabo suelto, u-
na salida para que salte la liebre. Si no, no tiene gra-
cia.
-Me sonó a Vilches, eso.
-¿Quién es, ese Vilches?
-El personaje central de mis cuentos. Supongo que
es una parte mía, en cierta forma.
-Y bueno, entonces serán las juntas que me conta-
gian, viste.

La noche era oscura. Probablemente fuera luna nue-


va, pero el cielo encapotado no permitía corroborar
tal supuesto. Los dioses estaban de su parte. Subie-
ron a la camioneta y emprendieron la marcha. Al lle-
gar al Belgrano, el Insigne le preguntó si estaba a-
sustado, a lo que Diego le respondió que en reali-
dad, temía meter la pata por la propia ansiedad que
experimentaba frente a la posibilidad de dar su me-
recido a quienes tan arteramente habían segado la vi-
da de su amigo. Por supuesto, Barragán quedó más
que satisfecho con tal respuesta.
Poco después entraron en City Bell por la calle que
años atrás respondía al número de 15 y que ahora
vaya a saber qué número le han puesto. Hicieron u-
nas cuantas cuadras y después estacionaron cerca de

230
Ignis fatuus

la quinta de Ezequiel, en un lugar discreto y oscuro.


Eran las 22.20.
Tal como les había indicado Lisa, Dionisio los espe-
raba en la puerta lateral. Había hecho el asado, lo
había servido, había atado los dos doberman y los
estaba esperando con ansiedad.
-Güenas... usté debe de ser Dionisio.
-Así es, y usté debe de ser Carmelo.
-Pa’lo que guste mandar, amigo.
-Me ha dicho la patrona que tiene un conchabo pa’
mí.
-Pues sí, d’éso se trata la visita, pué. ¿Es que no me
va a hacer pasar?
-Mire, no lo vaya a tomar a mal, ¿vio?, pero si el
patrón se entera que abro el portón a esta hora, me
mata.
-¡El patrón, el patrón! Asigún me ha dicho la seño-
ra, el patrón ése que usté cuida tanto está a punto de
ponerlo de patitas en la caie. Y ió no soy de andar
conversando con hombres en los zaguanes, vea. Así
que olvídelo. Encantáo de haberlo conocido.
-Está bien, espere, espere un segundo, amigo. Vuá
buscar la llave y vengo.
-La verdad, estoy impresionado –dijo Diego, cuando
el casero fue hacia adentro. -¡Qué actor!
-Callate, gil. No pierdas la concentración que empie-
za la fase dos. Ahí viene.
Se oyó ladrar a los perros, advertidos por su fino oí-
do del diálogo que tenía lugar en esa puerta lateral
que estaba a punto de abrirse y dejar pasar al Intré-
pido y a su joven socio. Dionisio dio dos vueltas a la
231
Gabriel Cebrián

llave, corrió el cerrojo con cuidado de no hacer mu-


cho ruido y les indicó:
-Pasen, amigos. Vamos diretamente pa’ mi casita. Si
el patrón nos ve...
-El patrón, el patrón... venimos a darte la libertad,
pedazo de esclavo –dijo Barragán, abandonando re-
pentinamente el personaje y extrayendo la escopeta
recortada del bolso. –Vamos para tu casa. Te vas a
quedar quietito y no vas a hacer el menor ruido o
movimiento, si querés salir vivo de ésta.
-¿Qué es esto? ¿Acaso la patrona me ha mandáu la-
drones?
-Los ladrones, asesinos y delincuentes están adentro
de la casa principal. Digamos que nosotros somos
los que venimos a hacer justicia.

Mientras ataban al atónito casero a una silla, y lo a-


mordazaban, le explicaron que lo estaban haciendo
por su bien, y que se diera por más que satisfecho,
ya que probablemente el único que saldría con vida
de ese lugar, sería él.
-Cuando te pregunten, decí que fueron tres o cuatro
encapuchados. Después la patrona te va a hablar, y
quedate tranquilo, porque nos dijo que te iba a arre-
glar para que no quedes en la calle.
Una vez terminada dicha acción, se sirvieron sendos
vasos de la botella de ginebra Bols que estaba sobre
la mesa, y brindaron por la inminencia de la vengan-
za.
-¿Qué hacemos ahora? –Preguntó Diego.

232
Ignis fatuus

-Tomarlos por sorpresa. Ir agazapados hasta el co-


medor, asegurarnos de que estén ahí, irrumpir y so-
meterlos.
-Dicho así, parece fácil.
-Es pan comido, pibe. ¿Ahora te vienen las dudas?
-No, qué dudas. Solamente que las cosas tan fáciles
suelen complicarse.
-Eso depende más de nosotros que de cualquier otra
cosa. Si nos movemos bien, no hay complicación
posible.
-Listo. Pongamos manos a la obra, entonces –dijo,
mientras colocaba una bala en la recámara de su
Browning. Antes de irse, reconvinieron al alarmadí-
simo casero con las represalias que eventualmente
tomarían si era que llegaba a decir la menor palabra
a la policía. Dionisio asintió con tal fuerza que te-
mieron por la integridad de sus vértebras cervicales.

VIII

Salieron al patio en una figura plástica digna de los


mejores comandos. En todos esos movimientos -que
incluían observación del terreno, direccionamiento
de las armas a un lado y al otro, veloz movimiento
de piernas con el torso agazapado, etcétera-, el Artis-
ta halló un gran placer, motivado especialmente por
el hecho de haber conseguido llevar a la realidad
empírica modalidades de acción que tantas veces ha-
bía escrito para Vilches; quien por su parte y debido
233
Gabriel Cebrián

precisamente a ello, estaba concentrado en la opera-


ción, sin hallar las novedades ni los motivos de rego-
cijo de Barragán, inmerso en profesional objetivi-
dad. No encontramos aquí resabios psicológicos de
dos Santos, quien había cumplido eficazmente con
lo suyo al momento de hablar con Dionisio; y pro-
bablemente, dada la empatía con su colega, debía
haberse quedado con él para contenerlo en la zozo-
bra que seguramente estaría experimentando.
Se había levantado un viento de ésos que presagian
lluvia, y los refucilos y las primeras gotas anuncia-
ban una recia tormenta. Rodearon la casa, aplastán-
dose contra las paredes y agazapándose en las venta-
nas, abiertas para que el aire fresco del chubasco re-
frescase el interior. Finalmente llegaron junto a la
ventana de la sala y permanecieron ocultos; no po-
dían mirar hacia adentro sin correr serio riesgo de
ser vistos. Barragán, o seguramente Vilches, hizo se-
ñas a Diego de permanecer oyéndolos, con la inten-
ción de tener una idea aproximada de con cuántos
hombres se las tendrían que ver.
-A Boca se le terminó, viejo –dijo alguien que no pa-
recía ser Calvo, y seguro que no era Ezequiel. –No
gana más. Ni a Gimnasia, le gana, mirá lo que te di-
go.
-Y bueno –le respondió una voz grave y aguardento-
sa que bien podía ser la de Calvo, -el año pasado ga-
namos todo. Ahora aflojamos un poco, pero vas a
ver que volvemos. El Apertura pasado empezamos
para la mierda, también, y después salimos campeo-
nes.
234
Ignis fatuus

-Che, cómo jugó el Pipi Romagnoli... encima mirá el


gol que hizo –observó Ezequiel. -¡Cómo le pegó!
-Es un jugadorazo –comentó alguien más. –Hace ca-
si un año que no juega por la rodilla y mirá cómo
vuelve.
Eran, al menos, cuatro. Claro, Calvo no se movería
sin un par de laderos, seguramente armados. Pero el
Ilustre devenido en cazador de ratas ya no podía es-
perar más. Por señas, le indicó a Diego que los enca-
ñonara a través de la ventana mientras él ingresaba
por la puerta principal, la que esperaba estuviera a-
bierta. Había llegado el momento.
Dio una violenta patada a la puerta, que se abrió de
par en par, mientras Diego se incorporaba, apun-
tando a los bastardos -que, como habían calculado,
eran cuatro-, en tanto gritaba:
-¡Si pestañean, los quemo, hijos de puta! ¡Vamos!
¡Vamos! ¡Denme el gusto! –decía, agitando la mano
izquierda con la palma vuelta hacia sí mientras in-
gresaba por la ventana, apuntando directamente a la
cabeza de un Calvo que, demudado, no podía salir
de su asombro, al igual que los demás, por supuesto.
-Buenas noches, queridos amigos –saludó sarcástica-
mente el Poeta, mientras apuntaba a Ezequiel, quien
solo a partir de la voz consiguió reconocerlo.
-¿Barragán? ¿Qué mierda estás haciendo acá?
-No me esperabas, ¿eh? Qué bueno, sorprender de
este modo a los viejos amigos.
-Estás muerto, hijo de puta. Estás muerto –dijo, en
una bravata que parecía inadecuada para el contexto.
Con aplomo, el Insigne retrucó:
235
Gabriel Cebrián

-Sí, claro, Barragán está muerto. Pero viste como so-


mos los artistas, nuestro cuerpo puede morir, pero
somos inmortales. Más, ahora, que estoy por escribir
la página más gloriosa de cuantas me han sido da-
das.
-No vas a salir vivo de aquí.
-Si hay alguien que no va a salir vivo, son vos y el
mierda éste, eso tenelo por seguro. Con respecto a
estos gorilas, depende de ellos, de cómo se porten y
de lo que hayan hecho en el pasado –hurgó en el bol-
so, sin apartar la vista de los sorprendidos maleantes,
y extrajo un manojo de cuerdas de nylon. –A ver,
vos, por ejemplo –se dirigió a un morocho de esos
que tienen tanto de músculo como poco de seso-,
empezá por atarlos bien de pies y manos a los tres.
Asegurate que queden bien sujetos, que en ello pue-
de estar la diferencia entre la vida y la muerte, para
vos.
El grandote se apresuró a cumplir la orden. Como es
lógico, y por esa condición jerárquica que puede ob-
servarse ya en la animalidad infrahumana, comenzó
por su compañero de tareas. Seguramente después
seguiría por Ezequiel, y finalmente, como sobrepo-
niéndose a un terrible tabú, lo haría con su temido y
respetado jefe. Diego se puso detrás de él, tanto para
verificar la efectividad de la tarea como para evitar
sorpresas desagradables, como por ejemplo, la que
bien podría haber causado la pistola automática que
tomó de la parte posterior del cinto del grandote que
estaba atando a su compañero y que le tendió al In-
signe.
236
Ignis fatuus

-Tomá, Vilches, mirá el fierro que tenía el grandote.


-Sí, che, estamos haciendo las cosas mal –observó,
mientras se munía del susodicho artefacto. –Cachea-
los, primero, después que los siga atando.
-No hace falta todo esto –sugirió Calvo, fingiendo
un aplomo que estaba muy lejos de tener. –Podemos
hablar civilizadamente, llegar a un acuerdo...
No terminó la frase, dado que un violento golpe en
la boca, asestado con el caño de la Browning que
empuñaba Diego, lo llevaron a escupir, en lugar de
palabras inconducentes, un poco de sangre y frag-
mentos de piezas dentales.
-Cerrá el culo, basura. No acordamos con ratas ase-
sinas como vos.
-Ya ves, yo no podría haberlo dicho mejor –volvió a
celebrar el Maestro la concisa verbalización de su
muchacho.
Cuando el grandote hubo acabado de atar a los otros
tres, Diego hizo lo propio con él. Estaban los cuatro
de frente a ellos, de espaldas a la pared. Se sentaron,
se sirvieron del Valmont que momentos antes degus-
taban los ahora prisioneros, y brindaron.
-Decime si no parece que están frente al pelotón de
fusilamiento.
-Tal cual, tío.
-Quién diría, ¿no? Tan poderosos y cayendo como
chorlitos en la trampa de dos lúmpenes como noso-
tros.
-Bueno, como yo, puede ser. Vos sos célebre.
-Para lo que sirve... pero vamos a terminar de una
buena vez con esto. Siempre soñé con practicar una
237
Gabriel Cebrián

justicia sumarísima al estilo de Pancho Villa. Hay


dos que ya están condenados, no es necesario inda-
gar en lo más mínimo para probar su culpabilidad.
El tema, es qué hacemos con los otros dos.
-Barragán, hijo de mil putas, yo te consideraba un a-
migo. Primero me cagaste con mi mujer y ahora me
hacés esto...
-¿Yo te cagué con tu mujer? Te cagaste solo, boludi-
to. Únicamente un imbécil como vos podría someter
a una mujer como ésa a agravios y malos tratos en
forma permanente. Pero no se trata de eso, ahora.
Por ejemplo, el grandote éste, me parece que es el
que me tomó la foto que salió en primera plana del
diario al día siguiente que mataron a Marisa. El otro,
por ahí era el chofer.
-No, señor, yo no le saqué ninguna foto.
-Para ser tan grandote, sos bastante cagón, vos. Y sa-
bés qué, me da por pensar que si no hubieras sido
vos, no habrías puesto la cara de pánico que pusiste
ni bien lo dije. Eso amerita, al menos, un tiro en la
rodilla –dijo, cargó la pistola que recién le habían
quitado, apuntó y disparó. El grandote abrió desme-
suradamente la boca y luego soltó un par de gemi-
dos.
-Che, tío, ¿no estaremos haciendo mucho escándalo?
-No, quedate tranquilo. La quinta es grande, y con
esta tormenta... Ahora, siguiendo con el tema –conti-
nuó, volviéndose al otro esbirro, más enjuto pero
con una cara de hijo de puta terrible-, ¿cómo haría u-
no para saber hasta qué punto estos alcahuetes de se-
gunda están involucrados en los crímenes, sobre to-
238
Ignis fatuus

do en el de Lucas? Yo creo que preguntando, no va-


mos a conseguir mucho.
-Sí, no creo.
-¿Entonces?
-Yo voto por liquidarlos a los cuatro y chau.
-Y, sí, hay que cortar por lo sano.
Ezequiel gimió.
-Sos una puta, Ezequiel. Te quisiste hacer el poron-
ga, y terminás lloriqueando como una puta. No pue-
do imaginar cómo hiciste para errar tan feo en el cál-
culo. ¿Qué te creías? ¿Que te ibas a hacer el Capone
y que las balas se las iba a comer otro? Sos tan, pero
tan poca cosa, que la verdad, me va a dar lástima
matarte. Por ahí le pido al pibe que me haga el favor.
-Dale, tío, yo lo bajo.
-Esperá, mirá como llora. Dejalo sufrir un rato. Co-
mo me escribió una vez el degenerado éste, hacién-
dose pasar por el Tape Millán, cuanto peor se sien-
tan, mejor nos sentiremos nosotros. ¿Te acordás, ba-
sura? Ahora me permito observar algo, ¿sabés la di-
ferencia que hay entre el Tape y vos? El Tape tiene
estilo, inteligencia, astucia. Vos sos una rata que lo
único que persiguió en su vida fue dinero y poder.
Fijate qué es lo que pueden hacer por vos, ahora, que
estás babeándote asquerosamente con tu propia san-
gre y con un pie en la tumba -un estrepitoso trueno
agregó dramatismo a semejante alocución.
-Ya te dije, Barragán, podemos llegar a un arreglo –
intentó nuevamente Calvo, dificultada su dicción por
el golpe que le había asestado Diego.

239
Gabriel Cebrián

-Si volvés a proponer algo así, le digo al pibe que te


baje los dientes que te quedan.
-Será un placer, tío, no tengas dudas.

IX

-Ahora voy a proceder a la lectura de los cargos –di-


jo el Inefable, adoptando la actitud solemne que su-
ponía debía observarse en un juzgado. –A los dos
mierditas estos, NN, o simplemente alcahuetes del
bastardo mayor, se los acusa de infinidad de trope-
lías de gravedad incierta, recordando que, ante la du-
da, y dada la estrecha vinculación de ambos con la
escoria humana de su jefe, este tribunal optará siem-
pre por la peor hipótesis, en atención a una verosimi-
litud a todas luces incontestable. O sea que... ¿cómo
los encontramos, mi querido Secretario?
-Culpables, doctor, culpables.
-Hijo de mil putas, vas a pagar por esto –dijo Eze-
quiel, con voz entrecortada por el llanto. Barragán se
incorporó y le propinó un feroz golpe en la boca con
el caño de la escopeta, poniéndolo así en igualdad de
condiciones con Calvo.
-Buena técnica, esa, Secretario, eh. Supongo que así
los reos aprenderán a responder nada más que cuan-
do se les pregunta. Y además, a dirigirse con respeto
a este Alto Tribunal.
-Terminemos con esta farsa. Si vas a matarnos, aca-
bá con esto de una vez.
240
Ignis fatuus

-Hace más de un mes que mi vida es un infierno,


gracias a ustedes. No sería justo que los liquide tan
rápido, sin sufrimiento previo.
-Oiga, me estoy desangrando, yo –dijo el grandote.
-No te hagás problema, mamotreto. Tenés sangre pa-
ra rato, vos. Déjenme seguir con los cargos. Ezequiel
Torales: se le acusa de alta traición...
-Vos, me traicionaste.
-No, señor. Y no me interrumpa si no quiere otra do-
sis de caño en la jeta. De alta traición, felonía, mal
desempeño en las cuestiones atinentes a la vida con-
yugal, codicia, prácticas políticas espurias y eventual
complicidad ideológica e incluso material en los ase-
sinatos de Marisa Sepúlveda y de una joven llamada
Rosario, o Vilma, y de la cual desconozco el apelli-
do.
-Estás loco.
-Sí, puede ser. Pero antes me habías dicho que esta-
ba muerto. ¿En qué quedamos? Lo tuyo, Calvo, es
más complejo. No tengo tiempo ni ganas de dar voz
a la infinidad de cargos por los cuales comparecés
hoy aquí. Así que, en principio, y de antemano, ya
estás condenado a muerte. Y como un faraón de tus
quilates debe ser sepultado con su séquito, pues lo
lamento, sobre todo por ustedes dos, que vinieron a
dar en el lugar equivocado en el peor momento.
-No, señor, nosotros no hicimos nada –dijo el gran-
dote, debajo del cual se había formado un grotesco
charco de sangre.

241
Gabriel Cebrián

-Si nos deja ir –dijo el otro- atestiguaremos a su fa-


vor, diremos a la justicia todo lo que sabemos sobre
los crímenes que usted dice.
-¿A ver, cómo es eso? –Inquirió el Insigne, echando
una mirada de reojo a Diego. –Empiecen a decirme a
mí todo lo que saben, y tal vez salgan de acá no sé si
caminando, pero sí con vida.
Los esbirros de Calvo se tapaban uno al otro, en el
frenesí de dar voz a lo que suponían podía salvarles
la vida.
-¡Estúpidos! ¿No se dan cuenta de que va a matarlos
igual? –Les decía Calvo, cuya autoridad sobre ellos
había mermado frente a la más inmediata y ominosa
de los cañones.
-Dejalos hacer su juego, basura, quién te dice...
-¡Pero sí, señor! –Argumentaba desesperadamente el
enjuto con cara de hijo de puta, que vislumbraba una
luz al fondo del túnel. –Si nos deja atestiguar, no va
a tener que vivir huyendo por el resto de su vida.
-Sabés qué, si los dejo salir vivos a ustedes, y los
mato a estos dos, voy en cana igual. Y si no los ma-
to, me juego el poncho que el que va a ver crecer los
rabanitos desde abajo voy a ser yo. Ya ven, no tene-
mos alternativa, y sí la conciencia tranquila, después
de semejante confesión. ¿No es así, Secretario?
-Así es, Su Señoría.
-Bueno, la condena... –debió interrumpirse ante el
griterío de los reos que comportaba súplicas, putea-
das, promesas, etcétera. -¡Silencio! ¡Cállense la boca
o van a sufrir mil veces más!

242
Ignis fatuus

-Encima de hijo de puta, sádico –dijo Ezequiel, ba-


ñado en lágrimas.
-Puede ser, pero nunca tanto como ustedes. Ya me
cansaron. Secretario, tengo una idea para deshacer-
nos de esta basura.
-Ah, ¿si? ¿Cuál es?
-Quemarla. La mejor forma de acabar con las pestes,
es ésa. Fijate que debe haber combustible, en la pa-
rrilla, o por ahí.
-Está bien, pero no les quités la vista de encima; es-
tos son ladinos y encima están desesperados.
-¿Ladinos? Estás hablando como Vilches, vos, tam-
bién.
-Y, tío, son las juntas, ya le dije.
Una vez que Diego salió, Barragán tuvo que soportar
que los cuatro le hablaran a la vez. La inminencia de
la muerte los llevaba a ensayar todo tipo de argu-
mentaciones y en los más diversos tonos y modali-
dades de expresión. Cuando perdieron el impulso, y
con total aplomo, el Ilustre, dejando de lado ya toda
esa puesta en escena que había dispuesto por el mero
hecho de complacerse sobrando a quienes tan a mal
traer lo habían tenido, les dijo:
-Envenenaron a mi hijo como a una rata. Mataron al
menos dos mujeres inocentes, trataron de enviarme a
la cárcel por crímenes que yo jamás hubiese come-
tido, todo por vengarse de un acto que tendía, preci-
samente, a proteger a la sociedad de alimañas como
ustedes. Nada es gratis, el que siembra vientos cose-
cha tempestades. Existe una providencia, saben, una
fuerza que equilibra tarde o temprano las cosas, y
243
Gabriel Cebrián

que no permite que escoria como ustedes se salga


siempre con la suya. Puede darles ventaja, changüí,
hándicap o como quieran llamarle. Pero un día, pasa
la factura. Y ese día, para ustedes, acaba de llegar.
En serio que lo lamento por ustedes dos, unos pobres
diablos a quienes los traicionó el mal instinto, la ma-
la sangre, la mala experiencia, o lo que sea que haya
sido. Quizá su karma venga de haberle vendido el al-
ma a este demonio.
Bebió un trago de vino y se sirvió otro tanto. Dis-
frutaba del vino, del momento, del éxito de la estra-
tegia delineada básicamente por Lisa y desarrollada
tan eficazmente por Vilches y su juvenil compañero.
No era sádico, pero hallaba placer en la mirada de
Calvo, que trasuntaba una mezcla de odio y terror.
También en el lloriqueo de Ezequiel, tan arrogante
que había sido toda su vida y mírenlo ahora, gimo-
teando, no dando crédito a lo que estaba ocurriendo
con su exitosa vida. Y tuvo otra impresión, también
nueva: un lejano rumor de celos retrospectivos por el
hasta hace poco marido de la mujer que, tan solo u-
nas noches antes, había comenzado a mostrarle el
significado de la palabra amor. Los otros dos no
contaban, simplemente habían estado allí; y si ha-
bían sido capaces de matar por su jefe, resultaba jus-
to que también fuesen capaces de morir por él.
Volvió Diego con un bidón. Estaba empapado. La
tormenta de verano no amainaba, y tanto mejor; en-
tre ruido de lluvia, viento y truenos, no se oiría el
chillido de las ratas al incinerarse.

244
Ignis fatuus

-Pensá un momento lo que estás haciendo. Te estás


enterrando solo –intentó hacerlo reflexionar Calvo,
sin mayor convicción.
-Puede ser, pero lástima que no vas a estar para ver
mi entierro.
-Por favor, Daniel, éramos amigos, vos no me podés
hacer esto... –dijo Ezequiel, con la voz cada vez más
entrecortada por los sollozos.
-Dijiste mal; yo, era tu amigo, hasta que descubrí
que vos no sos amigo de nadie. Ahora podés llorar
como la marica que sos, que no te va a servir de na-
da. Es más, me encanta verte llorar.
-Bueno, tío, ¿vamos? No vaya a ser cosa que nos
atrapen antes que terminemos con la desratización.
-Dale. ¿Qué preferís, rociarlos con el combustible o
encender el fuego?
-Rociarlos. El fuego es suyo, maestro.
-Perfecto. Metele, nomás.
Un coro de aullidos, súplicas e improperios atronó
mientras Diego desparramaba el kerosene sobre los
desesperados malandras. Luego de empaparlos bien,
vertió el resto en el piso a su alrededor, cavilando en
que si ardían demasiado rápido tal vez la soga plásti-
ca con la que habían sido maniatados se derretiría y
les daría de ese modo oportunidad de salir a apagar-
se bajo la lluvia. Se acercó a Barragán y casi a voz
en cuello, debido a la cháchara de los vocingleros
patibularios, le dio traslado de tal posibilidad.

245
Gabriel Cebrián

-No importa. Nos quedamos viéndolos quemarse


bien quemados acá en la ventana, y si hace falta, los
rematamos10.
Tal lo indicado, salieron y se pararon frente a la ven-
tana.
-Adiós, amigos míos. Saludos a Maese Belcebú, y
nos vemos en el infierno –dijo con solemnidad el I-
nefable, mientras raspaba un fósforo y las bestias a
punto de ser incineradas se debatían tratando de sol-
tarse. La cerilla encendida describió una parábola
que en la subjetividad de los condenados debe haber
durado una cuasi eternidad, y a continuación las lla-
mas se propagaron de manera tan rápida e inexora-
ble que no hizo falta gastar pólvora en chimangos,
como observara entonces Vilches. Al cabo de unos
cuantos segundos dejaron de oírse los chillidos.
Cuando llegaron a la rastrojera, pudieron ver que a
pesar de la lluvia torrencial, la casa ardía como una
gigantesca pira de sacrificios. Emprendieron la mar-
cha hacia ningún lado, con la enorme satisfacción

10
Me es necesario efectuar aquí una observación. Ante la cer-
teza de que más de un lector hallará moralmente reprochables
algunas de las actitudes del Egregio en este capítulo -y sin re-
mitirme a justificaciones harto sustentables en cuanto a los da-
ños sufridos previamente por él, y que ameritan a todas luces la
más cruenta de las venganzas-, me limito a remarcar las virtu-
des didácticas y pedagógicas que las mismas ostentan, las que
si bien no tendrán oportunidad de ser capitalizadas por los reos
en esta vida, probablemente les servirán sobremanera en las e-
ventuales subsiguientes.

246
Ignis fatuus

del deber cumplido. Lucas podía ahora descansar en


paz, y ellos también.

Pararon en un bar del camino. Brindaron, conversa-


ron un rato acerca de la fuerte experiencia que aca-
baban de atravesar, y finalmente se despidieron, con
un abrazo sentido pero sin lágrimas, como corres-
ponde a los hombres de carácter.

Carmelo dos Santos era un hombre sin pasado. Y e-


so era algo muy bueno para él, ya que cualquier cosa
que pudiese recordar de sus vidas anteriores le pro-
vocaba angustia, o dolor. Aquella noche en la que la
tormenta había operado como escenografía metafóri-
ca de la propia descarga anímica, había conducido
sin parar, como hipnotizado. Al amanecer, no muy
seguro de estar aún en Entre Ríos o ya en Corrientes,
paró en una arboleda; y aprovechando la suavidad
del terreno producto de la copiosa lluvia, cavó un
pozo profundo y enterró las armas con las que había
dominado a sus enemigos. Dejó finalmente la rastro-
jera en las afueras de Paso de los Libres, la pobre ha-
bía cumplido más que favorablemente con su fun-
ción. Limpió el volante, el botón de encendido, la
palanca y las manijas de las puertas, para eliminar
huellas digitales. Luego caminó hasta el centro y ha-
lló refugio en una pensión de mala muerte, pero que
247
Gabriel Cebrián

daba el tipo más apropiado para él. Sería prudente


permanecer allí unos días, después cruzar la frontera,
y que fuera lo que el destino quisiese. Pensó que Ba-
rragán sería finalmente, y con un poco de suerte, una
especie de Ambrose Bierce sudaca. Si todo iba bien,
jamás darían con él, o en el peor de los casos, con
sus huesos.
Al día siguiente se levantó temprano, observó los
movimientos de la oficina de migraciones, compró
el diario de la Capital Federal y se fue a una cafete-
ría. Pidio un café con leche con medialunas y se dis-
puso a leer lo que ya se anunciaba en primera plana
como “Siguen las muertes en el caso Barragán”. Fue
directamente a esa página y leyó:

El raid homicida que parece nunca terminar y cuyo


principal sospechoso, prófugo aún de la justicia, es
el afamado autor platense Daniel Barragán, no deja
de sorprender casi a diario con más atrocidades. A
las dos mujeres asesinadas brutalmente días atrás
en La Plata, se suma ahora un cuádruple homicidio
en el barrio de City Bell, de características escalo-
friantes y en el que fueron quemados vivos Raimun-
do Calvo, ex Diputado Nacional, dos de sus colabo-
radores, Nicolás Rentera y Juan Carlos Gomez, y el
joven y prestigioso abogado Ezequiel Torales, dueño
de la finca en la que fue perpetrado el aberrante he-
cho.
Las pesquisas se orientaron directamente al escritor
por cuanto su enemistad con el ex Diputado es de
público conocimiento, habiendo comenzado la mis-
248
Ignis fatuus

ma a partir de unas notas periodísticas de Barragán


que incriminaron a Calvo respecto de una estafa al
fisco provincial, que luego la justicia se encargó de
desestimar. Asimismo, en los últimos días, Calvo se
había pronunciado en el sentido de que debían ex-
tremarse los recaudos por parte de las fuerzas de se-
guridad para terminar con los crímenes que el pró-
fugo continuaba cometiendo. En sentido concurren-
te, pudo saberse en ámbitos tribunalicios que le ha-
bía presentado querella por las infundiosas investi-
gaciones a través de las cuales el presunto asesino
había propiciado su injusta detención.
A pesar de los continuos y exhaustivos rastrillajes y
allanamientos que sin éxito hasta ahora se vienen e-
fectuando, el paradero del singular escritor sigue
siendo un total misterio. En la ciudad de La Plata la
gente se pregunta cuál será el próximo crimen de es-
te extravagante psicópata, que parece haber decidi-
do dejar de lado la ficción para generar en la pro-
pia realidad casos policiales como los que lo lleva-
ron a la celebridad.
Dejó el diario sobre la mesita y procedió a tomar el
desayuno. Más tarde pagó y salió. El calor era por
demás intenso, la barba le picaba, sentía correr gotas
de sudor por todo el cuerpo.
Pasó por un locutorio y decidió entrar. Discó la ca-
racterística de La Plata, y luego el número del diario.
Ni bien el conmutador arrancó con su mecánica can-
tinela, discó el número interno de Fito.
-Hola –dijo éste.

249
Gabriel Cebrián

-Hola, patroncito, disculpe que me’ tenido qu’ir sin


avisarle, pué.
-¡Carmelo! ¿Por donde andás?
-He venío a ver a mi familia acá a Corrientes, pué.
La vieja andaba medio clueca, andaba; ahura iá está
mejor.
-Bueno, Carmelo, mirá, necesitaría que me hagas un
favor.
-Lo que guste mandar, patroncito, como siempre.
-Pasado mañana, a la noche, llegate hasta Uruguaia-
na, ya que estás por ahí.
-Si, pué.
-Andá al restaurante Kosteláo, que queda en la calle
Dr. Maia al 3000, y esperá, que un amigo mío te va a
dar la plata que te debo.
-¿Y cómo vuá saber ió quién es su amigo?
-Vos no te hagás problema, que él te conoce.
-Ta güeno, pué. Si usté lo dice...
-Claro. Y cuidate, eh.
-Usté también cuidesé, patroncito. Nos vemos, si
dios quiere.

No tuvo el menor inconveniente para atravesar la


frontera. Advirtió que a nadie le importan mucho los
de su clase, y eso era muy bueno. Llegó con su mo-
chila al restaurante que le había indicado Fito, y notó
que lo que había resultado bueno en migraciones, ya
no lo era tanto, allí. Los del restaurante lo miraban
mal, se notaba que no les resultaba grata una pre-
sencia como la suya en el salón. Así que pidió uno
de los platos más caros según del cardápio, como se
250
Ignis fatuus

le llama por allá al menú, y eso hizo que los ceños


fruncidos se volvieran repentinamente sonrisas. Pa-
recía que los brasileros eran más lineales aún que los
argentinos, y eso no era decir poco.
Comió con deleite aquella comida que contenía ma-
riscos, vegetales, arroz, frijoles y vaya a saber qué o-
tras cosas más, mientras pensaba que tal vez sería el
propio Fito quien aparecería, a traerle el dinero de
las regalías que pronto quizá comenzaría a hacerle
falta. Pero enseguida desechó la idea por más de una
razón; entre otras, la certeza de que Fito no se arries-
garía a una empresa semejante.
Cavilaba en ello cuando oyó a sus espaldas:
-¡Don Carmelo, qué bueno encontrarlo por acá!
Su corazón dio un vuelco cuando, no dando crédito a
sus oídos, se volvió para enfrentar a Lisa.
-¡Gurisa! ¡Dichosos los ojos que la ven!
-Espero que no sean los únicos órganos que se ponen
dichosos.
-Pero venga, sientesé.
-Hablá tranquilo, los brasucas estos no van a ser tan
sutiles.
-Vaia uno a saber, gurisa. Vaia uno a saber. Pero
bueno, disculpá si no te doy el beso que tengo ganas
de darte, cuanto menos nos hagamos notar, mejor.
¿Qué hacés por acá?
-Adiviná.
-No sé, decime.
-Y, viste, con la muerte de Ezequiel, ocurrida antes
de finiquitar el divorcio, me quedó todo para mí. Al
fin, entre tanta malaria, un poco de justicia.
251
Gabriel Cebrián

-Si no te conociera, tal vez evaluaría un cierto con-


tenido cínico en lo que decís.
-Dejate de joder, querido. Cínicos eran ellos.
-Tenés razón, disculpá.
-Como te decía, vine a ver en qué invertir para radi-
carme acá. Necesito, primero que nada, un casero. Y
Fito me recomendó al mejor. Un tal Carmelo dos
Santos.
-Pa lo que guste mandar, pué.
-Esta mañana conseguí una casita así, tipo quinta, en
las afueras de Tramandaí. Seguro que te va a gustar.
-Si estás vos, me gustaría aunque estuviera en el in-
fierno. Pero aún a pesar de lo que me entusiasma la
idea, temo traerte complicaciones.
-¿De qué tipo?
-Y, por ahí me encuentran, la cana, o la mafia de
Calvo, y te hacen pagar a vos también.
-Vos estás sugiriendo que pueden encontrarte si-
guiéndome a mí, ¿es eso?
-Sí, también puede ser.
-Lisa Rapoport liquida sus activos, viste, pero la que
invierte acá es otra persona. ¿O te creés que vos solo
conseguís documentos truchos?
-¡Qué grande!
-Bueno, la cuenta está paga, y tengo el chofer afuera.
¿Vamos?
-Como usté mande, patroncita.

Salieron y subieron al asiento trasero de un coche


que los estaba esperando. Faiz o favor, dirige-nos de
volta para Tramandaí, indicó al chofer, y luego con-
252
Ignis fatuus

sultó al Ilustre si era así que se decía, a lo que éste


respondió:
-Ah, no sé, lo importante es que te entienda el chan-
go éste.
-Más vale que entiendo, tío. Viví seis meses en Río,
pasa que no tuve tiempo para contarte –terció Diego;
y mientras Barragán lo abrazaba desde atrás, puso en
el estéreo Watching the wheels, de John Lennon.

Epílogo

Es triste dar por terminada una historia justo en el


preciso momento en el que empieza a ponerse inte-
resante, y más cuando el responsable, y supongo
también que el amigo lector, ha tomado un cierto a-
fecto por los personajes. Pero las cosas son así, y
cuando las cosas son así, es en vano pretender que
sean de otra manera. Barragán corretea ahora por las
playas brasileras, en compañía de una hermosa mu-
jer y de un hijo sustituto, que tiene a su favor en este
rol la experiencia fallida que hubo de sufrir el ante-
rior, su amigo. Y como los hechos, que fueron y son,
en su mayoría, de dominio público, no me han per-
mitido adobar a esta crónica con ese condimento tan
especial que supone la incertidumbre respecto de las
posibles resoluciones finales, y que hace a la esencia
de los relatos de este tipo, me permito formularles
una última y capciosa propuesta, que no es otra que
253
Gabriel Cebrián

invitarlos a develar cuál de todos los personajes que


aparecieron en ella es el que está terminando de es-
cribirla para ustedes. Tal vez los más suspicaces se
apresuren a aventurar a su candidato, y quizá su hi-
pótesis intempestiva resulte finalmente en un fiasco.
Es asimismo probable que, por el contrario, los me-
nos suspicaces me estén puteando, en virtud de que
con toda seguridad se estarán viendo compelidos a
efectuar una relectura, con otra lente, de tan engorro-
sos anales. Por mi parte, solo me resta sugerirles -y
eso es todo cuanto puedo hacer por ustedes en tal
sentido-, que tengan en cuenta que para dar con la
respuesta correcta, sería apropiado que consideren, a
la manera de los metafísicos modernos, la insupera-
ble huella de los clásicos, y también sus anecdota-
rios. Y con esto, estimo que ya los he ayudado en
demasía.

254
Ignis fatuus

Índice

Primera parte (Loading data)

I ...................................................................................... 9
II ................................................................................... 13
III .................................................................................. 18
IV .................................................................................. 24
V ................................................................................... 25
VI .................................................................................. 31
VII ................................................................................ 36
VIII ............................................................................... 42
IX ................................................................................. 47
X .................................................................................. 52

Segunda parte (The roles they are changin’)

I ................................................................................... 55
II .................................................................................. 62
III ................................................................................ 69
IV ................................................................................ 77
V ................................................................................. 83
VI ................................................................................ 90
VII .............................................................................. 96
VIII ........................................................................... 104
IX .............................................................................. 110
X ............................................................................... 114

Tercera parte (The anger & the damage done)

I ................................................................................. 119
II ................................................................................ 125
III ............................................................................... 131
IV ............................................................................... 140
V ................................................................................ 146
VI ............................................................................... 151

255
Gabriel Cebrián

VII .............................................................................. 158


VIII ..............................................................................169
IX ............................................................................... 177
X ................................................................................ 187

Cuarta parte (Triunvirat’s revenge)

I .................................................................................... 197
II ................................................................................... 202
III ................................................................................. 207
IV ................................................................................. 211
V .................................................................................. 215
VI ................................................................................. 223
VII ................................................................................ 228
VIII ............................................................................... 233
IX ................................................................................. 240
X .................................................................................. 247

Epílogo ........................................................................ 253

Índice ........................................................................... 255

256

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