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Reescribiendo

Algunos (re) escritos de: Héctor Díaz, Lucia Módena y Héctor Ricci

Colaboración y prólogo:
Mariana García Sampietro
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"Si un escritor deja de mirar está terminado"
- Ernest Hemingway -

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Prólogo

A los que sueñan despiertos

Martes 4 de abril de 2006, 9. 45 am. Con la cabeza aún


zamarreada por los saltos del 273 llegué al centro cultural.
Recordando las indicaciones de Alicia busqué la llave en la maceta.
Y yo que siempre había pensado que sólo en los pueblos dejaban las
llaves en las macetas. Sin pensarlo demasiado decidí qué rincón
íbamos a usar: entrando a la izquierda. Una mesa redonda de
algarrobo contra el ventanal que da al parquecito.
Dejé mi bolso en un banco y corrí las cortinas. Saqué unos papeles
de la mesa y coloqué algunas sillas alrededor. Fui a la cocina y,
después de luchar con la llave de paso del gas, puse la pava en el
fuego con la esperanza de que todos tomaran mate.
Cuando la pava empezó a chiflar llegaron. Charlamos bastante. Nos
hicimos preguntas y planteamos nuestras expectativas. Tomamos mate.
Nos pasamos los números de teléfono y las direcciones de e-mail.
Escribimos otro rato.
Vinieron más martes. Escribimos. Leímos en voz alta. Tachamos.
Reescribimos. Sugerimos. Escuchamos. Reescribimos. Tomamos más mate.
Escribimos. Reescribimos. En eso llegó el receso invernal y
decidimos que usaríamos las vacaciones para editar todo lo que
habíamos escrito hasta ese momento.
Ahora me toca la tarea del prólogo. Confieso que lo empecé al menos
veinte veces. Cuando me lo encomendaron no creí que me iba a
resultar tan difícil. Sólo tenía que escribir un par de líneas sobre
unos textos de mis alumnos del taller de City Bell. Pero la misión
se complejizó. ¿Cómo escapar de la subjetividad? ¿Qué hacer con el
cariño a la hora de teclear? ¿Cómo mirar desde afuera este proceso
si me siento parte? ¿Cómo no decir en el prólogo que me gusta verlos
escribir, que me divierte escucharlos charlar (y discutir) con Arlt,
con Hemingway, con Conti, con Borges, con Saki...?
Reescribiendo es un compilado de relatos escritos y reescritos una y
otra vez durante cuatro meses por Héctor Díaz, Lucia Módena y Héctor
Ricci, palabristas novatos, persistentes y apasionados.

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Seguramente estos textos, más cerca de la voluntad que de la forma,
no los eternicen. Pero me atrevo a decir que no es lo que ellos
buscan, ni en este libro, ni en su tecleo. Se han enamorado de las
palabras escritas y disfrutan de ellas, leyendo y escribiendo.
Aprendieron a que no les interese el resultado aunque descubrieron
el placer del verbo bien colocado y la línea bien ejecutada. Van en
pos de una belleza que saben siempre evanescente, siempre fugitiva.
Y disfrutan de correr tras ella.
Ese rincón que elegí ese martes sin consultar se ha convertido en
una especie de refugio. Un espacio nuestro, un rincón en el que nos
encontramos para improvisar oraciones que más tarde toman forma,
para charlar de la vida y el tiempo, para reflexionar sobre lo que
escribieron otros.
Tomen este prólogo como una invitación. Ojalá que lean estas líneas
y viajen. Viajen y sientan otras historias y otras vidas. Viajen y
encuentren historias conocidas e inicien otras historias. Viajen,
sigan de largo o frenen o aterricen.

Mariana García Sampietro


City Bell, agosto de 2006

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Spelling

Hoy estoy consiguiendo tomar otra ruta, ocasional sendero casi


abandonado. Rapidamente dirigí impecable a Zacatecas.

H-é-c-t-o-r O-s-c-a-r D-í-a-z

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LuM

Mis lugares más lejanos me liberan mientras la mente labura.


Movimientos lentos me llevan muy laboriosamentea mis lúcidos
momentos (los menos).
Me lanzo mucho, logrando metas livianas.
Men loquece mirar lunas marchitas.
Logro materializar lamentos míos.
Lloro masa la medianoche.
Los miedos llegaron modificándome la mirada.
Luché menosque los más locos, masque los miedosos.
Me llamaron “mi luz”, “mi luche” “mi lu”, mmm… “luciérnaga”.
Mujer literal, musical, luchadora, mimada, libre… medianamente…

Lucía Módena (o Módena Lucía)

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Inicializando

Hoy amanecí recordando... Hurgué anécdotas remotas. Hallé


amores, remembranzas, historias amargas, risueñas... Hice algunas
reflexiones... ¿Habré actuado reticente? Hay algún remordimiento.
Han aflorado recuerdos. ¿Habré acaso removido, hechos añejos,
recónditos? Hay algo revelador: hubieron algunas rebeldías; humanas,
acordes, racionales. Hubo adolescencia rápida. Hallar adultez
resuelve hechos agudos, restaña heridas, ayuda, reconforta, hace
adelantar responsabilidades. Hay acontecimientos remarcables, hondos
algunos. Rememoro: hijos, ausencias, relaciones. Hice algo,
reconozco. Hete aquí, repasando. Hubo algo rescatable, hubo algo
reciclable, hubieron alegrías. Resumo: hubieron acontecimientos
ricos. Hoy acá repaso hechos, andanzas, retratos. Huelga agregar
recomendaciones. Hágolo aunque redunde. Hacer, amar, reír, hacen
asegurar recopilaciones henchidas, abundantes, relatables. Hoy
amanecí recordando... Hallé alquimia, reviví.

PD. Hay apéndice, retomen. Hice algo: retratarme. Hombre, argentino,


respetuoso, hipocondríaco (algo) reconozco. Honesto, amigable,
reiterativo, hablador algo retórico. ¿Habrá algo rescatable? Heredé
algunas reglas, heredarán agregados (ruego). Hallarán ayudas
respetándolas. Hemos arribado, recupérense.

Héctor A. Ricci

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Partos

Si yo fuera un animal, me gustaría ser un toro de lidia para


que cuando me toque morir sea peleando, tratando de revertir el
destino.
Si yo fuera un libro, me gustaría ser Cosmos, de Carl Sagan para ser
capaz de explicar el origen de las cosas.
Si fuera un objeto, me gustaría ser un pizarrón para colaborar con
el aprendizaje de los niños.
Si yo fuera un personaje, me gustaría ser Aníbal, Rey de Cartago,
para emprender grandes conquistas de final incierto.

H. D

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Reencarnaciones

Si yo fuera un lugar me gustaría ser el Teatro Argentino,


porque es imponente. Porque me hace sentir pequeña y grande a la
vez. Me nutre el alma de cosas nuevas, incluso estando afuera. Sería
también la casa de mis abuelos, porque es imposible sentirse mal
ahí. Porque hay libros, anécdotas, tazas, sillas, una escalera y una
ventana chiquita, que son únicos porque están llenos de historias
que pueden incluir a quien entre.
Si yo fuera un personaje de la historia me gustaría ser cualquier
soldado de Malvinas, porque lucharon por la patria, por una patria
que nos estaba siendo robada, por una patria teñida de gris y
manchada con la sangre de quienes eran juzgados sólo por pensar.
Si yo fuera un animal me gustaría ser un gato, porque son
independientes, ariscos y mimosos. Aunque a veces son desconfiados y
eso parezca un defecto, a veces soy culpable por confiar. Porque son
elegantes, urbanos y suburbanos, inteligentes y, a pesar de parecer
indiferentes, están atentos para reaccionar en todo momento.
Si yo fuera un objeto me gustaría ser una guitarra, porque despierta
creatividad, sonrisas y lágrimas. Porque es un refugio, porque para
su dueño puede ser un tesoro invaluable y hasta irremplazable.
Si yo fuera un libro me gustaría ser El Túnel, de Ernesto Sábato,
porque está lleno de intrigas y verdades. Porque refleja los miedos
y los corajes. Porque está abierto a ser interpretado.

L. M

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Otros destinos

Si yo fuera un lugar, me gustaría ser el glaciar Perito Moreno,


porque tiene millones de años de antigüedad y muchos de futuro, pero
no es eterno. Porque su sola presencia impone respeto e induce a la
admiración silenciosa, casi ceremonial. Tiene además una paradójica
particularidad, a pesar de su mortal frialdad, parece vivo. Bastó
pararme frente a él para ver cómo renueva permanentemente su piel
desprendiendo grandes masas de hielo que se hunden estrepitosamente
en las aguas del lago, dando así lugar a nuevas generaciones de
nieve que pujan por formar parte de su cuerpo.
Lo sentí respirar con esos crujidos estremecedores, tan propios de
un gigante inconmensurable; parecen rugidos viscerales de una fiera
indomable, pero él es pacífico, admite que lo miren, lo estudien, lo
fotografíen y le caminen por encima; y además es generoso, ya que
cada tanto regala un espectáculo único mostrando al mundo como se le
rompe ese brazo que tanto quiere y que lo hace bramar cuando lo
pierde. También es paciente porque espera y espera hasta que le
crezca nuevamente para poder así brindar de nuevo ese espectáculo.
Si yo fuera un personaje de la historia, me gustaría ser Manuel
Belgrano. Fue un hombre admirable, un verdadero modelo de vida y
procederes. Además de inteligente, culto y educado fue un patriota
indiscutido. General a la fuerza, supo perder y ganar batallas sin
ser militar de formación. Entregó todo, bienes y vida en pos de la
libertad de su país. Vivió modestamente y murió pobre, apenas
reconocidos sus valores por sus contemporáneos. Un intachable héroe
argentino.
Si yo fuera un animal, me gustaría ser un pájaro de mar. Porque
tiene el don de volar y eso a mí me parece un privilegio. Es la
condición animal que más envidio. Yo caminé y corrí sobre el llano y
la montaña, nadé y me sumergí en ríos y mares, estuve bajo la
tierra, y también anduve por el aire, pero jamás pude volar ni podré
hacerlo. Y cómo me gustaría. Él en cambio, no sólo puede andar sobre
la tierra, sumergirse en el mar o meterse en una cueva subterránea
como lo hice yo, sino que puede volar, elevarse, hacer cabriolas en
el aire, planear y lanzarse en picada, dominar el paisaje y elegir
el mejor de sus rincones. Además vive cerca del mar, lo cual me

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gusta, y puede posarse en cualquier cumbre, lo que también me
gusta. Cómo no envidiarlo.
Si yo fuera un objeto me gustaría ser sería un lápiz porque si bien
necesita de alguien que lo guíe, es capaz de materializar y
eternizar pensamientos, crear imágenes y representar deseos y
fantasías de grandes y chicos, versos, los peores y más lindos
adjetivos, insultos, perdones o una carta de amor. Su capacidad de
transformar lo etéreo en perceptible es ilimitada.
Debe ser hermoso poder percibir en el cuerpo el estremecimiento de
los dedos de alguien que escribe una terrible sentencia o la
tibieza y suavidad de la mano de quien lo guía para volcar en un
papel su mejor poesía. Además encuentro en él la generosidad de
brindar a todos la posibilidad de borrar lo escrito, y ésto, casi
siempre es para mejor.
Qué paradoja, es capaz de escribir “eternamente”, pero es efímero.
Si fuera un libro me gustaría ser Cien años de soledad porque a mí
entender, es el texto que más se acerca al libro eterno, a pesar de
la finitud temporal de su título. Su trama intrincada e ingeniosa
parece nunca acabar, es circular, cuando termina se puede empezar a
leer de nuevo.
Además, afortunadamente, fue escrito originalmente en castellano,
en un castellano lleno de palabras nuevas para mí, pero todas
adecuadas, imaginativas, oportunas en tiempo y lugar. Me gustaría
mucho, como seguramente le pasará a cualquiera de sus páginas,
percibir la ansiedad del lector que la acaricia para darla vuelta,
o descubrir los gestos que desde su privilegiado lugar provoca su
lectura, sintiéndose como un espejo que refleja una imagen
cambiante en cada hoja.

H. R

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Viajante

-Héctor, creo que lo mejor va a ser que hablemos sobre sus viajes...
su entorno dice que tiene mucho para decir.
-Sí, seguramente. Los viajes son una parte fundamental de mi vida.
Desde joven sentí gran deseo y placer por los viajes.
-¿Viajes por placer, de turismo...?
-A decir verdad todos fueron sumamente placenteros, pero muchos han
sido por trabajo... desde siempre trabajé en el museo.
-¿Quiénes lo acompañaban en esos viajes?
-Los de trabajo fueron o bien solo o en compañía de profesionales,
técnicos y alumnos; los de turismo los hice con amigos, con mi
esposa, con mi familia... la pasé muy bien en los viajes con mis
hijos.
-Supongo que el hecho de viajar le ha permitido conocer mucha
gente...
-Efectivamente, enseguida entablo relaciones con la gente que
conozco circunstancialmente. Generalmente conocí hombres y mujeres
comunes, simples, pero que tienen cosas interesantes que contar: sus
vidas, sus formas de ser o sus historias y que además saben
escuchar.
-Y cuando se levantan las carpas o se abandonan los hoteles, ¿pierde
el contacto definitivamente con esa gente que conoce?
-En general se pierde el contacto, pero también entablé algunos
lazos de amistad. La relación de amistad más interesante que
mantengo es con Ali Aaghadir, un sahariano que vive en Tarfaya, una
aldea de pescadores en el sur de Marruecos.
-Habló de viajes de trabajo, ¿qué labor concreta desarrollaba?
-Como le conté antes, desde hace más de cincuenta años trabajo en el
Museo de La Plata, los últimos cuarenta como técnico de apoyo en los
trabajos de campo que realiza la División Antropología. Es decir,
colaboro en las excavaciones arqueológicas, reparo los materiales
rescatados y documento los trabajos realizados.
-¿Alguna vez le pasó que no tenía ganas de volverse?

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-(Se ríe) No, uno tiene familia, amigos... que quieren juntarse a
comer para que les cuente todo a la vuelta. Creo que soy un gran
"anecdotista".
-Para finalizar, Héctor, ¿qué es lo que más valora de esta vida de
viajes?
-Creo que esa posibilidad que te da el viaje de aprender. El
conocimiento que se adquiere dando vueltas al país y al mundo, es
difícil que se adquiera de otra manera.
-Muchas gracias.

H. D

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Reflexivas ideas, bloqueadas

-Tu última publicación nos sorprende un poco. Dejás de contar


aventuras románticas, historias de amores frustrados, o de grandes
sufrimientos, para plantear una situación reflexiva, ¿podrías
explicarnos el título?
-Replanteando las ideas sobre las ideas es un modo de explicar un
estado de ánimo, e incluso habla de un gran sufrimiento. Suponte que
de pronto un día abrís los ojos y te das cuenta que no estás seguro
de nada de lo que ocurre en tu vida. Estás indeciso en qué vestir,
qué desayunar, cómo lavarte la cara, si caminar o tomar un remís,
incluso hasta cuál es el lugar al que querés ir. Ese dilema, se
traspasa a todos los aspectos de tu vida, tus afectos, tus estudios
(o trabajo, dependiendo del caso), tus relaciones sociales, y llega
hasta la propia identificación de uno con uno mismo. Si entrás en
ese estado, seguramente, va a darse en tu persona una actitud
distinta a la natural, de búsqueda extenuante, y a la vez de
desánimo. Eso es replantearse las ideas sobre las ideas, buscar los
orígenes de uno, proyectarse en el mundo, indagar nuestro interior,
para encontrarnos con la persona que queremos ser.
-Parece que hablás de autoayuda, pero el texto en sí es un relato
sobre una mujer, ¿qué te llevó a escribirlo?
-No hay una intención. O bien, la intención es transmitir ese estado
de ánimo del que te hablaba, que no es tan raro y está presente en
todo el mundo. Y si se habla de una motivación para escribir lo que
escribí, creo que forma parte de esa búsqueda que se menciona en el
texto, ese querer saber quiénes somos y quiénes queremos ser.
-Entonces, ¿es un relato autobiográfico?
-Creo que no es relevante para el lector saber si la protagonista
soy yo o la Madre Teresa. Pero sí tiene algunos puntos en los cuales
hablo desde mi propia experiencia en estas reflexiones.
-¿Podés contarnos cuál es la situación que se te planteó?
-No voy a contarte toda la historia, porque no tiene mucho sentido
hablar en detalle. Fue un momento en el que quería armar mi proyecto
de vida, saber qué quería hacer conmigo y cómo lo iba a hacer.
-Y lograste decidirlo... digo, terminaste dedicándote a la
escritura.

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-Escribir, escribo desde chiquita, obviamente que con muchísimos
menos recursos, pero siempre escribiendo lo que se siente. Creo que
uno nunca puede terminar de definir qué va a hacer o cómo lo va a
hacer, o tal vez lo decida, pero seguramente varíe sobre la marcha.
La vida es una búsqueda constante en el camino de reconocernos. Uno
va armando, por así decirlo, todo el tiempo, los distintos proyectos
o proyecciones y estableciendo los medios y herramientas para
alcanzarlos, para ser el ser humano que quiere ser.
-¿Sos el ser humano que querés ser?
-Todavía no, lo intento todos los días.
-¿Qué ser humano querés ser?
-Quiero ser una persona digna, íntegra, con valores firmes. Con
convicción, quiero estar segura de mí misma, y a la vez dudar.
Quisiera aprender a confiar y que me sepan confiable.
-¿Y sentís que vas encaminada a lograrlo?
-Por el momento sí, podría utilizar la frase “la base está” (se
ríe).
-¿Cuál sería esa base, los valores que te enseñaron en tu familia?
-Sí, tanto en mi familia, como en la escuela. Te hablo de respeto,
de solidaridad, de escuchar, de dar tiempo, de asumir
responsabilidades, de justicia, de igualdad. De saber cuándo opinar
y hacerlo, de luchar por lo que se cree justo.
-Todos los que nombrás son buenos valores, ¿te quedó algún concepto
o conducta mala de esos ámbitos?
-Eh, si te cuento esas cosas puedo hacer quedar mal a alguien.
(Vuelve a reír)
-¿A quién?
-A todo el mundo, a los seres vivos en general, a las computadoras y
televisores.
-Bueno, pero entre buenos y malos valores, ¿hay alguna persona a
quien tengas como referente?
-Muchas, por partes. Podría decirse que soy un collage de
características de varias personas, un cóctel. Puedo mencionarte por
ejemplo a Lennon, a Gandhi, a mis papás, a mis abuelos, a algunos
profesores y amigos. Lo que pasa es que uno no puede elegir a una
persona como modelo a seguir, y que ese sea un referente exclusivo,
o convertirse en un fanático de alguien. Creo que hay que rescatar

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de las personas los aspectos positivos y aprender de los negativos.
Nadie puede ser perfecto, yo tampoco puedo.
-¿Cuáles serían tus defectos entonces?
-Los que reconozco, soy muy celosa, me sobre-exijo en demasía. Y a
veces resulto algo posesiva, obstinada, extra-sensible. Pasa que
depende en el contexto que pongas a cada característica, puede ser
un defecto o una virtud.
-Y si tenés que elegir una virtud que reconozcas en vos, ¿por cuál
optás?
-Tengo muchísima paciencia.

L. M

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¿Puedo hacerme una respuesta?

-¿Te querés presentar para arrancar con la entrevista?


-Encantado, pero ¿en carácter de qué?
-Como persona, en general, después vamos a lo particular.
-Bueno, me llamo Héctor Ricci, tengo 63 años, soy contador, casado,
tengo tres hijos y cinco nietos. ¿Alcanza con ésto o tengo que
agregar el DNI? (Sonríe)
-No, alcanza y sobra porque ya puedo deducir que has puesto
prioridades en tu vida: estudio, trabajo, familia. Es lo único que
mencionaste, pero estoy seguro de que hay muchas cosas más, sino no
estarías aquí, en un taller de escritura. ¿Las nombraste por orden
de importancia?
-No, no pensé en eso, sólo por orden de aparición, sino las hubiese
puesto al revés. Además, al intentar resumir sólo nombré las más
importantes y tenés razón, hay otras cosas que también aprecio y me
gustan.
-¿Por ejemplo?
-Me gusta hacer cosas con las manos y manejar herramientas,
compartir ratos con amigos y aprender. He estudiado y leído
bastante, fuera de lo profesional, temas elegidos por gusto.
-¿Podés nombrar algunas de esas cosas?
-Sí, por ejemplo estudiar idiomas. De joven estudié inglés y
últimamente italiano. Bueno, ahora al participar de este taller
también tengo que repasar el castellano, que no es nada fácil, pero
me gusta.
-¿Por qué venís a un taller de escritura?
-Por placer exclusivamente. Yo he vivido de los números, pero me
gustan las letras. Y a esta altura de mi vida me puedo dar este tipo
de gusto.
-¿Y qué expectativas tenés como escritor?
-Muy modestas, escribir bien es muy difícil. Sólo aspiro a llegar a
escribir un par de líneas que dé lástima borrar. Quizás a generar
alguna pequeña emoción o una sonrisa, hallar alguna metáfora
rescatable o un título. Me conformaría con eso. Mientras tanto
disfruto del aprendizaje, del intento, de este camino sin meta.
-¿Hay otras cosas de este tipo que también te gustan?

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-Me gusta el arte en general, música, literatura, plástica, danza,
cine, teatro...
-¿Te dedicás a algo de eso?
-Bueno, también frecuento un taller de pintura.
-Entonces te puedo considerar un artista...
-Ni cerca. Pinto y ahora escribo, como aprendiz, como aficionado,
porque en ambos casos me animo a hacerlo. En las otras ramas del
arte no podría ni intentarlo, soy un negado total para la música y
la danza, pero disfruto mucho de ellas. Lo mismo me pasa con el cine
y el teatro. Me encantan los espectáculos artísticos en vivo. Para
ser un artista, hay que alcanzar el estadío de la creatividad, aún
en la interpretación de expresiones ideadas por otros. Y hasta allí
llegan muy pocos. Yo me conformo con verlos y admirarlos.
-Pasemos a otro tema, ¿te gustan los deportes?
-Me encantan, sin embargo, no he sido deportista. Siempre he tratado
de hacer algo con el físico, pero más por consejo médico que por el
deporte mismo. No tengo grandes aptitudes para eso, pero siempre
algo hago para combatir el sedentarismo.
-¿Qué deportes te gustan más?
-Para ver, sin duda el primero es el fútbol, creo que es el deporte
más lindo como espectáculo, el más emotivo. También me gustan el
tenis, el golf, los Juegos Olímpicos y el boxeo. Con este último me
pasa algo raro, lo mismo que con la caza que he practicado hace ya
bastantes años. Desde un punto de vista racional no puedo creer que
me puedan gustar a mí, que no soy un tipo violento. Uno consiste en
personas golpeándose brutalmente, por deporte o por plata y el otro
en matar animales indefensos, generalmente por gusto. Si lo pienso
lo rechazo, pero no puedo negar que me gustan. Deben ser
reminiscencias de los ancestros cavernícolas. Hace ya mucho tiempo
que no voy a cazar y no creo que vuelva a hacerlo. Me he vuelto
ecologista, al menos en ese sentido. El boxeo nunca lo practiqué y
lo sigo viendo por televisión.
-¿Te gusta viajar?
-Mucho, disfruto de los viajes.
-¿Pudiste hacerlo con frecuencia? ¿Qué lugares conocés?
-Bueno, muy frecuentemente no, siempre hay limitaciones laborales o
económicas que te lo impiden, pero cuando pude lo hice y pienso

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seguir haciéndolo. Conozco Europa, casi toda, especialmente Italia y
varios países de América incluyendo los Estados Unidos.
-¿Y de nuestro país?
-Prácticamente todo, con reiteradas visitas al sur. Me encanta.
Tenemos un país hermoso y no me cansaré de recorrerlo.
-Pasemos a otros temas, que rondan aún más lo personal, ¿tenés
muchos miedos?
-Muchos no, los clásicos. La enfermedad o muerte de seres queridos,
una agonía larga y dolorosa. La muerte temprana también la temí, es
más, la vi de cerca cuando pasé por un trance difícil de salud, pero
ahora ya la borré de la lista. En ese momento tenía 50 años y ya
tengo 63. Yo no le pienso dar cita, pero sé que se las va a
arreglar sola para acomodarse en mi agenda.
-¿Reconocés tener algún trauma?
-No sé si es un trauma, pero me aterroriza la posibilidad de
atropellar a alguien con el auto, peatón, ciclista o cualquiera en
inferioridad de condiciones con respecto al auto. Creo que no podría
soportar el sentimiento de culpa, aunque no haya sido mía.
-¿Odias algo o a alguien?
-No, aunque a veces me dan bronca algunas cosas.
-¿Por ejemplo?
-Pavadas, como la resistencia de algunas cosas inanimadas que
parecen no querer hacer lo que yo quiero que hagan. Pero si querés
un ejemplo, te digo que puteo mucho contra los envases que no se
dejan abrir, e incluyo en las maldiciones al diseñador, son unos
desconsiderados con el usuario. Por supuesto que también me dan
bronca muchas otras cosas más importantes, especialmente las
injusticias. Pero estoy hablando de lo cotidiano.
-¿Podrías enumerarme tus principales virtudes y defectos?
-No, sólo sé que seguramente habrá de ambos, pero el inventario que
lo hagan los que me conocen.
-Bueno, creo que tengo bastante material como para esbozar una
semblanza de tu persona, pero para redondear un reportaje de este
tipo, resulta ineludible, como mínimo, tocar dos temas más.
-¿Cuáles son?
-Política y religión. ¿Te podés definir en esos aspectos?

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-Sí, no tengo problemas. Desde el punto de vista político te digo
que no me gusta el partidismo. Ya sé que así funciona nuestra forma
republicana y representativa, es ineludible, pero ensucia la
política. Yo lo que más aprecio de un sistema socio-político es la
existencia de libertad y justicia, dentro de un régimen democrático
y de respeto a los derechos humanos y a la propiedad. Parece una
receta sencilla y clásica, pero si falta alguno de los ingredientes,
para mi gusto, la torta no sale rica. ¡Ah!, aprovecho este momento
para corregir una respuesta anterior. Odio algo: el autoritarismo.
-¿Cuáles son, según tu escala de valores, las condiciones esenciales
de un buen político?
-Las mismas que me han regido como principios para todos los órdenes
de mi vida: honestidad, trabajo y responsabilidad.
-Bueno, nos quedó para el final el tema de la religión, ¿qué me
podés decir al respecto?
-He tenido una educación cristiana clásica, bautismo, confirmación y
comunión. Pero cuando empecé a decidir yo, por mis propias
convicciones, dejé de ser religioso. Creo en las teorías evolutivas
y no me gustan los cultos ni los sistemas eclesiásticos. Los
segundos previos al Big-Bang, si existieron, se los guardo para el
agnosticismo. No lo sé, no lo puedo resolver, me supera. A lo mejor
eso es lo que se llama Dios.
-¿Pero creés en Dios?
-Para hacerlo es indudable que hace falta un estado de fe, en mi
caso la razón me impide llegar a ese estado. Conozco a muchos que lo
logran y te diría que casi los envidio un poco, debe ser bastante
tranquilizador. Tengo un pariente que es un verdadero iniciado, un
estudioso de estos temas y él, creyente devoto, asegura que no creer
en Dios también es un acto de fe, pero por la negativa. Lo comparto,
las convicciones que no se pueden probar son actos de fe y como
tales pienso que no necesitan pruebas. Si algún día las consiguen,
cambiarán de categoría para pasar a ser hechos científicos.
-¿Pensás que hay algo más allá de la muerte?
-No, creo que esto se acaba aquí, en el más acá. Ojalá me equivoque
y que lo que haya sea lindo. Yo sólo espero dejar un buen recuerdo
de mi persona.

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-Para terminar, si hubiese un más allá y en él tuvieses que elegir
algo de lo que fuiste en tu vida para serlo eternamente, ¿qué
elegirías?
-¿Premio o condena?
-Lo que creas merecer.
-Ser alumno.

H. R

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24
La ventana

Estaba sentada frente a la gran ventana, con mi cuaderno sobre


la mesa redonda del Centro Cultural. Hacía frío, pues la pequeña
estufa a mis espaldas no alcanzaba para calentar el lugar.
A mi alrededor había varios cuadros y sillas. Un escenario junto a
una de las paredes del asimétrico ambiente. Se escuchaba música,
música tranquila. El mate ya estaba frío, mis compañeros escribían y
Maru caminaba por el salón leyendo una corrección. De pronto me
quedé con la vista clavada en un reflejo que encontré afuera, en un
espacio inexistente entre el pasto y el aire. Y una idea apareció
producto de ese reflejo, haciendo que todos los pensamientos se
conjugaran en un breve relato que llegó a su fin.
L. M

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Entre mates y párrafos

Desde hace un par de meses formo parte de un pequeño grupo de


aprendices de escritores. A todos nos gusta la literatura y nos
reunimos los martes por la mañana en el Taller de Escritura. Me
complace estar allí. Me agradan las personas con las que comparto
esos momentos y también el lugar donde nos instalamos. Casi siempre
nos ubicamos cerca de los ventanales, en un amplio salón que
pertenece a un centro cultural de un barrio residencial.
El lugar es acogedor. En las cosas que hay en cada sector, en cada
pared, en la ubicación de cada mueble u objeto se advierte ese
natural semidesorden de bohardilla y las huellas de las actividades
del día anterior. Hay aroma a vida activa. Algunas sillas agrupadas
en círculos o hileras, un par de mesas de distintos tamaños y
colores, la tarima alfombrada con una mesita que sirvió de apoyo a
la actuación del último artista, folletos o programas que esperan su
turno y algunos objetos -que no se sabe cómo ni por qué llegaron
hasta allí- forman parte del universo de ese ambiente.
Paredes de las que cuelgan originales de cuadros (algunos sin
terminar), vitrinas con objetos artesanales, papeles que
testimonian trabajos o reuniones y ese ambiente algo bohemio que
emana de su mobiliario diverso y un poco desvencijado nos esperan
cada martes para invitarnos a armar nuestro propio rinconcito de las
letras. Y allí, en la mesa redonda, entre mates y párrafos, nos
damos el gusto de compartir relatos, anécdotas, cuentos o pequeñas
historias y de aprender a reflejar en las páginas nuestras ganas de
compartir emociones exteriorizándolas a través de la palabra
escrita. No sé si lo lograremos, pero el sólo intento vale la pena.
Lo disfruto.

H. R

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Mi comarca

Mi comarca tiene cuatro paredes, dos ciegas, una en la que está


la puerta y la restante tiene un gran ventanal que da a una parte
del jardín, permitiendo ver algunas plantas y a otros habitantes:
palomas, zorzales, calandrias, insectos y a Lola. Lola es mi perra.
No sé ni su edad ni si sus características responden a alguna raza.
Entre otras virtudes, tiene de bueno que no ladra y es muy cariñosa
con mis nietos y sus amigos.
Dentro del parador, mi biblioteca y escritorio, está todo lo que
necesito: una computadora algo antigua, pero ideal para mi trabajo,
una radio AM y FM con pasacassette para escuchar los múltiples temas
que coleccioné y un reproductor de compact disc, para hacer
aparecer, de a ratos, algo de música clásica.
Las cuatro paredes, inclusive la del ventanal, tienen libros
(algunos de ellos fueron de mi padre), revistas, carpetas, cajas con
apuntes, cuadernos, fotos, documentos.
En mi parador hay un rincón que lentamente está creciendo: es el
lugar donde mi nieto Alejandrito va acomodando algunas de sus cosas
y ganando espacios. No es la primera vez que esto ocurre, mis hijos
Alejandro y Federico, cada uno a su hora, invadió mi comarca para
instalar sus respectivos bulines, supuestamente para estudiar con
compañeros y amigos. Una vez que ambos se recibieron recuperé sin
apelaciones mis dominios, que espero mantener, a pesar de la pequeña
(pero grata) invasión que estoy sufriendo.
En general nadie visita mi comarca. Aunque a veces me acompaña mi
nuera Cristina, la esposa de mi hijo Alejandro, que me ayuda a
dirimir algunas luchas contra las nuevas tecnologías, llámese
acomodar archivos o mandar algún e mail.
En mi rincón habitan los fantasmas, los ángeles, las musas y tal vez
los demonios. Es uno de los pocos lugares en que mis recuerdos
vagabundean en entera libertad. Y cuando los encuentro, si puedo,
los capturo y los registro. Los que se escapan no van lejos, siguen
dando vueltas y al final quedan atrapados en la pegajosa tela de
araña, que con alguna sutileza extendí por mi comarca, cuyas puntas
terminan aquí, en las letras de este teclado.

27
Suelo llegar por la tarde, sin hora fija. Una estufa automática ya
me preparó el ambiente que a mí me agrada para trabajar. Una simple
maniobra y ese silencio de libros se llena lentamente con los
sonidos de la música clásica que me saca de la rutina y me hace
ingresar a una dimensión donde navegan mis recuerdos a la deriva. Y
al rato, sin saber cómo, aparecen en la pantalla del monitor, se dan
una vuelta por el papel y después de corregidos son encarpetados
para que con suerte, alguien los lea algún día.

H. D

28
Personal

Esa tarde bajó del micro y caminó las cuatro cuadras que la
guiaban a su casa con los pies cansados, con pasos lentos y pesados
que iban casi al ras del suelo. Abrió la puerta de la tranquera,
luego atravesó el living y la cocina sin emitir sonidos. Entró en su
cuarto y se recostó. Con ambas piernas colgando de la cama miraba
las cosas que pendían sobre sí: las mariposas, las hadas, el
simpático atrapasueños.
Flexionó sus piernas apoyando sus pies, ahora descalzos, sobre el
cubrecamas rojo, prendió un sahumerio hindú y recorrió con los ojos
una por una cada cosa que la rodeaba. Los posters, los dibujos, las
cartas, las notitas y los escritos sobre la pared. También, los
libros desordenados en la montaña de papeles sobre la mesa. Lennon
por doquier. Sobres, ropa, aros, collares. Por sobre su rodilla,
miró sus dedos y sonrió como quien recuerda un bello instante.
Se sentó, buscó en su mochila un cuaderno que contaba con pocas
hojas y, en lugar de utilizar un mensaje de texto (frío para
algunos), optó por tomar una birome y escribir una carta.
Su cama recibía poca luz, pero eso generaba un clima más suyo. Los
movimientos de su mano eran rápidos, pero se interrumpían cada vez
que la mente de la joven volvía sobre los renglones garabateados.
Las manchas y rayones cubrían algunos espacios de la hoja. Cuando ya
no supo cómo seguir, firmó a la derecha del papel.
En la soledad de su pequeño hábitat, que contrastaba con las
múltiples voces de la casa, sentía la calma necesaria que le
permitía acabar el texto y dormir al fin abrazada a su almohadón
azul.

L. M

29
Mis lugares

Tengo dos lugares en mi casa de uso casi exclusivo. No porque


estén vedados para los demás, sino porque soy el único que los usa.
Es por eso que están arreglados a mi manera. Uno de ellos es el
tallercito que tengo en el fondo, donde me doy el gusto de hacer
cosas manuales y con herramientas. Me gusta y tengo cierta habilidad
para manejarlas. El otro es mi escritorio, donde trabajo, estudio,
leo, pinto y ahora también escribo. Creo ser bastante organizado y
no me gusta el desorden, pero ello no surge de ver esos ambientes.
En ambos pasa lo mismo: hay demasiadas cosas. Yo sé dónde está cada
una de ellas, pero me falta lugar para acomodarlas prolijamente a
todas, por lo tanto la única opción que me queda es reducir la
cantidad. Pero me cuesta tirarlas aunque parezcan inútiles. Deben
ser los genes de mi abuelo paterno, italiano de la Primera Guerra.
Según me contaron siempre decía que las cosas se debían tirar recién
tres días después de que se pusieran verdes. Y no se refería sólo a
los alimentos. Refrán de carencias, sin duda.
De ahí que en el escritorio tengo, además del mueble grande sobre el
que trabajo, un pequeño armario lateral que lo extiende y en el que
guardo papeles y correspondencia. En la pared frente a mí, hay
varios estantes llenos de libros –contables y de los que me gustan-,
carpetas y biblioratos con documentación propia y ajena, guías y
folletos turísticos, diccionarios de español, inglés e italiano,
útiles varios y en el estante más bajo, al alcance de la mano, una
vieja radio con pasacasette que siempre está prendida cuando estoy
allí.
Eso no es todo, también convivo con un atril de pintura y varios
enseres afines que no son fáciles de mantener prolijos. Por lo
tanto, cuando me siento a escribir, ocupo el único lugar libre que
queda, que es mi vieja silla negra tapizada en cuerina. En las
paredes, algún viejo cuadro, un almanaque y el reloj cuelgan
mansamente esperando ser espiados. A mi derecha hay una ventana que
me da aire, luz y una buena vista a lugares arbolados.
Siempre estoy a gusto en ese lugar y desde hace poco también lo uso
para escribir mis trabajos del taller de escritura. Mi ritual para
comenzar a escribir es, como primera y excepcional medida, apagar la

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radio, me desconcentra. Luego aparto el teléfono y la calculadora y
tomo una hoja rayada, lápiz y goma y con un elemental esquema
previo, que generalmente consiste sólo en el título, el tema o algún
disparador indicado por la profesora, comienzo a escribir y noto que
progresivamente, en forma continua y casi involuntaria, van fluyendo
palabras, oraciones, estructuras e ideas que no tenía pensadas unos
segundos antes.
Es un proceso nuevo para mí. Lo siento como recién descubierto en
algún rincón recóndito de mi mente. Y me parece que está casi
flamante y que me va a durar bastante. Por eso lo uso con gusto y
sin esa atadura restrictiva a la que nos someten tantas cosas que
cuando las disponemos las sabemos finitas. Me complace derrochar
esa sensación. Y cuando termino de escribir algo, lo releo, lo
corrijo y lo vuelvo a escribir hasta que decido pasarlo en limpio en
la computadora y luego imprimirlo. Y recién ahí, con la hoja final
en mis manos, lo leo todo de corrido. Disfruto mucho ese momento.
Porque yo admiro la capacidad creativa en todos lo órdenes y me
ilusiono pensando que, aunque sea con destino de canasto, he
redactado algo que no estaba escrito antes, que he creado una nueva
combinación de palabras, puntuaciones y acentos, un personaje, una
metáfora o una imaginaria situación que quizá a alguien le provoque,
al menos en una pequeña parte, el placer que a mí me causa leer lo
que escriben otros. Y también me conformo pensando que ese alguien
pueda ser solamente yo.

H. R

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32
En las nubes

El verano de comienzos del año 2000, decidimos ir de vacaciones


a las playas del sur de Brasil. Fue un viaje un poco improvisado.
Nosotros lo planificamos para dos familias y después se acopló otra.
En total, con un par de invitados, amigos de nuestros hijos, éramos
quince. Seis padres y el resto todos chicos desde cinco a quince
años.
No son pocos quince para un viaje así. Cuando llegábamos a un
restaurant parecíamos una excursión escolar. Los mozos se volvían
locos por el alboroto que provocábamos al llegar. Había que arrimar
varias mesas para poder sentarnos todos juntos, los chicos empezaban
a pedir "yo quiero esto", "yo lo otro", las madres que intercedían
en el armado de los pedidos y las cantidades. En fin un pequeño
caos, que tenía su punto más alto cuando empezaban a llegar los
platos y todos decían que era el suyo, pero que no impedía que se
rompiera el ambiente de paseo y diversión que todos contribuíamos a
formar.
Al principio, los tres autos en que viajábamos iban encolumnados
como en una pequeña procesión, pero a medida que nos acercábamos a
zonas de mucho tránsito, ya no resultaba tan fácil. En las primeras
ciudades importantes nos separamos sin quererlo y nos costó
bastante reencontrarnos.
Por eso, decidimos hacer un trayecto no tradicional, especialmente
en la parte de Brasil. Fue así que en lugar de tomar las peligrosas
y cargadas carreteras costeras, nos dirigimos hacia la parte
continental, que en el sur de ese país es bastante montañosa.
Al tercer día de viaje tomamos una ruta equivocada al intentar
acortar camino. Trepamos un buen rato y de pronto, sin saber bien
cómo, llegamos a lo alto de un morro importante y nos cubrió un
manto de nubes bajas muy densas. Era un camino de ripio y nos
rodeaba la niebla. Parecía que estábamos flotando sobre una
gigantesca caldera hirviente, humedecidos por el vapor y con una
altísima temperatura.
Tuvimos que detenernos a un costado del camino. Bajamos de los autos
y los más chicos comenzaron a revolotear contentos y extrañados por

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lo raro del lugar y de la situación. Obviamente no tenían conciencia
de que podíamos estar ante un grave peligro.
Los que teníamos la responsabilidad de conducir los autos y las
madres estábamos seriamente preocupados. Los tres padres hicimos un
pequeño y disimulado conciliábulo tratando de no dejar traslucir esa
preocupación, mientras nuestras esposas entretenían a los chicos.
Éramos tres hombres en círculo, sentados sobre unas piedras y
mirando un mapa. Parecíamos un consejo de caciques planeando un
ataque.
El principal problema era que estábamos ante una bifurcación del
camino. No había indicación alguna y nadie pasaba ni vivía por allí.
Temíamos seriamente equivocarnos. La tarde estaba vencida y si no
tomábamos el camino correcto seguramente nos agarraría la noche y
quién sabe dónde iríamos a parar. Tomar la decisión fue como jugar a
la ruleta rusa. La votación resultó dos a uno a favor del camino
de la derecha. Y allá fuimos.
No teníamos idea exacta de la altura en que nos encontrábamos, pero
nos parecía importante por la larga trepada previa. La densidad de
las nubes no nos permitía obtener referencias, pero a poco notamos
que empezábamos a descender.
Lentamente comenzamos a visualizar el camino que serpenteaba
entrecortado hacia el valle. Íbamos a paso de hombre y recostados
sobre la ladera. Era un camino estrecho y sinuoso. Finalmente, no
muy lejos de donde estábamos se alcanzó a destacar algo que parecía
ser un cartel indicador. Cuando llegamos hasta ese lugar, las nubes
se fueron disipando y comprobamos que realmente era una señal de
tránsito. Indicaba que habíamos llegado a un cruce de caminos, pero
a nosotros nos pareció como llegar a un oasis en medio del desierto.
Otra señal cercana nos avisó de la proximidad de nuestro destino.
Suspiramos aliviados; pero lo más sabroso del asunto fue que el
primer lugareño que cruzamos nos informó que tomando el camino de la
izquierda, también se llegaba al lugar en donde nos encontrábamos en
ese momento.

H. R

34
Reproducciones de plomo

Cuando tenía nueve o diez años algunos vecinos de Romero


inauguraron una unidad básica. Por las tardes jóvenes y niños nos
reuníamos en ese lugar a realizar actividades propias de la edad:
ajedrez, damas, dominó, juegos de mesa. En la precaria casita
también funcionaba un taller de enseñanza de dibujo, pintura y
modelado.
A mí lo que más me entusiasmaba era el aprendizaje de reproducciones
de distintos juguetes en miniatura. Los primeros los realicé en yeso
y arcilla pero rápidamente me interesó practicar también con otros
materiales. Entre ellos se me ocurrió usar el plomo. Al plomo lo fui
consiguiendo de los pomos de agua perfumada que se usaban en los
corsos de carnaval y que la gente desechaba. Los junté y al
finalizar esos festejos había acumulado una buena cantidad.
Luego de unas prácticas y cuando estuve seguro de conocer las
técnicas adecuadas comencé a trabajar en el tema. En una lata de
durazno puse a fundir el plomo sobre un calentador Primus a
kerosene. Mi madre Élida vio cómo se derretía el metal caliente y lo
creyó peligroso.
-¡Te vas a quemar, hijo, tené cuidado, te vas a quemar!
Yo, haciendo oídos sordos a sus advertencias, seguía mi tarea.
-¡Te vas a quemar!
Una vez que el plomo se derritió lo empecé a colocar en un molde de
un juguete que tenía preparado en la tierra. Fui una, dos, tres
veces.
-Si te quemás...
En el momento en que mi madre comenzaba la frase, saltó una gota de
plomo derretido y cayó en la punta de mi zapatilla. En un segundo
llegó a mi dedo gordo. Gritaba como un marrano tratando inútilmente
de sacarme el calzado. En medio del alboroto comencé a recibir una
serie de alpargatazos, lo que hacía aún más difícil la empresa de
quitarme la zapatilla con el plomo.
-¡Yo te decía, te decía que te ibas a quemar! -gritaba la vieja
mientras seguía a alpargatazo limpio.

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Parecía que a fuerza de golpes mamá desahogaba su bronca por mi
irresponsabilidad y descuido, siendo esos golpes más dolorosos que
la propia pequeña quemadura de plomo.

H. D

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Primas

Hasta los diez años viví en un departamento en La Plata al lado


de la casa de mis abuelos paternos. A pesar de que no tengo muchos
recuerdos, están grabadas en mi cabeza las tardes en el living de mi
abuela jugando con mi hermana Amalia y mi prima Victoria.
Un día almorzamos todos en la casa de mis abuelos y cuando
terminamos de comer fuimos las tres a jugar. Yo tendría unos 5 años,
mi hermana 3 y mi prima 11. Como siempre, nos sentamos en el piso
frío del living y Victoria sacó su colección de Play Movil, esos
muñequitos articulados que tenían accesorios entre los que estaban
la montaña rusa, un par de calesitas, autos, casas, etcétera.
Mi hermana y yo teníamos los Pinnipón, muñequitos más económicos,
sin articulaciones, grandotes en comparación a un Play Movil, y sin
más accesorios que una casita y flores para el patio de la casita.
Victoria decidió qué usaba cada una. Ella y mi hermana: todos los
Play Movil; yo: los poquitos Pinnipón. Ellas tenían todos los
accesorios y yo la vuelta al mundo de los Play Movil, en la cual mis
muñequitos no entraban. Así era la repartición de mi prima, incluso
no me dejaba usar las cosas que ella no estaba usando. Entonces yo
no podía jugar a nada y, aunque me daba bronca, me la bancaba, de
pura orgullosa.
Me quedé sentadita en el piso frío, haciéndome la que jugaba, cuando
en realidad no podía hacerlo. Mis muñequitos se caían de la vuelta
al mundo porque no entraban y yo tenía ganas de llorar, pero me
aguantaba para que mi prima no se diera cuenta, para que no pensara
que yo era una tonta. Estaba aburridísima y sentía que no había nada
para hacer. Hasta que el sentimiento de amargura y tristeza fue más
grande que yo y abrí la boca para gritar entre llantitos: Mamá... me
estoy sintiendo mal.

L. M

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Poncho Negro

En una tardecita de verano, estaba jugando en la rambla de la


avenida sobre la que se encontraba mi casa paterna, en un barrio de
La Plata. Correría el año 1954, ya que me recuerdo como de diez u
once años. Aquella era una calle ancha, por ese entonces aún de
tierra, y tenía un cantero divisorio de las manos de circulación al
que llamábamos la "rambla". Esa franja de tierra, a pesar de estar
un tanto descuidada y a veces sucia, era el lugar preferido por
todos los pibes del barrio para reunirse y jugar. Por eso, como uno
de ellos, yo me encontraba allí, encarnando en esos momentos a uno
de mis personajes favoritos: Poncho Negro, quien, junto a Tarzán "El
rey de la selva" y a Sandokán "El tigre de la Malasia", conformaba
la trilogía de mis héroes de aventuras radiales de aquél entonces.
Poncho Negro, que obviamente llevaba siempre un atuendo como el que
le daba origen a su nombre, era algo así como un gaucho justiciero y
reivindicador de causas perdidas en el campo argentino, su hábitat
natural. Una especie de "Zorro vernáculo".
Una tarde, tal cual lo hacía mi héroe, me encontraba agazapado
detrás de una paja brava que había crecido en la rambla, buscando la
posición de "rodilla en tierra" para acechar mejor a quién sabe qué
terrible enemigo imaginario. En ese momento, al apoyarme y luego de
un sordo crack, sentí como un fuego seguido de un dolor inédito en
mi rodilla derecha. Cuando bajé la vista para ver qué me pasaba, no
podía creer lo que se presentaba ante mis ojos. Un enorme tajo me
atravesaba la rodilla de lado a lado y, como una gran boca
sangrante, mostraba en lugar de dientes un hueso muy blanco. Quedé
petrificado del susto. Alcancé apenas a desviar la mirada buscando
la causa de tamaña herida y vi, asomando entre los pastos, el borde
ondulado y filoso de la tapa de una lata. Estaba chorreada de sangre
y me pareció que me miraba como diciendo: "Fuí yo".
Llegué hasta mi casa rengueando y agarrándome la rodilla, que
sangraba abundantemente. Mi mamá y su hermana estaban tomando mate
en el patio. Al verme llegar así, corrieron hacia mí para
auxiliarme. Luego de las primeras atenciones mi tía sentenció:
-¡A este chico hay que llevarlo urgente al hospital!

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En el próximo cuadro de este lejano replay me veo acostado en la
camilla del quirófano del Hospital de Niños. No me acuerdo cómo me
llevaron hasta allí. Algunas personas de guardapolvo blanco me
rodeaban tratando de tranquilizarme. Me dolía la rodilla y sentía
que estaban hurgueteándola. Mis quejas sólo cesaron después de un
pico de dolor muy intenso, que hoy deduzco habrá sido el de la
aplicación de la anestesia.
Mientras trabajaban sobre mi rodilla, recuerdo que cada tanto una
mano suave y fresca de mujer pasaba sobre mi frente en un gesto que
me aportaba alivio y consuelo. Yo estaba nervioso y asustado; era
una situación nueva para mí y me sentía rodeado de extraños. Me
intrigaba saber lo que decían, pero hablaban en voz baja. Sin
embargo, algunas palabras sueltas, que no comprendía del todo,
alcanzaban a superar el nivel de los ruidos y cuchicheos y llegaban
hasta mis oídos: tendón – rótula – infección - arteria – tétanos -
rengo... Quizás hubieron otras, pero de ésas me acuerdo bien. Fueron
tan fuertes y suficientes como para que quedase angustiado y
tristón.
-Andá tranquilo, pichón, todo va a estar bien. Dentro de unos días
te espero para sacarte los puntos y después te volvés caminando a tu
casa.
Por suerte las esperanzadoras palabras de despedida de la doctora
que me atendió, más las cariñosas atenciones posteriores de mis
padres me aliviaron mucho.
Siguieron días extraños para mí. Tenía la pierna enyesada y la
recomendación de no moverme mucho. También debía mantener una dieta
estricta para evitar una reacción alérgica a la vacuna antitetánica.
Para ayudarme a cumplir con el reposo, me sentaban en la puerta de
mi casa con un banquito adicional donde apoyaba la pierna. Pasé allí
algunas tardes lindas, a pesar de mis limitaciones. Me venían a
visitar vecinos y amigos. Era notable, ellos salían a jugar, pero al
rato se quedaban entretenidos conmigo. Eso me gustaba mucho. Yo
también tenía un héroe literario (que aún conservo), era Tom Sawyer,
ese maravillosos personaje adolescente creado por el genial Mark
Twain. Y esa situación me hacía sentir un poco como él, ya que me
recordaba un pasaje de su vida en el cual tenía que pintar una larga
verja, como castigo por una de sus tantas travesuras. Era un

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castigo, pero gracias a su personalidad incomparable, a medida que
llegaban sus amigos para ver cómo cumplía la pena, les hacía dar
ganas de reemplazarlo en la tarea, que finalmente terminaron
haciendo por él y aliviándolo así de aquella pena.
La dieta era estricta. Incluía la prohibición de comer huevo,
chocolate y otras cosas que me gustaban mucho. La cumplí con
sacrificio pero la llegada de la urticaria resultó inevitable.
Empezó por la cabeza y me fue bajando por todo el cuerpo. Cuando las
grandes ronchas me llegaron a la pierna enyesada, y especialmente a
la rodilla, la picazón era insoportable. No poder rascarme me
desesperaba; me parecía que ese suplicio no iba a terminar nunca.
Pero como tantas cosas en la vida, buenas y malas, eso también pasó.
Hoy sólo me quedan un imborrable recuerdo de esa vivencia de mi
infancia y las ganas de rascarme cuando me veo la cicatriz. Y por
cierto que me doy el gusto y me rasco bien fuerte. Porque siento en
ese acto como una revancha de aquel heroico Poncho Negro, que
conserva como testigo de sus grandes aventuras una pierna marcada,
que aún le pica, pero que por suerte no renguea.

H. R

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Cuestiones del destino

Mario, Over y yo integrábamos un buen grupo para realizar


excursiones, ya que sin dejar de ser temerarios, éramos prudentes
como mulas de montaña. A mi regreso de un viaje de mochilero por las
provincias de Tucumán, Catamarca, Salta y Jujuy, fue que los conocí
compartiendo una reunión de amigos en común.
Ellos, que se conocían desde chicos, tuvieron las vivencias más
importantes en campamentos en Sierra de la Ventana. Yo soy dos o
tres años mayor que ellos, pero eso no fue obstáculo para que
congeniáramos como chicos de primaria desde un primer momento, y
sobre todo cuando fuimos intercambiando comentarios acerca de las
experiencias recientemente vividas. Ellos contaron, entre otros
incidentes, uno de los graves trances que tuvieron que vivenciar. Un
joven escalador realizando algunas prácticas, tal vez muy
temerarias, como las de un beduino, se despeñó, cayendo de una
importante altura y quedando gravemente herido. Over y un compañero
del accidentado fueron a pedir auxilio. La situación fue sumamente
dramática ya que en pocos minutos el escalador murió. Contaron
también que Mario y el otro compañero cuidaron, en una cueva y bajo
la tenue luz de un candil improvisado, el cadáver envuelto en una
bolsa de dormir.
Ese día planificamos un viaje juntos. En Semana Santa íbamos a ir a
las sierras. Pensamos el viaje a la perfección. Conseguimos mapas y
cartas geológicas que nos ayudarían a realizar un buen itinerario.
Preparamos además nuestro mejor equipo de campamento: eficiente y
bien liviano, ya que con él a cuesta caminaríamos varios días.
Con todo en orden partimos desde la estación de La Plata.
Transbordamos en Constitución y llegamos a la madrugada a la
estación de Sierra de la Ventana. Desayunamos en el comedor "El
Sibarita", cuyo dueño era el que organizaba, en un camión, el
traslado de los excursionistas desde el pueblo hasta las cercanías
de las sierras. Desde allí caminamos varias horas hasta la media
tarde cuando decidimos acampar, era un buen lugar y además cercano
al arroyo San Bernardo, con agua de vertiente. Mientras ellos
armaban el campamento, yo me puse a cocinar.

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Al día siguiente, bien temprano, llevando un equipo liviano,
comenzamos a recorrer las inmediaciones y a tomar algunas fotos.
Cuando el sol de la media mañana mejoró la temperatura, seguimos lo
que era un suave ascenso, para llegar a la zona del desfiladero,
lugar donde dos años atrás, había muerto el joven escalador. En eso
escuchamos salvas pidiendo auxilio y vimos que a unos cuatrocientos
metros alguien, que agitaba una campera, daba fuertes gritos.
Llegamos rápidamente y nos enteramos la grave noticia. Un compañero
suyo se desprendió como una roca y cayó a un barranco.
Entre todos organizamos el rescate. Over fue en busca de asistencia.
El resto improvisamos una precaria camilla con paños de carpa y
llegamos al lugar donde estaba el escalador. Lo subimos y decidimos
trasladarlo a un lugar más apropiado para cuando llegara el rescate.
Nunca participé en una marcha tan acongojante. Nadie hablaba, pero
todos sabíamos, aunque no lo confirmáramos, que estaba muerto. Su
amigo lloraba desconsoladamente y maldecía lo ocurrido.
Al rato supimos que la desgracia era muchísimo más trágica de lo que
en sí era la muerte de un joven deportista. El amigo nos contó que
un hermano del muerto había fallecido dos años antes en ese mismo
lugar. Cuestiones del destino, seguramente.

H. D

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Quiebro razón justo a tiempo

No sé si a todos nos pasará lo mismo. Digo, si habrá algo que


movilice a cada persona de la manera que a mí me moviliza Catupecu.
Desde la primera vez que los escuché, cada vez que empiezan a sonar
siento algo así como un impulso que brota desde adentro, unas ganas
de cantar y bailar. Como si sus canciones las hubiera escrito yo.
Pasaron cinco años desde que los conocí hasta que pude ir a verlos
tocar en vivo. Y todas las veces que estuve en sus recitales pasó lo
mismo. Escuchar un solo acorde era suficiente para emocionarme en
cada partícula de mi ser. Como si adentro mío hubiera una de esas
pelotitas de goma que rebotan miles de veces si uno las deja caer.
Al estar ahí, esa pelotita se multiplicaba y salía por mis poros
haciéndome saltar entre la multitud.
A fines del 2005 logré, tras repetidos intentos de años anteriores,
convencer a mis papás para que me dejaran ir al Cosquín Rock.
Teníamos todo organizado. Viajábamos con mi amiga Ingrid el 23 de
enero a las 20:30 desde Retiro y al llegar acamparíamos en el "Club
Deportivo".
El viaje fue eterno, 14 horas que parecieron días enteros. Yo había
olvidado el mate, no podíamos dormir con comodidad (demasiados
nervios) y estaban pasando una mala película que sólo interrumpía
nuestras conversaciones. Llegamos a Cosquín y tomamos otro micro que
nos conduciría al camping. Pero, como no conocíamos el lugar y
temíamos perdernos, bajamos antes y entramos a otro camping llamado
"El bosque encantado".
"El bosque encantado", publicitado como un paraíso de árboles y sol,
acababa de recuperarse de un tremendo temporal que lo hacía lucir
como si hubiera sido devastado por un tsunami. El suelo estaba lleno
de barro, los árboles semi caídos y los baños eran simples cubículos
de madera. Buscando excusas huimos de allí y logramos asentarnos
(con nuestros tres bolsos y la pequeña carpa) en el destino que
habíamos seleccionado desde un principio.
Entre el primer día y el momento del recital, nuestra vida pareció
una carrera de obstáculos. La tarde en que llegamos llovió y el
lugar donde descansaba la carpa sufrió una inundación, lo que nos
obligó a mudarnos y pasar la primera noche sin bolsas de dormir, ya

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que estas estaban empapadas. La carpa era muy chica para nosotras y
nuestros bártulos. Las espaldas nos quedaron llenas de nudos. Nos
acostábamos demasiado tarde como para que el sol nos despertara a
las nueve de la mañana. Por las tardes hacía muchísimo calor y no
había nada frío para refrescarnos. La pileta, llena de gente, era
una especie de caldera y las heladeras del buffet no daban a basto.
Como si fuera poco, nos perdimos en Carlos Paz el día que fuimos a
recorrer y dejamos escapar el último micro que nos llevaba al
camping. Tuvimos que hacer diversas combinaciones de micros para
volver.
Llegó al fin el gran momento que ansiaba. Fue un sábado en que el
sol parecía derretir el asfalto de la ruta por la cual caminábamos.
Llevábamos con nosotras nuestras riñoneras colgadas al hombro en las
que guardábamos las cosas importantes. Yo tenía la plata las
entradas y los pasajes de vuelta, junto con mi celular y mi DNI.
Ingrid, cargaba también con el celu, el DNI y la cámara de fotos.
Eran las únicas cosas de valor que teníamos y las cuidábamos como
tesoros. Estaban en nuestros bolsos siempre que salíamos, como si
fueran una extensión de nuestro cuerpo.
Entramos al predio. Yo, eufórica; Ingrid un poco menos. Corrimos
hasta el escenario y aguardamos a que las primeras bandas tocaran.
Nosotras, según el agrado que nos despertaba el solista o banda de
turno, nos movíamos entre las personas, más cerca o más lejos de los
músicos.
Aproximadamente a las once de la noche, llegó el momento que me
haría más feliz que nada. Se vio proyectado el logo de Catupecu y
salieron Gabriel, Herleim y Macabre tocando los acordes del tema
Plan B, Anhelo de Satisfacción. El público, incluyéndome, gritaba
palabras de aliento llamando a Fernando, que apareció en escena con
su guitarra haciendo que todos aplaudiéramos y comenzáramos a
movernos.
Mi sangre parecía hacer ebullición, la emoción era más fuerte que
yo, y me dejé llevar por la multitud. Ingrid, fiel compañera, estaba
prendida a mi brazo intentando sacar fotos al espectáculo, mientras
yo bailaba en estado de éxtasis.
-Agarrá la riñonera Lu, tené cuidado así no perdés las cosas -me
decía Ingrid cada cinco minutos.

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-Sí negri, tranqui que esta todo acá -era mi respuesta un poco
interrumpida por las letras de las canciones.
En un momento, al escuchar las palabras de mi amiga se me ocurrió
preguntarle:
-Negri, ¿vos tenés tu riñonera?
-Sí, acá está... ¡Pero vacía!
En ese instante me desesperé e instintivamente empecé a mirar el
suelo, sin éxito, claro está.
-Calmate Lu, cuando salimos doy de baja el celu, vos tenés las cosas
importantes. Seguí en la tuya, dale -sentenció Ingrid, con una
racionalidad que sólo pude dimensionar después.
Unos minutos más tarde pude volver a vibrar, a cantar, a saltar, a
ahogar la voz de emoción, a ser una catupequense plena, en lo que
fue la última vez que pude verlos en vivo.

L. M

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Hernán y Graciela

Hernán era un rebelde de aritos y pelo largo que vivía con


Raquel, su madre, divorciada, de 39 años y que habitualmente vestía
elegantes joggings. Raquel tenía como pareja a Felipe, un hombre
maduro, viudo, adinerado y mezquino, de mal carácter y violento. El
barrio lo señalaba como posible autor de la muerte de su esposa,
aunque no podían demostrarlo. Las amistades más íntimas de Raquel no
aprobaban esa complicada relación. Únicamente la consentía Graciela,
la hija de Felipe, de apenas 15 años; lo hacía solamente para estar
cerca de Hernán, con quien simpatizaba. Los cuatro vivían en un
amplio departamento que Felipe tenía en el bullicioso microcentro de
la ciudad.
Un día Felipe se alarmó. Notaba que Hernán y Graciela tenían
actitudes extrañas. Los chicos simplemente se gustaban pero en pocos
días la crisis estalló cuando los encontró besándose.
-¡Raquel! -gritó en un arranque de furia-. ¡Te ordeno que eches a tu
hijo de esta casa!
-Si él se tiene que ir, yo también me voy -sollozó Graciela que fue
a refugiarse a su pieza.
En un primer momento Raquel, que estaba desconcertada, apenas pudo
calmar al furioso padre. Pero unos días después, para que los
jóvenes pudieran vivir juntos, les alquiló secretamente una pequeña
casa en la periferia de la ciudad. Al principio no advirtió el grado
de marginalidad de ese barrio ni que el propietario, de aspecto
amable, no era más que un hampón, que veía a Graciela como una
perfecta candidata para su red de trata de blancas.
Felipe, a quien nada le importaba de su hija Graciela y mucho menos
de Hernán, ni siquiera preguntó por ellos.
A partir de aquel entonces, hubo un cambio importante en la casa en
que vivían Felipe y Graciela. El hombre comenzó a recibir a algunas
personas que no eran del agrado de su concubina. Ex presidiarios,
policías dados de baja y otros hombres que, por sus miradas huidizas
y su vocabulario marginal, eran claramente sospechosos. Cuando
Raquel preguntaba, él respondía ofuscado que eran sus amigos, que él
tenía un pasado que ella tenía que respetar, que él no decía nada
acerca de la gente con que ella se juntaba.

47
Eran días de muchas discusiones, pero no cabía duda de que Felipe
sabía el dominio que tenía sobre Raquel. Tal es así que un día él
tramitó el alquiler de una caja de seguridad a nombre de ella en un
importante banco y la mujer ni preguntó el motivo.
Por otro lado, en las afueras de la ciudad, la vida de los dos
jóvenes se volvió intolerable. Las pretensiones del dueño con
respecto a Graciela eran cada vez más evidentes.
Un día Felipe reunió a un grupo de hombres. Raquel confirmó que
efectivamente eran de mala vida por las armas que portaban. Cerca ya
de la medianoche todos los presentes se retiraron. La mujer
advirtió, sin ser vista, que uno de ellos era precisamente el dueño
de la casa que ella alquilaba para los chicos.
A la mañana siguiente los periódicos titularon que un grupo de
delincuentes había asaltado una de las principales joyerías de la
ciudad. Se supo también que los delincuentes se llevaron un gran
botín y que los guardias respondieron, hiriendo a uno de ellos.
Aquella mañana, Felipe regresó de hacer un trámite y le entregó a
Raquel un pesado paquete que le ordenó depositar en la caja de
seguridad.
Antes de regresar del banco, la mujer prefirió pasar por la casa de
los chicos. Había un gran despliegue policial. Raquel, asustada,
preguntó qué era lo que pasaba y dónde estaban Hernán y Graciela.
Como toda respuesta recibió de la policía la información de que
después del intenso tiroteo habían muerto algunos delincuentes y que
no se sabía nada más. En ese momento, Raquel vio que un móvil
policial alcanzaba a los jóvenes al lugar.
Desde ese día no supieran nada más acerca de Felipe. Raquel
descubrió que en su caja de seguridad había un dineral incalculable
en joyas. Graciela y Hernán se casaron y fueron felices en la casa
de al lado a la de Raquel en el más lujoso barrio privado.

H. D

48
Eloísa

Mi mamá murió cuando yo nací y mi papá se ocupó de darme lo


mejor, sólo que fue por poco tiempo. No recuerdo muchas cosas. Con
mi papá vivíamos en un country de Pilar. Sé que una noche hubo una
fiesta en casa, creo que por un asunto de negocios, y mi papá me
presentó a dos nenas que habían venido con su madre, una promotora
de la empresa. No se portaron muy amables conmigo, en pocos minutos
rompieron varios de mis juguetes y ensuciaron todo mi cuarto para
que jugáramos a la casita. Ellas eran las dueñas y yo la sirvienta.
Ese juego no me gustaba, pero para que papá no se enojara, limpié
todo lo que me mandaron.
A los pocos meses la promotora y sus hijas vinieron a casa. Tuvimos
una cena en la que mi padre anunció su casamiento con la mujer. Yo
me puse muy contenta ese día, porque al fin íbamos a formar una
familia. Se invirtió gran parte de la fortuna de mi papi en la
fiesta y en el horrible vestido verde loro de su mujer, mi
madrastra. Ella nunca me dejó decirle mamá.
Tuvimos un año muy lindo, papá estaba contento con la mesa llena de
sus chicas (como él nos decía). Pero un día tuvo un terrible
accidente que lo dejó paralítico. Se hundió en una inmensa depresión
que lo mantuvo años en cama. Desde ese momento ya nada fue lo mismo
en casa.
Bajo la dirección económica de mi madrastra, el personal doméstico
disminuyó y yo empecé a reemplazarlo, más aun cuando terminé el
primario. Obviamente no tuve viaje de egresados a Carlos Paz, ni
amigos, ni mucho menos noviecitos. Ni que hablar de mi vida en el
secundario, estuve a punto de repetir tercer año por no ir a las
extra programáticas. Tampoco fui a Bariloche, ni a la fiesta de
quinto. Mi vida era un bajón. Mientras mis hermanastras salían en el
Mercedes a pasear con sus amigos del country, yo me la pasaba
limpiando la mugre que hacían. Y encima los domingos tenía que
limpiar además la suciedad que dejaban sus amigos, que no hacían
fiestas, sino "reuniones" en las que se emborrachaban y vomitaban
las alfombras.

49
Yo conocía a los empleados de las casas vecinas. Hada, por ejemplo,
trabajaba de secretaria para un abogado que vivía al lado de casa y
era como una madre para mí. Me daba una mano siempre que podía e
incluso me hacia pequeñas fiestas de cumpleaños (en secreto ya que
la hija mayor del abogado era amiga de las pajarracas de mis
hermanastras. Digo pajarracas porque tienen sus narices largas y
redondas, grandes espaldas y piernas delgadísimas). A veces, si la
hija del abogado iba a tirar alguna ropa, Hada me la traía, aunque
me anduviese algo grande, porque yo nunca me había podido comprar
nada, sólo tenía algunas cosas de mi mamá que eran muy retro, porque
ella, según me había dicho papi una vez, era hippie.
Una tarde llegó una invitación para un evento de la high society,
como dicen en el country. La tarjeta decía familia Fenoglio-Paiz.
Fenoglio es el apellido de papá y Paiz el de su mujer. Según había
escuchado, el presidente de la empresa Velásquez quería conocer una
chica de su clase para arreglar un casamiento (o convenio económico)
para su hijo. En cuanto las pajarracas de mis hermanas se enteraron,
empezaron a chillarle a su madre para que les diera plata para irse
al shopping, ya que aunque tuvieran ropa para vestir al país entero,
tenían que estrenar en todos los eventos. Obviamente yo quedé
totalmente excluida de los preparativos, de las compras y de la
fiesta.
Llegó el gran día y tuve que preparar los disfraces de mis
hermanastras (y digo disfraces porque eran ridículos llenos de
flores y lunares de colores fosforescentes, hasta mal gusto tenían)
y el gran vestido de mi madrastra. Contrataron una limosina y se
fueron temprano a ver al coiffeur para que les arreglara las marañas
de sus cabezas y les hicieran un make up para taparles los granos.
Yo, como siempre, me quedé limpiando, ordenando, lavando la ropa y
casi olvidándome de la fiesta, ya que había perdido mis esperanzas
de ir. Volvieron las brujas, se vistieron y se fueron en la limo
para el evento. Al rato llegó Hada. Cuando la vi le pregunté si
quería que armara unos mates. Y me respondió con otra pregunta:
-¿No vas a ir a fiesta?
-Me hubiera gustado, pero te imaginás verme a mí bajando del bondi
con los jeans desteñidos y las alpargatas preguntando "¿acá es la
fiesta fashion?"- le dije entre risas.

50
-Estuve hablando con Jorge (Jorge era el chofer del abogado) y
pensamos que podés ir a la fiesta. Jorge te lleva y vos te presentás
en representación de tu padre, el Sr. Fenoglio que no pudo asistir.
A las dos te esperamos en la puerta y nos volvemos antes de que
lleguen los señores a sus casas.
-¿Sos loca? ¿Y además qué me pongo?
-Fijate algo de tu mamá. Una vez me mostraste un conjunto hermoso de
gasa color natural con unas cintitas y unas piedritas bordadas que
era divino. Y te ponés las chatitas marrones que te traje el año
pasado. ¡Dale! ¡No seas tonta!
Enseguida fui a vestirme y en unos minutos estaba lista. Casi ni me
pinté, porque como nunca lo había hecho no estaba segura de que me
quedara bien. Me dejé el pelo atado sólo con invisibles para que no
me molestara en la cara. Subí al auto del abogado y Jorgito me llevó
rapidísimo al salón.
Había mucha gente. En vez de mesas, grandes sillones distribuidos
por todo el ambiente, y tras una cortina el patio iluminado con
luces tenues sobre una alfombra que oficiaba de pista de baile. Ni
bien entré se me acercó un chico re lindo, se llamaba Juan Manuel,
aunque me pidió que le dijera Juano porque así se sentía más en
confianza. Hablamos un ratito y fuimos al patio a bailar (cosa que
yo, más que en casa, no había hecho en la vida), pero como se llenó
de personas alrededor volvimos a entrar. Nos sentamos en un sillón
naranja que había contra una pared. Juano me caía muy bien y me
gustaba mucho su forma de hablar, y él también... nos quedamos ahí
un largo rato mientras él me contaba sus miles de aventuras por el
mundo. Yo como muchas aventuras no tenía, lo escuchaba atenta y le
preguntaba cómo eran esos lugares. Tomamos unos daiquiris de
durazno, que no me cayeron muy bien, porque pocas veces había tomado
alcohol. Cuando quise acordar eran las dos menos cuarto y Juano me
estaba dando mi primer beso. Al separarnos, me levanté
apresuradísima y salí corriendo sin mirar atrás. Lo que no percibí
fue que había dejado la tarjeta de invitación de mi padre caída en
el sillón.
Subí al auto con Hada y Jorge y unos minutos más tarde estaba en
casa.

51
Al otro día, mis hermanastras y su madre se levantaron tardísimo y
con una resaca que parecía no terminar más. Pregunté cómo la habían
pasado, y sólo escuché quejas, porque ninguna de las dos había
podido siquiera conocer a Juan Manuel Velásquez, el hijo del
empresario, ya que éste se había pasado todo el tiempo sentado en un
sillón con una chica a la que nadie decía conocer.
-Y para colmo, cuando ella se fue, ¡re temprano!, él se despidió de
su padre y se fue de la fiesta. Una falta de respeto- comentó mi
madrastra.
Mi Juano era el hijo de Velásquez. En ese momento pensé que nunca
más iba a verlo. Pero esa misma tarde llamaron por teléfono y
milagrosamente atendió la esposa de mi padre.
-¿Velásquez quiere conocer a una de las hijas de Fenoglio? -la
escuché-. De acuerdo, lo esperamos mañana a primera hora.
Las pajarracas empezaron a cotorrear y a discutir sobre a cuál de
ellas querría conocer Velásquez, y otra vez exigieron plata para
comprarse ropa nueva para la presentación. "Tal vez me busquen a
mí", pensé. Pero luego recordé que no le había dicho mi apellido a
Juano y me olvidé del asunto.
La mañana siguiente tuve que ayudar a mis hermanastras a peinarse y
vestirse. Al terminar, me fui a la cocina. Cuando Velásquez y su
gente llegaron a casa yo estaba desayunando. Se escuchaba un fuerte
revuelo causado por las voces chillonas de las chicas. De pronto se
produjo un silencio
-¿Cuál de ustedes es Eloísa? -preguntó Velásquez.
Mi madrastra explicó que Eloísa no había asistido a la fiesta, que
era imposible que Juan Manuel la hubiera conocido. Entonces
Velásquez salió y a los pocos minutos volvió a entrar con Juano.
-¿Es una de ellas, hijo? -preguntó Velásquez, señalando a las
chicas.
En ese momento me di cuenta de que Juano estaba ahí y en un impulso
salí e irrumpí en la habitación cuando Juano respondía a su padre
que no, que su Eloísa era otra chica. Entonces me vio.
-¡Elo!, ¿sos vos?
Yo estaba con unos jeans gastados y una camisa gris.

52
-Sí, Elo, esos ojitos... sos vos -continuó Juano, que me levantó
entre sus brazos y gritó a su padre-. ¡Esta es la mujer que conocí,
la mujer de mi vida!
Al tiempo Juano y yo nos comprometimos y más tarde nos casamos. Él
contrató un abogado para mi padre que como estaba mejorando vino a
vivir con nosotros y, al enterarse del trato que su mujer me había
dado, había decidido pedirle el divorcio.

L. M

53
Blanquita y los siete operarios

En el bosque de cemento de la city bancaria de una gran ciudad,


trabajaba una secretaria ejecutiva en una importante empresa
financiera. Era una chica realmente hermosa, joven, agradable y
eficiente. Se llamaba Blanca, pero todos le decían Blanquita.
El dueño de la empresa, de quien Blanquita era la secretaria, tenía
por segunda esposa a una mujer madura, posesiva y celosa. Esta
señora acostumbraba preguntarle a su peluquero, quién era la más
linda de sus clientas. Éste, incentivado por sus generosas propinas
le decía que era ella. Hasta que un día, también Blanquita comenzó
a ser clienta de su peluquería. Desde entonces, cada vez que la
señora le preguntaba lo mismo, él respondía:
-La más bella es Blanquita.
Cegada por la envidia y los celos, la señora contrató los servicios
de un detective privado para que siguiese a Blanquita y la hiciese
secuestrar. Así ocurrió, y Blanquita fue capturada y encerrada, pero
pudo escapar de su cautiverio, gracias al fulminante síndrome de
Estocolmo que su extraordinaria belleza provocó en sus guardianes.
En su huída, logró esconderse en una casa de los suburbios. En el
interior de ella encontró siete camastros y siete sillas dispuestas
alrededor de una modesta mesa. Al poco tiempo cayó rendida por el
estrés y el cansancio sobre una de las camas y se durmió
profundamente. Por la noche, cuando llegaron los habitantes de la
casa, que eran operarios textiles que trabajaban en un taller
clandestino, se encontraron con ese inesperado huésped. Al verla
tan joven y bonita, la ayudaron y protegieron y nació entre ellos
una hermosa amistad. Blanquita se quedó por un tiempo a vivir en esa
casa.
Mientras tanto, la señora, que creía haberse sacado a Blanquita del
medio, volvió a preguntarle al peluquero quién era su clienta más
hermosa y éste le dijo:
-Sigue siendo Blanquita, que hace un tiempo que no viene por aquí,
pero sé que vive en una casa con siete obreros y que algún día
volverá.

54
La señora averiguó dónde quedaba esa casa y mediante el ardid de
sobornar al motorista de un delivery, logró introducir en ella una
bebida adulterada con una poderosa droga. Blanquita tomó la bebida.
Ella creyó haberla matado, pero la hermosa muchacha sólo había
entrado en un estado catatónico. Cuando llegaron sus amigos
operarios y la vieron así, no podían creer que estuviese muerta.
Llamaron a un servicio de emergencias y un médico joven y apuesto
llegó velozmente en su blanca y briosa ambulancia. Cuando vio a
Blanquita quedó prendado por su hermosura. Dispuso todo para ponerla
en una carpa de oxígeno, pero antes comenzó con las clásicas
maniobras de reanimación y al apoyar sus labios en los de ella para
practicarle respiración boca a boca, Blanquita súbitamente despertó
para gran alegría de todos los que estaban allí y especialmente para
el joven médico.
Poco tiempo después, Blanquita y el doctor se casaron y fueron muy
felices. Ella renunció a su trabajo a pesar de la insistencia del
dueño de la empresa que, ya viudo, la seguía apreciando y quería que
volviese a trabajar con él.

H. R

55
56
Atardecer1

-Pero Juliana, ¿cómo llegaste a soportar esa vida con los Nilsen?
-Ay, Emma, vos también estás equivocada. Con los Nilsen no llevé la
mala vida que todos creen que llevé.
-No los cubras, todo el mundo sabe que te vendieron a un prostíbulo.
-Un prostíbulo no, una casa de citas.
-Pero Juliana, ¿en qué se diferencian una casa de citas y un
prostíbulo? ¡Son la misma cosa!
Juliana asintió con un gesto que incluía hombros encogidos y
exhalación cansada.
-Mirá, Emma, antes de cumplir quince años mi padre me llevó a lo que
en Chivilcoy se conocía como "casa de tolerancia" o "casa de
tratos"... esos horribles burdeles que él visitaba... eran de los
peores... desde entonces tuvo chapas gratis.
-¿Chapas?
-Chapas... vales para acostarse gratis con la que él elegía.
Juliana hace una pausa, los ojos se le humedecen.
-Luego supe que mi madre, a la que no conocí, trabajaba de sirvienta
en su casa. Un día, cuando yo tenía dos años, pasó un rufián que
juntaba mujeres para trabajar en Luján y mi padre la entregó. Yo me
quedé con una mulata vieja que, en su juventud, según ella me
contaba, supo ser fortinera.
-Nunca me habías hablado de eso...
-Jamás hablé con nadies de eso, Emmita, pero cuando vos te ponés a
machacar con eso de los hermanos... no me entendés...
-Ay, Juliana, no lo pienses por comparación.
-Es lo único que conozco...
-Yo tampoco conozco mucho, querida Juliana, pero con lo que conozco
me alcanza... el marinero europeo al que me vendí para cerrar mi
coartada... el maldito de Loewenthal, el maldito que se llevó a mi
padre...
-No te pongás mal. Dejá que yo te termino de contar lo mío mejor.
Esas casas eran las peores, las explotaban los cojudos, los de la
municipalidad... y no sabés lo que eran los lugares y los clientes.

1
Los personajes de "Atardecer" están inspirados en las protagonistas de los cuentos "Emma Zunz" y "La Intrusa"
de Jorge Luis Borges.

57
-Me imagino...
-Mirá, Emmita, saliendo de Buenos Aires, Chivilcoy, era la última
estación de trenes, pero la primera cuando venían del oeste o del
sur. Todos los días llegaban carretas cargadas de mercadería y de
gauchos y de cientos de militares que volvían de la frontera para ir
a Buenos Aires. Nadies, Emmita, nadies entraba a Chivilcoy sin pasar
antes por un quilombo... como para demostrar que eran machos... si
supieras cómo nos trataban...
-¿Nunca intentaste escaparte de ese infierno?
-No, Emmita, era imposible. Te tenías que quedar bajo la custodia de
las autoridades y era peor.
-Estábamos hablando de los Nilsen...
-A eso voy, Emmita, a eso voy. Un día, siempre me lo acuerdo,
Cristián llegó solo... fue de los pocos días lindos que tuve.
-¡Juliana!, ¿te escuchás lo que decís? ¿O acaso no hablamos de los
mismos Nilsen, de los vendedores de ganado robado, de los que te
compartían como se comparte un pedazo de pan?
-No los conocés, Emmita, dejame que te cuente. Un día lo veo a
Cristián que entra ... no parecía mamado... tiró unas monedas contra
el mostrador, agarró las chapas y se vino derechito a mí... no sé
por qué ese día no lo noté tan brutal, tan malandra como cuando
estaba el hermano... me miró y me dijo que todas las chapas eran
para mí... y yo... yo me puse contenta...
-¡Contenta! ¡Por el amor de Dios, Juliana! Ese tipo...
-Me pidió que me sacara la enagua, nadie me pedía que me sacara la
enagua... y tiró el paquete y me dijo que me pusiera la enagua que
tenía adentro...
-Basta, Juliana, no me cuentes, ¿qué tiene eso de especial?
-No sabés lo que era, Emmita, nunca había visto una igual... era de
seda, o algo parecido a la seda, suavecita, blanca... me dijo que si
estaba cansada me durmiera un rato, que había tiempo...
-Ah, ¡qué considerado! Ahora sí que me parece bien que lo defiendas,
dejate de embromar Juliana...
-Después me miró y me dijo que había arreglado con el alcahuete, que
le había dado una vaca... que me vistiera que me iba con él a
Turdera.

58
La charla cayó en un silencio que pareció eterno. Siguieron sentadas
una frente a la otra sobre el mármol blanco. El sol tocaba ya las
puntas de los cipreses detrás de una sarta de pequeñas y descuidadas
construcciones. Una suave brisa levantó olor a flores podridas. Emma
sintió un escalofrío.
-Ponete mi chalina, Emmita, yo estoy acostumbrada a estar a la
intemperie.
-Gracias Juliana, es linda la chalina.
-Era de la madre de los hermanos, Cristián me la regaló.
Las placas de mármol en las que estaban sentadas estaban más frías
ahora que caía la tarde. En la que estaba Emma se veía una estrella
de seis puntas y más abajo decía: Aquí yace... padre y ciudadano
ejemplar. La parte del nombre estaba borrada. En la que estaba
Juliana se leía: Cristián Nilsen Q.E.P.D 23.IV.1987.
-Señoras, el cementerio está por cerrar -les dijo en tono suave un
hombre flaco, algo encorvado cuando definitivamente los rostros de
Emma y Juliana se desdibujaban.

H. D

59
Ese después

El visillo entreabierto de la ventana de la habitación de la


Clínica Catalana, le dio luz suficiente para que él viera cómo
Mariana comenzaba a abrir trabajosamente sus ojos.
-Hola –le dijo suavemente al oído-, ¿cómo te sentís?
-Como flotando, pero veo que estoy en la cama, es raro.
-Todo salió muy bien. Ya hablé con los médicos.
-¿Lo presenciaste?
-No, creo que no lo hubiese soportado. Pero ya tenés que empezar a
olvidarte de todo esto. No valen la pena los detalles. Sólo importa
que estés bien.
-Decime que me querés como antes –alcanzó a susurrar ella con los
ojos entrecerrados.
-Te quiero... y más que antes.
La caída total de sus párpados coincidió con el inicio de la sonrisa
que se dibujó en sus labios. Más que palabras, de su boca escapó un
suave suspiro, suficiente para que él escuchara una vez más su
cariñoso insulto preferido:
-Maldito mentiroso...
La brisa refrescante del atardecer que se coló en la habitación,
ayudó a que Mariana entrara en un profundo sueño reparador. Martín
se quedó contemplándola, disfrutando del cuadro de su rostro sereno
y sus cabellos rubios apenas iluminados por un haz de polvillo de
sol que se filtraba entre las rendijas de la persiana.

H. R

60
Ahí

Sobre una cama cubierta con una manta verde, entre libros
tirados y filtros de cigarrillos se hallaba sentado Julián. Su piel
blanquísima se veía aún más pálida y las oscuras ojeras remarcaban
sus ojos negros. Llevaba días en ese mismo lugar. No hacía nada más
que mover la vista, como desorbitado, como quien no encuentra las
respuestas. Ni siquiera podía fumar, ya no tenía sentido. Sólo
miraba su entorno y recordaba.
Aquel viernes Verónica no había ido a visitarlo a su trabajo como
solía hacerlo. No había atendido el teléfono, ni contestaba los
mensajes de texto.
Julián leía constantemente aquellas palabras que había encontrado en
la cama al llegar esa noche. Las estudiaba, las pensaba, las
lloraba. Intentaba hilar los hechos de ese último viernes, que tres
días después se veían ya tan lejanos y confusos.
Había despertado a las seis dejándola continuar con su sueño,
vistiéndose en silencio mientras veía a su mujer descansar, esos
rulos colorados sobre las sábanas verdes. Desayunó y salió al
trabajo. Tomó el subte. La sucia terminal le provocaba náuseas. El
paso acelerado de la muchedumbre, las bocinas, la oficina, los
papeles, la PC. Y Verónica no respondía.
Terminó su día, otra vez la gente, el subte, el ruido. Llegar al fin
a su casa. Subió por las escaleras con una mezcla de ansias y
preocupación. Tomó la llave, la giró en la cerradura y abrió la
puerta. No hizo falta buscarla, ahí estaba, Verónica frente a él.
Julián se levantó de la cama. El olor le hizo creer que estaba
cerca. Instintivamente en la oscuridad caminó hacia el pequeño
living. La escena del viernes seguía intacta, sólo faltaba ella. Los
muebles desordenados, las flores marchitas entre los restos del
jarrón caído al suelo. Leyó una vez más la nota, las palabras, la
despedida. No había explicaciones. Sé que soy una egoísta, pero ya
no puedo. Perdoname, por favor. Quedó inmóvil una vez más. Su cuerpo
delgadísimo por los días de ayuno, estaba tieso ante el sillón. Lo
miraba como si fijando la vista volviera el tiempo atrás. Como si
volviendo el tiempo atrás pudiera cambiar las cosas. Y su mente
estaba una vez más llegando a la noche del viernes.

61
Abrió la puerta, ella estaba ahí. Sobre el sillón. Sus ojos cerrados
y su rostro blanco, y sus cabellos despeinados cubriéndolo
parcialmente. Parecía dormida, tan calma, tan apacible, tan
silenciosa. Julián se acercó y al verla de cerca sus ojos se
abrieron llenándose de dolor. El brazo derecho de Verónica estaba
colgando del sillón manchando la alfombra con sangre. Su cuerpo
estaba frío. Julián abrazaba su cintura llorando sobre el vestido
azul de Verónica, acariciando su piel, tomando sus manos heridas,
besando sus labios helados. Casi pudo sentir el dolor de su amada.
Después todo era confuso, la policía, la ambulancia, y esa camilla
que se llevaba a la mujercita que partía dejando un alma vacía.

L. M

62
Un pañuelo blanco

Corría el mes de mayo de 1979. Las hojas de los árboles


encuadraban un otoño tan gris como la expresión que tenían los ojos
de los argentinos.
En esa época yo iba a la facultad. Cursar no era nada fácil. El
ambiente no estaba nada tranquilo y con mi panza de ocho meses casi
a punto de estallar todo era un poquito más complicado. Además mi
novio Guido y sus proyectos desde el centro de estudiantes me ponían
demasiado tensa. Y no es que no coincidiera con su ideología, pero
pensar que los militares podían separarnos me hacía sufrir. Pero no
había nada que hacer, en definitiva, eran sus palabras, sus gestos,
sus actos, los que me habían enamorado... Él amaba lo que hacía, y
no se le pasaba por la cabeza la idea de abandonar la lucha.
La sociedad estaba tan reprimida, tan controlada. El silencio
inundaba las calles aquel 15 de mayo. Yo caminaba hacia casa con los
pies hinchados y las pesadas bolsas de los mandados. Ya sé que
parece el comentario de una mujer mayor, pero con mi hijo en el
vientre, mis veintitrés años pesaban el doble, y el cansancio se iba
incrementando.
Cuando entré en la cocina encontré sobre la mesa una notita de Guido
que decía: Sarita, mi amor, tengo malas noticias. Se llevaron a
Ricardo anoche. Le rompieron toda la casa. Cuidá mucho a Mateito,
los amo a los dos. Llego a las ocho. Besos, Guido.
Ricardo era muy amigo nuestro. Él había sido el profesor del taller
de literatura donde nos habíamos conocido con Guido. Aunque con
mucho dolor, sobrellevamos la situación, con más miedo que de
costumbre por nuestra cercanía con Ricardo. Aquel tiempo viví sin
dejar un minuto solo a Guido. Lo acompañé a cada lugar e hice lo
imposible por no separarme de él. Sentía la mirada de los militares
sobre nuestras cabezas. Cada tres pasos dirigía mi vista hacia
atrás, y se que a pesar de sus intentos por disimularlo, el también
estaba atemorizado.
El veintidós de mayo a la mañana me convenció de que no debía estar
tan preocupada y de que ya era hora de volver a la vida normal. Sin
ganas acepte, y salí antes de que me siguiera sermoneando. No había
caminado una cuadra cuando lo escuché. Vino corriendo y me abrazó.

63
-¡No me saludaste amor, te voy a extrañar! Te fuiste rápido, cielo,
no pude darle beso a Mateito... ¡Muá!... Cuidate.
-Sí vida, te amo, igual son cuatro cuadras...
-Cuatro cuadras, amor, por favor, cuidate de verdad. Te amo, y a vos
también Mateín.
Guido volvió a casa mientras yo iba de compras. Pero cuando llegué
al almacén me di cuenta que me había olvidado la plata y tuve que
desandar mis pasos. Doblé la esquina y cuando estaba a pocos metros
de llegar vi que dos tipos sacaban a Guido de casa. Lo golpeaban
mientras lo llevaban arrastrándolo. La vereda se manchaba con la
sangre que chorreaba de su boca.
Lo subieron a un Falcon verde que arrancó a toda velocidad. No sé de
dónde saqué fuerzas y empecé a correr detrás del auto. El esfuerzo
era inútil, pero mi mente estaba vacía de racionalidad. Mi rostro se
empapó de sudor y lágrimas, mi voz se había secado y mis rodillas
tocaron el asfalto.
Escuchaba sus palabras en mis oídos, y la realidad se alejó de mí.
Sus ojos, sus ideas, su voz, todo volvía a mi cabeza. Mi vientre
comenzó a doler. Mis piernas estaban mojadas. Una vecina me ayudó a
llegar a su casa y di a luz a Mateo.
El nacimiento de mi hijo me dio las fuerzas necesarias para vivir.
Mis ojos se llenaron de lágrimas otra vez cuando vi a Mateito por
primera vez. Tenía su misma mirada, me miraba con los mismos ojos
con los que Guido me había mirado tantas veces.
Desde ese momento además de retomar mi carrera en Letras comencé a
ayudar en la lucha que Guido había empezado. Como tenía que cuidar a
Mateo mis tareas eran sencillas, pasaba algunos escritos a máquina,
pintaba banderas y cosía pañuelos blancos. Pañuelos blancos como
éste que está en mi cabeza.

L. M

64
Falucho

Amalia vivía sola en su departamento céntrico desde hacia ya


casi doce años. Era viuda desde los 68 y estaba próxima a cumplir
los 80. Menuda, pero ágil, fuerte y con pocos achaques para su
edad, se las arreglaba bien para hacer las cosas de la casa y
autoabastecerse.
Su humana soledad se hacía soportable, en gran parte, gracias a la
compañía de Falucho, su querido gato negro. Regalo de su hija, lo
tenía desde poco después de enviudar. Animal de contextura pequeña,
silencioso y bastante mimoso, con su pelo limpio, sedoso y
brillante, devolvía placer a las manos de Amalia cuando ella lo
acariciaba. Gran compañero, siempre andaba cerca de su dueña, por
eso, a ella le extrañó mucho que esa mañana, mientras preparaba su
desayuno parada frente a la mesada, no anduviera como todos los días
ronroneando entre sus pies a la espera de algún regalito sabroso.
El departamento era bastante grande, además de la cocina y el living
comedor, tenía dos dormitorios y un escritorio. Por eso cuando lo
empezó a buscar, no lo encontró rápidamente.
-Falu... Falu... -lo iba llamando mientras recorría las
habitaciones-. ¿Dónde te metiste?
Finalmente, lo vio en un rincón del escritorio, en un lugar adonde
casi nunca iba. Parecía dormido, pero cuando Amalia se acercó para
acariciarlo, la rigidez y el frío de su cuerpo la sorprendieron,
provocándole un rápido e instintivo repliegue del brazo. Casi
inmediatamente, pasó de la sorpresa al llanto al comprobar que su
querido gato estaba muerto. "Pobre Falucho", pensaba acongojada,
"después de tanto años de compañía... cómo lo voy a extrañar".
Pasaron algunos minutos y estando ya algo recuperada del tremendo
golpe, la razón comenzó a desplazar a la emoción y Amalia se
percató que tenía un serio problema: qué hacer con el pobre gato
muerto. Rechazó de plano la primera idea de tirarlo a la basura; lo
había querido demasiado para que terminara así. Ella no podía
hacerle eso. Luego de cavilar un rato, se le ocurrió algo. Iría
hasta la casa de su amiga Delia, que tenía un jardín bastante grande
y le pediría que le permitiera enterrarlo allí.

65
Fue muy duro el momento de acomodar el cuerpo del gato para poder
envolverlo con unos diarios y meterlo en su bolso de cuero, pero
logró hacerlo. Poco después, tomó un taxi y fue hasta la casa de su
amiga, que quedaba no muy lejos del centro de la ciudad.
-¡Amalia, qué sorpresa! No te esperaba por aquí –le dijo Delia al
recibirla.
-Ay Delia, no sabés lo que me pasó, se me murió Falucho.
-No me digas. Qué pena, después de tanto tiempo de acompañarte...
pero ya estaba bastante viejito, ¿no?... algún día tenía que pasar.
-Sí bueno, pero fue hace un rato, todavía estoy medio shockeada.
Vine porque te tengo que pedir un gran favor... quisiera enterrarlo
en tu jardín. Lo tengo acá, en el bolso.
Delia, que era una mujer bastante aprensiva, sorprendida e incómoda
por la situación, se quedó unos instantes pensativa, pero finalmente
reaccionó.
-Ay Amalía, disculpame, pero vos sabés como soy yo para esas cosas,
realmente creo que no podría soportar el hecho de tener un gato
negro enterrado en el jardín. ¿No podés encontrar otra solución?
Amalia lo comprendió, lo tuvo que aceptar, sabía que Delia no le
estaba mintiendo.
-Está bien Delia, gracias igual y disculpame la molestia -le dijo
resignada.
Y así, luego de despedirse y con el problema sin resolver, tomó su
bolso y salió cabizbaja de la casa de su amiga. Caminó unos pasos
hasta la esquina y se paró cerca del cordón de la vereda para
esperar otro taxi En ese momento, después de oir los gritos,
permaneció inmóvil unos instantes; en un principio, no le pareció
que se dirigían a ella. "Creerán que estoy por cruzar", pensó
después, pero esa no era una calle tan transitada como para
semejantes gritos..
-¡Cuidado señora! –repitieron aún más fuerte.
Entonces miró a su alrededor y vio venir desde su derecha, una
motocicleta con dos muchachos. No venía muy ligero y al pasar a su
lado, el que viajaba en la parte de atrás, estiró su brazo y
bruscamente le arrancó el bolso de la mano mientras su compañero
aceleraba la moto, que se alejó a toda velocidad desapareciendo de
su vista a los pocos segundos.

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Amalía se quedó como petrificada y con las manos vacías; parecía
plantada en la vereda, hasta que lentamente una leve sonrisa
comenzó a dibujarse en sus labios.

Fin de Falucho (cuento y gato)

H. R

67
Try

Debe hacer un buen rato desde que me caí de la cama. Recién


ahora me empiezo despabilar. Recuerdo el golpazo en el piso pero no
tengo noción exacta de cuánto hace que ocurrió. Intento incorporarme
un poco y al hacerlo siento un fuerte dolor en la espalda y en mi
costado izquierdo. También un constante pinchazo en el codo de ese
lado que me impide manejar libremente el brazo. Me lo debo haber
aplastado o sacado.
La claridad que empieza a entrar por la ventana me ayuda a ubicar a
medias las cosas que hay en la pieza. La silla y la mesa de luz que
están del otro lado de la cama, desde aquí abajo en realidad las
adivino, porque sólo les veo las patas. Trato de darme vuelta y
fracaso porque mis dolores y mis kilos me lo impiden.
Apenas distingo el corredor que va para el baño. Tendría que llegar
hasta ahí porque tengo ganas de orinar, pero aunque está cerca, para
mí es como si estuviera a 10 kilómetros.
Me parece que desde esta posición, boca arriba, lo mejor que puedo
hacer es recular apoyado en los codos, a pesar de que el izquierdo
me duele muy fuerte. Empiezo a movilizarme así y logro separarme un
poco de la cama.
En otro tiempos, cuando era forward de rugby, me hubiese arrastrado
por debajo de ella , como saliendo de una montonera, pero ahora,
con este cuerpo de foca no puedo ni intentarlo. Sin embargo tengo
que tratar de llegar al otro lado , porque ahí está el teléfono,
sobre la mesa de luz, y si no me comunico con alguien de afuera ésto
se puede poner muy difícil para mí.
Me recuesto un momento y veo que está cerca una pata de la fuerte y
pesada cama metálica. Me agarro de ella y así me ayudo para
arrastrarme algo más. Igual la desplazo por el contrapeso superior
de mi cuerpo, que me ancla al piso. Busco otra posición. Con gran
esfuerzo logro ponerme boca abajo, pero el movimiento me deja
agotado.
Tengo que descansar para recuperarme. Apoyo mi cabeza sobre el
dorso de mis manos y entrecierro los ojos. Mis pensamientos vuelan
hacia atrás y me transportan a tantos partidos jugados donde yo era
un protagonista envidiado y aplaudido por los tries que marcaba

68
gracias a mi gran movilidad. Cuando vuelvo a la realidad no puedo
creer que ahora me encuentre en esta situación, prácticamente
inválido por el sobrepeso y tirado en el piso de mi pieza.
Sé que es inútil gritar. Soy el único que vive en este piso. Los
otros departamentos se usan como oficinas y hoy sábado nadie
trabaja.
Me vuelvo a apoyar en los codos y así, boca abajo, avanzo unos
centímetros. Mi único objetivo es llegar hasta el teléfono. A medida
que me arrastro voy humedeciendo el piso con la transpiración. Soy
como una gran babosa reptando lentamente. De a poco voy perdiendo
mis fuerzas. Me empiezo a marear. Vuelvo a apoyar la cabeza en el
piso intentando recuperarme algo y creo escuchar un ruido que viene
desde afuera. Sí, parece que alguien anda por el pasillo.
-¡Ayuda por favor! –grito todo lo fuerte que puedo.
Espero en silencio, pero nadie responde. Ahora me llega el ruido del
ascensor.
"¡Bien!, paró en este piso" - me aliento a mí mismo. Luego del golpe
del cierre de la puerta, espero ansioso que alguien se acerque.
Vuelvo a gritar pidiendo auxilio. Silencio total. Nuevamente el
sonido del ascensor, esta vez alejándose hasta que no lo escucho
más. Sin dudas, si alguien andaba por ahí, acaba de irse y no creo
que vuelva.
Tengo que arreglármelas solo y como pueda. Se me empieza a enturbiar
la vista y siento sequedad en la boca. Me estoy adormeciendo. Trato
de recordar situaciones extremas por las que he pasado antes y ver
si me ayudan a salir de ésta.
Apoyo primero un codo y después otro, pero cuando intento avanzar
siento que los músculos no me responden. Sin embargo el instinto me
empuja desde mi interior y me ayuda a adelantarme otro poco. Ya
estoy cerca de dar la vuelta hacia el otro lado de la cama. Alcanzo
a ver sobre la mesa de luz el teléfono inalámbrico. Es mi única
salvación. Sino llamo a mi hermano o algún amigo para que me venga a
ayudar, nadie vendrá hasta el lunes en que vuelve Norma a limpiar.
Para entonces no sé que será de mi.
Cuando empiezo un nuevo intento de avance, noto que no puedo
contener más las ganas de orinar y me empiezo a mojar. Es una
situación horrible, degradante, pero no la puedo evitar. La soporto

69
como puedo y me consuelo con el alivio de mi vejiga. Quizás esto me
ayude a movilizarme con una molestia menos, me digo a mi mismo. Me
pongo un poco de costado y alcanzo a agarrarme con una mano de una
pata de la cama, mientras que con la otra me aplasto la panza para
poder pasar totalmente para el otro lado. Lo consigo a medias a
costa de rasparme y quedar al borde del desmayo por el esfuerzo.
Apenas me mantengo consciente. Ya son muchas horas sin comer ni
tomar nada y mi cuerpo, acostumbrado a recibir permanentemente
muchas calorías, acusa esa falta. Lo siento en la cabeza, que me
parece a punto de estallar y que no me deja pensar bien. Vuelvo a
mirar el teléfono que está ahí nomás, casi al alcance de mi mano y
sé que llegar hasta él es mi única salvación. Sin embargo todavía
está lejos para poder agarrarlo. Me arrastro otro poco apoyándome en
la panza, los codos y hasta en el mentón. Pongo mi alma y mi cuerpo
en lograr mi objetivo.
Me trato de estirar elevándome un poco, siento que el brazo en que
me apoyo no resiste y caigo pesadamente mientras mi cabeza pega de
refilón en el borde de la cama. La sangre me empieza a caer desde
la frente y en parte se me mete en un ojo. Las imágenes nubladas y
rojizas trastornan la poca lucidez que me queda y mi mente rememora
un partido en el que estoy por marcar en situación límite. La
realidad se me altera. La mesa de luz se transforma en el in goal y
el teléfono en la pelota. Con un desesperado e instintivo impulso
me alargo intentando agarrarlo. Lo alcanzo a manotear a duras penas
y trato de retenerlo con la punta de los dedos, pero el peso del
cuerpo me tira hacia abajo. Caigo con el tubo entre mis manos, pero
no puedo evitar apoyarlo fuertemente en el piso, destrozándolo y
haciendo, quizás, el último try de mi vida.

H. R

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Reescribiendo incluye:

Prólogo
Spelling
LuM
Inicializando
Partos
Reencarnaciones
Otros destinos
Viajante
Reflexivas ideas, bloqueadas
¿Puedo hacerme una respuesta?
La ventana
Entre mates y párrafos
Mi comarca
Personal
Mis lugares
En las nubes
Reproducciones de plomo
Primas
Poncho negro
Cuestiones del destino
Quiebro razón justo a tiempo
Hernán y Graciela
Eloisa
Blanquita y los siete operarios
Atardecer
Ese después
Ahí
Un pañuelo blanco
Falucho
Try

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¿Qué?

Algunos textos en distintos formatos. Escritos y reescritos a lo


largo de cuatro meses.

¿Quiénes?

Héctor Díaz, Lucia Módena, y Héctor Ricci. Tres apasionados.


Bastante diferentes, pero bastante compatibles.

¿Cuándo?

En agosto de 2006

¿Dónde?

En el Centro Cultural City Bell, frente a Plaza Belgrano. En una


mesa de algarrobo redonda.

¿Por qué?

Porque decidieron hacer un parate para verse desde afuera. (Y para


que otros también los espiaran).

Comentarios a reescribiendo@argentina.com

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