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Un mundo bipolar, entre el miedo y la esperanza.

A Maco Quiroa y Cuco Toriello, in memoriam.

Víctor Ferrigno F.

El pasado dos de noviembre fue un día emblemático: mientras en Mesoamérica se


conmemoraba el Día de Muertos, en EU se celebró una de las más reñidas elecciones,
resultando triunfador George W. Bush, el único presidente estadounidense que ha
desencadenado dos guerras en un mismo período, cuya campaña se basó en exacerbar el
miedo de los votantes, ante la amenaza incierta pero posible del terrorismo.
Si bien la elección es muy reciente para prever todas sus implicaciones, quedó claro
que EU es un país dominado por la aprensión y la desconfianza, situación que constituye el
caldo de cultivo ideal para el conservadurismo, la intolerancia y los fundamentalismos.
Cuando los terroristas consumaron sus criminales atentados en Nueva York y
Washington, no sólo asesinaron gente inocente y provocaron a la potencia más grande del
mundo, sino que le brindaron la excusa perfecta a los guerreristas, a los racistas y a los
enemigos de los Derechos Humanos para poder darle rienda suelta a todas sus fobias.
La violencia irracional de minúsculos grupos terroristas no derrumbará al poderío
económico y militar de EU, aunque golpea brutalmente a los civiles y, sobre todo, debilita
la acción y las justas demandas de oprimidos, discriminados y excluidos, exponiéndolos a
las represalias indiscriminadas de los poderosos.
A partir del once de septiembre, el color de la piel, el origen étnico, la religión, el
idioma y la cultura, pasaron a ser posibles causas de sospecha para las fuerzas anti
terroristas. La caracterización del terrorista, por ahora, es piel obscura, religión islámica y
origen árabe. Después, tal arquetipo se extenderá a todo ciudadano del Tercer Mundo, y a
todo sector social que cuestione el poder hegemónico, para felicidad de los racistas de
Guatemala y el mundo.
Pocos recordarán que, en 1995, EU sufrió un ataque terrorista de las milicias
blancas, perpetrado por el ex soldado norteamericano Timothy McVeigh, contra un edificio
federal en Oklahoma, en el que funcionaba una guardería, dejando un saldo de 168
muertos.
Más escasos aún, serán quienes quieran enterarse que el fundamentalismo
americano nació en EU, impulsado por una corriente conservadora del protestantismo
evangélico, plasmando su credo en doce libros publicados en 1910, que fueron conocidos
como The Fundamentals. Contenían lo fundamental de una verdad revelada, incuestionable
e innegociable, que debería ser defendida a toda costa y divulgada mediante una acción
misionera neo testamental, por encima de la acción cívica.
Ese fundamentalismo religioso está presente en la ideología de los Bush; el padre,
durante la guerra del Golfo, contra Sadam Hussein, emprendió la madre de todas las
batallas contra el Engendro del Mal; después, el hijo desató la guerra contra Irak,
nombrándola Operación Justicia Infinita.
El gran capital puso a funcionar su maquinaria mediática para reforzar la idea que el
islamismo, una cultura religiosa milenaria, era el gran enemigo de Occidente, a fin de
reforzar los intereses sionistas en medio oriente.
Desarticulada la URSS y la amenaza comunista, los fundamentalistas de occidente
han encontrado en la obra de Samuel P. Huntington el basamento para su afán xenófobo de
dominación. El autor, un ideólogo del establishment, quien se desempeñó como
Coordinador de Planificación del Consejo de Seguridad Nacional de EU, postula que las
nuevas guerras serán entre culturas, no entre Estados.
Independientemente de la validez de los postulados de Huntington, es una
monumental estupidez plantear que Osama Bin Laden representa a la cultura islámica y
que, en contrapartida, los custodios de la cultura occidental son el Pentágono y la OTAN.
Intelectuales estadounidenses de la talla de Noam Chomsky, James Petras, y Norman
Mailler han llamado a su gobierno a la mesura.
Antes, apenas ayer, se hablaba de la bipolaridad del mundo, dividido entre
capitalismo y socialismo. Hoy, apenas mañana, los polos encontrados son el mercado y el
humanismo; en el medio, los miles de millones que no pertenecen a la elite planetaria
comienzan a construir alternativas por una vida digna, encontrando en el humanismo una
luz al final del túnel.
Durante los últimos doscientos años, desde la Revolución Francesa, el esfuerzo por
perfeccionar nuestro régimen republicano se ha centrado, en buena medida, en proteger al
ciudadano de los abusos de quienes detentan el poder del Estado. Por ello la división de
poderes, la alternabilidad en los gobiernos, y la reiterada convicción de que el ejercicio del
poder es legítimo, si y solo si, responde a la voluntad soberana del pueblo.
Sin embargo, hoy día, la humanidad se enfrenta a una nueva tiranía, la de los dueños
del dinero, aquellos que confunden democracia con mercado, república con empresa, y
ciudadano con consumidor. Son ellos los que abogan por la desregulación política y legal
de los derechos humanos, para que no impere más ley que la usura. Su parlamento es la
Organización Mundial de Comercio, sus órganos ejecutivos son el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial, y reducen la convivencia entre naciones a los tratados de
libre comercio.
Las empresas trasnacionales han logrado, incluso, espacios en varios foros de la
Organización de Naciones Unidas, a la par de naciones soberanas, amenazando con
convertir al máximo organismo internacional en el consejo de administración de una
empresa planetaria, llamada globalización. Así de mal estamos.
A ese mundo excluyente, al que solamente pueden acceder unos pocos, se antepone
otro mundo posible e incluyente, cuya carta de naturalidad se signó en Porto Alegre, hace
cuatro años, con el nacimiento del primer Foro Social Mundial.
La bipolaridad global, mercado contra humanismo, no sólo tienen nombre sino
también número –primero y tercer mundo- y una geografía contrapuesta: norte versus sur.
Por ello, la globalización es una falsía, pues lo único que se mundializa es el mercado; todo
lo demás es antagónico y está de cabeza. Somos mayoría –numérica pero no política- los
que, a la globalización del oprobio, anteponemos la mundialización de la equidad.
Cuando todos los seres humanos gocemos de dignidad y ciudadanía plena, en
condiciones de justicia y tolerancia, podremos decir que habitamos una aldea global. Pero
antes, tendremos que matar a ese comendador llamado exclusión. Cuando el FMI pregunte
¿quién mató al comendador?, responderemos todos a una ¡Fuente Ovejuna, señor!
Aunque Fukuyama insista, la historia no ha finalizado, y la resistencia de los
excluidos se ha convertido en el instrumento para rescribirla y para insistir en que el
neoliberalismo no es nuestro destino manifiesto. Tenemos el derecho, y la obligación, de
recuperar nuestras instituciones republicanas, para construir un gobierno de ciudadanos, no
de mercaderes.
Frente al libre mercado debemos plantear que la gente está primero y vale más que
las mercancías; ante la depredación ambiental hay que defender a la naturaleza, como quien
defiende su casa; podemos y debemos rescatar y dignificar la política –como el arte de
hacer posible lo deseable- para contraponerla a las transacciones bursátiles, que han
convertido al orbe en una bolsa de anti valores.
A los cínicos, aquellos que creen que estas reflexiones no son más que quimeras, les
recordamos que la humanidad –aquella parte que vale la pena- ha avanzado más en pos de
sueños que de negocios; incluso su credo, el libre mercado, se nutre de un valor que
pertenece a los que soñamos: la libertad. La diferencia estriba en que nosotros, los utópicos
prácticos, consideramos que para que la libertad no se pierda, hay que acompañarla de la
igualdad y la fraternidad.
Mientras batimos la argamasa para edificarlo, repetimos con Monseñor Pedro
Casaldáliga: “Queremos otro mundo, porque otro mundo es posible, y es necesario y
urgente. Un mundo uno, sin primeros ni terceros, sin imperios y sin genocidios, sin lucros
sanguinarios y sin exclusiones desesperantes”.
Guatemala, 13 de Noviembre de 2004.

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