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Jorge G. Castañeda
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Reparar el lío que heredará del gobierno de Bush no será una tarea sencilla
para el próximo gobierno de Estados Unidos. En América Latina, será particu-
larmente difícil. La razón es sencilla, pero paradójica. George W. Bush elevó enor-
memente las expectativas cuando tomó posesión y anunció que haría de la relación
con América Latina, en general, y con México, en particular, una prioridad. Mantu-
vo su promesa durante siete meses y medio —hasta el 11-s, cuando Estados Unidos,
con justa razón, concentró toda su energía y atención en al Qaeda y en Iraq—. Lo
que es menos comprensible es que esta situación durara 7 años. Además, debido al
descuido del resto del mundo y al empecinado interés en Iraq y en el terrorismo,
Bush se ha vuelto menos popular en América Latina que cualquier otro Presidente
de Estados Unidos en los últimos tiempos. Esto es aún más paradójico debido a que
Bush, de hecho, ha sido menos intervencionista y agresivo con América Latina
que cualquier otro Presidente de Estados Unidos en la historia reciente.
Afortunadamente, si el próximo gobierno desea cambiar la imagen de Estados
Unidos y su relación con Latinoamérica, tendrá una oportunidad extraordinaria
para hacerlo. Como Presidente, cualquiera de los dos candidatos principales, John
McCain o Barack Obama, disfrutará de una luna de miel con América Latina (y con
el resto del mundo), debido al sombrío legado de su predecesor y a la naturaleza
de los problemas más importantes que penden sobre la relación hemisférica.
Cuatro desafíos destacan claramente. ¿Qué hacer con la inminente transición o su-
cesión cubana, que quizá ya esté en curso? ¿Qué hacer con la reforma migratoria,
que es el asunto bilateral más importante para muchos países latinoamericanos? ¿Qué
hacer con el constante ascenso de las “dos izquierdas” en la región? Y, finalmente,
si como parece que sucederá, el tratado de libre comercio entre Estados Unidos y
Colombia no recibe la aprobación de un Congreso que va de salida (y particular-
mente si Obama sigue insistiendo en volver a revisar el Tratado de Libre Comercio
de América del Norte o tlcan), ¿cómo profundizar, en lugar de debilitar, estos
convenios de comercio, aunque sean innegablemente defectuosos, y cumplir a la
vez con las promesas de campaña?
El próximo gobierno de Estados Unidos tendrá que hacer frente a estos pro-
blemas —y otros, como la lucha contra el narcotráfico—, sin importar la prioridad
que les asigne. Tendrá éxito si recuerda que América Latina está viviendo un mo-
mento que combina los mejores y los peores aspectos de su historia: tiene un cre-
cimiento sin precedente desde la década de los setenta, es democrática y respe-
tuosa de los derechos humanos como nunca antes, por fin tiene cada vez menos
pobreza y desigualdad, pero a su vez está más dividida y polarizada, y tiene más
conflictos intestinos e intrarregionales que nunca. Washington puede ayudar
enormemente si trabaja para consolidar las tendencias positivas, mientras neutra-
liza las negativas.
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se deja para mucho después. Esto no debe suceder, principalmente por las implica-
ciones regionales. Durante las últimas décadas, Estados Unidos, Canadá, la Unión
Europea y América Latina han construido pacientemente un marco legal regional
para defender y promover el gobierno democrático, así como el respeto a los dere-
chos humanos en el hemisferio. Estos valores se han ratificado en convenciones,
cartas y tratados de libre comercio, que van desde la Carta Democrática Inter-
americana y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, hasta la Corte
Interamericana de Derechos Humanos y la Convención Americana sobre Derechos
Humanos, amén de los capítulos laborales y ambientales de los tratados de libre
comercio, y las cláusulas democráticas de los tratados económicos que firmaron
Chile y la ue, y México y la ue. Estos mecanismos no son perfectos y no se han
probado realmente. Pero desecharlos con el propósito de garantizar simplemente
la estabilidad de Cuba y asegurar una sucesión sin emigración en lugar de una tran-
sición democrática, es decir, crear una vez más una “excepción cubana” por razones
de pragmatismo puro, no sería digno de los enormes esfuerzos que cada uno de los
países del hemisferio ha hecho para profundizar y fortalecer la democracia en las
Américas. Cuba debe volver al concierto regional, pero aceptando sus reglas. Per-
mitirle continuar actuando de otro modo debilitaría la democracia y alentaría las
tradiciones autoritarias en el hemisferio; asimismo, sentaría las bases para otras
excepciones que justificarían su existencia, invocando el precedente cubano.
Sin embargo, Estados Unidos debe cambiar su política hacia Cuba por tres
razones: porque la política existente no ha funcionado; porque, después de casi
20 años desde el fin de la Guerra Fría, esa política ha perdido su principal razón de
ser; y porque, sin importar cuán lenta y dolorosamente, Cuba está comenzando
a salir de su larga noche de angustia. El cambio en la política de Estados Unidos
debe combinar los valores y los principios con el realismo y la eficacia, estrate-
gia que, a la larga, conducirá tanto a la normalización de las relaciones con Cuba
como al establecimiento de la democracia en la isla. Celebrar elecciones libres y
justas podría no ser el problema principal, pero tampoco es algo que deba apla-
zarse indefinidamente en aras de la estabilidad. Si las elecciones se colocan en
la parte alta de la agenda, Washington continuará justo donde comenzó hace
medio siglo: con el establecimiento de una precondición que no lleva a ninguna
parte. Aunque Washington no puede evadir la cuestión de las elecciones libres
y justas en sus discusiones con el liderazgo cubano, es poco realista insistir en
que dichas elecciones se lleven a cabo antes que cualquier otra cosa: comercio,
turismo y remesas y viajes familiares ilimitados. Las elecciones, en cambio, de-
ben ser parte de un proceso integral de normalización: no pueden ser motivo para
romper las negociaciones ni tampoco un tema sin importancia. Las negociaciones
entre Washington y La Habana deben establecer exactamente en qué momen-
to del proceso se deben celebrar estas elecciones, con el propósito de que sean la
culminación mutuamente aceptada de la diplomacia, no una precondición para
iniciarla.
Levantar el embargo, así como las restricciones a los viajes y a las remesas, debe
ser una acción unilateral de Estados Unidos. Restablecer las relaciones diplomáticas
plenas; atender las reclamaciones de los cubanos que viven en Miami por las propie-
dades cubanas confiscadas; ayudar a Cuba a reintegrarse al Banco Mundial, al Fondo
Monetario Internacional, al Banco Interamericano de Desarrollo y a la Organiza-
ción de los Estados Americanos; y concederle el establecimiento de vínculos eco-
nómicos totalmente normales con su vecino del otro lado del Estrecho depen-
dería de que La Habana iniciara un proceso cooperativo y totalmente delimitado
para resolver todos los asuntos que están sobre la mesa de discusión con Wash-
ington y con otros Estados. Las elecciones deben ser uno de los pasos de este pro-
ceso, aun cuando no sean el primero o incluso uno de los iniciales.
países de migrantes
Aunque muchos estadounidenses creen que la inmigración es un problema
interno que se debe excluir de cualquier negociación internacional, esa perspec-
tiva no es ni una tradición estadounidense ni la visión que tienen otros países del
hemisferio. Estados Unidos negoció su primer acuerdo migratorio en 1907 (el
llamado Acuerdo de Caballeros con Japón), mantuvo un controvertido tratado
con México durante más de dos décadas (el llamado Programa Bracero, entre
1942 y 1964) y ha entablado conversaciones y negociaciones sobre migración nada
más y nada menos que con Fidel Castro desde principios de la década de los se-
senta. Asimismo, para un gran número de países latinoamericanos, la inmigración
es hoy el asunto más importante de sus agendas con Washington.
Esto es cierto no sólo para México. Aunque el vecino del sur de Estados Uni-
dos recibe la mayor cantidad de remesas de los expatriados que viven del otro
lado de la frontera que cualquier otro país de América Latina (alrededor de 25 000
millones de dólares al año), a pesar de que envía más migrantes documentados e
indocumentados a Estados Unidos que cualquier otro país (alrededor de 500 000
al año) y tiene el mayor número de nacionales que viven en el norte (probable-
mente unos quince millones), no es en modo alguno el único país del hemisfe-
rio para el que la migración es un asunto crucial. En el Caribe, Cuba (incluso
ahora, sin considerar el futuro), Haití, Jamaica y la República Dominicana tienen
una proporción igualmente alta de ciudadanos que viven en Estados Unidos y
dependen en la misma medida de las remesas. Lo mismo sucede con la mayor
parte de Centroamérica: El Salvador tiene la mayor proporción de ciudadanos
que viven fuera de su país que cualquier otro Estado de América Latina (más
del 20%, en comparación con el 12% de México) y las remesas son, con mucho,
su fuente más importante de divisas. Tampoco Sudamérica está exenta de esta
tendencia. El 18% de los ecuatorianos reside en el extranjero, y un número cada
vez mayor de colombianos, paraguayos, peruanos y venezolanos vive en Estados
Unidos.
Jorge G. Castañeda
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los principios de la democracia, del respeto a los derechos humanos y del Estado de
derecho—.
Afortunadamente, las condiciones para reparar el daño son propicias. Desafor-
tunadamente, hoy los países del hemisferio occidental están muy divididos entre sí
y también dentro sí. Al mismo tiempo, sin embargo, nunca antes le había ido tan
bien a Latinoamérica en lo político, en lo económico e incluso en lo social, pues el
crecimiento económico y la democracia representativa están ayudando a muchos
países a reducir la pobreza y a eliminar la desigualdad, el flagelo tradicional de la
región. Una de las explicaciones para esta contradicción surge de la batalla ideoló-
gica y geopolítica que se está llevando a cabo en América Latina y lo que podría
significar esta lucha para los temas de interés particular para Washington: petróleo,
armas, guerrillas y drogas. El conflicto podría intensificarse fácilmente y ocasionar
una crisis grave en las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica, especial-
mente a medida que el dominio de Chávez se hace más precario en su país y sus
políticas se hacen cada vez más extremistas en el exterior, en especial porque na-
die parece estar dispuesto a hacerle frente en el continente americano.
Hay una asimetría fundamental entre las dos izquierdas y, de manera más ge-
neral, entre los gobiernos (de izquierda o de derecha) de la región que suscriben
la ortodoxia macroeconómica, la democracia representativa y que mantienen un
modus vivendi con Washington, por un lado, y los de la izquierda “aventurera”
(como la ha denominado el Ministro de Asuntos Estratégicos de Brasil, Roberto
Mangabeira Unger), por el otro. Los primeros son tímidos y precavidos en extremo;
no es coincidencia que fuera el rey Juan Carlos I de España, y no un líder latino-
americano, quien finalmente perdiera la paciencia con Chávez (y exclamara “¡¿Por
qué no te callas?!”, durante la Cumbre Iberoamericana que se llevó a cabo en no-
viembre de 2007 en Chile). Estos regímenes no sienten la urgencia de “exportar” su
“modelo” y parece preocuparles que se les acuse de hacer alarde de sus virtudes.
Brasil, es cierto, intenta aumentar su influencia en la región y en el mundo, pero
esto es más por motivos geopolíticos que por razones ideológicas. En contraste, el
otro bando tiene una estrategia de exportación y los medios para implantarla. La
izquierda retrógrada actualmente puede materializar una versión del viejo sueño del
Che Guevara: ya no “dos, tres, muchos Vietnams”, sino “dos, tres, muchas Vene-
zuelas”, ganando el poder por medio del voto, conservándolo y concentrándolo
mediante cambios constitucionales y la creación de milicias armadas y partidos
monolíticos. Todo esto se puede financiar con fondos provenientes de la compañía
petrolera estatal de Venezuela, pdvsa, con la puesta en marcha de políticas sociales
que resultan equivocadas en el largo plazo, pero que en el corto plazo son seducto-
ras, especialmente cuando las llevan a cabo médicos, maestros e instructores cuba-
nos, y están respaldadas, en teoría y cada vez más en la práctica, por armas en-
viadas desde Rusia a Caracas.
La izquierda dura también ofrece una narrativa convincente, pero equivocada:
la persistencia de la pobreza y de la desigualdad se le puede atribuir a la recurrente
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tas; a su vez, esta promesa fue transformada por el Congreso de Estados Unidos en
una asignación de un solo año de 400 millones de dólares en tecnología de baja
calidad (nada de helicópteros Black Hawk), con cuatro condiciones importantes (y
sensatas) sobre derechos humanos y sobre la lucha contra la corrupción. Calderón
se encontraba en una situación particularmente incómoda: debía rechazar el apo-
yo de Estados Unidos y, por ende, menoscabar su compromiso con iniciar una
guerra sin restricciones contra los cárteles de la droga, o aceptar lo que la élite
política mexicana tradicional, de la cual Calderón es un miembro distinguido,
consideraba condiciones humillantes e inaceptables. Al final, se llegó a un acuer-
do, uno que salvaba la dignidad de todos pero que no satisfizo a nadie. O Bush en-
gañó a Calderón o los asesores de este último engañaron a su jefe, pero en cualquier
caso, el atribulado Presidente de México fue puesto en una situación embarazosa
y se vio forzado a recurrir a la obsoleta retórica nacionalista para recuperar el equi-
librio. En todo caso, el incidente obligó a Calderón a ser aún más cauteloso si de
iniciar una batalla ideológica contra Chávez y contra Fidel y Raúl Castro se tratara.
Un desliz similar sucedió con Lula, quien ha tomado medidas extraordinaria-
mente audaces para acercarse a Estados Unidos, en especial por tratarse de un
antiguo líder sindical de izquierda. Ha recibido a Bush en su país en dos ocasiones,
lo visitó en Campo David y firmó un acuerdo de cooperación en materia de bio-
combustibles con Washington. Lula sabía que Bush no podría anular de inme-
diato el arancel de 54 centavos de dólar por galón a las importaciones de etanol a
Estados Unidos, pero creyó que Bush seguramente intentaría eliminarlo en 2008,
cuando se debatiera la ratificación del proyecto de ley agrícola de 2001. Como
principal productor de etanol elaborado a partir de la caña de azúcar, Brasil está
dispuesto a entrar al mercado energético más grande del mundo, pero los aran-
celes hacen que el etanol brasileño no sea competitivo en ese mercado tan prote-
gido. Una vez más, un líder latinoamericano que asumió riesgos importantes al
tratar de establecer una relación funcional con Washington se vio defraudado por
su interlocutor estadounidense, quien simplemente no fue capaz de cumplir.
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en la mayoría de estos temas, aún queda una enorme agenda, particularmente con
respecto al desmantelamiento o regulación de los grandes monopolios —públi-
cos, privados, comerciales y sindicales— que afectan a casi todos los países de la re-
gión, comenzando por los más grandes: Brasil y México.
Tercero, y quizás el punto más importante, los tratados deben incluir disposi-
ciones progresistas y audaces para el establecimiento de fondos para infraestruc-
tura y “cohesión social”, ya que éstos pueden marcar la diferencia entre resulta-
dos mediocres y un verdadero éxito en el libre comercio. Los defensores del libre
comercio deben considerar la petición de Obama de volver a analizar los acuer-
dos comerciales no como un error, sino como una oportunidad para mejorarlos y
profundizarlos; los partidarios de McCain deben ver la incorporación de todas
las enmiendas antes mencionadas no como tonterías liberales, europeas y popu-
listas, sino como una forma de reducir la brecha entre la promesa que ofrecían
los tratados y los resultados que realmente han producido. Mejorar la infraestruc-
tura, la educación y el Estado de derecho en México y Centroamérica, así como
mejorar los esfuerzos de lucha contra el narcotráfico y respetar las leyes laborales y
los derechos humanos en Colombia y Perú, está en el mejor interés de Estados Uni-
dos. Los tratados de libre comercio pueden impulsar, más que perjudicar, estos
esfuerzos.