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los antiguos. Pero sea cual fuere el razonamiento de Alberti, la importancia que dio a las
iglesias circulares y poligonales revela su pasión por la planta geométrica centralizada. Una
controversia que se suscitó mientras se edificaba el coro de la Santa Annunciata, en
Florencia, nos muestra que las opiniones sobre las estructuras clásicas centralizadas
distaban mucho de ser unánimes. El trabajo en dicho edificio había estado interrumpido
durante quince años y cuando, en 1470, Alberti prosiguió el coro inconcluso de
Michelozzo, construido de acuerdo con el modelo del “templo” de Minerva Medica, un
crítico “reaccionario” se opuso a que se continuara la obra sobre la base de un modelo
antiguo. Su argumento era exactamente el opuesto al que llevó a Alberti a adoptar el diseño
de Michelozzo, pues aducía dicho crítico que los edificios clásicos no habían sido templos
en la antigüedad, sino tumbas de emperadores, y por lo tanto no podían servir de modelos
para iglesias. Fue esta inadaptación litúrgica de la planta de Michelozzo la que le había
valido severas censuras, unos veinticinco años antes, por parte del anciano Brunelleschi. Y
precisamente esa misma cuestión de la conveniencia fue encarada, desde un nuevo ángulo,
durante la segunda mitad del siglo xv. El silencio de Alberti sobre este punto sugiere que no
debe haber admitido que existiese ningún problema.
Sorprende que el tipo de iglesia normal y tradicional, la basílica, no los
recomendados por Alberti. El hecho de que las iglesias fueran construidas en la forma de
basílica sólo aparece accidentalmente, cuando explica Alberti que esa costumbre había sido
introducida por los primitivos cristianos, quienes usaban las basílicas romanas privadas
como lugar del culto. Para Alberti la basílica, como asiento de la administración judicial en
la Antigüedad, se halla íntimamente relacionada con el templo. La justicia es un don de
Dios; en efecto, el hombre obtiene la justicia divina a través de la piedad y pone en práctica
la justicia humana a través del ejercicio judicial. De este modo, templo y basílica como
asientos de la justicia divina y humana, se hallan íntimamente relacionados y, en ese sentido,
la basílica pertenece al dominio de la religión. En consecuencia con esta afirmación, Alberti
explica en un capítulo posterior, sobre las basílicas, que éstas participan de la decoración
correspondiente a los templos. Sin embargo, la belleza del templo es más sublime y no
puede ni debe ser igualada por la de la basílica. Así, pues, en el sistema de Alberti la forma
de iglesia prestigiada por el tiempo —la basílica— quedó relegada de su posición divina a
una función más humana, y es evidente que Alberti tenía que excluir la basílica de las
formas empleadas en las iglesias.
Alberti se muestra explícito en cuanto al carácter de la iglesia ideal. Ésta debe ser el
ornamento más noble de una ciudad y su belleza debe superar toda imaginación. Es esta
Historia de la arquitectura renacentista italiana
belleza abrumadora la que despierta sensaciones sublimes e inspira piedad en las gentes.
Posee, asimismo, un efecto purificador y engendra el estado de inocencia que agrada a
Dios. Esta belleza abrumadora, de efecto tan poderoso, consiste, según la conocida
definición matemática de Alberti, basada en Vitruvio, en una integración racional de las
proporciones de todas las partes de un edificio, de tal manera que cada parte tenga un
tamaño y una forma absolutamente fijos, sin que nada pudiera agregaras o quitarse sin
destruir la armonía del todo. Aunque esta conformidad de los cocientes y correspondencia
de todas las partes debería privar en toda construcción, su necesidad era especialmente
perentoria en las iglesias. Cabe concluir, entonces, que ninguna forma geométrica es más
apta para llenar este requisito que el círculo o las formas derivadas de éste. En éstas plantas
centralizadas, el diseño geométrico debe aparecer absoluto, inmutable, estático y
enteramente lúcido. Sin ese equilibrio geométrico orgánico, en que todas las panes se hallan
armónicamente relacionada como los miembros de un cuerpo, la divinidad no puede
revelarse.
En consecuencia, encontramos en este autor una guía minuciosa sobre todas las
proporciones de la iglesia ideal.
Resulta evidente que estas relaciones matemáticas entre la planta y la sección
pueden ser captadas correctamente cuando uno camina por el interior de, un edificio. La-
perfección armónica del esquema geométrico representa un valor absoluto independiente
de nuestra percepción subjetiva y transitoria. Para Alberti -como para otros artistas del
Renacimiento- tal armonía de creación humana era el eco visible de una armonía celestial,
universalmente válida.
Además de este interés por la proporción, las recomendaciones de Alberti lo
abarcan todo, desde el aspecto general de la iglesia hasta los detalles ,de la decoración. No
sólo es necesario que la iglesia se alce en un terreno situado a cierta altura, con sus cuatro
costados libres y rodeados por un hermoso parque, sino que también debe estar aislada
mediante una subestructura, esto es, un vasto pedestal, de la vida cotidiana que la rodea. La
fachada debe estar formada, por un pórtico al estilo antiguo, y también las iglesias circulares
deben disponer de un pórtico semejante ó hallarse circundadas por una columnata. Los
arcos se emplean en los teatros y basílicas, pero no concuerdan con la dignidad de las
iglesias, para las cuales sólo es apropiada la forma austera de las columnas de entablamento
recto. En contraste con las basílicas, y en armonía con su dignidad, las iglesias deben ser
abovedadas; por otra parte, las bóvedas garantizan la perpetuidad de las iglesias. La castidad
de la iglesia no debe verse empañada por un desenfadado llamamiento a los sentidos. Debe
Pablo Álvarez Funes
tres principales: primero, la forma circular, que en su opinión era la más perfecta; segundo,
la rectangular y, tercero, la combinación de ambas formas. Al primer tipo pertenecen todos
los polígonos; el segundo es el tipo de iglesia con nave, y que comprende todas las figuras
derivadas del rectángulo, y el tercer tipo combina la nave con una disposición centralizada
para el crucero, el coro y su intersección. Este último tipo es compuesto en el sentido
estricto de la palabra, pues cada una de sus dos - partes se ajusta a las reglas y normas del
tipo a que pertenece.
El tipo compuesto alcanzó en Italia una larga e importante historia. Francesco Di
Giorgio demuestra, por medio de la figura humana circunscrita, cómo conciliar
orgánicamente la parte centralizada y la longitudinal de un proyecto de iglesia de este tipo.
La parte centralizada de la planta en el extremo oriental se desarrolla a partir de las figuras
geométricas básicas del circulo y el cuadrado. Leonardo compartió las ideas de Francesco
Di Giorgio sobre la iglesia compuesta; en efecto, en uno de sus proyectos teóricos, la parte
centralizada se halla construida per se, de acuerdo con las “reglas y normas apropiadas”.
Estos dibujos nos muestran la abrumadora importancia que tuvo esta parte de los
proyectos para los arquitectos renacentistas. Sería difícil hallar algo más significativo que el
encuentro de todos los radios en el centro ideal del diseño de Francesco Di Giorgio, o que
el esqueleto geométrico íntimamente entretejido de la plana de Leonardo.
El gran interés de Francesco Di Giorgio por las plantas centralizadas se torna
evidente cuando se examinan las páginas de sus manuscritos. En todos estos proyectos se
conserva cuidadosamente la integridad de cada forma geométrica. Además, Francesco Di
Giorgio repite las ideas de Alberti con fuerte tendencia aristotélica. Hallamos asimismo una
disquisición filosófica sobre la jerarquía de la construcción, cuya culminación es la casa de
Dios, que debe ser digna de la perfección de Dios mismo. Entre los complejos requisitos
que, en su opinión, deben llenar las iglesias, encontramos el postulado del domo
semicircular, y especialmente un análisis del problema litúrgico referente al lugar apropiado
para el altar en la iglesia centralizada.
Como se recordará, Alberti guardó silencio sobre este punto importante. Pero en
los treinta años transcurridos entre Alberti y Francesco Di Giorgio -con el auge de la planta
central- se suscitaron controversias que se reflejan fielmente en el texto de Francesco. Tales
controversias, sin embargo, no giraron en torno a la conveniencia litúrgica de las iglesias
centralizadas como tales, sino a la cuestión de si el altar debía situarse en la periferia o en el
centro. Los defensores del primer punto de vista sostenían, que, para demostrar la infinita
distancia, que nos separa de Dios, - el altar debía colocarse lo más lejos posible de la puerta
Pablo Álvarez Funes
enmarcada por pilastras y molduras simples en las articulaciones del edificio, allí donde se
encuentran dos superficies. Este esqueleto estructural se halla construido con piedra
arenisca oscura, en tanto que las paredes mismas, llevan un recubrimiento blanco. De este
modo, las articulaciones oscuras, junto con las paredes blancas, fortalecen la nitidez del
esquema geométrico. Sobre el entablamento, que corre ininterrumpidamente alrededor de
todo el edificio, sé yerguen los semicírculos de los arcos con las ventanas enmarcadas en
ellos. Y por encima del tambor bajo se
yergue el domo, también de forma
semicircular. Es importante advertir que el
anillo oscuro del tambor no toca las
molduras de los arcos. El domo, imagen del
cielo, parece por consiguiente mágicamente
suspendido en el aire, como si careciera de
peso.
Exteriormente, toda la iglesia se levanta sobre una plataforma y se halla cubierta
con losas de piedra caliza blanca, divididas a su vez en unidades geométricas por franjas de
color verde oscuro. Cuando se contempla la iglesia desde cierta distancia, el círculo del
Pablo Álvarez Funes
domo, el cuadrado del crucero y la cruz griega de los brazos se presentan como evoluciones
espaciales de un solo concepto geométrico.
Santa Maria delle Carceri recuerda las exigencias teóricas de Alberti, y también
demuestra que Giuliano da Sangallo las siguió al pie de la letra. La iglesia, que se nos
muestra aquí como una joya, ha sido concebida, por así decirlo, en el espíritu de Alberti. Su
majestuosa simplicidad, el sereno impacto de su geometría y la pureza de su blancura
obedecen al propósito de despertar en la congregación de fieles el sentimiento de la
presencia de Dios, de un Dios que ha ordenado el universo de acuerdo con leyes
matemáticas inmutables, que ha creado un mundo uniforme y bellamente proporcionado,
cuya consonancia y armonía se reflejan en Su templo terrenal.
BRAMANTE Y PALLADIO
Encontramos la expresión definitiva y cabal de todas estas aspiraciones en el último
de los grandes arquitectos humanistas: en Palladio. La importancia de su tratado claramente
dispuesto y lúcidamente escrito, publicado en 1560, sólo es comparable con la obra de
Alberti, escrita más de cien años antes. En realidad, existe una estrecha relación entre los
dos tratados, pues gran parte de las ideas de Palladio derivan de Alberti. Sin embargo, en su
estilo económico y tras la experiencia humanista de cuatro generaciones, Palladio logra
frecuentemente expresar con precisión ideas que sólo habían sido esbozadas a grandes
rasgos por Alberti. Su exposición es de una claridad nueva.
Al igual que la mayoría dc los artistas del Renacimiento, Palladio -siguiendo las
huellas de Alberti- adoptó la definición matemática de la belleza: “La belleza resulta de la
forma bella y de la correspondencia del todo con las partes, de las partes entre sí y de éstas
con el todo, de modo tal que las construcciones parecen constituir un cuerpo entero y
completo, en que cada miembro concuerda con el otro y todos resultan necesarios para la
perfección del edificio”. Como es fácil advertir, este enunciado se ajusta fielmente a la
definición que de Vitruvio de la “simetría”. Además, Palladio expresó, en su Libro Cuarto
sobre los Templos, muchas ideas que proceden directamente de Alberti. Los lugares
destinados al culto deben alcanzar la más alta perfección; deben estar construidos de tal
modo que no sea posible imaginar cosa más bella, para que quienes entren en ellos se
sientan ‘transportados en una suerte de éxtasis y admiración por su gracia y su belleza. Los
edificios consagrados a Dios Todopoderoso deben ser sólidos y duraderos. Y, para honrar
a la divinidad cuanto sea posible, deberán utilizarse los órdenes más bellos y los materiales
de mayor valor y excelencia. El blanco es el color óptimo para las iglesias porque, siendo el
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color de la pureza, es el más afín a Dios. Ningún elemento del templo debe distraer la
mente de la contemplación de la divinidad, y la decoración debe incitarnos a ponernos al
servicio de Dios y a realizar buenas obras. Como se ve, hasta aquí hay una correspondencia
completa con las ideas profesadas por Alberti.
Pero, a continuación, Palladio pasa a explicar con mayor detalle lo que Alberti sólo
había vislumbrado. En efecto, especifica categóricamente cuál es la forma digna para la
morada del Señor. “Las formas más bellas y regulares y de las cuales reciben las demás su
medida, son la redonda y la cuadrangular”. Y de estas dos escoge la primera “porque es la
única, entre todas las figuras, que es simple, uniforme, igual, fuerte y espaciosa. Por
consiguiente, deberemos construir templos redondos”. El contexto en que aparece este
importante pasaje se refiere a la concordancia entre el lugar destinado al culto y el carácter
del dios que en él se venera. A juicio de Palladio, la especial adecuación del círculo para las
iglesias reside en el hecho de que “se halla rodeado sólo por una circunferencia, donde no
se encuentra ni principio ni fin, y donde no puede distinguirse entre el uno y el otro; sus
partes corresponden entre sí, y todas ellas participan de la forma del conjunto; además,
corno cada parte equidista del centro, nada mejor que un edificio de esta especie para
demostrar acabadamente la unidad, la esencia infinita, la uniformidad y la justicia de Dios”.
Si agregamos a este notable pasaje lo que manifiesta Palladio sobre la relación de
macrocosmos a microcosmo que media entre el universo y el templo tendremos una
síntesis de lo que los constructores de iglesias renacentistas procuraron alcanzar, a saber,
que la iglesia de planta central fuera el eco o imagen construida por el hombre del universo
de Dios y que esta forma revelase “la unidad, la esencia infinita, la uniformidad y la justicia
de Dios”.
Estas últimas palabras suministran la clave para comprender toda esta concepción,
pues nos conducen de retorno al Timeo de Platón. La concepción renacentista de la iglesia
perfecta está enraizada en la cosmología platónica y, si tenemos presente este hecho, podre-
mos apreciar con mayor nitidez las ideas en que se basaron las aspiraciones estéticas de un
siglo, desde la época de Alberti e incluso de Brunelleschi, como así también la tenacidad
con que se defendió la forma centralizada para las iglesias.
El Libro Cuarto de la obra de Palladio, se compone de dibujos, descripciones y
medidas de templos antiguos que -aun cuando se les apliquen los patrones modernos- no
carecen de solidez. Aunque nos muestra, aparte del Panteón y de los templos de Vesta, de
Roma y Tívoli, unas pocas estructuras centralizadas que, según se creía entonces, habían
sido templos en la antigüedad, la impresión que nos deja es la de que el tipo corriente de los
Pablo Álvarez Funes
templos antiguos tenía una cella rectangular. De este modo, su introducción, que culmina
con la alabanza del templo redondo, es más bien un programa para sus contemporáneos
que el resultado de un análisis de la arquitectura del templo antiguo. Esto puede
ejemplificarse con una curiosa interpolación que encontramos en la reseña de Palladio
sobre los templos clásicos. Al promediar el libro, nos muestra la planta y el plano en
Historia de la arquitectura renacentista italiana
iglesias coronadas por un alto domo, sobre la cruz griega, que se erigieron por todas partes.
El propio Rafael siguió en la pequeña iglesia de San Eligio degli Orefici de Roma, que con
su inmaculada blancura, su austeridad de formas y la claridad abstracta de su esquema
geométrico es un epítome del sentimiento religioso del Renacimiento.