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Tu amor ha dejado huella

Ismael Berroeta

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Las luces indirectas y los muros pintados de amarillo claro daban al restorán, en la

noche, un ambiente interior muy particular. La iluminación difusa impedía que se

proyectaran las sombras con nitidez y favorecía que los clientes se mantuvieran en

un estado de placidez espiritual. Claudina había ido con gusto a cenar con sus

amigas. El aperitivo les había soltado la lengua, por lo cual la atmósfera armoniosa

que servía de marco a las comensales no había podido ser sinónimo de quietud.

Chismorreo, bromas, chistes de doble sentido eran el condimento que acentuaba el

sabor de la comida. Las mujeres estaban disfrutando en forma intensa de aquel

encuentro de protagonistas exclusivamente femeninas. Claudina necesitaba unos

momentos de despreocupación como aquéllos. Era propietaria de una tienda de

lencería en una importante calle comercial y los negocios no habían estado buenos

el último año. Se vio obligada a despedir algunas dependientes, disminuyó diversos

costos, vendió a mal precio uno de sus autos pero, estaba tranquila, había podido

manejar la situación y tenía pocas deudas. Se mostraba confiada en que la situación

económica mejoraría el año entrante. Estos mismos problemas le habían impedido

dedicarse adecuadamente al amor. Había salido con un tipo un par de veces, sin
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embargo, todo había quedado en nada. Parece que la falta de atracción o de

compromiso fue mutua.

Estaban terminando el postre y el mesero vino a tomar nota de los bajativos.

Claudina había encendido un cigarrillo y - relajada - volteó un poco su cuerpo para

dar una mirada alrededor contemplando el ambiente que se había formado al correr

de la noche. La mayor parte de las mesas se veían ocupadas y las parejas y grupos

estaban comiendo y bebiendo y un caótico rumor de palabras, frases, ruidos de

cubiertos y vasos servía de música de fondo al yantar de aquella muchedumbre.

Entonces fue que lo vio. Él se encontraba en compañía de unas amistades y gruesas

carcajadas salían desde aquella mesa. Le pareció que él también la había

reconocido. Intuyó que sus acompañantes se dieron cuenta y estaban

transformándolo en blanco de bromas por aquél intercambio de miradas con una

mujer para ellos desconocida.

Remberto era un treintón, alto, corpulento. Pelo oscuro, labios gruesos, un espeso

bigote negro, cabello largo y brillante, bien peinado. Calzaba físicamente con la

imagen del amante latino. Y, además, coincidía con la cultura, costumbres y valores

del prototipo. Claudina había tenido un romance apasionado con él hacía tres años.

Se suponía que se ganaba la vida como vendedor de intangibles, pólizas de seguro y

contratos previsionales o algo así. Sin embargo, nunca parecía ganar lo suficiente.

Muy pronto, Claudina tuvo que regalarle ropa, prestarle su automóvil y facilitarle

dinero. El último préstamo había sido por un millón de pesos. Fue en ese momento
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cuando desapareció sin dar mayores explicaciones. Claudina supo localizarlo. Le

contestó, telefónicamente, que tenía que hacerse cargo de sus padres, que estaban

muy enfermos, gesto que ella encontró tan noble y sacrificado. Respecto del

dinero, le señaló que se lo depositaría a fin de mes en su cuenta corriente. Pasada

esa fecha, ella, al ver que no aparecía registrado el depósito, estando algo ofendida

por el abrupto retiro y necesitada de plata, volvió a llamarlo. Se mostró

sorprendido. Debía tratarse de un error y se ofrecía a acompañarla al banco para

aclarar el problema. ¿De qué servía la tecnología moderna si los empleados

bancarios no sabían usarla?. Quedaron de juntarse en la agencia a la hora de

apertura. No llegó a las nueve de la mañana, ni a ninguna hora, ni ningún día. Jamás

le pagó la deuda. Se mudó de departamento y su teléfono no volvió a ser

contestado. Y, después de todo aquello, Claudina volvía a encontrarlo. Y no sólo eso,

mientras bebía su bajativo, una de sus amigas le indicó que tenía a alguien a su lado.

Era Remberto.

La saludó con esa galanura que en él lucía tan natural. La sonrisa varonil de

apariencia segura, confiada, le abrió las puertas de la atención de Claudina y dejó

parpadeando a una docena de ojos de mujer que no ocultaban su admiración por el

macho. Estos gestos no pasaron desapercibidos para ella, lo cual despertó su

interés por el hombre, acicateada por la competencia que intuía en sus amigas. Se

notó sin dificultad una oleada de calentura que fluía de las pelvis de las damas allí

sentadas. Confiada en sí misma, Claudina lo presentó y lo invitó a tomar asiento

junto a ellas. Un tipo como él no iba a perder esa oportunidad. Habló del tiempo, de
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la comida y los vinos, sin pedantería, con la naturalidad de alguien que sabe del

asunto con propiedad. Bromeó sobre la situación económica, hizo breve alusión a

sus viajes, las playas caribeñas, mientras las señoras sonreían, mostrando los

dientes igual que las perras en época de celo. Inteligente, Remberto sabía

equilibrar las cosas. Cuando calculó que no era posible abandonar por más tiempo a

sus amigos pidió permiso para retirarse lo cual le fue aceptado bajo la condición

que los trajera a esta mesa. Así se hizo. Los compañeros eran un poco ordinarios

para el gusto de las presentes pero, muy simpáticos y respetuosos. Por su lado, las

amigas de Claudina no se hicieron mucho problema … hay cierta edad en que las

mujeres empiezan a sentir que los hombres escasean, cuestión absolutamente

falsa, sólo es conveniente saber cómo y dónde encontrarlos.

La sobremesa transcurrió estupendamente bien. Nadie se quería ir. Aunque,

irremediablemente, con el correr de las horas algunos bostezos indicaron que los

reunidos se encontraban fatigados y no hubo rechazo cuando alguien dijo que era

conveniente retirarse. Entremedio de los saludos de despedida, Remberto le

deslizó a Claudina en el oído que la esperaría afuera. Ella nada le respondió,

poniendo cara de no haber escuchado absolutamente nada. Los amigos se fueron.

Las mujeres pagaron su cuenta y, en grupos de dos y tres, subieron a sus autos y

partieron. Claudina subió al suyo y dejó la puerta del acompañante sin seguro. No

pasó un minuto y Remberto estaba a su lado, materializándose como un gato en la

semipenumbra del estacionamiento.


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- ¿Dónde te llevo? -, preguntó ella.

- Al motel “La Cigüeña Verde” -, fue la respuesta. Y Claudina puso a andar el

motor y enderezó el vehículo hacia el lugar indicado.

El sitio quedaba en las afueras de la ciudad, en un barrio tranquilo, de parcelas de

agrado, no muy distante de la carretera que lleva a la costa. En la entrada, en uno

de los muros del acceso, había un letrero de luces de neón con la figura de la

pacífica ave destacado en cierto tono del mismo color de su nombre. El propietario

salvaba su conciencia con el implícito mensaje de las consecuencias que podría

traer el uso frecuente de sus dependencias. Todo se dio fácil. Tenían habitaciones

disponibles, así que el auto pudo ingresar raudamente hasta una de las cabañas.

Les trajeron champaña por cuenta de la casa, momento en el que Remberto

aprovechó para encargar dos whiskys para más tarde. Quedaron solos. El tipo puso

media luz y se sentó junto a ella en la salita de estar. Claudina se sacó los zapatos

de taco alto, soltó algunos botones de su blusa y se desamarró el cabello. Brindaron

con una sonrisa en los labios y un brillo de complicidad en los ojos. Él se acercó, la

cogió suavemente por el cuello, cerca de la nuca, y atrajo su cabeza hasta juntar

sus labios con los de Claudina. Ésta empezó a sentir una especie de cosquilleo en su

vientre que pronto se transformó en una especie de corriente eléctrica que la

recorrió como un rayo de pies a cabeza. El deseo le vino brusco, de golpe, y se

entregó sin obstáculos a las manipulaciones que quisieran realizar sobre su cuerpo.
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En el sofá, se acercó al pecho del hombre, recogió las piernas juntas, quedando

como un ovillo con las redondas y torneadas rodillas pegadas al vientre de

Remberto. La postura permitió que su falda se recogiera lo bastante como para

dejar los muslos y las nalgas completamente desnudas. La mano derecha de

Remberto se deslizó lentamente pero con fuerza sobre la fina piel de los esféricos

glúteos para luego perderse en la oquedad que los separa. Con los dedos juntos, la

diestra del varón se instaló en la ranura formada por los labios mayores y comenzó

a deslizarse alternativamente por el húmedo canal. A la tercera o cuarta pasada,

Claudina experimentó un súbito pero prolongado orgasmo. Sus manos se agitaron,

arañando, buscando liberar el pene del macho, oculto hasta entonces bajo la

bragueta del pantalón. No pudo sacarlo. El vértigo del placer la dominaba y terminó

por quedar muy quieta, abandonada en una marea de luciérnagas rosadas y azules

que la arrastraba como un torbellino sin rumbo. Remberto no se percató que ella se

había ido. Tan sólo captó que estaba entregada y dispuesta. Por lo mismo, él casi no

le dio tiempo para reponerse. El hombre se puso de pie, la cogió de un brazo y, con

un tirón suave, tácitamente la invitó a incorporarse. La tomó de la cintura y la

apretó contra él. La besó en la boca con ansia, mordiéndola en los labios sin

compasión. Con su mano izquierda le agarró el cabello por la parte de atrás de la

cabeza y se la giró con brusquedad de un lado a otro, varias veces, igual que la de

una muñeca. Después, la apartó un poco y ¡ sorpresa ¡, le brindó una, dos, tres,

cuatro sonoras bofetadas que estallaron nítidas, secas, la primera de las cuales

inundó de miedo a Claudina, pero ¡ sorpresa!, la segunda le dolió y la asustó menos

que la primera, la tercera le agradó y la cuarta hizo que su vulva se convirtiera en


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un verdadero río de secreciones. Con un movimiento rápido, Remberto sacó su arma

de combate, lista, erecta, rosada, tibia. Claudina no pudo evitarlo. Se colgó de su

cuello y, dando un brinco, lo abrazó con las piernas a la altura de la cintura, en

tanto la ansiada espada de carne se deslizaba sin obstáculos en sus entrañas.

Ensartada en la verga de su ex-amante, la mujer no necesitó de movimientos

pélvicos para volver a remontar al éxtasis. La sola introducción bastó para

derrotarla otra vez. Remberto, atlético, se paseó con su carga desde la salita al

dormitorio. La despegó, la arrojó sobre la cama, le quitó los calzones con

brusquedad, sin miramientos, se arrojó sobre ella, la volvió a penetrar y con

embestidas repetidas y sucesivas, fuertes, no la dejó bajar del orgasmo, hasta que

él mismo se dejó ir, eyaculando en las profundidades de Claudina.

Quedaron tirados un buen tiempo uno sobre la otra. Un rato más tarde, cuando el

pene se había contraído y - fláccido - quedó colgando frente a la rojiza entrada,

Remberto se bajó y se acostó a su lado. Descansaron, igual que los leones o los

perros después del coito. Ella se juntó a él, buscando protección y ternura. Así,

durmieron una media hora. Se recuperaron, se libraron en el toillette de otras

necesidades biológicas y volvieron a la cama, desnudos, a abrazarse y a conversar

de la cena, las amistades y a contarse mutuamente noticias del otro.

Trajeron los whiskys. Remberto se levantó de la cama un momento muy breve para

sacar algo de su chaqueta. Era una bolsita con marihuana y un encendedor.

Haciendo notar su experiencia en la materia, lió con rapidez dos cigarrillos. Prendió
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uno, aspiró el humo y se lo cedió a Claudina. Enseguida, encendió el segundo y lo

reservó para él. Y así, siguieron conversando, intercalando un trago, un beso en la

boca, una pitada de hierba. Claudina sintió que comenzaba a hervirle la sangre.

Sonriendo con aire estúpido, las pupilas dilatadas y los ojos irritados, se irguió de

rodillas frente a Remberto, abrió los brazos y movió los hombros para que él se

excitara con la agitación de sus mamas. Su pareja le devolvió una sonrisa

bobalicona, también. Luego, la hembra se agachó, cogió con las dos manos el pene,

abrió la boca y sacó una maravillosa, delgada y húmeda lengua con la cual dio inicio a

unos estimulantes lamidos sobre el falo. La lengua lo acariciaba por todos lados,

insistentemente, hasta que, poco a poco, logró hacer que se levantara, crecer casi a

reventar, ponerse de un precioso color morado … Paso siguiente, comenzó a

introducirlo en su boca, cubriéndolo de saliva, meneando la cabeza adelante y

atrás, adelante y atrás, actuando como una falsa vagina que avanzaba desde los

dientes, pasando por el paladar y llegaba hasta el fondo de la garganta. Remberto

captó su intención. Ella quería lograr que eyaculara dentro de su boca … Se dejó

acariciar y masturbar, largo rato, pero Claudina no fue capaz de derrotarlo. El

alcohol y la droga avanzaban sus efectos y prolongaban el placer, distanciando el

orgasmo. Claudina, al final, lo único que consiguió fue calentarse ella como una

demente. Sin saber casi lo que hacía, dejó de lado el juguete, dio la espalda a

Remberto, siempre arrodillada sobre la cama, inclinó completamente el cuerpo

hacia delante apoyándose en las manos, agachó la cabeza hasta poner la cara sobre

la sábana y mantuvo el trasero lo más alto posible mientras hacía pequeños y

convulsivos movimientos con las nalgas. Alzó una de sus manos hasta ponerla a la
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altura del perineo y metió un par de dedos en el borde de la vulva. Inició un

llamativo masaje que fue señal suficiente para su compañero de lo que le estaban

pidiendo. Él se irguió, se arrodilló también, detrás de ese culo tembloroso y

hambriento, cogió a la hembra de la cintura y procedió a introducir, poco a poco,

embestida tras embestida, hasta el fondo, el ansiado premio para Claudina. Es de

notar que con el vaivén de cada espolonazo los testículos golpeaban los genitales de

Claudina, lo cual acentuaba su placer y la hacía emitir unos gemidos roncos y

entrecortados. No supieron cuánto rato estuvieron en eso. Lo único claro es que

ella estaba perdida y encabritada como una yegua y él, sudado como un caballo,

ambos buscando el orgasmo y la eyaculación que parecía no llegar nunca.

Y no llegó. Ambos tuvieron que tenderse a descansar unos minutos. Claudina estaba

entregada de manera total, concentrada en gozar sexualmente como fuese y por el

orificio natural que fuese. No le habría importado si la cosa era con Remberto o

con otro, si con uno o con diez. Pene, sexo, y orgasmo pasaron a ser fijación de su

cuerpo, mente y espíritu. Con el efecto del champaña, el whisky y la hierba la

actividad sexual estaba perdiendo creatividad y toda noción de tiempo y espacio.

Ella, se tendió definitivamente de espaldas con las piernas abiertas y él, boca abajo

sobre ella. La penetraba una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Ella se

perdía, a veces, en la inconsciencia. De pronto, le parecía despertar y sentía al

hombre encima, sonreía, reía a carcajadas, gozaba y volvía a extraviarse en un

lugar desconocido. Quería acabar, sentía ese cosquilleo delicioso que precede al

orgasmo, se sabía bañada en transpiración propia y ajena, volvía a sonreír


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estúpidamente como celebrando el premio del éxtasis, pero éste volvía a escaparse

de su vientre, de su clítoris, de su mente. Después de varias horas, los efectos algo

disminuyeron y tuvo voluntad para murmurar unas palabras al oído de Remberto.

- Mi amor, te lo ruego, vámonos, vámonos juntos.

Sus húmedos brazos rodearon la húmeda espalda del húmedo amante. Éste arqueó

el cuerpo una vez más y le dio unas embestidas brutales, que maceraban las

delicadas partes de Claudina. No importó nada. La pareja se estimuló mutuamente

con palabras groseras, gritos medio sofocados, pequeños mordiscos, arañazos y

variedad de recursos hasta acabar en un orgasmo corto, algo desilusionante pero

liberador. Se quedaron allí, tirados, semi cruzados uno sobre otra, tomando aire,

alegres de terminar con aquella especie de penitencia.

Así corría aquella noche. Claudina tenía unos tremendos deseos de dormir y,

además, unas ganas inaguantables de orinar. Se levantó zigzagueando hacia el

toillette. Evacuó lo que debía, no supo si dentro o fuera del excusado. Se incorporó

del inodoro para volver a la cama pero la suerte no la acompañaba mucho. Resbaló y

cayó al suelo, golpeándose en la cadera. No sintió el dolor. Todo lo contrario, se

atacó de risa, largamente. Alguien reía, ¿era ella?, ¿era él?, ¡ qué importaba!, había

que reír, reír, reír.


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Llegó la mañana. Claudina se sentía muy mal. La euforia y los efectos excitantes

habían pasado y volvía a la realidad. Sentía que la cabeza se le partía, que el

costado le quemaba y que no tenía fuerzas para mover un dedo. Él dijo que debían

irse. Se levantó de la cama, se tragó un estimulante y partió a la ducha. Al salir del

baño se veía fresco como una lechuga recién cortada. Ella, a duras penas, lo imitó.

Remberto pagó la estadía y la acompañó hasta el carro, en el estacionamiento del

motel. Le pidió disculpas por no seguir a su lado más lejos, tenía compromisos de

trabajo esa mañana. Se despidió cariñosamente, le dijo que la llamaría más tarde y

se fue por su lado en un auto de alquiler. Claudina nunca se dio cuenta cómo llegó

manejando hasta su casa. Ese sábado se limitó a dormir todo el día.

-o-

Claudina sintió que se helaba la sangre de sus venas. Estaba de pie en su oficina, en

la trastienda de la boutique. Le temblaban las piernas, tuvo que sentarse. Comenzó

a retorcerse las manos. No podía calmarse. Una de las chicas, cuando la vio en ese

estado, le sirvió una taza de té. Sobre el escritorio había vaciado su cartera,

completa. Esto, normalmente, no le llamaría la atención a nadie porque no vacilaba

en hacerlo cuando no encontraba el estuche de los lentes de contacto entre el

amasijo de objetos que acostumbraba a llevar en el bolso. La razón, era otra. El

dinero en efectivo que había sacado del banco el viernes recién pasado para pagar

al personal, había desaparecido. Lo mismo ocurría respecto del libreto de cheques.


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María Isabel, la más antigua, que era de su confianza, le sugirió que podía haberlos

olvidado en la casa. No, no parecía posible, tan olvidadiza no estaba. Sin embargo,

comprendió que cabía esa alternativa, haciendo cuenta del estado en el cual había

llegado luego de su jueguito del fin de semana. Dejó a la muchacha a cargo del local

y partió de vuelta. Buscó en su cómoda, en el escritorio, el velador. Nada. Quizás …,

acaso él supiera algo. Intentó localizarlo. Nada, tampoco. En su trabajo dijeron que

estaba en terreno. En fin, habría de hacerse alguna cosa. Concluyó que lo más

decente era buscar como pagarle al personal. El dinero y los cheques aparecerían

después. Le quedaban unos dólares. Los tomó y se dirigió a una casa de cambios,

donde los convirtió a moneda nacional. Con este recurso pudo cancelar los sueldos,

cumplir el compromiso y obtener una muy precaria tranquilidad.

En la noche volvió a llamar por teléfono a Remberto. Tuvo un instante de alivio. Era

él quien contestó. Le explicó precipitadamente el problema, ¿sabía él algo de todo

esto?, ¿poseía alguna pista?, ¿se había fijado en algún detalle que pudiera ser útil?.

Se mostró consternado. No tenía la menor idea. Pero, ¿cómo era posible que

hubiese andado con tanto dinero encima?. Él daba por sentado que su amiga, su

amor, era una mujer moderna, precavida. ¿No se le habría quedado en el motel?.

Se ofreció gentilmente a acompañarla para preguntar en la administración del lugar

por si acaso sabían de esto. Quizás lo habían encontrado y lo tenían en custodia,

¿no es verdad?. Remberto se portó en extremo comprensivo y atento. Pasaría al

otro día en la tarde a buscarla para ir juntos a realizar la consulta. Ahí estaba él,
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dispuesto a colaborar en todo lo que fuese necesario para aclarar tan desagradable

y preocupante situación.

El siguiente día, a eso de las once de la mañana, comenzaron a llegar las malas

noticias. Habían aparecido algunos de sus cheques en tres bancos diferentes. La

cuenta la dejaron vacía, coparon la línea de sobregiro completamente y se

acumulaba una importante cantidad de sobregiro no autorizado. Claudina corrió a

su banco e hizo las denuncias correspondientes. Demasiado tarde, el daño estaba

hecho. La pobre quedó deshecha. La inundaba una aplastante sensación de

impotencia. Menos mal, pronto pasaría Remberto, la aconsejaría y contaría con su

apoyo. Sin embargo, la mano amiga no llegó esa tarde, ni esa noche, ni nunca.

Claudina quedó desconcertada, un mar de dudas la asaltaba por todos lados y a

cada momento. Temía lo peor. Llamó a María Isabel y le pidió que la ayudara a

analizar los hechos. A pesar suyo, tuvo que confesar aspectos de su vida privada y

contar de manera superficial la aventurita pasada, sin los sabrosos detalles que nos

relató a nosotras. Fue duro escuchar que la muchacha ponía a Remberto en la lista

de sospechosos.

La realidad comenzó a construirse alrededor de Claudina cada día en forma más

cruda. Transcurrido un mes, más o menos, aparecieron en su tienda dos tipos con

una orden de detención que pesaba sobre ella. Se la acusaba de giro doloso de

cheques. Era el momento en que las explicaciones no servían. Llamó primero a un

abogado conocido y, enseguida, partió, humillada, escoltada por los detectives


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quienes, según ella, la trataron con desprecio e ironía. Alcanzó a estar tres días

detenida en el anexo de la cárcel donde se encierra a los autores de delitos

“blancos”. El abogado se había movido bien y logró rápidamente su excarcelación.

Ella no quería mezclar a Remberto en todo esto, le parecía inmoral involucrar a una

persona sin probar su culpabilidad. Sin embargo, el abogado penalista fue

implacable. Si no se apuntaba a una cabeza sospechosa, la cosa podía ponerse aún

peor. Y así ocurrió. Con o sin Remberto involucrado judicialmente vinieron los

acontecimientos uno detrás de otro. Con su cuenta cerrada, sin dinero, sin crédito,

el ambiente comercial recesivo, Claudina se vio obligada a declararse en quiebra y

pasar a una especie de clandestinidad.

Fueron días muy amargos. Casi todas sus amigas y amigos le dieron vuelta la

espalda. Estaba estigmatizada como una estafadora. Su situación económica fue

tan desesperada que al cabo de unos meses hasta pasó hambre. Lo más duro, fue

saber por boca del abogado que la investigación demostró que Remberto había sido

el culpable. Con el tiempo la causa contra ella fue sobreseída, no había cargos y el

verdadero autor había pasado a la categoría de inubicable.

Pasaron los días, los meses. Habían transcurrido tres años desde que fracasó

económicamente. Su madre había fallecido y le dejó en herencia una casa en la

comuna de Santo Rosario. La vendió y pudo reabrir la tienda. Claudina comenzó a

rehacer su vida poco a poco. Se compró un nuevo auto para superar la forzada

calidad de peatón obtenida con la quiebra. Todavía le quedaba un par de antiguas


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amigas. Se trajo a María Isabel para que la apoyara en el nuevo negocio. Lo

ocurrido no había sido en vano. Se veía distinta y se sentía diferente a como había

sido antes. Más seria, más fría, más distante. Había comenzado a ir a la sicóloga,

pero no obtuvo mucha ayuda. A pesar de ello, no abandonó la terapia. Necesitaba

contarle sus cosas a alguien, aunque tuviese que pagar para ser escuchada. La

profesional le había aconsejado, en repetidas ocasiones, la importancia de cortar

definitivamente con el pasado, olvidar sus malos momentos económicos, enterrar la

imagen de Remberto, literalmente, visualizar en forma mental que éste se

precipitaba en un pozo sin fondo el cual era sellado con una tapa de hormigón

armado. El refuerzo ideal de tan saludable imagen sería distraerse, fomentar

nuevas amistades, ir al campo, a fiestas, fortalecer sus lazos familiares, estar

integrada a varios grupos … En esa onda, su prima Ileana la invitó a la boda de su

hija mayor, a lo cual Claudina aceptó encantada. Con Ileana se habían criado juntas

desde pequeñas; fueron al mismo colegio, también. A ninguna de las dos le gustaba

estudiar aunque después de salir de la secundaria sus caminos fueron diferentes.

Ileana, se casó joven y se dedicó a la casa y a las hijas. Claudina, no muy convencida

del matrimonio, se orientó a los negocios. A pesar de encontrarse en diferentes

rutas nunca dejaron de visitarse ni de saber cómo se encontraba la otra. Ileana y

su marido - gerente de una empresa de lácteos – le prestaron apoyo en sus

momentos de mayor angustia y de dificultades económicas. Después de la

ceremonia religiosa, la mayoría enfiló a la fiesta y entre ellos se encontraba

Claudina. Conversó con antiguos conocidos, se sacó fotografías y bailó todo lo

imaginable. Lo estaba pasando demasiado bien. En un momento en que sus


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acompañantes fueron un momento al toillette, Claudina quedó unos instantes sola.

Sentada en un diván, acomodó uno de sus zapatos, el cual empezaba a molestarle un

poco; luego, sacó un cigarrillo, lo puso en el borde de los labios, buscó el

encendedor en su carterita de fiesta... . Sin embargo, antes de encontrar su propia

lumbre, la luz de una llamita hizo destellar sus ojos justo frente a la punta del

cigarro. Sin pensarlo, lo prendió con el fuego que se le ofrecía. Levantó la vista

para corresponder el gesto y su mirada se encontró con un rostro moreno bien

perfilado bastante conocido para ella. Era Remberto.

Claudina agradeció y se comportó en forma tan natural como si se conocieran

recién. Al fin y al cabo, ¿acaso no había enterrado su recuerdo?. Le comentó que

ella lo estaba pasando divinamente bien, ¿y él?, ¿qué novedad podía contar de sí

mismo?. El amante latino reaccionó con la seguridad y desenvoltura que conquistaba

de inmediato a las mujeres. La invitó a bailar y ella aceptó sin vacilaciones. Estaban

tocando un lento de los sesentas, ideal para que los cuerpos se apegaran, se

sintieran las texturas de los trajes de seda, la tibieza de la piel desnuda de los

hombros de las damas, la ternura de las palabras susurradas al oído. Bailaron varias

piezas, bebieron juntos brindando por los novios, por el pasado. Remberto brindó

por el futuro, también. En el siguiente baile, no se dejó esperar la invitación a

pasar la noche juntos. Remberto pareció no darse cuenta que se interpretaba “I’ll

Never Fall in Love Again”. Claudina le contestó que aceptaría encantada pero por

nada del mundo gastaría esa noche en otra cosa que no fuera celebrar la boda de la

hija de su mejor amiga. A Remberto no le agradó la respuesta, estaba demasiado


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acostumbrado que sus conquistas dieran fruto a la primera. Este resultado no

estaba previsto. Claudina siempre le había concedido el premio de esa forma. La

clasificaba como “blandita”. Y así como dijo ella tuvo que ser. Su ex amante no le

permitió llevarla ni a su casa ni a un hotel. Le ordenó, con una sonrisa a flor de

labios, que no volviera a pedírselo. Y lo hizo con tal dulzura que fue imposible

atreverse a insistir. Esa velada se separaron mientras se oía a The Platters cantar

“It ins’t right”. Él no se percató de ello. Por su lado, una vez solo, no le fue posible

a Remberto sacársela de la cabeza. Esa mujer le gustaba y en la cama tenía un

desempeño que escasamente sus parejas habían demostrado poseer, sin contar que

con una poca de estimulante en el cuerpo se transformaba en una máquina de

fornicar.

Pocos días después del evento social que habían compartido, Remberto no pudo

resistirse y llamó a Claudina. No podía fallar, de lo contrario, iría contra todas sus

marcas. Y no falló. La mujer aceptó la invitación pero, puso sus condiciones. Ella

quería algo distinto, ir a un ambiente silvestre, estar en contacto con la naturaleza.

Le pidió que la llevara a un lugar que se encontraba fuera de la ciudad, en el camino

que lleva a la cordillera. Allí, había un sitio poco concurrido pero afamado por su

belleza escénica y su frondosa vegetación natural. La gente lo llamaba El Canto de

la Piedra.

Era un fin de semana. Más precisamente, un domingo. Él pasó a buscarla a su casa,

después del almuerzo. Llegó montado en un auto americano estupendo, cuya sola
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vista haría que se le cayeran los calzones a cualquier mujer de libido normal. El

trayecto tomó cerca de dos horas, por un camino serpenteante que los alejaba cada

vez más del centro urbano y los conducía al corazón de unas montañas azuladas,

flanqueadas por restos de bosques que marcaban filetes verdosos que descendían

desde los faldeos de los montes hasta el camino. Conversaron animadamente. Él dio

a entender que le iba muy bien con las ventas de seguros. La recuperación

económica del país se notaba por doquier y había que aprovecharla. Ella, aseguró

encontrarse igualmente en muy buen momento. Gracias a Dios, había podido salir de

la grave situación económica por la cual pasó hace algunos años, sin hacer la más

mínima alusión al protagonismo de Remberto en aquella desgraciada coyuntura. Se

notaba que Claudina no tenía la menor intención de empañar esta salida. Todo lo

contrario, se la veía ansiosa y bien dispuesta a dejarse comer y a comerse lo que se

le ofreciera.

Llegados al lugar, pudieron percatarse que se levantaba no más de media docena de

casas, todas pintadas de blanco y, entre ellas, una hostería pequeña, muy

acogedora, establecida allí por la hija de un inmigrante alemán. Estacionaron el

vehículo justo frente al negocio y pasaron a su interior, donde destacaban las vigas

de pino oregón a la vista y los muebles antiguos de madera tallada. Sin conocerlos,

ambos se veían como una pareja de enamorados de edad madura. Él, obsequioso y

solvente. Ella, deportiva, elegante, coqueta. Tuvieron una conversación bastante

banal, llena de juegos de palabras con doble sentido que sólo podían reflejar un

intenso juego amoroso, preludio de una sesión pletórica de goces de la carne. Al


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cabo de una hora y luego de servirse unos refrescos y café, volvieron a abordar el

vehículo y tomaron rumbo hacia arriba, a la montaña. No habían recorrido ni un

kilómetro cuando Claudina dijo con entusiasmo que ése era el sitio preciso en que le

gustaría detenerse. Remberto no puso objeciones. Orilló el automóvil fuera del

camino y lo instaló a la sombra de unos árboles que proyectaban enormes ramas

desde el cerro. Ella bajó del carro, sonriendo, puestos los lentes ahumados,

colgando del hombro una cartera pequeña. Sus ojos se esforzaban buscando algún

sendero para internarse en el boscaje. Él descendió también, con menos entusiasmo

que su compañera. Ésta, comenzó a caminar por una estrecha huella que subía por

entre los arbustos. Se detuvo un breve instante y miró hacia atrás. Remberto se

tragaba unas tabletas, seguramente anfetaminas, después, dio unas zancadas y se

pegó a espaldas de Claudina, cuyos glúteos, al caminar, apretados por sus

pantalones, se balanceaban alternativamente de derecha a izquierda, adelante y

atrás, anticipando en el imaginario del macho los placeres que prometía aquél

encuentro. Ella trotó ágilmente adelantándose unos metros, dando la señal que

deseaba ser perseguida. La actitud acicateó el deseo de Remberto quien corrió

tras ella para alcanzarla. La mujer tomó un nuevo impulso y volvió a distanciarse, lo

cual obligaba a su cazador a esforzarse cuesta arriba. Muy pronto, él la alcanzó

pero ella lo esquivó una y otra vez hasta que, por fin, se dejó capturar, cayendo

ambos abrazados sobre la hojarasca, al centro de un espacio más despejado aunque

sombreado por los árboles. Él la estrechó por los hombros y comenzó a besarla con

fuerza en la boca. Ella le respondió con la misma energía y entrelazó sus piernas

con las de su pareja. Remberto empezó a recorrer con sus manos el cuerpo de
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Claudina, frotando sus nalgas, pubis, pechos, sin dejar de besarla. Ella se reía

locamente y rodaba sobre sí misma por el suelo, obligando al varón a seguirla en sus

jugueteos. A veces, ella se ponía en cuatro patas, sobre sus rodillas y manos,

imitando los gestos de una gata que simula un combate ficticio. Él, seguía el juego y

la tumbaba sobre el tapiz de hojas secas. De pronto, Remberto intentó

desabotonarle la blusa. Claudina, sonriendo, le detuvo y con breves palabras le dio a

entender que las cosas se harían a su modo. La mujer se puso de pie, tiró su

cartera al pie de un matorral y se plantó en medio del claro con las piernas abiertas

y las manos en las caderas. El gesto, desafiante, excitó a Remberto con locura. Se

puso de pie, se sacó su casaca de cuero y se aproximó a ella. Cuando estaba a

escasos centímetros del cuerpo de Claudina, ésta, con un gesto de la palma de su

mano, le indicó que se quedara quieto. Así lo hizo. La mujer le soltó el cinturón,

abrió la bragueta y le bajó los pantalones hasta los tobillos. Seguidamente, siguió

con el calzoncillo, dejándoselo en la misma posición. La herramienta de Remberto

quedó libre y empezó a levantarse lentamente. Él no se sentía del todo cómodo,

quizás por estar habituado a los hoteles o simplemente por estar tan limitado de

movimientos por su ropa, arrollada en los pies, pero su inconformidad se disipó

cuando la boca de Claudina dio inicio a la succión del miembro con una intensidad

desconcertante. Verla desde arriba mientras ella, arrodillada y con los ojos

entrecerrados, trabajaba con sus manos, su lengua, sus labios, sobre la dilatada

verga era tan excitante que Remberto la dejó hacer, procediendo a levantar la

cabeza, con los ojos blancos, mirando sin ver hacia enverdecido techo del bosque.
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Remberto estaba loco de placer, confiado en que sus tabletas pronto harían efecto

y retardarían su eyaculación y multiplicarían el disfrute carnal por sendas

insospechadas. Todo estaba bajo control, la hembra dominada a sus pies y él,

disfrutando, como siempre debía ser. De improviso, un tirón seco en sus gónadas

marcó el desconcierto en su rostro. Las manos de Claudina se habían cerrado como

las garras de un águila en los delicados testículos del gozador. Una violenta oleada

de dolor le acometió el bajo vientre. Estaba desprevenido, no sabía cómo

reaccionar, no podía explicarse el origen o causa de este sufrimiento. Claudina se

había levantado y su expresión de gozo sometido estaba sustituida por otra, de

placer sádico. Remberto intentó defenderse. Alcanzó a cogerla un momento del

cabello y le lanzó puñetazos sin puntería ninguna. Algunos dieron en el blanco

aunque muy pronto el agredido quedó incapaz de defenderse. Sus arrestos de

macho de nada sirvieron. Claudina le retorcía los testículos y el pene, le clavaba las

uñas sin piedad, causándole un dolor paralizante, agotante, que ahora se difundía

hacia sus piernas y su abdomen. Remberto cayó al suelo. Gritaba como un

enajenado, pedía clemencia, suplicaba sin aliento que no siguiera, las lágrimas

brotaban a chorros de sus ojos, ahora sumisos, antes altaneros. ¡ Qué pena para él!.

Claudina no lo soltó. Golpeó, trituró, arañó y no se detuvo hasta que su víctima

perdió el conocimiento. Cuando paró, hacía varios minutos que Remberto no

reaccionaba. Ella miró a su alrededor, se incorporó, colgó la cartera de su hombro,

buscó en la chaqueta de Remberto hasta sacar la llave del auto y partió con tranco

ágil, cerro abajo. Las sombras caían y faltaba poco para la puesta del sol. Llegó al

camino. Echó a andar por la berma, hacia el oriente. Pasó junto a una alcantarilla
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que - cruzando la carretera - llevaba las aguas de una quebrada y, sin detenerse,

lanzó las llaves al pequeño torrente. Luego de caminar unos doscientos metros, se

dirigió a una entrada falsa, rodeada de arbustos. Allí, detrás, estaba su propio

coche. Montó en él, lo puso en marcha y avanzó por la carretera hacia abajo,

deteniéndose cerca del lugar donde estaba el auto de su ex amante. Lo estacionó a

un costado, apagó el motor y las luces y se quedó dentro, tras el volante,

esperando.

Lentamente, pasó una hora, como si fuese un siglo. Finalmente, apareció Remberto,

avanzando a duras penas, como un anciano. Trastabillaba. Cayó junto al camino, en

la berma. Quedó tendido en la oscuridad, no se lo veía claramente. Claudina dio el

contacto, puso el vehículo en marcha, aceleró, apuntó en dirección a su víctima y

pasó el auto por encima de las piernas. Con una frialdad de la que nunca se creyó

capaz, regresó a la ciudad, ni más ni menos que en su propio coche, el cual había

escondido el día anterior en las cercanías. El martes de la semana que seguía salió

la noticia del accidente en la prensa roja. Le produjo una profunda satisfacción.

Nunca lo ha vuelto a ver. Seguramente no la denunció porque nunca supo quien lo

había atropellado.

Todas celebramos cuando contó el final de la historia, pero no pudimos evitar un

escalofrío al pasar junto a ella ni guardarle - desde entonces - un respeto rayano

en el temor.
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