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ARDE LA QUIMERA

Cuento by

Ismael Berroeta

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- septiembre 1999 -

Arde la quimera
Corría el año 19…. Mi existencia se desarrollaba prácticamente en el

ocio, aunque hay que reconocer que no era por mi culpa. Habiendo

resultado un estudiante mediocre y sin haber logrado una matrícula en

la universidad, mis padres me impulsaron a que consiguiera un empleo.

Transformarme en asalariado era una idea que me repugnaba. En el

colegio compartí las aulas con varios jóvenes de familias acomodadas y,

casi sin quererlo, ansiaba llegar a ser como ellos. Quería ser empresario,

tener dinero, ser mi propio patrono. Sin embargo, para desplegar la

iniciativa privada no basta ser emprendedor: se necesita un capital. No

tenía un céntimo ahorrado y mi familia carecía de recursos suficientes

para respaldarme. Hablé de mis proyectos con Nacho Pinto, mi

compañero e íntimo amigo de esos años. Nacho, un tipo con clase, se

destacaba no sólo por sus modeles distinguidos: era sensible, generoso,

le gustaba ayudar. Sin esfuerzo, todo le salía bien. No entendía el afán

de subir la montaña: él se sentía en la cumbre. Por lo mismo, no estaba

interesado en iniciar la escalada por el éxito. Su simpatía personal le

había ganado una cantidad de relaciones que, a pesar de su juventud,

podrían haber sido la envidia de un diplomático. Él, por su parte,

contactó a Manolo Villadangos y a Freddy Concha. De aquella reunión

salieron los elementos básicos de mi futura empresa. Nacho consiguió

que la familia Pinto me arrendara, por una suma irrisoria, una vieja
casona de la Avenida Irarrázaval. Los otros dos, me aportaron un par de

autos viejos que parientes suyos no utilizaban. Aquéllos fueron los

cimientos de “Automotora Irarrázaval”, dedicada en sus inicios a la

compraventa de vehículos usados a consignación. Comencé con una

suerte increíble el primer año. La pequeña empresa pudo pagar sus

deudas y dar algunas utilidades. Al año siguiente, comenzaba a

capitalizar. Sin embargo, a poco andar, la velocidad de los negocios bajó

drásticamente hasta llegar a cero en algunos meses. ¿Qué pasaba?.

Nunca lo supe. La gran explicación, repetida por todos hasta el

cansancio, era la “crisis asiática”. Crisis, infarto, estrés o lo que fuera,

me tenía reducido a la inactividad, como les decía más arriba, lo cual dio

lugar a que ocupara la mayor parte de mi tiempo en largas charlas con

Nacho Pinto, lo que tuvo el único efecto de reforzar aún más nuestra

amistad.

Nacho tampoco había seguido estudios superiores, por cuanto su padre

lo había colocado como ejecutivo de una empresa familiar, dedicada al

rubro alimentación, y que no se había visto afectada por el síndrome de

oriente. ¿Cómo se las arreglaba para dedicar tanto tiempo a nuestras

conversaciones y no descuidar su trabajo?. Un misterio. Seguía envuelto

en esa aureola de magia que siempre le permitió desenvolverse tan

armonizado, sin que jamás nadie pudiera expresarse mal de su persona

ni del cumplimiento de sus obligaciones. Su bisabuelo, don Marcos


Ignacio, desde muy joven, había introducido en la familia Pinto el

interés por los fenómenos paranormales y las experiencias

metapsíquicas o extrasensoriales. Agudo lector de Freud y Jung, fue

mal comprendido por sus contemporáneos, quienes lo tenían no por un

científico sino, mas bien, por un hechicero ateo y, en el mejor de los

casos, por un excéntrico. Uno de los temas que fascinaba a los Pinto,

incluido mi amigo Nacho, era el de los sueños, su registro e

interpretación. Curiosamente, a los miembros de la familia les estaba

permitido anotar la narración o descripción de sus sueños en un grueso

libro inaugurado por don Marcos Ignacio. Esta era una actividad

voluntaria a la que pocos de ellos se sustraían. En las noches, después de

la cena, los Pinto tenían la costumbre de narrar los nuevos sueños

registrados, produciéndose un interesante debate sobre las

experiencias oníricas de cada uno. A pesar de la aureola de magos

dedicados al maleficio que les atribuía el vulgo, incluida buena parte de

nuestra aristocracia fragante a provincianismo, los Pinto eran gente

equilibrada, ajena a las angustias y contradicciones de que

habitualmente gozamos la mayoría de los seres humanos. ¿Podría

atribuirse esa actitud para enfrentar la vida como un efecto

terapéutico de las mentadas sesiones sobre sueños?. La fama que

rodeaba a la familia exigía que algunos de sus miembros fueran

invitados obligatorios de las experiencias y sesiones esotéricas a que se

dedicada parte de nuestra intelectualidad.


Era un lunes por la mañana cuando el teléfono sonaba en mi oficina,

desolada doblemente por ser ese día d ella semana y por la inactividad

producto de la deflación. Del otro extremo de la línea hablaba don

Ignacio Pinto, el padre de Nacho. Con su imperturbable serenidad

habitual, preguntó si me encontraba en compañía de su hijo. Al ser mi

respuesta negativa, con el agregado que no veía a Nacho desde

mediados de semana, me solicitó que me acercara a su casa, en lo

posible ese mismo día. Luego, colgó, después de despedirse

cortésmente. Alcancé a casa de don Ignacio aquella misma tarde. La

verdad es que era la misma casa de Nacho, pues éste no había decidido

aún vivir separadamente de sus padres. Siempre me agradó ir a la

casona de la Avenida España, pero en esta oportunidad un aire de

pesadumbre envolvía al inmueble señorial…

Mientras cruzaba la avenida no pude evitar intrigarme una vez más por

la llamada del señor Pinto. ¿No le pudo bastar enviarme un mensaje con

el propio Nacho?. Si deseaba pedirme u ofrecerme algo, ¿no lo habría

antes comentado con su hijo, quien posteriormente me lo transmitiría?.

Bien, lo que fuese, en pocos momentos más lo escucharía de sus propios

labios. Igualmente, no pude dejar de recordar el curioso rol que

desempeñaba don Ignacio al interior de la familia de mi amigo. Por ser el

varón de más edad que hubiese dejado descendencia, le correspondía,


no sé si por derecho o por obligación, ser el custodio del Libro de los

Sueños. El libro de registro de sueños se guardaba en una caja fuerte

en el gabinete de don Ignacio. Cualquiera de los parientes que deseara

acceder a él para grabar sus fantasías oníricas de su puño y letra, debía

solicitarlo al venerable curador. Éste, era un hombre de fuerte

personalidad, cuyas aristas más agudas habían sido limadas por una

cultura refinada, adquirida en numerosos viajes y en un afán casi vicioso

por la lectura, especialmente de obras clásicas, históricas y esotéricas.

Don Ignacio me recibió con una seriedad inhabitual. A los pocos

segundos de iniciarse nuestra conversación apareció su esposa, madre

de Nacho, visiblemente afectada por algún grave asunto, como lo

denotaba su rostro pálido y sus ojos enrojecidos, no sé si de llanto, de

insomnio, o de ambos. Pasando por encima de las formalidades que

dictaba el dueño de casa, la señora me hizo saber atropelladamente que

el motivo de su llamada era causado por su hijo, mi amigo, el cual

completaba tres días sin aparecer por la casa, que jamás existió motivo

para que Nacho adoptara una decisión semejante y que, por un momento,

habían pensado que estaba alojando ocasionalmente conmigo, a quien

reputaban de su mejor amistad. Sin embargo, después de la llamada que

hicieron esa mañana, al consultarme si su hijo estaba en mi compañía y

obtuviesen una respuesta negativa, quedaron consternados y temían lo

peor, es decir, que Nacho hubiera sido víctima de un grave accidente.


La sorpresa que demostré no pudo ser mayor. ¿Era a mí a quien

hablaban que Nacho estaba desaparecido?. Demostré que me costaba

hacerme parte de la situación que me informaban aquellas respetables

personas. Quedaron enterados que estaba igual de sorprendido y

preocupado que ellos y que era incapaz de aportar alguna pista

significativa sobre el particular. Su angustia creció todavía más. Entre

otros comentarios, señalaron que la habitación de su hijo estaba

intacta, la cama ordenada. La estufa, alimentada por leña, había sido

encontrada apagada, aunque tibias las cenizas en su interior. El único

detalle que pudo haber llamado la atención era una especie de olor a

papel quemado casi imperceptible. Poco después, salía de la casa de los

Pinto prometiendo firmemente llamar a todas las amistades para

indagar sobre el posible paradero de Nacho y sin dar mayor importancia

a la decisión de don Ignacio de poner el caso, ese mismo día, en manos

de la policía.

-o-

Una semana después de la entrevista con los padres de mi amigo Nacho

y, lo que es lo mismo, diez días transcurridos desde su desaparición, mi

secretaria me informó que -un caballero indicó ella- alguien deseaba

verme. Un individuo bajo de estatura y cabello negro, que lucía un

grueso bigote, se presentó en la oficina de “Automotora Irarrázaval”.


Vestía traje y corbata gris oscuros. Sonriendo, se identificó como el

detective Martínez. Dijo ser enviado por el inspector Escobar, quien

estaba a cargo del caso por desaparición de Ignacio Pinto hijo, con la

misión de hacerme algunas preguntas. Nada especial, señaló, sólo cosa

de rutina. ¿Acaso la familia no me sindicaba como amigo del

desaparecido?. Las preguntas, efectivamente, me parecieron

totalmente anodinas. Sin embargo, no escapó a mi atención que, bajo una

capa de aparente indiferencia, observó todos los detalles de mi

gabinete y que, después de despedirse, reservó un par de minutos para

dialogar con mi secretaria. Clarisa -así se llamaba la joven- me pudo

explicar posteriormente el interés del detective en aclarar la ocasión

en que, por última vez, había sido visto el ausente Nacho en mi negocio.

Cuando Martínez se hubo marchado, me sentí aliviado. No, no había nada

que tuviese que cargar en mi conciencia, pero los agentes me provocaban

repulsa. Quizás en razón de un viejo trauma nacional, adquirido

involuntariamente en la época de la dictadura militar. Presentí que la

visita se volvería a repetir. Efectivamente, así fue. En la nueva

oportunidad, diez días después de la anterior y a veinte días de la

desaparición de Nacho, el detective Martínez regresó. No venía solo. Lo

acompañaba un hombretón también enfundado en un traje gris, espesas

espaldas y manazas cubiertas de vello, cabeza ancha y pesada, con el

pelo rojizo, muy corto y erizado. Bajo la frente ancha, pero de escasa
altura, le brillaban unos ojos azules, claros, pequeños y crueles. En

resumen, una bestia. El animal se identificó como el detective Quezada.

Les señalé que suponía eran enviados por el inspector Escobar. Mi

aserto fue confirmado por Martínez, quien se mostró locuaz, hasta

simpático. En contraste, el bruto no dijo nada, contentándose con

mirarme fijamente durante toda la entrevista. El bigotudo preguntó

muchos detalles: cuándo y cómo nos habíamos conocido con Nacho, en

qué circunstancias nos hicimos amigos, si aquéllos de nuestro círculo de

amistades eran tan… digamos, finos como yo. ¿Era cierto que salíamos

juntos solos los fines de semana?. Al final, preguntó directamente si nos

gustaban las mujeres. Al ver un dejo de desagrado en mi rostro, se

excusó diciendo que era parte de su trabajo y, al fin y al cabo, ¿no

éramos el desaparecido y yo grandes amigos?.

La segunda visita de los agentes me dejó preocupado. Mi sexto sentido

para los negocios me alertaba que este asunto de la desaparición de

Nacho Pinto comenzaba a tener un camino más tortuoso de lo que jamás

había imaginado antes. Para disipar mis aprensiones, decidí aceptar un

ofrecimiento de la familia Ortúzar de pasar el fin de semana en la playa.

Sabía por qué me invitaban. Los Ortúzar eran grandes comerciantes,

propietarios de la mayor cadena de supermercados del país, y su amor

por la transacción les inducía a trocar una buena atención a un frívolo


tildado de arribista a cambio de información sobre la ausencia de

Nacho, un caso que comenzaba a cobrar características de enigma y

pudiera transformarse en un sabroso escándalo de la gran sociedad.

En la costa, en casa de los anfitriones, me recibió la Nela Ortúzar. Era

guapa, casi tanto como su hermana María Luz. Digo casi, porque ninguna

podía, en esos años, igualar la belleza de María Luz Ortúzar. Esta última

no podía estar presente. En esos mismos días se encontraba fuera del

país con su marido, un ricacho dueño de otra cadena de supermercados.

Con absoluta seguridad, si ella hubiese sabido que algo le pasaba a

Nacho Pinto se habría sentido muy perturbada. ¿La razón?. Nacho y

Marilú estuvieron de novios un tiempo. Fue un amorío muy romántico, de

estilo antiguo. Se intercambiaron numerosas cartas, las cuales conocí

muy bien. Nacho me leía algunos párrafos de las que enviaba a María

Luz, firmaba y cerraba el sobre. Las respuestas tampoco me pasaron

desapercibidas. El enamorado me daba a escuchar las inspiraciones de

su amada, cuyas epístolas terminaban todas firmadas por las iniciales

M.L.O. El epílogo fue pedestre y decepcionante. Los Ortúzar obligaron a

M.L.O. a romper con Nacho y la casaron forzadamente con el árabe de

los supermercados, a fin de dominar el rubro comercial de los

abarrotes. Nacho, que por la época cumplía los veintitantos, quedó

extraordinariamente afectado. Me pidió que le guardara las cartas que

le había enviado la chica Ortúzar, cuya sola vista lo hacía desfallecer.


Aunque mis sentimientos eran de repulsa por la traidora, acepté, hasta

decidir algo mejor.

En la costa lo pasé bastante bien. Me relajé, olvidé mis estrecheces

económicas y disfruté de la excelente cocina de la casa Ortúzar. En las

sobremesas los entretuve con atado de mentirillas, sazonadas con

muchos detalles acerca de la investigación policial, todas de mi

invención, por supuesto.

De regreso en la ciudad, mis sentimientos para con Nacho me exigieron

que visitara a sus padres. Ninguna novedad tenían aquellas atribuladas

personas respecto al destino, estado o localización de su hijo o lo que

quedara de él. Un detalle, insignificante para los de afuera, pero

notable para los miembros del clan familiar, fue la constatación de una

alteración del Libro de los Sueños. Varios fueron los que, estando en los

dominios de Morfeo, tuvieron visiones de Nacho y, al querer

estamparlas, pronto descubrieron que faltaban varias hojas,

precisamente en número de siete, que con absoluta certeza habían sido

escritas en su momento por la mano del ausente. Todo cuanto pude

hacer fue balbucear algunas palabras que indicaban mi pesar por este

evento que parecía acrecer el dolor de los Pinto.


Llegar a mi negocio fue lo menos agradable que me pudo ocurrir y se

encontraba en agudo contraste con mi placentero fin de semana. Clarisa,

haciendo un guiño de complicidad, me avisó que dos señores, los del otro

día, me esperaban desde largo rato. Martínez se mostró cortés, como

siempre, pero fue muy claro que debía acompañarlos. Su punto de vista

era simple y no por ello trivial: se basaba en una orden verbal del

inspector Escobar y en el hecho de que todos los antecedentes

apuntaban hacia mí como la última persona que había visto con vida a

Ignacio Pinto hijo. Quise aparecer colaborador pero, decidido a hacer

valer mis derechos ciudadanos.

En el Servicio de Investigaciones me guiaron hasta una oficinucha. El

“cubículo”, la llamaron. Había una mesita barata, con saltaduras en su

cubierta de material sintético, y dos sillas de diseño anti ergonómico.

Una fue ocupada por Martínez y la otra por mí. A mis espaldas, de pie,

se instaló Quezada. Este último fue el primero en hablar. Manifestó que

ellos sabían todo y se daría el gusto de darme de bofetadas en el

momento que escuchara la primera mentira de mis labios. Martínez

reaccionó de inmediato y le ordenó que guardara silencio. Acto seguido,

agregó, dirigiéndose hacia mí, que disculpara a su colega quien parecía

no comprender que el testigo había venido voluntariamente a colaborar.

La comedia del policía “bueno” y el policía “malo” era tan obvia que me

puse de pie y les exigí que me mostraran una orden de detención y, si la


había, que me pusieran a disposición de un tribunal dentro del plazo

legal. El “bueno” se mordió los labios, se levantó y le hizo una señal al

“malo” para que me dejara salir. “Nos volveremos a ver” fue el saludo de

despedida.

La amenaza pronto se hizo realidad. En menos de una semana se

presentaron en “Automotora Irarrázaval” con una “orden amplia de

investigar” emitida válidamente por el juez. Se hicieron dueños del

lugar. Hurgaron todo lo que se les antojó. Preferí no estar presente y

salí al patio de exhibición de los automóviles a fumar algunos cigarrillos.

Un par de horas después, Quezada me condujo ante Martínez. El enano

estaba sentado en mi butaca y apoyado con los pies en mi propio

escritorio. Encima, frente a él, tenía un pequeño montón de papeles, los

cuales parecían cartas escritas a mano. Eran las cartas que María Luz

había escrito a Nacho. Antes que me preguntara algo, me anticipé a

señalar que esas cartas no eran mías. Me respondió que lo sabía.

Agregué que yo no las había escrito y que pertenecían a mi amigo. Volvió

a repetir que lo sabía. Seguidamente, sugirió que recordara mi nombre:

Marcial López Olavarría. Mis iniciales eran M.L.O., las mismas que

aparecían firmando las cartas. A estas alturas, por primera vez,

comencé a preocuparme de verdad. Apresuradamente, manifesté que

esas iniciales, si bien coincidían con las mías, correspondían en verdad a

una mujer. Expresó que también lo sabía y, además, sabía que tarde o
temprano se podría probar que yo estaba en la verdad. Sin embargo, me

sugirió considerar un detalle: en tanto no lo probara, en la prensa podía

insinuarse que eran mis cartas de amor a Ignacio Pinto, o sea, una

relación homosexual. La exposición pública de mi nombre ligado a un

escándalo de amores equívocos -¿es que había algo de verdad en ello?-

me significaría la marginación respecto a mi red de relaciones sociales y

un severo revés al desarrollo de mis negocios. ¿No sería más

aconsejable que colaborara con la policía?. Demudado, comprendí que

estaba frente a profesionales. Basta. No era necesario que continuara.

Declararía todo lo que sabía. A continuación, les presento el texto

completo de mi confesión:

“El abajo firmante, M.L.O., declara bajo juramento, en forma voluntaria

y sin ninguna clase de presión, que los acontecimientos que a

continuación relatará son absolutamente verídicos y no pretende otro

afán sino contribuir a esclarecer la desaparición del señor Ignacio

Pinto, a quien sindica como amigo suyo y haberlo tratado en esa calidad

desde el año 19…, fecha en la cual ambos ingresaron como alumnos al

Internado Nacional. El infrascrito agrega que, como era costumbre del

ya citado Ignacio Pinto, éste se presentaba a visitarlo en su oficina,

localizada en Avenida Irarrázaval Nº…, de la comuna de Ñuñoa, local

comercial del giro automotriz, que funciona bajo la marca registrada

“Automotora Irarrázaval”. En esas visitas, los dos acostumbraban a


conversar de temas típicos de hombres solteros, estado civil reconocido

para ambos, tales como negocios, política, deportes y mujeres. En

oportunidad de una de sus últimas visitas, más o menos de fecha 2... de…

de… 19…, Ignacio Pinto eludió toda conversación sobre lo habitual, se

veía algo alterado o excitado. M.L.O. descarta que su amigo se

encontrara bajo la influencia del alcohol o drogas. Al parecer, su estado

anímico decía relación con un sueño que había experimentado, el cual

relató pormenorizadamente. Al día siguiente, repitió su visita,

viéndosele igual o más conturbado que la jornada anterior, estado

anímico producto de un nuevo sueño, que también relató al declarante.

Esta situación se repitió todos los días que vinieron, hasta totalizar

siete días seguidos, en los cuales su amigo se veía cada vez más

desmejorado y enflaquecido. Al octavo día, de fecha 2… de… de 19…, el

señor Ignacio Pinto hijo no volvió a aparecer más, no habiéndolo vuelto a

ver el declarante desde el día anterior. En esa oportunidad, el

desaparecido fue observado con gran preocupación por M.L.O., dado que

se veía magro como nunca y, además, dijo expresamente que venía a

despedirse. Al declarante no le consta que haya abandonado el país ni

que haya sido víctima de un plagio, ni causa o accidente fortuito que

pudiese menoscabar su integridad física. A todo lo anterior, en forma

completamente voluntaria y con el sano propósito de ayudar a la

justicia, el declarante agrega el detalle de los sueños relatados por

Ignacio Pinto, los cuales recuerda a la perfección por haberle sido


contados una y otra vez, casi obsesivamente, por éste último.”

-o-

- El inspector Escobar nos ha citado con urgencia a su

oficina. ¿Tienes idea para qué será exactamente? -, dijo el

detective Martínez a su adlátere Quezada.

- Ni idea. Lo único que se me ocurre es que se trata del caso

Pinto -, respondió el hombretón.

- Eso ya lo sé -, expresó Martínez. - Confieso que estoy

preocupado y más todavía con el informe que llevamos…

- Mmmm… -, se limitó a gruñir Quezada.

El inspector los recibió en su escenario habitual. A su lado, humeaba una

taza de café y se aprestaba a encender un cigarrillo de tabaco negro.

Dejó, como era su costumbre, hablar primero a sus subordinados.

- Traemos la confesión completa de Marcial López Olavarría, el

amigo íntimo del desaparecido. Sin embargo, todo apunta a que

ese tipo se deshizo de su amiguito y ahora se finge loco.


Lamentablemente, a pesar de que lo hemos presionado, no ha

querido soltar la verdad…

- Se lo dije a Martínez, señor inspector -, interrumpió Quezada.

Debería haberme dejado darle una sobada…

El inspector los miró con picardía. No hizo ningún comentario y extendió

la mano para coger la confesión. Leyó.

- Muchachos, creo que deberían tomarse un descanso.

- Pero jefe, si tenemos al tipo. Lo apretamos un poquito y el caso

se aclarará de inmediato -, protestó Martínez.

- Dejen tranquilo a López. El cuadro que se pinta es otro. Hemos

recibido un fax del árabe de los supermercados. Su mujer ha

desaparecido desde la misma fecha en que desapareció Pinto.

¿No será que la pollita fue a reunirse con su pichón y usaron de

coartada al amigo íntimo?. ¿No les parece a ustedes?.

-o-
No puedo despedirme sin agregar un último comentario. El inspector

Escobar y sus hombres nunca más volvieron a molestarme. El caso fue

archivado. Nacho y María Luz jamás volvieron a aparecer. ¿Dónde

están?. ¿Dónde se fueron?. ¿Se reunieron en verdad alguna vez?.

¿Ignacio, por qué me abandonaste?. ¿Es que lo nuestro no significaba

nada para ti?. Quizás no se sepa nunca. Cincuenta años han pasado

desde la última oportunidad que nos despedimos Ignacio y yo. Recuerdo

que en una oportunidad, años atrás, en ocasión de un viaje turístico que

realicé con mi pareja a Lasa, en el Tíbet, ahora en poder de los chinos,

divisé a un hombre y una mujer de aspecto latino, vestidos a la usanza

local. Les di alcance. Se parecían mucho a mis amigos, pero con la piel

muy curtida por el sol y el viento seco de esos lugares. Me saludaron

cortésmente y señalaron que estaba en un error. Se alejaron y se

esfumaron en el cruce de una callejuela, dejándome con la mirada

perdida y el fantasma de un aroma a papel quemado, hace muchos años,

cuando el fuego consumió las quimeras de amor del Libro de los Sueños.

- o -

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