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LITERATURA

Psicología

Introducción a la narrativa indigenista

ciclo 2018-1
Mg. Carlos Arturo Caballero
Semana 3
DESARROLLO DEL INDIGENISMO PERUANO

INDIANISMO INDIGENISMO PURO NEOINDIGENISMO NARRATIVA ANDINA


m. s. XIX- i. s. XX 1920 - 1950 1950-1980 1980-2000
INDIANISMO
m. s. XIX- i. s. XX

 Exotismo
 Visión romántico-idealista
 Paternalismo
 Civilización vs. barbarie
 Indio noble
INDIGENISMO PURO
1920 - 1950

Denuncia social
Objetividad
Clase, raza
Revaloración de la cultura andina
Reivindicación del indio
Ideología socialista
Propiedad de la tierra para el indio
Indio violento y salvaje
NEOINDIGENISMO
1950-1980

Realismo maravilloso
Lirismo
Cambio de escenario
Técnicas narrativas modernas
Realismo lingüístico
Universalidad del problema
indígena
NARRATIVA ANDINA
1980-2000
Intelectual de la clase alta o
media provinciana
Rural y urbana
Perspectiva urbana y mestiza.
Realista, racionalidad
científica y la racionalidad
mítica.
Énfasis en el discurso.
Pluridiscursiva
Cambios en la sierra peruana
en las últimas décadas
Violencia política
Ataquemos las costumbres viciosas de un pueblo sin haber puesto antes el cimiento de la
instrucción basada en la creencia de un Ser Superior, y veremos alzarse una muralla
impenetrable de egoísta resistencia, y contemplaremos convertidos en lobos rabiosos a los
corderos apacibles de la víspera.
Digamos a los canibus y huachipairis que no coman las carnes de sus prisioneros, sin
haberles dado antes las nociones de la humanidad, el amor fraternal y la dignidad que el
hombre respeta en los derechos de otro hombre, y pronto seremos también reducidos a
pasto de aquellos antropófagos, diseminados en tribus en las incultas montañas del
«Ucayali» y el «Madre de Dios».
Juzgamos que sólo es variante de aquel salvajismo lo que ocurre en Kíllac, como en todos
los pequeños pueblos del interior del Perú, donde la carencia de escuelas, la falta de buena
fe en los párrocos y la depravación manifiesta de los pocos que comercian con la ignorancia
y la consiguiente sumisión de las masas alejan, cada día más, a aquellos pueblos de la
verdadera civilización, que, cimentada, agregaría al país secciones importantes con
elementos tendentes a su mayor engrandecimiento.

Clorinda Matto de Turner. Aves sin nido (1989)


—Es que lo que Ishaco hace son perversidades que espeluznan. No hace muchos días que
cazó un zorzal, lo desplumó, lo pintó de verde y lo metió en una jaula con el guacamayo.
Naturalmente el guacamayo lo destrozó. ¿Y ayer? Ayer hizo otra atrocidad. Colgó al pavo
de las patas y lo dejó así hasta que el gallo le deshizo la cabeza a picotazos y patadas.
Una salvajada sin nombre.
—Tienes razón. Una bestialidad que me pone en el caso de salir de él cualquier día.
—Y eso no es lo peor; lo peor es que hace las cosas y las niega, aunque lo sorprendas
ejecutándolas. “¿Quién ha hecho esto?” “¿Quién será, pues, señorita?” Nada sabe; es un
bendito.
—Es el gran defecto de la raza. La verdad que daña rara vez la confiesa del indio, aunque
se trate de una pequeñez.
La verdad era que el indio me tenía harto ya con sus travesuras diabólicas, a pesar de la
bondad de su servicio. Si a los doce o quince años Ishaco hacía tales cosas, ¿de qué no
sería capaz a los veinte, a los treinta, cuando ya dueño de su libertas y entregado a sus
propios impulsos se echara a correr por las tierras de ambiente corrupto que le vieron
nacer? Porque ¿cómo pensar que Ishaco habría de renunciar para siempre a la vida del
campo, a la vuelta al seno de los suyos?
Fuera de que su permanencia en mi casa sólo pedía ser temporal, ni yo me sentía inclinado a
tomarle definitivamente a mi servicio, ni él era, por su origen y su raza, de los indios que se
resignan a vivir uncidos al yugo de la servidumbre. El indio margosino, el indio chaulán, como el
de todas las tierras andinas, crece respirando un aire de bravía independencia y ya hombre sabe
por la voz de la sangre y de la tradición que no hay envilecimiento mayor para un indio que el de
servirle domésticamente al misti. Son como las ranas: cantan y gozan bajo las ardientes caricias
del sol, pero, a lo mejor, huyen de él y tornan al charco cenagoso y pestilente. Pobres,
ignorantes, explotados, perseguidos, tristes, trashumantes, roñosos, pero libres, libres en sus
montañas ásperas, en sus despeñaderos horripilantes, en sus quebradas atronadoras y sombrías,
en sus punas desoladas e inclementes; como el jaguar, como el zorro, como el venado, como el
cóndor, como la llama... Esta es la ley, su ley, y el que la quebranta es porque los corpúsculos de
alguna sangre servil han traicionado a la raza. ¿Qué vale para el indio la luz de todas las
civilizaciones juntas, disfrutada al amparo de de la ciudad, comparada con el rayo de sol,
disfrutando al amor de sus majestuosas cumbres andinas? Y así como el misti cuanto más
culto es, tanto más cerca vive de las idealidades, de los ensueños, así el indio a medida que es
mayor su incultura, más poseído se siente por las realidades de la naturaleza. La cultura es para
él un bien que desprecia, y la comodidad, un yugo que odia.

Enrique López Albújar. «Cachorrro de tigre». Cuentos andinos (1920)


Nadie podía imaginarlo en 1900. «La Compañía», que pagaba salarios delirantes de dos
soles, fue acogida con alegría. Una muchedumbre de mendigos, de prófugos de las
haciendas, de abigeos arrepentidos, hirvió en Cerro de Pasco. Sólo meses después se percibió
que el humo de la fundición asesinaba a los pájaros. Un día se comprobó que también
trocaba el color de los humanos: los mineros comenzaron a cambiar de color; el humo
propuso variantes: caras rojas, caras verdes, caras amarillas. Y algo mejor: si una cara azul
se matrimoniaba con una cara amarilla, les nacía una cara verde. En una época en que
Europa aún no descubría las embriagueces del impresionismo, Cerro de Pasco se alegró con
una especie de carnaval permanente. Por supuesto, muchos se asustaron y volvieron a sus
pueblos. Circularon rumores. La «Cerro de Pasco» mandó pegar un boletín en todas las
esquinas: el humo no dañaba. Y en cuanto a los colores, la transformación era un atractivo
turístico único. El Obispo de Huánuco sermoneó que el color era una caución contra el
adulterio.
Si una cara anaranjada se ayuntaba con una cara roja, de ninguna manera podía nacerles
una cara verde: era una garantía. La ciudad se sosegó. Un veintiocho de julio el Prefecto
declaró, desde la tribuna, que, a ese paso, pronto los indios serían rubios. La esperanza de
transformarse en hombres blancos, clausuró toda duda.

Manuel Scorza. Redoble por Rancas (1970)


Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras
con música y jarawi, vivía alegre en esa quebrada verde y llena de calor
amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de mi querencia para traerme a
este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo.

El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su


elemento, en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor amansador de
potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí vivo amargado y
pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los
arenales candentes y extraños.

José María Arguedas. «Warma Kuyay».


Era muy de noche cuando llegó una patrulla del ejército a Quebrada Huariacca preguntando por
el teniente—gobernador. Sonaban disparos de fusil y el aire de aromas naturales se llenó de
olores extraños traídos de otras tierras. Los uniformes de invierno de la tropa se adherían a sus
cuerpos despidiendo un vaho acre de sudores de caballo. La selva se puso quieta y silenciosa
como esperando la lluvia y hasta el viento se refugió en lo más recóndito de la quebrada. Los
colonos, sorprendidos en su sueño, comenzaron a prender antorchas y bajaron hacia el camino
como un intermitente enjambre de luciérnagas.

—No queremos matar a nadie... —habló un sargento—. Tenemos la orden de decomisar todas
las armas de la zona. Al que después se le encuentre con un arma... ¡se le fusila y listo! […]

El único que se salvó del decomiso fue Pedro Reyes, el dueño de la cantina de la zona. Enterró
apresurado su carabina antes que la columna llegara, y no por intuición, sino por aviso de un
comerciante errante que se emborrachaba en su negocio. Una nueva costumbre se haría crónica
desde aquella fatídica visita de los cachacos: Ir a pedirle prestada el arma a Reyes.

Dante Castro. «Otorongo»

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