La santidad es, ante todo, una historia personal
entre Dios -que llama y se entrega- y la libertad del hombre que percibe la llamada de la gracia y, a su vez, se entrega a ella. Pero la santidad es también una forma cultural: la de una tradición religiosa que es llevada, en alguna de sus facetas significativas, a su más alta expresión por parte de una individualidad concreta. Lo individual, en la medida en que traduce a la vida aspectos relevantes de la tradición religiosa, se hace emblemático y participable por otros individuos. Adquiere carácter de pauta de comportamiento para otros. Es decir, se hace cultura. Toda cultura -incluso la cultura laicista- tiene sus «santos». Nosotros, obviamente, nos referiremos aquí a la cultura occidental y a la santidad católica. Y a la santidad no en su abstracción conceptual, sino en algunas de sus figuras relevantes, que pueden hoy ser ofrecidas como emblemáticas a las generaciones jóvenes. Pero, previa a la presentación de estas figuras, parece oportuna una consideración de las condiciones -difíciles condiciones generales, que la cultura contemporánea, y especialmente la cultura juvenil, ofrece para acoger esta llamada a la santidad. Asi cada época presenta dificultades propias, emanadas de los rasgos específicos de su cultura, a percibir la llamada de la santidad. Y es precisamente en el centro de tales dificultades donde se muestra la Gracia, apelando a la libertad y la generosidad humanas, para realizar una acción sanante. Benito estructura la existencia en torno al trabajo y la oración, haciendo de los monasterios auténticos focos de civilización europea. Francisco de Asís surge en una cultura de violencia y de búsqueda de riqueza en el seno de la Iglesia. Ignacio de Loyola, en una cultura de rebeldía, guerras y cambios religiosos importantes en la España de su tiempo. La santidad es coetánea de su época - y , por tanto, más genérica-: no vive en paraísos ideales, sino en medio del fragor y las turbulencias que agitan a los hombres de su tiempo. Y lo que la vincula de modo más inmediato a su época son precisamente las heridas que esa época manifiesta. La acción de los santos no es un cuerpo extraño, injerto en la cultura por la voluntad violenta de un «iluminado religioso»; por el contrario, responde a una llamada de la misma cultura; especialmente a la llamada de los desheredados de esa cultura. En esa llamada el Evangelio sitúa la llamada del propio Cristo (Mt 25), de Aquél que «que padecio, siendo tentado y por ello es capaz de ayudar a los tentados» (Heb 2,18). Este carácter sanante -y, por tanto, necesario- de la acción de los santos supone una mirada realista sobre la propia cultura. (Mirada de la que hoy parecemos estar profundamente necesitados.) «Realista», en nuestro caso, quiere significar una mirada que no fuera ni la del optimista ni la del pesimista. Y como optimista señalaríamos a aquel que pensara, siguiendo a Leibniz, que este mundo es el mejor de los posibles (el moderno neo-liberalismo tiene una fuerte inclinación en este sentido) Mientras que pesimista es quien teme que, efectivamente, este mundo sea el mejor de los posibles. El santo vendría aquí a incorporarse a una tercera corriente: la de los utópicos activos en cuestiones concretas. Les caracterizaría la convicción profunda de que este mundo es manifiestamente mejorable y de que algo de esta mejora puede depender de ellos. El santo conecta tal convicción con la llamada de la gracia en el Evangelio, percibida ante todo como una invitación a la mejora de uno mismo, que se incluye en el mismo movimiento que le lleva hacia los demás. La santidad, pues, no se sitúa en el marco de lo estrictamente individual y privado, sino que tiende a constituir auténticas pautas de comportamiento cristiano, a generar «tradición» en la respuesta al Evangelio. Una tradición de carácter humanamente positivo, terapéutico, respecto a las heridas culturales de su época. Subrayar este rasgo de la santidad, sobre todo al presentarla a los jóvenes, puede ser necesario. Toda una corriente de pensamiento europeo ilustrado de intención emancipatoria, que configura la actual cultura secularista, está fuertemente impregnada por la idea del carácter infantil, o simplemente patológico, de lo religioso como tal. Ahora bien, si es cierto que la santidad significa una tradición espiritual en la cultura de la humanidad, de signo positivo, no es menos cierto que toda tradición requiere para su subsistencia el hecho de ser transmitida. La santidad no aparece como una flor espontánea en el campo de lo cultural. Es una llamada de la gracia. Pero, como tal llamada, necesita ser percibida. Y esta percepción puede ser favorecida, o dificultada, por rasgos específicos de cada época cultural. Ello es aún más cierto en la atmósfera de la cultura juvenil, cuando las aspiraciones imprecisas necesitan polarizarse y la identidad aún no lograda busca imágenes ejemplares. Esta cultura hoy aparece como una cultura «sin padre». Es decir, como una cultura cuyo rasgo más genérico sería el cuestionamiento de la utilidad no ya de determinadas tradiciones, sino del hecho mismo de transmitir. Señalemos algunos rasgos, que juzgamos relevantes para definir la cultura juvenil, y la posible conexión en medio de la dificultad, que puede encontrar la llamada a la santidad: a) La concepción de la libertad
La bandera de la libertad, que celosamente
enarbolan, es ante todo la libertad concreta de cada uno, la libertad individual y personal. Sus entusiasmos por las libertades públicas son menores (probablemente porque ellos accedieron ya a su juventud en un ambiente político de democracia). Estas aspiraciones se manifiestan en su intimidad por un rechazo de las reglas y restricciones (aunque exteriormente las puedan admitir por pragmatismo). Así, el perfil general que esta mayoría de jóvenes ofrece -en contra de la impresión que transmite una minoría violenta- es la de estar dispuestos a incorporarse a una sociedad «prudente», en la que el consumo vendría a llenar sus expectativas. Esto no significa que esté de acuerdo con las pautas de sus mayores, en muchos casos. Por el contrario, su afirmación de la libertad y la radicalización de su conciencia histórica les orienta hacia un esquema moral relativista en muchos aspectos (hay que subrayar que no en todos). Y también hay que exceptuar cuidadosamente a los integrados en grupos religiosos activos. Pero, en general, los juicios de valor morales ceden el paso a una ética de corte situacionista. Este sentido de la relatividad, con que procuran salvaguardar su libertad de decisión concreta, no equivale a inmoralismo (o amoralismo), sino a un juicio renovado y permanente sobre la ética de las conductas, a una reserva frente a las valoraciones a priori. Su sentido ético iría en la dirección de una moral convivencial -más o menos teñida de egoísmo, o de la insolidaridad propia del tipo de sociedad neo- liberal en que nos movemos- o No parecen tener muy claro, por adelantado, lo que es el bien y el mal; pero sí se admite que existen en cada uno. Aqui la percepción de la llamada a la santidad tendría que superar los esquemas relativistas. Pero podría encontrar un apoyo en esa suspensión del juicio moral sobre los demás, orientándolo evangélicamente. Y experimentaría la realidad espiritual como algo inmensamente más profundo y atractivo que la mera obediencia extrínseca a unas normas morales. La libertad, no perdida, sino seducida por la gracia, conservaría toda la fuerza vertebradora de la existencia. b) El presente como tiempo del deseo La radicalización de la conciencia histórica lleva a privilegiar el momento presente. (Tampoco esto nos debe extrañar a los adultos: las generaciones suelen definirse por el modo de vivir la temporalidad. Y el futuro aparece, para muchos jóvenes, como un horizonte sombrío y excesivamente independiente de ellos.) A esto ellos añaden una absoluta desatención por lo que pudo significar el pasado. Esta falta de memoria histórica puede evocar en los adultos la impresión de una «invasión vertical de los bárbaros» ¿Es posible una existencia civilizada sin memoria? Pero, por otra parte, viejas rencillas históricas, vinculadas a tradiciones opuestas y conflictivas, aparecen a los ojos de estas nuevas generaciones como carentes de significado. La afirmación del presente como lo verdaderamente valioso es, obviamente, una afirmación vitalista. El presente es lo único que realmente tenemos entre manos; vivámoslo «a tope»: he aquí un lema que para muchos -sobre todo para los marginados- resumiría su vida. Esta filosofía implícita del carpe diem, más que como un motivo horaciano, puede interpretarse como una aplicación concreta del criterio moderno de la maximización del tiempo. Aquel que tenga expectativas de futuro lo maximizará preparándose para él. Aquí la llamada a la santidad podrá percibirse como un abandono del pasado y del futuro en las manos de Aquél que llama. Lo importante es la entrega en el presente. Y la experiencia de que este presente no está reñido con la vida, sino que es la Vida misma. Una experiencia espiritual profunda que llame a las puertas del deseo: la seducción de la gracia. Y el principio de la maximización del tiempo para dedicarlo al Reino de Dios es una práctica común a las diferentes figuras de la santidad en diversas épocas históricas muy anteriores a la Modernidad. Habría también que poner de relieve que a esta vivencia del presente va incorporada una demanda urgente de felicidad, aquí y ahora, que implica un desengaño respecto a la Modernidad. En efecto, la Modernidad entrañaba una promesa de felicidad futura que las nuevas generaciones no parecen ver realizada. Al contrario, la experiencia histórica está encerrando dosis amargas de frustración para una notable mayoría de jóvenes. Por tanto, basta de felicidades diferidas, de éticas del trabajo que iban a producir un mañana mejor, de mitos revolucionarios en busca de un imposible paraíso social. Un cierto regusto de desengaño respecto al mito del Progreso (consustancial con la Moderniad) forma parte hoy de la cultura juvenil. Todo esto ¿es Posmodernidad que cierra el ciclo de la Modernidad o sigue siendo Modernidad insatisfecha? (La tradición de la Modernidad es la insatisfacción permanente con sus tradiciones.) Es esta una cuestión que no preocupa a los jóvenes. Para ellos ser «modernos» es una forma de experiencia vital: la experiencia de un entorno que promete aventuras, poder, alegrías, crecimiento... y que al mismo tiempo inyecta la ansiedad de que toda esta dicha puede no ser posible, que nada hay seguro, y que el horizonte próximo puede estar enturbiado por la experiencia del fracaso... Un fracaso para el que la cultura contemporánea de las «sociedades del éxito» no ha encontrado ninguna vía de sentido. La donación de un sentido a la experiencia de fracaso parece haber constituido una tarea importante de las tradiciones religiosas. De ahí surgen sus escatologías. Y es aquí también donde una presentación inteligente y realista de la santidad puede acercarse a tantas vidas juveniles marcadas por un fracaso de cualquier tipo y donde se pueden manifestar las virtualidades terapéuticas de la santidad, corrigiendo el inhumano unilateralismo de la «cultura del éxito» contemporánea. c) La construcción social de la identidad La juventud posmoderna centra la creación de la propia identidad no en valores (religiosos, morales o éticos) sino que se centra en su propia subjetividad, referencialidad, en su estima personal de libertad. La sociedad cibernética la empuja a buscar en confort mediático, creando una atmosfera donde se tonifica el yo personal, el hedonismo. Se rechazan las instituciones y por tanto ellas no forman parte de la identidad social del joven, caso concreta la Iglesia. La santidad debe ser también ofrecida a este tipo de identidades como camino para salir de sí mismas. ¿Qué sabemos los hombres de las vías por las que Dios llama? Nuestra tarea consistiría en tender los puentes necesarios. d) La vida como espectáculo
He aquí un rasgo que los jóvenes asumen,
tomándola de una concepción cultural de las sociedades desarrolladas. El espectáculo es uno de los medios eficaces de control en la sociedad contemporánea. Y el joven es abrumadoramente socializado en esta dirección. «Ser» es convertirse en espectáculo: un permanente «estadio del espejo». Y el joven percibe que, en la paradójica situación de una sociedad envejecida que cultiva la juvenilización, el gran espectáculo es el hecho mismo de ser joven. Por ello, incluso en medio de su aguda crisis de identidad, surge una igualmente aguda autoconciencia juvenil. Narciso, en lugar de Prometeo, es la imagen-guía de amplios grupos juveniles. Ello tiene su lógica, puesto que la sociedad adulta que no dispone de muchos modelos de identidad para los jóvenes, fuera del consumidor/productor ha erigido el «ser joven» en modelo propio. Este narcisismo juvenil constituye un claro obstáculo para la percepción de la llamada a la santidad. La santidad es un seguimiento: nunca un espectáculo, si no es a su pesar. La llamada de la gracia se orienta a «esconder la vida, con Cristo, en Dios». Narciso será siempre un mal paso en el camino hacia Dios. La contemplación de su propia imagen, para Narciso, excluye lo que esta imagen pueda tener de irremediablemente decrépito. Es decir, de proximidad a la muerte. Aquí la oferta de la santidad podría ampliar el horizonte si es que es aceptada. La vida puede ser una vida escondida, con Cristo, en Dios, pero nunca será una vida exclusivamente para uno mismo. y al no serlo, no sólo la misma vida, sino hasta la muerte, cobran sentido en los demás. Pero la santidad -aunque no sea atributo exclusivo suyo- implica igualmente el saber mirar a la muerte, rompiendo el tabú contemporáneo. Toda ruptura de tabúes es liberadora. Pero la liberación cristiana no apoya esta ruptura del tabú en una concepción estoica del hombre (que acepta su realidad de ser para la muerte), sino en la experiencia profunda de una esperanza última: la seguridad en fe de que, para los que hallaron al Señor, «la vida no se pierde, sino que se transforma» en otra vida más alta. Pero la liberación cristiana no apoya esta ruptura del tabú en una concepción estoica del hombre (que acepta su realidad de ser para la muerte), sino en la experiencia profunda de una esperanza última: la seguridad en fe de que, para los que hallaron al Señor, «la vida no se pierde, sino que se transforma» en otra vida más alta. La presentación de un ideal de santidad no hace una referencia inexcusable a la muerte, sino al seguimiento de Jesús. Pero sí hace irrenunciable la oferta de una esperanza que va más allá de los límites de esta vida: la esperanza del encuentro con el Señor en el esplendor de la Resurrección. e) La resistencia al compromiso Escepticismo, falta de confianza en las instituciones
Distorsión de la opinión por los medios de
comunicación Narcisismo
Elección de la fragmentación como estilo de vida
Esta alteración del deseo que empuja a la acción y esta concepción preferente de la vida como espectáculo (que no exige compromiso), unido al escepticismo de los grandes discursos institucionales, tienen su repercusión evidente en el tema de la santidad. ¿Cabe una presentación de la santidad que no lleve consigo la exigencia del seguimiento del Señor? ¿Cómo persuadir que la llamada a la santidad y al encuentro profundo con Dios desborda los cauces de cualquier discurso institucional? Conclusiones
La santidad debería aparecer siempre como una
profundización de la libertad concreta. Como una apelación, hecha por Quien jamás nos forzará, a los estratos profundos de nuestro yo. Esta llamada de Dios -debería insistirse- implica, ante todo, una experiencia profunda. Experiencia de algo «diferente», de carácter espiritual, y que por tanto requiere no sólo una iniciación, sino un cultivo de modos diversos de oración. Oración entendida como apertura a la comunicación con Quien nos entiende. La experiencia interior es un modo primero de auto- rrealización personal. Dios es una plenitud que desea ser participada, y nunca un adversario de nuestra propia plenitud. Pero tal camino de autorrealización interior nunca se cierra sobre sí mismo, sino que implica, según el Evangelio, la solidaridad con los demás, preferentemente con los más desfavorecidos. Hay una tarea de transformación de las relaciones sociales a la que la santidad -cualquiera que sea la forma concreta que adopte, incluso en su versión contemplativa- no puede sustraerse. Así lo muestran las vidas concretas de los santos.