Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para hacer la voluntad del Padre» (LG 44) «Los consejos evangélicos, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre» (PC 43); «la aspiración a la caridad perfecta, por medio de los consejos evangélicos, trae su origen de la doctrina y ejemplos del divino Maestro» (PC 1). La vida consagrada ha brotado de la semilla de la palabra de Dios escrita o proclamada, que creció y dio copioso fruto, distinto ciertamente de la semilla misma, pero con la misma savia y el mismo dinamismo vital, hasta el punto de poder afirmar que: En la historia de la Iglesia, la vida consagrada es el «comentario más vivo y rico que se haya hecho del seguimiento de Cristo que se propone en el evangelio, y de la comunidad primitiva de Jerusalén que nos proponen los Hechos» La Sagrada Escritura encierra todas las cualidades de la Palabra encarnada que es Cristo, el cual, como decía San Jerónimo, es «la Palabra consumada y abreviada» Por lo mismo, siempre será posible acudir a la palabra de Dios en busca de nuevas maneras de crecer en su conocimiento, porque, como decía San Gregorio Magno «las palabras de Dios crecen con el lector» EL ASCETISMO PREMONÁSTICO El ascetismo, entendido como esfuerzo constante y purificación progresiva para conseguir un ideal moral, y así agradar a la divinidad, es un fenómeno común a todas las religiones. El cristianismo desde sus mismos orígenes no fue una excepción a esta regla general. Jesús mismo invitó a sus discípulos a renunciar a sí mismos y tomar la cruz para ponerse en su seguimiento (Me 8,34; M t 16,24; Le 9,23). La historia de la Iglesia se abre con una conversión del corazón y de las costumbres que se manifiesta en el estilo admirable de vida de la comunidad primitiva de Jerusalén: comunicación de bienes, perseverancia en la oración y fracción del pan, comunión con los hermanos para formar «un solo corazón y una sola alma», y escucha de la palabra y obe- diencia a los apóstoles (Hch 2,42; 4,32). Los Apóstoles, que lo habían dejado todo para seguir a Cristo, predicaban un ascetismo radical, y lo practicaban; y su ejemplo fue seguido por muchos cristianos, de modo que se puede constatar la presencia de ascetas en todas las comunidades de las que existe alguna noticia desde el siglo primero. En el siglo I San Pablo alude a la presencia de un grupo de vírgenes en la comunidad de Corinto, de lo contrario no tendrían explicación las alabanzas que tributa a la vida en virginidad (1 Cor 7,25-35). El propio San Pablo alude a las viudas que se han consagrado a Dios (1 Tim 5,3). Las cuatro hijas del diácono Felipe abrazaron la vida en virginidad (Hch 21,9). Clemente Romano (95) atestigua la presencia de un grupo de ascetas, continentes y vírgenes, en la comunidad de Corinto, a finales del siglo I. En el siglo II, ya son muy abundantes los testimonios explícitos sobre la existencia de ascetas y vírgenes en las comunidades cristianas; San Ignacio de Antioquía les aconseja la humildad para permanecer en su propósito. San Justino conoce hombres y mujeres instruidos que han permanecido desde su infancia sin contaminarse. En el mismo sentido se expresa Atenágoras: «vemos en torno a nosotros a muchos hombres y mujeres que permanecen célibes, movidos por la esperanza de unirse a Dios» En el siglo III, los ascetas, vírgenes y continentes, se hacen cada día más numerosos; testigos cualificados de ello son Tertuliano, San Cipriano y Orígenes. Son muchos los nombres con que se designa a quienes practican el ascetismo; para los varones se reserva generalmente el nombre d e ascetas o continentes y, a veces, el de confesores, para significar que padecen por la fe en Cristo en su vida cotidiana, como los que en las persecuciones, sufrieron tormentos, pero no murieron en ellos; Para las mujeres se reservaba en general el nombre de vírgenes, al que durante el siglo III se le añadieron algunos calificativos, como vírgenes santas, vírgenes desposadas con Cristo, siervas de Dios, y el de vírgenes sagradas cuando en el siglo IV ya se introdujo el rito de la consagración de vírgenes. Filoxeno de Mabbug resumió en un apretado párrafo los nombres y calificativos con que se designó primero a los ascetas y, después, a los monjes. En estos nombres se advierte la peculiaridad vocacional con que las comunidades cristianas creían que estaban adornados los ascetas y los monjes: «Se les llama renunciante, libre, abstinente, asceta, venerable, crucificado para el mundo, paciente, longánime, espiritual, imitador de Cristo, hombre perfecto, hombre de Dios, hijo querido, heredero de los bienes del Padre, compañero de Jesús, portador de la cruz, muerto al mundo, resucitado para Dios, revestido de Cristo, hombre del Espíritu, ángel de carne, conocedor de los misterios de Cristo, sabio de Dios» . El ascetismo premonástico fue durante los tres primeros siglos un fermento de virtud en medio de las comunidades cristianas; pero también se corrió el serio peligro de dividir a los cristianos en dos grupos, o en dos modos posibles de existencia cristiana con dos grados diferentes de vocación a la santidad; lo pone de manifiesto Eusebio de Cesárea: «El primer género supera la naturaleza y la conducta normal, excluyendo el matrimonio, la procreación, el comercio y la propiedad; apartándose de la vida ordinaria, se dedican exclusivamente a Dios, al servicio de Dios; y el de la mayoría es menos perfecto» Aquí está el primer germen del «perfeccionismo monástico», según el cual, como dirá un monje medieval, los cristianos que quieran salvarse tendrán que parecerse lo más posible a los monjes, con lo cual quedaría anulada la obligación que tiene todo cristiano a tender a la pefección. DEL ASCETISMO PREMONÁSTICO AL MONACATO Durante los tres primeros siglos, aquellos y aquellas que optaban por vivir en continencia o en virginidad, no vivían en comunidades especiales, sino que permanecían en medio de sus familias, ocupándose en el mismo género de actividad que antes, porque la sociedad circundante no admitía el hecho de que una mujer soltera pudiera vivir independientemente del núcleo familiar. El ascetismo de los tres primeros siglos es, en cierto sentido, la primera manifestación de la vida monástica, porque en torno al núcleo fundamental del celibato, que constituía la renuncia más radical y visible del ascetismo, se institucionalizó la pobreza voluntaria. Se fueron perfilando también los primeros rasgos de la vida en comunidad que ya implica una cierta obediencia; todo lo cual constituirá, con el tiempo, el sustrato esencial de la vida monástica. El contraste entre los ascetas y los fieles en general se hacía cada vez más patente en las comunidades cristianas, como consecuencia de que los ascetas, ellos y ellas, advierten la necesidad de separarse del estilo de vida de los fieles, a fin de encontrar un ambiente más favorable en el que poder realizar más fácilmente su específica modalidad de vocación cristiana. Lo que distinguirá al monje del asceta será el hecho de que el asceta practica el ascetismo en el seno de una comunidad cristiana, y, en cambio, el monje lo practicará en un mundo separado, primero en medio de las ciudades, y después en la soledad de los desiertos. La Carta a las vírgenes, falsamente atribuida a Clemente Romano , puede ser considerada como el eslabón que une el ascetismo premonástico y el monacato propiamente dicho. Los ascetas varones, tales como los presenta este documento, son cristianos arrebatados por el celo apostólico, hasta el punto de que se puede afirmar que esta Carta tuvo su origen en una comunidad o grupo de apóstoles itinerantes, «obreros tales que traten rectamente la palabra de la verdad, obreros inconfundibles, obreros fieles, obreros que sean luz del mundo, obreros tales cuales eran los, Apóstoles» La misión apostólica arrebató desde el principio a los ascetas, muchos de los cuales se dedicaron a la predicación itinerante; iban de comunidad en comunidad confirmando a los hermanos en la fe y, quizá, predicando también el evangelio a los paganos; la Didajé ya se ocupaba de ellos, determinando cuál debería ser su comportamiento para con las comunidades, y el de éstas para con ellos. Los ascetas itinerantes de los que habla la Carta a las vírgenes constituyen ya un grupo o una comunidad bien organizada, con re- glas de comportamiento muy precisas para sus desplazamientos y para su conducta en las comunidades de ascetas, hombres o mujeres, que los reciben. La Carta a las vírgenes también da normas concretas de comportamiento para las vírgenes que ya viven en grupo o en comunidad: «quien se consagra a Dios por la virginidad, renuncia al mundo y se aparta de él para vivir en adelante, como los ángeles, una vida celeste y divina; y para servir a Dios omnipotente por medio de Jesucristo por amor del reino de los cielos» Este documento señala también las distintas actividades apostólicas que han de desempeñar las vírgenes en favor de los hermanos: atención a los pobres cuidado de los enfermos , confirmar a los hermanos en la fe, lucha contra los demonios por medio de los exorcismos. El paso siguiente en la organización del ascetismo, ya será el monacato propiamente dicho. EL MONACATO, FENÓMENO UNIVERSAL El monacato no es monopolio del cristianismo, sino un fenómeno universal que encuentra su expresión en todas las religiones con un determinado nivel de desarrollo. En muchas religiones anteriores al cristianismo han existido y existen aún formas «marginales» de vivir que pueden ser calificadas de «monacato»; lo cual significa que el monacato, antes que un hecho religioso, es un hecho antropológico. Antes de hablar de una teología del monacato habría que hablar de una antropología del mismo, porque todo hombre lleva dentro de sí la búsqueda de un absoluto por el impulso de fuerzas interiores más fuertes que la atracción de las metas inmediatas de la vida que se desarrolla en torno a él. En este sentido, el monacato, en cuanto fenómeno antropológico, podría ser definido como un género de vida organizado en función de una meta espiritual que trasciende los objetivos de la vida terrestre, y cuya consecución es considerada como «lo único necesario». Ante el hecho de que el monacato existió en religiones anteriores al cristianismo, cabe preguntarse si el monacato cristiano no será una copia de ese monacato anterior. Y efectivamente, H. Weingarten suscitó, a finales del siglo XIX, una gran polémica al afirmar que el monacato cristiano no era original sino una copia del monacato de algunas religiones anteriores, apoyándose para su afirmación en el hecho de las coincidencias existentes entre el monacato cristiano y esos monacatos anteriores. En la actualidad esta polémica está superada; no se niegan esas semejanzas, porque, como fenómeno antropológico universal, sin duda que ciertas semejanzas tienen que existir; tampoco se niega que en algún caso pudiera haber también influencias de algunas formas monásticas anteriores sobre formas monásticas cristianas; pero esto habrá que demostrarlo en cada caso; y hasta ahora nadie ha sido capaz de hacerlo. En todas las formas de monacato existen al menos tres coincidencias fundamentales: la separación del mundo, algunas prácticas ascéticas, y una aspiración mística; después, cada religión revestirá estas coincidencias monásticas con su originalidad específica. De manera que, v. gr., la meditación y la contemplación tienen en cada tradición religiosa contenidos diferentes; o las prácticas ascéticas que en todos los monacatos tienen como meta común la renuncia al egoísmo y la negación del propio yo, tendrán en cada monacato una raíz distinta. LOS MONJES, SUCESORES DE LOS MÁRTIRES El martirio constituyó en la Iglesia primitiva el testimonio más completo del amor a Dios, y de la forma más perfecta de caridad para con los hermanos; pero el derramamiento de la sangre por amor a Cristo fue siempre un hecho extraordinario. En comparación con el número de fieles, los mártires fueron más bien pocos; no a todos los cristianos les fue concedida una meta tan sublime, porque el martirio siempre fue considerado como una vocación especial a la que Dios invitaba personalmente. El martirio exigía una preparación constante para que, si llegaba la ocasión suprema, el fiel no se volviera atrás. El martirio era una meta ambicionada por muchos, pero alcanzada por muy pocos. De ahí el empeño de los Pastores por señalar a los fieles otras formas de perfección cristiana, que fueran capaces de encauzar el anhelo de la entrega total a Dios. En realidad no se trataba tanto de formas alternativas al martirio cruento, cuanto de profundizar y extender a la vida de los fieles los mismos ideales que estaban en la base del martirio cruento; y estos ideales son los mismos de la espiritualidad bautismal, que no tiene otra meta que el seguimiento radical y la configuración total con Cristo muerto y resucitado. A principios del siglo II, los Pastores ya empiezan a proponer el paso del ideal del martirio cruento al martirio de la vida ascética, entendida antes como preparación para el martirio, y después como martirio cotidiano, demostrando así que la vida cristiana, vivida en todas sus exigencias más radicales, constituye un verdadero martirio, porque en definitiva el ideal de la vida cristiana consiste en cargar con la propia cruz y seguir, paso a paso, al Maestro (Mt 16,34; Me 8,34). El mártir cristiano se distingue no sólo por su fe en Cristo, sino también por la referencia explícita a la muerte de Cristo. Este carácter cristiforme permite comprender el papel preponderante jugado por el martirio en la Iglesia primitiva. El martirio era la forma de la vida cristiana porque se puede afirmar que la formación que recibían los cristianos de los primeros siglos, desde el momento de su inscripción en el catecumenado, era un adiestramiento para el martirio. Los fieles necesitaban un constante entrenamiento, a fin de estar siempre en forma, porque el combate definitivo podía llegar en cualquier momento. Durante aquellos tempranos siglos, todo cristiano era un candidato permanente para el martirio; así lo reconocía Orígenes: «entonces éramos de verdad fieles, cuando el martirio llamaba a la puerta desde que nacíamos en la Iglesia; cuando volviendo de los cementerios en que habíamos depositado los cuerpos de los mártires, volvíamos a las reuniones litúrgicas. Cuando la Iglesia entera se mantenía inconmovible; cuando los catecúmenos eran catequizados en medio de los mártires y de la muerte de los cristianos que confesaban la verdad hasta el fin, y ellos, sobrepasando estas pruebas, se unían sin miedo alguno al Dios vivo» El ascetismo no sólo preparaba, sino que también suplía el martirio. El propio Orígenes se planteaba esta cuestión: «¿para qué sirve que nos hayamos preparado para el martirio, si, al fin, no tenemos la oportunidad de ser mártires?». Y él mismo no duda en responder que la preparación en sí misma equivale a un verdadero martirio misma doctrina formulaba también San Cipriano. En las persecuciones fue donde se fraguó el ideal del santo cristiano, no sólo desde una perspectiva cultual, en cuanto que los mártires fueron los primeros en recibir culto, sino también como ideal de vida cristiana; en el mártir se da la más perfecta expresión de la vivencia de la moral, de la ascética y de la mística. El martirio es la más perfecta imitación de Cristo; aquello que los fieles se esfuerzan por conseguir a lo largo de toda su vida, lo alcanzan los mártires en un instante. Al cesar las persecuciones con la paz constantiniana (313), la Iglesia experimentó la necesidad de replantear la pregunta relativa a cuál es la forma más eminente de seguir a Cristo; y entonces, a pesar de que permanecía vivo el recuerdo y sobre todo la nostalgia de los mártires, la idealización de la santidad cristiana pasa al monacato. Los monjes empiezan a ser desde entonces los nuevos héroes del cristianismo; esta idea de que los monjes son los sucesores de los mártires, la expuso bellamente San Atanasio: «cuando finalmente la persecución cesó y el obispo Pedro (de Alejandría), de santa memoria, hubo sufrido el martirio, (San Antonio) se fue y volvió a su celda solitaria, y allí fue mártir cotidiano en su conciencia, luchando siempre las batallas de la fe» Esta idea atanasiana se convirtió muy pronto en un lugar común en la literatura monástica. Los monjes eligen la soledad del desierto porque es allí donde, según la Sagrada Escritura, el hombre puede entrar más fácilmente en comunión con Dios y, al mismo tiempo, continuar aquel combate que los mártires habían sostenido con el demonio. Un poco más tarde también los Pastores de almas, como los ascetas y monjes, serán considerados como sucesores de los mártires. Ha sido una afirmación bastante generalizada que el monacato, tanto en su forma anacorética como cenobítica, habría nacido en Egipto; pero no responde a la realidad histórica más estricta. El monacato nació simultáneamente en varias Iglesias; incluso se puede afirmar que antes de que Egipto conociera figuras como San Antonio y como San Pacomio, ya había monjes en otras partes de la cristiandad, especialmente en Siria. Los desiertos de Egipto, sin embargo, por lo menos en cierto modo, pueden ser considerados la patria por excelencia del monacato cristiano: por la importancia numérica de sus monjes, por las figuras casi míticas de algunos y, sobre todo, porque de allí procede la Vida de San Antonio. San Antonio hizo despertar el monacato con las características egipcias en muchas otras partes de la Iglesia universal; la Vida de San Antonio, escrita por San Atanasio, se convirtió, de la noche a la mañana, en la Regla por antonomasia del monacato anacorético. En el plano literario, dio origen a un vocabulario especializado que fue aceptado por todos los autores que después escribieron sobre temas monásticos. De hecho, del monacato antiguo a no poseemos nada más que una tradición estilizada en la que los monjes más representativos son precisamente egipcios. Pero hay que subrayar también que la rapidez con que se expandió por todas partes la biografía de San Antonio, demuestra que todas las Iglesias locales estaban bien dispuestas para recibir el detonante monástico de Egipto. Sin embargo, un análisis de la realidad cristiana del siglo IV, demostraría la existencia de fuerzas monásticas autóctonas, anteriores al estimulante egipcio, destinadas a desempeñar un papel importante en cada región. Responde más a la realidad histórica reconocer que el monacato primitivo surgió espontáneamente en muchas Iglesias locales, a la vez que no hacer depender la multiforme manifestación monástica de una sola matriz, por importante que haya sido la matriz egipcia. Los solitarios del desierto Cuando en el último tercio del siglo m un cristiano abandonó la familia y la comunidad cristiana para dedicarse por completo a la búsqueda de Dios, fue puesto el primer peldaño de una escalera que, con el correr del tiempo, conducirá a un considerable número de fíeles a ingresar en las múltiples manifestaciones de vida que adquirirá el monacato. Nadie está en la actualidad en condiciones de apuntar el nombre ni el lugar del primer fiel cristiano que se apartó de la comunidad para marchar a vivir en la soledad. San Atanasio le atribuye este primado monástico a San Antonio ; en cambio, San Jerónimo se lo atribuye a San Pablo de Tebas , un personaje cuya misma existencia es harto dudosa; y el historiador Sócrates opta por San Ammón, pero resulta que cuando estos pioneros de la vida monástica abrazaron este nuevo estilo de vida, ya encontraron a otros solitarios que les habían precedido, y bajo cuya dirección se pusieron. Éste es el caso prototípico de San Antonio: en efecto, cuando este joven egipcio, Antonio (255- 356), abandonó hacia el año 273 su aldea, Keman o Kome, situada en el Egipto medio, ya se encontró con un solitario anónimo, bajo cuya dirección se puso; sin embargo San Antonio es considerado con justa razón «padre del monacato egipcio», no cronológicamente, sino porque su biografía, escrita por San Atanasio, lo convirtió en el prototipo de todos los solitarios. Los primeros monjes fueron llamados «anacoretas», porque al ascetismo practicado en medio de las comunidades, caracterizado por la continencia sexual, la renuncia a los bienes y la sumisión a un grupo o comunidad, añadieron la separación de los centros habitados para establecerse en la soledad de los desiertos. Los monjes se multiplicaron, en pocos decenios, por Egipto, Palestina, Siria, Capadocia; y un poco más tarde por todo el Occidente; pero los lugares míticos del monacato anacorético serán siempre los desiertos de Egipto, muy especialmente: Pispir: San Antonio se refugió en esta montaña en busca de la soledad más completa, aunque muy pronto se vio rodeado de discipulos, y al fin abandonó este lugar para refugiarse en la Tebaida, que desde entonces se convirtió en el centro espiritual de todos los monjes solitarios. Nitria: San Ammón fue el iniciador de la vida monástica en este valle, adonde acudieron monjes de todas partes, dando lugar a una colonia de semianacoretas, porque las cabanas de los monjes estaban muy cerca unas de otras, y los monjes se reunían varias veces el sábado y el domingo para la celebración de la Eucaristía, para escuchar una conferencia de algún monje más experimentado y para tener una comida en común. Celdas: el valle de las Celdas fue testigo de las heroicidades penitenciales de San Macario de Alejandría (394); en este valle se instaló también Evagrio Póntico hasta su muerte (399). Escete: el iniciador de la vida solitaria en este desierto fue San Macario el Viejo, discípulo de San Antonio por algún tiempo, y cuya vida es tan novelesca como la del propio San Ammón; sobresalieron en este desierto los anacoretas San Arsenio, que había sido preceptor de los hijos del emperador; San Moisés, de raza negra, que había sido bandolero, y fue martirizado en una incursión de los beduinos. En Escete existen todavía hoy algunos monasterios construidos en el lugar de las primitivas celdas de los solitarios. Estos lugares fueron el escenario en que se desarrolló la espiritualidad monástica que se plasmó en los Apotegmas de los Padres del Desierto, en la Historia Lausíaca, escrita por Paladio, y en muchos otros relatos, cuyos nombres, se conozcan o no, fraguaron el auténtico ideal de los anacoretas y semianacoretas. El número de monjes que habrían poblado estos lugares, tal como se refleja en las fuentes monásticas más antiguas, es a todas luces exagerado; era materialmente imposible que, por ejemplo, la aldea de Oxyrinco pudiera albergar 20.000 monjas y 10.000 monjes; no obstante, el número de monjes en Egipto fue muy elevado. La palabra anacoreta procede del latín anachorēta, y este del término griego ἀναχωρητής, compuesto por ἀνα y χωρέω, que significa 'retirarse' (del mundo). La definición del concepto puede tener varios matices, si bien interrelacionados: el de aquel que vive aislado de la comunidad o también para referirse a quienes rehúsan los bienes materiales, y el de alguien que se retira a un lugar solitario para entregarse a la oración y a la penitencia.