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QUINTO SEMESTRE.
23 DE SEPTIEMBRE DE 2016.
Los sentimientos, son una evaluación del presente que procede del pasado y
nos empuja hacia el futuro. Son frutos de la memoria, de la realidad y de la
anticipación. Derivan de nuestras tendencias e implantan tendencias nuevas.
Están influidos por los recuerdos y a su vez organizan la memoria. No en vano
nos acordamos de las cosas, y al usar esta palabra derivada de cor, corazón
en latín, estamos mencionando las raíces afectivas del recuerdo.
Los sentimientos brotan de nosotros «como el calor de un alimento caliente», dijo Rilke.
Vivimos esa emanación afectiva como agradable o desagradable, activadora o
deprimente.
Los sentimientos cumplen una función adaptativa. Nos ayudan a dirigir la acción, y son
fenómenos naturales genéticamente diseñados. A pesar de lo cual los sometemos a
crítica. Todas las culturas han diseñado un modelo afectivo, fomentando unos
sentimientos y prohibiendo otros. Consideramos que la estructura de nuestra
personalidad afectiva puede ser un obstáculo para la felicidad o para la perfección
moral.
Rechazamos unos sentimientos porque nos hacen desgraciados; otros, porque
nos hacen malos. No sólo sentimos, sino que juzgamos nuestra vida
sentimental.
Los deseos nos lanzan más allá del deseo, el anhelo de felicidad más allá del
placer, los sentimientos más allá de los propios sentimientos.
Construimos un rumbo afectivo usando las fuerzas irremediables de
nuestra afectividad básica.
¿Qué pretendemos con ello? ¿Cuáles son los criterios con que evaluamos
los sentimientos? Hay dos. Unos sentimientos nos sumergen en la desdicha
y nos gustaría librarnos de su nefasto influjo. Queremos mantener la
exaltación y la alegría, y librarnos de las tristezas, del desánimo y del
aburrimiento. En este capítulo estudiaré las consecuencias de este afán
de cambiar.
El único agarradero para cualquier cambio es la acción. Don Nepomuceno Carlos de Cárdenas
estaba en lo cierto. No dominamos nuestros sentimientos, pero sí podemos dirigir nuestros actos concretos
para construir con ellos nuevos hábitos o reestructurar los antiguos. La acción es la gran productora de
cambios. Su eficacia es doble. En primer lugar, la simple realización de un acto es un elemento real que
influye en nuestra vida mental. Pero, además, y tal vez habría que decir «sobre todo», la conciencia de ser
autores de la propia acción, de poder alterar aunque sea brevemente la rueda del destino, aumenta el
sentimiento de eficacia -la cuarta partida del balance-, que, por lo que sabemos, ejerce una influencia
definitiva en todo proceso de cambio.
De ahí la importancia dada a los programas de autocontrol. Los investigadores han desarrollado métodos
concretos de entrenamiento. Pero me interesa sobre todo el énfasis que ponen en la necesidad de actuar.
Aristóteles, hablando de la formación del carácter y de la creación de hábitos, dijo que una golondrina no
hace verano. Los reforzamientos, la reestructuración cognitiva, los métodos de autoinstrucción, el
entrenamiento para resolver problemas, el adiestramiento en habilidades sociales, el aprendizaje de nuevos
modos de afrontar las situaciones, son métodos que actúan por repetición.
En los últimos años, el interés por la educación afectiva se está despertando, aunque
tiene el sueño profundo y se toma su tiempo para hacerlo. Están ensayándose varios
programas para ayudar a los alumnos a mejorar la conciencia de los propios
sentimientos, el control de las emociones, la utilización creadora de los afectos,
la ampliación de la empatía y la mejora de las relaciones sociales. Un buen
resumen lo encontrará el lector en el libro de Daniel Goleman Emotional Intel
ligence (Bantam Books, 1995). Al final de su estudio comenta: «Hay una anticuada
palabra para designar los temas incluidos en la inteligencia emocional: carácter.» Todo
lo que he dicho en este libro confirma esta opinión.
El sentimiento de seguridad, que nos libra de los miedos y nos capacita para
disfrutar de las relaciones personales. He contado cómo esta instalación básica
en la realidad se va construyendo en la infancia.
Esto enlaza con otro rasgo constante: el sentimiento del propio poder .
Spinoza lo dijo con la tersura y frialdad de un teorema geométrico: «Cuando
el alma se considera a sí misma y considera su potencia de obrar, se alegra.»
Erich Fromm, un spinoziano convencido, lo explica así: «La felicidad es
indicadora de que el hombre ha encontrado la respuesta al problema de la
existencia humana: la
realización creadora de sus potencialidades.
Gastar energía creadoramente: lo contrario de la felicidad no es el dolor,
sino la depresión.» Unido al sentimiento del propio poder, que es la euforia
de la libertad creadora, de la capacidad de transformar las cosas, de
transfigurarlas encontrando en ellas nuevas posibilidades vitales, va
siempre el sentimiento de la propia estimación, que incluso el alexitímico
Kant valoró sobremanera: «El hombre no debe renunciar a su dignidad,
sino mantener siempre en sí la conciencia de sublimidad, de su disposición
moral. La autoestima es un deber del hombre hacia sí mismo.» Para
terminar, citaré una última variante del sentimiento de la propia valía, que
comentaré en el próximo capítulo: la autosuficiencia.
La carencia de deseos nos condena a la abulia. La proliferación de deseos a la
insatisfacción permanente. La codicia es insaciable, ya se sabe. Los deseos más
fruitivos son los que se refieren a la actividad. Ése fue el descubrimiento de
Aristóteles y siglos después de don Nepomuceno Carlos de Cárdenas. Los
especialistas hablan de motivaciones externas e internas. Aquéllas se concretan
en premios externos, éstas en el premio de la propia actividad.
Es decir, una acción de la que el sujeto se siente autor , que no es, por lo tanto,
mera respuesta a un estímulo.
La llamada educación de la voluntad queda incluida así en la educación de la
inteligencia. Consiste en educar al sujeto para que sepa proponerse fines,
motivarse a sí mismo y aguantar el esfuerzo. Las tres funciones aparecen en el
ámbito de la afectividad. La incapacidad de inventar fines se da en la depresión,
la apatía, el aburrimiento, el desánimo, que son, todos ellos, hábitos sentimentales.
La capacidad de motivarse a sí mismo incluye el aprendizaje de la atención
voluntaria, que está en el origen de la afectividad, el juego con los móviles internos,
la eliminación de los bloqueos afectivos.